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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (23 page)

Sin apartar sus ojos del capitán, Paoluccio Malombra había ido asintiendo al oír cada nombre, confirmando la exactitud del asunto. Al fin, parsimonioso, empezó a hurgarse la nariz con una de sus uñas negras como el pecado. Por mi parte, mientras escuchaba, pensé que a efectos de salud propia yo debía buscar sin tardanza la punta de la Celestia en el plano de la ciudad que el capitán tenía en su cuarto, y también dedicar un rato a explorar el camino que iba del Arsenal hasta allí. Si algo salía mal, el mismo camino tendría que hacerlo a boca de sorna y a toda prisa, con media ciudad a las calcas, o con la ciudad entera. Sin ocasión de preguntar ni tiempo para fijarme.

—Si algo se torciera —resumía el funcionario— cada grupo deberá dirigirse a su punto de embarque. Paoluccio y sus hombres los llevarán a la isla de la que hablamos el otro día... San Ariano está al otro lado de la laguna, como dije. Próxima a la boca del mar abierto. Allí serán recogidos por una embarcación mayor.

—¿Cuándo? —quiso saber el capitán Alatriste.

—Eso ya no depende de mí. En cuanto sea posible, imagino.

El capitán y yo cambiamos una mirada profesional, pues los dos estábamos pensando lo mismo. Si llegábamos allí lo haríamos perseguidos, con las tropas leales a la Serenísima batiendo la laguna en nuestra busca.

—¿Qué clase de lugar es?... ¿Tiene posibilidades de defensa?

Nos miró Saavedra Fajardo como si le hubieran preguntado por el lado oculto de la luna. Defensa de qué, parecía interrogarse. Al fin cayó en ello.

—No muchas —admitió—. El sitio procura más lo discreto que otra cosa... Me dicen que es un islote disimulado entre otros, con canales poco accesibles. Tiene la ventaja de un pequeño manantial de agua potable. También quedan algunas ruinas de un monasterio abandonado hace doscientos años... Se lo conoce como isla de los Esqueletos.

Miramos a Paoluccio Malombra, que había dejado la nariz en paz y sonreía de nuevo con su boca grisácea y mellada: una sonrisa ancha, de patilla a patilla. El capitán volvió a tocarse el mostacho, pensativo.

—Cuerpo de Dios... Vaya nombre tranquilizador.

Saavedra Fajardo aclaró que el lugar sí lo era. Tranquilo, quería decir. Venecia lo utilizaba como osario desde que los cementerios empezaron a llenarse demasiado. Eso lo convertía en lugar de pocas visitas. En verano estaba infestado de serpientes, pero con el frío no había que preocuparse de ellas.

—Confiemos de todas formas —zanjó— en que ni San Ariano ni los servicios de Paoluccio sean necesarios.

—Confiemos.

Gesticuló entonces el contrabandista con mucho mover de manos y miradas elocuentes que fueron de uno a otro. Al cabo se indicó el pecho y remedó el gesto elocuente de marcharse, tras lo cual entrelazó los dedos y se nos quedó mirando con la misma placidez que antes.

—Quiere dejar claro —tradujo Saavedra Fajardo— que él y sus hombres no esperarán más de lo convenido... Si hay rebato, con pasajeros o sin ellos, las barcas se harán a la vela. A las dos de la madrugada, el día de Navidad.

El jueves veintitrés, el frío se hizo más intenso. Sobre el agua cenicienta de la laguna, el viento del norte trajo un aguanieve blanquecina que no llegó a cuajar en el suelo, pero cuya humedad penetraba más adentro que en días anteriores. Y juro a tal que lo sentí a mi costa cuando en compañía de Sebastián Copons fui al canal de los Mendicantes, que se interna en la ciudad desde los muelles nuevos del nordeste. El aire frío de los Alpes corría libremente por el canal, haciéndome tiritar incluso al resguardo de la escuela de San Marcos, donde nos detuvimos junto al bronce impresionante del condotiero Bartolomeo Coleone. Era temprano. A esa hora el lugar hervía de marineros, pescadores y campesinos con capas marrones y zuecos, que descargaban, entre la plaza y los muelles nuevos, numerosas barcazas que traían productos de tierra firme y pasajeros de Marguera, Fusina, Treviso y Mestre. En una de ellas, de las que allí llaman batelos grandes, cargada de leña, venían pasajeros de nuestro interés: cinco artificieros suecos que debían ayudarnos en el incendio del Arsenal y cuatro soldados españoles que faltaban para completar el grupo que asaltaría el palacio ducal.

—Adivina quiénes son —me dijo Sebastián Copons.

No había que romperse los ojos. Entre la gente que iba y venía por el muelle de los Mendicantes distinguí con facilidad a cinco hombres de barbas y bigotes rubios, tan sueltos y desabrigados como si estuvieran en Corfú. Iban en ropa de marineros con los habituales sacos de lona al hombro, y caminaban seguidos a poca distancia por otros cuatro individuos bajitos, recios, morenos y patilludos, de andar valentón, que con sus alforjas al hombro y la bota de vino al cinto pregonaban a media legua al milite disfrazado con ropa civil. Y mientras los rubios avanzaban impasibles, prudentes, mirando al vacío como si no estuvieran allí, los cuatro morenos lanzaban ojeadas curiosas alrededor, observándolo todo con mucho interés. En especial a las mujeres.

—Cagüendiela —murmuró Copons—. Sólo les falta un cartel colgado al pecho con el nombre de su tercio.

—Tercio de Lombardía —confirmé yo, que por la cercanía al capitán Alatriste estaba al tanto de los detalles.

—Hay que joderse... Mala pascua les dé Dios.

Vimos en ésas a Manuel Martinho de Arcada, vestido con trazas de mercader, aparecer entre la gente, el aire tan melancólico como solía. Al pasar junto a los españoles debió de hacerles una seña de inteligencia o ser reconocido por éstos, pues los cuatro le fueron detrás, siguiéndolo a pocos pasos, hasta que los perdimos de vista detrás de la iglesia de San Zanipolo, camino de sus propios asuntos. Nuestros mercenarios suecos, entretanto, habían ido hasta la estatua del Coleone, según las instrucciones recibidas, y tras detenerse un momento siguieron camino por la orilla del canal hasta el puente de madera alquitranada que llaman de las Carnicerías. Allí se detuvieron de nuevo hasta que Copons y yo, que íbamos a su zaga con disimulo, atentos a que nadie les pisara la huella —antes lo habíamos comprobado a nuestra espalda—, pasamos junto a ellos. Dijo entonces mi compañero sin detenerse la seña prevista, que era
Manzanares y Atocha
, respondió uno de los suecos con un gutural
Amberes y Ostende
, y a partir de ese momento fueron ellos quienes nos siguieron a nosotros un par de calles más allá, hasta el soportal de la posada de los Tre Fradei, donde estaba previsto que se alojaran. Y tras cambiar un rápido y furtivo apretón de manos con el que nos pareció cabo del grupo —un tipo grande con ojos muy claros y barba de pirata vikingo, que me trituró la diestra al estrecharla, el hideputa—, nos fuimos a nuestros asuntos sin cambiar más palabras, y ellos se quedaron ocupados con los suyos.

La siguiente cita de aquella mañana la tuvimos Sebastián Copons y yo frente al Arsenal, una hora más tarde. Era este poderoso recinto el orgullo de la ciudad, como saben vuestras mercedes; y databa de antiguo la costumbre asombrosa —en lo que conozco, original y primera en el mundo— de abrir sus puertas cada víspera de Nochebuena a la visita de público curioso, de Venecia o forastero, que podía así admirar aquella famosa maravilla de la construcción naval, recorriendo la parte que era posible mostrar sin descubrir secretos graves de la República. La mitad del precio de entrada —que consistía en la nada desdeñable cantidad de un bezzo de plata por persona— se destinaba por costumbre a los operarios del tarazanal y sus familias, a modo de aguinaldo navideño. Y era ordinario, según nos dijeron, que cada año se hiciese una buena colecta.

Lo cierto es que el mucho frío y el chirimiri de aguanieve no arredraban a los visitantes, pues desde primera hora había en la verja buena copia de curiosos con umbrelas, capotes encerados y capas de piel, en su mayor parte viajeros y gente ociosa que disfrutaba la oportunidad. Imagino que entre ellos, y con intenciones no diferentes a las nuestras, habría ojos clandestinos de varias naciones, otomanos incluidos. Y aunque, como dije, el trayecto que se permitía hacer era reducido, en embarcaciones a remo y circunscrito casi todo a la parte vieja del tarazanal, siempre había ocasión de echar un vistazo más allá cuando se pasaba bajo los puentes levadizos y por los canales interiores, espiando la zona donde se construían, armaban, despalmaban y reparaban las famosas galeras de la Serenísima; que con tanto orgullo y desmedida soberbia, pese a España y al Turco, seguían paseando el león de San Marcos por el Adriático y las aguas de Levante.

Habíamos estudiado el plano del lugar que nos había hecho llegar el capitán Maffio Sagodino; pero convenía explorarlo en serio, pues al día siguiente íbamos a entrar en él por la noche, de romanía y sin tiempo para establecer orientaciones o referencias. De manera que, tras reunimos en el puente levadizo y hacer turno como cuantos esperaban —entre ellos había no pocas mujeres y algunos niños—, cruzamos el pórtico de la entrada, pagamos nuestro medio sueldo de plata cada uno y embarcamos por grupos en caorlinas grandes, a remo y con bancos. Yo me instalé en la que correspondió, sentado entre el moro Gurriato y Jorge Quartanet, y en el banco de atrás se acomodaron Manuel Pimienta y Pedro Jaqueta. Aunque lo intentaron, ni Sebastián Copons ni Juan Zenarruzabeitia pudieron subir con nosotros, de manera que lo hicieron en otra embarcación. Remaban en la nuestra seis marineros del tarazanal, y completaban el pasaje dos ingleses con pinta de mercaderes, un padre de familia veneciano con un niño de diez o doce años, y una pareja que, a lo que entendí, estaba formada por un comerciante de Pisa, regordete y de cierta edad, y una joven de buen ver aunque ordinaria de maneras, daifa local sin duda, que se cubría con lujoso manto nuevo de piel de marta y esquivaba nuestras miradas con muchos melindres. Observando al acompañante me pareció de ésos que llegan a la presunta doncella gallardos de bolsa y gordos como los atunes, y luego que desovan tornan a las aguas propias flacos y de escaso provecho.

—Qué bonito es el amor —oí susurrar a mi espalda a Manuel Pimienta, guasón como solía.

—Cuando se quiere de veras —apostilló su compadre Jaqueta, encarando con mucha desvergüenza al pisano, que lo miraba zaíno.

Es el caso que bogó nuestra embarcación por el ancho canal interior del tarazanal viejo, y admiramos a la izquierda, protegidas del clima bajo espaciosas cubiertas de madera y teja, una larga sucesión de naves de pequeño porte a medio construir en sus gradas, con toda clase de maderas, hierros y materiales muy bien dispuestos y en orden. A la derecha, grandes cobertizos puestos sobre arcos y pilastras albergaban los almacenes de vela, jarcia y gúmenas para las naves; y algo más allá, entre dos canales que comunicaban con el espejo de agua del tarazanal nuevo, otro vasto cobertizo con unas grandes puertas abiertas permitía ver la espléndida embarcación llamada
Bucintoro
, galera de alto bordo y riquísima fábrica que usaba el dogo en sus actos oficiales. Tomamos nota de ello, pues esa nave era uno de los objetivos para el día siguiente; y pusimos más atención cuando nuestra caorlina pasó bajo un puente levadizo y se adentró un poco en la parte nueva del recinto; donde, pese a que la mayor parte de las embarcaciones estaba en los cobertizos, el espectáculo era asombroso. Una con otra, borda con borda, lo mismo en el agua que puestas en seco o tumbadas sobre una banda para despalmarse, había al menos un centenar de embarcaciones de gran porte: naves de aparejo redondo, galeazas y las famosas galeras venecianas. Muchas de éstas, que como las nuestras desarmaban durante la invernada, estaban sin palos, con todo el acastillaje en tierra; y había pilas enormes de madera cortada en todas las formas y tamaños requeridos por el ingenio naval, lista para ser ensamblada, en aquel arsenal prodigioso donde era fama, exagerada sin duda, que podía construirse una galera en sólo veinticuatro horas.

—Cul de Sant Arnau —murmuró Jorge Quartanet en su parla catalana.

No dije nada, aunque estaba admirado y pensaba lo mismo. Me limité a cambiar una mirada con el moro Gurriato, que contemplaba todo aquello con la boca abierta. Luego intenté grabármelo bien en la memoria. A un lado de esa dársena se abría otro canal ancho, por el que se advertían más galeras en construcción; pero esa parte no pudimos espiarla bien, pues nuestra caorlina tomó a la derecha, desembarcándonos en un muellecito contiguo al lugar donde se refinaba la pez de calafatear. Partía de allí un paseo de tierra en ángulo recto que discurría entre edificios de dos plantas destinados a talleres de cordelería. El recorrido estaba flanqueado por centenares de hierros de áncoras, culebrinas y cañones ordenadamente puestos uno junto al otro hasta perderse a lo lejos.

Echamos pie a tierra, como digo, y anduvimos por ese paseo entre otros visitantes, admirados de cuanto veíamos y espantados, cada cual para su coleto, del propósito que allí nos llevaba; sobre todo cuando dirigíamos la vista a los edificios que había al final del camino de tierra, donde sabíamos se guardaban tres mil barriles de pólvora. La sola idea de pegar fuego a tan inmenso poderío bastaba para que vacilase la serenidad del más calmo y arriscado entre nosotros. Que una cosa era hacer proyectos sobre un plano dibujado, y otra advertir con propios ojos lo desaforado de la empresa. El Arsenal de Venecia parecía invulnerable al hierro, al fuego y a cualquier otra intención.

—Quienes nos han mandado aquí están locos —oí decir en voz baja a Pedro Jaqueta.

—Por el vino que vi alzar, señor compadre, que los locos somos nosotros —respondió Manuel Pimienta en otro susurro.

—Y que lo diga voacé... Menudo hueso.

—Ohú. Ni que lo pesen a oro.

—Mejor me vería en las mazmorras de Tetuán.

—Digo. Y no digo más.

Miré a los andaluces con gesto censor, en plan rellánense que todo saldrá a cuajo, dando a entender que charlaban más de la cuenta; pero mi mocedad no les infundió ningún respeto, e incluso Pimienta puso mal semblante.

—¿Algún problema, caballerete?

—No tengamos aquí voces —sugerí.

—Afeitaos antes el bozo, pardiós.

Rieron los dos caimanes por lo bajo, con meridional rechifla. En otras circunstancias, la guasa y el destemplado comentario sobre lo que me afeitaba o dejaba de afeitar habría dado lugar a tomarnos de más graves palabras. Tenía hígados para devolvérselas en plan mala sea vuestra hora y el badajo que la toque, añadiendo un palmo de acero en el mondongo; pero junto al capitán Alatriste había aprendido a distinguir el momento de cada cosa, como en la vida militar el ejercicio de la paciencia, virtud principal del soldado. Navidad no era tiempo de empanadas de Cuaresma; y no tuve otra que morderme la lengua y encajar el desaire.

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