Read El puente de los asesinos Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (21 page)

BOOK: El puente de los asesinos
4.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Tendrá su parola —afirmó, rotunda—. Zeno odia al dogo con tuta l'ánima.

—¿Y vuestra merced?

Era la última pregunta posible. O casi. Alatriste apenas podía ir más allá de ese punto, y lo sabía. No acostumbraba a tal género de parla. Mezclar mujeres y conversación de trabajo era terreno resbaladizo, y los sucesos de aquella noche le daban la razón. Con ellas traía más cuenta decir poco que saber mucho.

—Demasiado riesgo por una apuesta política —añadió, y eso ya era demasiado—. Las mujeres sólo actúan así por amor, o por venganza.

—Vuesiñoría e' un gentiluomo... Olvida el denaro.

Se hizo a un lado en el diván, dejando espacio libre. Lo golpeaba suavemente con una mano, invitando a Alatriste a ocuparlo. Negó éste con la cabeza e insistió ella sin palabras. Sonreía, ahora. Tras una breve vacilación, él se sentó a su lado. Lo hizo tenso y en el borde mismo, procurando no rozar siquiera a la mujer.

—Volio contar una storia, miser Pedro... Una amica d'una amica.

La contó. Con la mirada absorta en un punto indeterminado del espacio, vuelto el rostro hacia uno de los tapices de la pared —una escena bíblica, Judith y Holofernes, dedujo Alatriste—, Livia Tagliapiera refirió la historia de una cortesana de Venecia, bella y joven, que muchos años atrás, en tiempos del dogo Leonardo Dona, tuvo tratos con un joven patricio de la ciudad, futuro senador, hijo del también futuro dogo Giovanni Cornari. Enamorado, el joven Cornari dilapidó en la mujer una auténtica fortuna. Cierta noche, a resultas de una historia de celos y reproches, ella le cerró la puerta de su casa, dando preferencia a otros amantes. Suplicó él un nuevo encuentro, accedió ella al fin, y quedó convenida una cena íntima en Malamocco, entre la laguna y el mar, donde pasarían la noche en la casa de unos conocidos. Salieron de Venecia con varias góndolas de acompañamiento con música y refresco, y una vez allí todo transcurrió como estaba previsto hasta después de la cena, a la que también asistieron amigos del joven patricio. Llevándola a la cama, éste le hizo el amor y luego la forzó a ser violada por media docena de sus amigos. Pero la noche no terminó allí. Después gozaron de ella, de todas las maneras posibles, gondoleros, pescadores, campesinos y criados, mientras Cornari anotaba marcas con un trozo de carbón en la pared. Hubo treinta y una marcas, y las últimas correspondieron a dos frailes del monasterio de San Lorenzo. Al amanecer, la mujer fue devuelta a Venecia en una barca cargada de melones.

Livia Tagliapiera no había dejado un instante de mirar hacia Judith y Holofernes mientras contaba la historia. Al terminar permaneció inmóvil, todavía con el rostro vuelto en esa dirección. Absorta su mirada a mitad de camino.

—Comprendo —murmuró Alatriste.

La cortesana se volvió lentamente hacia él.

—Non so sicura de que comprendáis tuto, ma cotesta e' la storia.

Subió un punto el tono. Más frívolo ahora. La joven cortesana de Malamocco, amiga de una amiga, ya estaba lejos. Junto a Diego Alatriste había una mujer a punto de madurez, rotunda y hermosa. Y sonreía.

—Diremo que tengo amichi piú vichini en un bando que n'altro... Piú con Renier Zeno que con il dogo Cornari.

Le miraba de nuevo los ojos, adivinando su deseo. Aun sin tocarla, él podía advertir la calidez cercana de su carne espléndida.

—Tuto se concita, come vede vuesiñoría.

—Todo —murmuró él.

Ella ensanchó la sonrisa. Después se recostó en el diván, abriendo más la bata. Entonces Alatriste puso las manos en sus caderas y se inclinó despacio sobre ella.

La turbia claridad del día, que se anunciaba tan lloviznoso como los precedentes, me encontró en la calle, envuelto en mi capa y sentado en un mojón de piedra, junto a la desembocadura del canal pícolo en el canal grande. Había allí un pequeño bacareto donde solían reponer fuerzas los barqueros que, desde muy temprano, descargaban en los alrededores de Rialto. Yo había salido a la puerta con un pichel de vino caliente y un cuartillo de pan recién hecho, que mojaba en él como desayuno, buscando que el aire frío me despejara una cabeza demasiado atormentada para reposarla en la almohada. Miraba el tráfico de toda suerte de embarcaciones cargadas con frutas, verduras y leña, escuchaba los gritos de los remeros que se avisaban unos a otros en las maniobras y tragaba bocados calientes del pan desmigado en vino. El ardor de mi riña con el gondolero y la cólera por el incidente con el capitán Alatriste habían cedido el campo, a esas horas, a una honda melancolía que la grisura del amanecer y la humedad de los canales no atenuaban en absoluto. De pronto deseaba hallarme lejos de Venecia, del capitán y de todo cuanto se relacionaba con lo que allí me retenía. Aquella ciudad, que yo había soñado en mi entusiasmo inicial fascinante, rica y peligrosa, sólo se me aparecía ahora en esta última forma: una trampa sombría donde ni siquiera resultaba posible establecer de parte de quién militaban la virtud y el buen seso. La imagen de la infeliz Luzietta, espantada, desvalida, rota en llanto, me atormentaba lo indecible. Yo seguía sin creer del todo en su traición deliberada. En lo agitado de mis reflexiones, unas veces protestaba en los adentros, convencido de su inocencia, y otras intentaba disculparla, buscándole ávido toda clase de peregrinas justificaciones. Lo que juro a vuestras mercedes, por quien fui, es que si en tal momento hubiera sido dueño pleno de mis obras, y de no estar unido al capitán Alatriste y a los otros camaradas por compromiso de lealtad, nación y oficio, habría abandonado Venecia sin vacilar, indiferente al término de la aventura que allí me había llevado.

Fue entonces cuando creí ver a la muchacha. Miraba yo hacia la puerta de la casa que daba al canal estrecho, la misma de la pelea, cuando una góndola de dos remos y con el toldo que en Venecia llaman felze se detuvo ante ella. Estaba a treinta pasos, en la orilla opuesta; pero creí reconocer a donna Livia Tagliapiera en la mujer que asomó un momento a la puerta para conversar con los hombres que iban al remo. Luego desapareció en el interior de la casa, y a poco salieron otros dos con aspecto de
bravi
venecianos, rudos de ropa y maneras, que llevaban sujeta entre ellos a una figura más frágil, embozada en capa larga de paño negro con capucha. Subieron a la góndola, apartaron la embarcación los remeros, y ésta pasó por delante de mí sin que yo, que me había levantado con espantosa desazón y estaba al borde mismo del canal, pudiese ver otra cosa que las cortinas abrochadas. Después la góndola salió al canal grande, torció a la izquierda y desapareció en dirección al puente y el fondaco de los Tudescos.

Si se trataba de Luzietta, como así lo creo, ese amanecer la vi por última vez. En los días siguientes los acontecimientos se precipitaron, y tuve cosas más graves en que ocupar la cabeza y el acero. Su nombre sólo volvió a ser pronunciado una vez, tiempo más tarde, entre el capitán Alatriste y yo. Meses después de que hubiese acabado todo, decidí hacer la pregunta a mi antiguo amo. Me contempló un instante en silencio, cual si dudara; no de su respuesta, sino de mis deseos de conocerla. De verdad quieres saberlo, preguntó al fin, casi sorprendido, aunque el tono de su voz no era en absoluto una pregunta. Respondí que sí, que quería. Y que contaba con todo el derecho a saber. Asintió al oír aquello, ecuánime, sin dejar de mirarme con los mismos ojos helados que se clavaron en mí cuando yo tenía el filo de su daga apoyado en la gorja, en casa de Livia Tagliapiera. Se ahorcó, dijo. Con el cordón de su camisa de dormir, aquella misma noche, en la casa donde la tenían encerrada. Luego inclinó la cabeza para seguir con lo que estaba haciendo —rezurcir a la luz de una vela de sebo unas viejas calzas de lana—. Y yo supe que acababa de atar, para siempre, mis remordimientos a los suyos.

VII. El arsenal de Venecia

L
a mañana del veintidós de diciembre, el capitán Alatriste oyó sin mí la misa de doce. Esta vez se trataba de que los tres cabos españoles se reunieran con don Baltasar Toledo, que estaba muy quebrantado de salud en el convento donde se alojaba. Un asunto, había resultado al fin, de cólicos de riñón y piedras que no expulsaba, que lo tenía en cama con atroces dolores, incapacitado para el servicio. Los frailes de allí eran dominicos, favorables a España y partidarios del senador Zeno. Aunque ignorantes de las implicaciones últimas de la conjura, eso los tenía ganados para nuestra causa; de manera que todo se organizó para que, durante la misa, que estuvo muy concurrida, el capitán, Roque Paredes y Manuel Martinho de Arcada se metieran con disimulo por la sacristía, pasando al convento contiguo que estaba por la parte del Dorsoduro, en el antiguo edificio de los gesuatos de Siena. Yo, que había acompañado al capitán hasta la puerta de la iglesia, me quedé afuera, pues el cónclave era sólo para jefes, y la tropa nada tenía que mojar en aquella salsa.

Recordarán vuestras mercedes que la misión de Roque Paredes era pegar fuego al barrio hebreo, y la del portugués Martinho de Arcada secundar a don Baltasar Toledo y a Lorenzo Faliero en la toma del palacio ducal; mientras el capitán Alatriste y su grupo, con cinco artificieros suecos —que aún estaban por llegar a Venecia— y amparados por los mercenarios dálmatas del capitán Maffio Sagodino, darían cuenta del Arsenal. La mala salud de Toledo, sin embargo, alteraba los planes, y era preciso replantearse lo tocante a cada cual. De eso trató la reunión, a la que como digo no asistí, pues de la iglesia fui dando un paseo hasta el lugar donde me había citado el capitán para luego, que era la muy próxima punta de la Aduana.

El despacho oficial de mercancías, que abría tempranísimo, ya estaba cerrado a esa hora; y el sitio, tranquilo de gente. Había muchos fardos y toneles apilados en el muelle. La marejadilla hacía golpear los costados de las góndolas y sándalos en las estacas donde se hallaban amarrados. Anduve con mucha libertad, bien abrigado en mi capa, admirando aquella encrucijada de mundos y mares poblada de naves de todas clases y naciones, que con sus velas aferradas se abarloaban tan juntas que casi habría podido pasar por ellas a pie enjuto, salvando la ancha embocadura del canal grande, desde la Aduana a la plaza de San Marcos. Y, aun detestando como detestaba aquella ciudad, y pese al cielo fosco y lluvioso que gravitaba como panza de burra sobre tejados, campaniles y chimeneas, no pude menos que admirar el paisaje de esa Tenochtitlán del mundo viejo, que ante mis ojos se desplegaba con tan soberbia grandeza que ni Sevilla ni Barcelona, ni siquiera Génova o Nápoles, quedaban a su altura, como si allí mismo se contratara la máquina del orbe. Y me dije que ya habríamos querido los españoles, amos del mundo como éramos, contar entre las nuestras una ciudad tan rica y comerciante como aquélla; donde la principal virtud ciudadana, vicios aparte, era el trabajo. Mientras que nuestro esfuerzo y el oro de los galeones se iban en quimeras que nada tenían que ver con el comercio y la prosperidad de los pueblos, sino con la arrogancia, la religión, la holganza y el blasonar de cristianos viejos. Pues nada define mejor la España de mi siglo, y la de todos, que la imagen del hidalgo pobre y miserable, muerto de hambre, que no trabaja porque es rebaje de su condición; y aunque ayuna a diario sale a la calle con espada, dándose aires, y se echa migas de pan en la barba para que sus vecinos piensen que ha comido.

El capitán Alatriste, Roque Paredes y Manuel Martinho de Arcada aparecieron pasadas dos horas, caminando muy tranquilos por el muelle que llaman de los Zátere. Se pararon a mi lado mirando la laguna, la embocadura del canal y la isla de San Giorgio, y acabaron de comentar entre ellos, aprovechando que no había cerca otros oídos que los míos, algunos flecos del negocio. Supe de ese modo que los cólicos de riñón de don Baltasar Toledo se habían complicado con una fluxión ulcerosa, que la trementina del Tirol que el apotecario del convento le administraba no hacía efecto, y que don Baltasar tenía dentro, atravesada en el canal de la orina y sin poder echarla fuera, una piedra casi del tamaño de un pedernal de arcabuz. Aparte los terribles dolores, eso le ocasionaba fiebres muy altas; de manera que no había tenido otra que resignar el mando, pues era poco probable su mejora en los próximos días. Delegó el militar, por tanto, en el capitán Alatriste sin que ni Paredes ni Martinho se opusieran a ello. Más bien, soldados profesionales como eran, parecían aliviados de que no les afectara tamaña responsabilidad. Tampoco es que mi antiguo amo se mostrase feliz con el cambio; pero asumía, con su habitual fatalismo ante lo inevitable, la parte que le tocaba. El plan original se mantenía en sus trazos generales, con la diferencia de que el ataque al Arsenal sería encabezado ahora por Sebastián Copons, a cuyas órdenes quedaba yo sujeto, mientras que Manuel Martinho de Arcada y sus hombres estarían bajo mando del capitán Alatriste en el golpe de mano contra el palacio ducal. Por su parte, Roque Paredes seguía a cargo del incendio de la judería.

BOOK: El puente de los asesinos
4.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Master of Darkness by Angela Knight
Dove in the Window by Fowler, Earlene
The Poison Master by Liz Williams
The Shattered Goddess by Darrell Schweitzer
Mercury Rises by Robert Kroese
Apocalypse Dawn by Mel Odom
The Bamboo Stalk by Saud Alsanousi


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024