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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (24 page)

Naturalmente, Pimienta y Jaqueta no se dieron por avisados y siguieron cuchicheando todo el rato sin que yo, como digo, tuviese autoridad ni ganas de alzarme a mayores. Por su parte, Jorge Quartanet, que caminaba a mi lado, movía la cabeza con mucha gravedad, admirándolo todo.

—Cul de Deu y de la meua mare —insistió, al fin—. Ni las drasanas de Barselona.

Que, en boca de catalán, era mucho decir. Por mi parte, me volví al moro Gurriato. El mogataz iba envuelto en su capa azul de paño grueso con capucha, pero el frío le amorataba los labios. Interpretó mi ojeada y respondió con media sonrisa pensativa.

—Effed.
Una cosa será entrar, si entramos... Otra será salir.

Concluida la visita, nos condujeron hasta un portillo próximo a uno de los torreones de la entrada, cerca del puente levadizo y en la orilla opuesta al pórtico principal. Allí tuvimos que detenernos un rato porque habían alzado aquél para dejar paso a un barco que entraba remolcado por lanchas a remo. En la espera se unió a nosotros el grupo donde venían Sebastián Copons y Juan Zenarruzabeitia, y mezclados con la demás gente nos quedamos por el muelle.

—Si fuego pegas, pues, y por grande nada matas —dijo el vizcaíno—. O así.

Miré en torno, suspicaz; aunque por el habla trabucada de mi paisano era difícil que alguien sino yo le entendiese la parla. Había junto a la puerta algunos dálmatas de guardia armados con alabardas, y entre ellos reconocí a uno de los dos hombres que habían estado con el capitán Alatriste y don Baltasar Toledo en la taberna del puente de los Asesinos: el capitán Maffio Sagodino. Vestía coleto de cuero grueso, capotillo tudesco, gola de acero por estar de guardia y gorro de piel con una pluma verde. Y no sé si él me reconoció a mí o estaba prevenido de nuestra visita; mas lo cierto es que nos asestó los ojos cuando estuvimos cerca y no los retiró durante buen rato. Disimuladamente dije a Copons qué pie calzaba el individuo, y éste le dirigió una mirada que Sagodino pareció advertir, pues apartó la suya para observar de soslayo a sus hombres y luego nos miró de nuevo.

—Ridiela —murmuró el aragonés—. Gentil pinta de bellacón tiene el paisano, con toda su barba... ¿Y es de fiar?

—Eso dicen. Mientras cobre.

—Cagüenlostia.

No hubo otros gestos ni miradas, y eso fue todo. Bajaron el puente levadizo y cruzamos camino de la taberna más próxima para quitarnos el frío. Cuando pasábamos junto a la entrada principal, observé a la gente que seguía haciendo grupo para la visita y me volví al moro Gurriato, formulando la pregunta que no le había hecho en el tarazanal.

—¿Crees que saldremos si entramos ahí, moro?

Se encogió de hombros el mogataz.

—Uar esinegh
—dijo—. No lo sé.

Luego anduvo unos pasos antes de añadir, indiferente, muy a su manera:

—Pero hay un dicho en mi lengua:
Qua benadhem itmeta, qua zamgarz zechemez.

—¿Y qué significa eso?

Encogió los hombros otra vez. El gris de la laguna cercana se reflejaba en sus ojos, bajo la sombra de la capucha mojada de aguanieve.

—Toda mujer engaña —tradujo—. Y todo hombre muere.

VIII. Pese a quien pese

E
l veinticuatro de diciembre, Venecia amaneció tapizada de blanco. Había nevado desde primera hora de la noche, cuajando en los muelles, las calles y los tejados de las casas. Cuando Diego Alatriste salió a la calle, embozado en su capa de paño pardo y con el sombrero de castor metido hasta las cejas, no soplaba viento. Del cielo fosco y gris caían copos de nieve, y las góndolas amarradas en los canales estaban inmóviles en el agua quieta, cubiertas por una capa blanca.

Por suerte no había hielo, y pudo caminar sin riesgo de resbalones por el suelo todavía inmaculado, que crujía bajo sus botas. Anduvo así cruzando puentes y soportales, por la Mercería hasta la iglesia de San Zulian; y de allí fue a la calle de los Espaderos, donde se detuvo frente a un taller que tenía algunas piezas de muestra colgadas en la puerta: espadas, terciados y dagas de buen aspecto pero escasa calidad, según comprobó al primer vistazo. Nada que ver con los buenos aceros de Toledo, Bilbao, Solingen o Milán. Luego curioseó por algunas tiendas más, pensando que Gualterio Malatesta demostraba un turbio sentido del humor al citarlo en aquel sitio.

Lo vio llegar al poco rato, esquivando transeúntes por la calle nevada. Flaco, vestido de negro de arriba abajo como solía. Con la capa y el sombrero salpicados de copos de nieve.

—El señor Pedro Tovar, creo —saludó burlón.

Se había detenido junto a él, mirando con prevención las muestras del espadero. Tocó algunas, y hasta golpeó la guarnición de una daga de vela con la uña del dedo índice, haciéndola sonar, dubitativo.

—¿Qué hay de vuestra mercancía? —preguntó—. ¿Sigue retenida en la Aduana del mar?

—Me la entregaron ayer.

Crujió la risa seca del sicario.

—Que me place... Así podréis elegir buen hierro para esta noche —señaló despectivo las piezas expuestas en la tienda—. No como esta basura.

Se apartaron de allí, caminando calle abajo. Era estrecha y los obligaba a ir hombro con hombro.

—¿Cómo anda el rapaz? —quiso saber Malatesta.

—Bien. A lo suyo.

—Decidle de mi parte que le deseo suerte, en lo que toque.

—Se lo diré.

Llegados a una esquina, señaló el italiano a mano izquierda.

—¿Os apetece un vaso de vino?... Conozco un buen sitio aquí al lado, en la calle de los Espejeros.

Torció Alatriste el mostacho.

—Por qué no.

Había innumerables espejos de toda clase y tamaño, expuestos bajo los toldos de lona de las tiendas. Al paso, sus reflejos multiplicaron hasta el infinito la imagen de docenas de Alatristes y Malatestas caminando unos junto a otros, cual buenos camaradas.

—Ironías del azogue —comentó Malatesta, advirtiéndolo.

Parecía complacerse lo indecible con todo aquello. Entraron en la taberna sacudiendo las capas, sin descubrirse. El lugar era angosto: apenas un mostrador de madera de pino ennegrecida de mugre. Del techo, sujetos con cordeles a las vigas de madera, pendían hinchados odres de vino.

—¿Caliente o frío? —preguntó Malatesta mientras se quitaba los guantes.

—Frío.

—Tenéis razón. El caliente se sube, y hoy conviene tener la cabeza serena.

Pidió el sicario una frasca con vino del tiempo y dos cubiletes, se sirvió el suyo y bebió un largo trago sin protocolos, brindis ni razones. Diego Alatriste llenó su vaso y mojó apenas el mostacho. Era un buen cáramo, comprobó. Ligero y vagamente dulce, más levantino que de allí arriba. Bebió otro sorbo. Acodado en el mostrador, con el pomo de la espada asomándole entre la capa —Alatriste sólo llevaba la acostumbrada daga al cinto—, Malatesta miraba los pellejos de vino, complacido.

—Me recuerda la venta de don Quijote —comentó—:
Yo sé que todo lo de esta casa es encantamiento...
¿Sigue vuestra merced leyendo libros?

—¿Y vos?

De nuevo el crujido seco. Malatesta reía entre dientes.

—No tuve mucha ocasión de lecturas, en los últimos tiempos.

—Ya me figuro.

—Sí. Supongo que os lo figuráis.

Hizo ademán el sicario de tentarse la bolsa y no hallarla; demorándose tanto en ello que Alatriste metió mano en su propia faltriquera y puso dos bagatines dobles sobre el mostrador.

—Vayamos a lo nuestro —dijo, apurando el vino. Acabó también su vaso Malatesta. Era la primera vez, pensó Alatriste, que bebían juntos. Y sin duda la última.

—Vayamos.

Se trataba de hacer una descubierta por la iglesia de San Marcos, la plaza y el palacio ducal, a fin de prevenir los sucesos que allí tendrían lugar por la noche. Caminaron en silencio, saliendo a la Canónica y al primer ensanchamiento de la plaza, donde se alzaba la fachada septentrional de San Marcos. Junto al brocal del aljibe que había en el centro, antes de llegar a los leones de melenas encanecidas de nieve que flanqueaban el paso a la plaza grande, Malatesta señaló un portillo situado a la izquierda, entre la iglesia y el edificio adosado a ésta, más allá del arco de la puerta norte. El portillo estaba al extremo de un callejón estrecho y corto, cerrado por una verja de hierro.

—Por ahí entraremos el cura uscoque y yo.

—¿Estará abierto?

—No. Pero tengo las llaves... En cuanto al uscoque, irá vestido de cura, como corresponde —Malatesta indicó un callejón al otro lado de la placita—. Yo me habré aliñado de ropa allí, poniéndome la gola, el sombrero con pluma verde y la banda de oficial de la guardia ducal... No es gran cosa, pero bastará para ganar tiempo si hay algún centinela cerca. Una vez dentro, en diez pasos llegaré hasta el vigilante de la puerta que conduce al altar mayor y le rebanaré el pescuezo, dándole vía libre al cura... Venid. Vamos por aquel lado, que os muestre el lugar desde dentro.

Lo había referido todo con impecable calma. En otro hombre, Alatriste habría tomado aquello por bravuconada. Pero Gualterio Malatesta no era otro hombre.

—¿Y vuestra fuga?

Compuso el siciliano una mueca irónica. La mirada negra y peligrosa recorría la plaza, fijándose en cada detalle.

—¿Si sale bien, o si sale mal?

—En ambos casos.

—Si sale mal tomaré las de Villadiego, como decís los españoles. Si sale bien, cuando el cura actúe ya estaré fuera. Con mucha prisa pasaré por aquí mismo e iré al palacio ducal para ver cómo van las cosas... Con suerte, a tiempo de meter mano en algún cofre bien provisto.

Sin dejar de caminar habían llegado a la extensa plaza, tapizada de la nieve que seguía cayendo. Había mucha gente que iba de un lado a otro, tapada hasta la nariz, y los barcos amarrados más allá de las dos columnas mostraban la jarcia, las vergas y las cofas de los palos ribeteados de blanco. Algunos mozalbetes hacían bolas de nieve para arrojárselas entre sí, en los soportales de las Procuradurías.

—En cuanto a vuestra merced —siguió diciendo Malatesta—, supongo que se reunirá con el grupo de asalto ahí, en la puerta principal del palacio.

—Suponéis bien. Ese pariente vuestro, el capitán Faliero, debe franquearnos la entrada con sus tudescos.

—¿Y luego?... Comprended mi curiosidad.

Alatriste indicó la basílica.

—Faliero vendrá con algunos de los suyos. Bajo pretexto de restablecer el orden, retendrá a los senadores contrarios a Riniero Zeno... Después escoltará al resto hasta el palacio ducal, donde estaré cubriendo con mi gente, y con la que Faliero me deje, la escalinata grande y el camino a la sala del Consejo... Allí proclamarán a Zeno nuevo dogo.

Habían entrado en San Marcos, cruzando el atrio de columnas donde el espléndido mosaico del piso rivalizaba en riqueza con las pinturas y dorados del techo. Unas y otros se prolongaban por los arcos y bóvedas del interior, que relucían en la penumbra por efecto de las velas encendidas.

Había pocos feligreses —algunas mujeres cubiertas con mantos y hombres arrodillados oraban ante las capillas laterales—, y el sonido de los pasos resonó en el recinto, multiplicándose por las oquedades y estancias de la basílica. Olía a incienso y a cera.

—No está mal, ¿verdad? —comentó Malatesta.

Diego Alatriste contempló fríamente aquella fantasía oriental enriquecida con mármoles y relieves, botín acumulado de siglos de poder, conquistas y dinero. Él no era hombre a quien la belleza de una iglesia o un palacio deslumbrasen más que las formas de una mujer hermosa; en realidad lo impresionaban mucho menos que eso. No era el suyo un mundo de dorados ni pinturas multicolores, sino de tonos grises y pardos, hecho de la niebla incierta de un amanecer y del áspero roce del cuero de un coleto acuchillado. Durante la mayor parte de su existencia había visto arder riquezas, obras de arte, tapices, muebles, libros y vidas. También había matado y visto morir lo suficiente para saber que el fuego, el hierro y el tiempo lo destruían todo tarde o temprano, y que obras con ambición de eternidad se venían abajo en un instante, derribadas por los males del mundo y los desastres de la guerra. Por eso la riqueza de San Marcos no lo conmovía en absoluto, ni experimentaba en su ánimo lo que tan abrumador despliegue perseguía: el hálito de lo sagrado, lo solemne de la inmortal divinidad. El oro con que se edificaban palacios, iglesias y catedrales lo pagaban él y los que eran como él con su sudor y su sangre, desde que la Humanidad tenía memoria.

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