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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (31 page)

Cruzó dos puentes más, siempre a la izquierda, y siguió la orilla de un canal angosto donde había muchas góndolas cubiertas de nieve amarradas en sus palinas. Al fin, pasando entre una iglesia y una casa de aspecto patricio, de la que procuró esquivar las ventanas iluminadas, entrevió al extremo de una plazuela la anchura negra del canal grande, de donde llegaba un vientecillo frío que heló el sudor en su ropa. Estaba acordado que el gondolero previsto aguardase junto al pontón de San Moisés, al otro lado del canal del mismo nombre. Resguardándose lo más posible en las sombras, Alatriste dejó atrás la iglesia, comprobando que no tenía a nadie tras su huella, y luego cruzó el último puente y tomó la primera calleja a la izquierda. Mientras se acercaba al pontón se movía cauto, como un lobo desconfiado: cada vez más despacio, procurando apoyar el talón de las botas antes que las suelas, a fin de hacer el menor ruido posible. Se detuvo a pocos pasos, muy cerca del canal grande. El pontón estaba desierto: allí no había góndola ni gondolero. Sin el sofoco del esfuerzo, el frío lo hizo tiritar; y por primera vez echó en falta la capa abandonada en la Canónica. Mierda de Cristo, se dijo. Al cabo no me matarán los venecianos, sino una pleuresía. Sus sentidos, sin embargo, estaban pendientes de lo que tenía detrás. Y ahora escuchaba ruido de pasos acercándose. Venía alguien.

Al diablo todo, concluyó. Estaba muy cansado para correr de nuevo, y fuera del pontón de San Moisés ya no tenía a dónde ir. Simple transeúnte o enemigo a sus calcas, quienquiera que fuese estaba de más en ese momento. Y si eran varios, el primero que asomase el hocico pagaría por todos. Que Dios o el diablo proveyeran. Así que buscó el resguardo de un soportal mientras desenvainaba la daga con la mano zurda y empuñaba la pistola con la diestra, tras amartillarla sofocando el chasquido entre los muslos. Respiraba despacio y hondo, para que los latidos del pulso en las sienes no le perturbaran el silencio necesario. Crujía suave la nieve junto a la embocadura del soportal. Un paso. Otro. Y cuando, al tercero, una sombra se destacó en la penumbra, y la hoja de la espada que esa sombra empuñaba se alargó nítida sobre el suelo blanco, Alatriste alargó el brazo y le puso el cañón de la pistola a quemarropa, tocándole la cabeza. Entonces oyó la risa chirriante de Gualterio Malatesta.

—Minchia
, capitán Alatriste... Guardad ese chisme. El ruido de un disparo es lo que menos conviene ahora.

Los muros y el campanile de San Francisco de la Viña se alzaban negros en la noche, más allá de las sombras entrelazadas que formaban sobre nuestras cabezas las ramas desnudas de los árboles. De Roque Paredes y la gente del barrio judío no había aparecido nadie. Sólo Sebastián Copons, el moro Gurriato y yo estábamos agachados junto a la tapia del convento, recobrando a boqueadas el resuello mientras estudiábamos la manera más segura de recorrer el último tramo: un murete con un portillo que conducía a una playa rocosa, abierta a la laguna, que se estrechaba en la punta que llamaban de la Celestia. Desde donde estábamos no podía verse otra cosa que la línea oscura del murete y el portillo. Habíamos estudiado el paraje con anterioridad, tanto de día como de noche. Sabíamos que era un sitio provisto de tropa, por estar allí el almojarifazgo de muchas mercancías que llegaban de tierra firme; y su guardia habitual eran cuatro o cinco golondrinos más atentos a cobrar el astillazo de barqueros y contrabandistas que a vigilar lo que se cocía tierra adentro. Lo que esa noche no sabíamos era si los acontecimientos habrían cambiado las cosas; si la guarnición del portillo estaba alerta o reforzada, y si la barca prometida por Paoluccio Malombra aguardaría según lo previsto al extremo de la pequeña playa, o nos íbamos a encontrar, cuando llegáramos, sólo con rocas, agua y noche. Tres dudas que no había manera de resolver sino moviéndonos.

—Peñas y buen tiempo —dijo Copons.

Nos apartamos de la tapia con cautela, cada cual con sus hierros desnudos en las manos. Habíamos acordado que yo me adelantaría cuando estuviésemos cerca del portillo: era el más suelto en parla italiana, y dos palabras oportunas dejarían margen para arrimarnos y ejecutar la sarracina. Un solo centinela que escapara vivo, pregonando nuestra presencia allí, nos haría dar con los huevos en la ceniza.

—Ahí están —susurré.

Dos bultos en pie, apoyados en el murete, y otros dos en el suelo, negros sobre el blanco del suelo nevado, en torno a un braserillo del que el viento de la laguna arrancaba chispas. Me solté la capa que llevaba terciada al hombro para que su vuelo disimulara mis armas: espada envainada —podía estorbarme para reñir en corto y a oscuras— y daga en la mano diestra. Luego salí a descubierto, caminando hacia el portillo con mucha flema. O aparentándola. Pues, como había escrito ya Calderón de la Barca, o estaba a punto:

Estas acciones no son

hijas de la bizarría
;

el morir no es valentía
,

sino desesperación.

Con cada paso, la sangre me batía en los oídos, ensordeciéndolos hasta el punto de apagar el rumor del viento y el chapaleo del agua en la orilla próxima de la laguna. Silencio, repetían mis adentros. Te va la vida. Todo debe ocurrir con poco ruido.

—Buonanotte —saludé, muy desenvuelto.

—¿Cosa vuo...? —empezó a decir uno de los centinelas, desabrido, separándose del murete.

Tanteé con la mano izquierda, calculando sitio y distancia, y casi en el mismo movimiento le metí al centinela mi daga en la canal maestra, hasta la guarnición. La voz se le quebró en un gruñido, como si expulsara aire líquido; y todavía estaba en pie, gruñendo y tambaleándose como borracho, cuando por mi derecha e izquierda las sombras de Copons y el moro Gurriato se abalanzaron contra los otros. Sonaron chasquidos de carne abierta y gemidos sordos mientras yo recuperaba mi daga y el centinela degollado me caía a los pies. Salté sobre su cuerpo y fui adelante, cebado en la pelea, contra un bulto que se incorporaba al resplandor chisporroteante del braserillo. Coincidí allí con Gurriato, que ya había despachado a otro centinela como por la posta. Entre los dos sujetamos al que intentaba levantarse, inmovilizándolo contra el suelo mientras procuraba sofocarlo con mi capa para ahogar sus gritos, al tiempo que con mucha diligencia el mogataz lo cosía a puñaladas. Chac, chac, chac, chac, chac, sonaba interminable. Dejó el infeliz de estremecerse al fin, sin lograr decir en alto esta lengua es mía. Todo era de nuevo silencio excepto el leve rumor del viento y el chapaleo del agua en la orilla cercana, al otro lado del murete y el portillo. Nos quedamos un momento quietos, recobrando el resuello. Después sequé lo mejor que pude mis manos húmedas de sangre —todavía caliente y viscosa— en las ropas del muerto, y me puse en pie. Sebastián Copons apagaba el braserillo echándole puñados de nieve encima.

—¿Todos bien? —preguntó.

Un breve quejido de Gurriato al incorporarse reveló que no todos lo estábamos. Su primer adversario, más rápido que los otros, había tenido ocasión de meterle media cuarta de acero en las costillas cuando el moro le fue encima, antes de ser despachado. No parecía araño serio, nos aclaró el mogataz rechinándole los dientes mientras se metía un dedo en el estrago para calcular lo hondo. Pero estorbaba. Le improvisamos un vendaje con nuestros lienzos de faltriquera, apretando para detener la hemorragia. Se tenía derecho, muy entero, y no requirió nuestra ayuda cuando pasamos el portillo, saliendo a la playa de guijarros nevados.

—Démonos prisa, rediós —urgía Copons.

El aire frío y salino —olía a moho, fango y algas— me despejó los ojos y el campanario, helando el aguanieve de mis ropas y la sangre del centinela que, mezclada con la del moro Gurriato, me quedaba en las manos. Ante nuestra vista, la laguna parecía una vasta llanura desierta y negra, sin una sola luz, cuyo borde se agitaba en la orilla con una fosforescencia de espuma. La línea de costa, perceptible en la oscuridad gracias al manto de nieve, se perdía describiendo una curva hacia la masa oscura de los muros del Arsenal. Miré por última vez hacia San Francisco de la Viña por si veía aparecer a gente de Roque Paredes; pero supe que no vendría nadie.

—¡Avivad!... ¡Avivad!

Corrimos de nuevo, esta vez por los guijarros blancos que crujían bajo nuestras botas. Yo avanzaba con la daga todavía en la mano, crispado por la tensión y la incertidumbre, preguntándome si la gente de Paoluccio Malombra habría cumplido su compromiso. Asustado, lo confieso, por la idea de vernos sin retirada posible, librados a nuestra suerte en aquella ciudad enemiga que con tanta profusión habíamos jalonado de cadáveres.

—Cagüen mi santo —oí exclamar a Copons.

Parecía un punto conmovido, y me extrañó el tono, por lo inusual. Miré alrededor, inseguro de si alarmarme más o esperanzarme con aquello. La Celestia se estrechaba hacia su extremo, en una punta rocosa que hacía las veces de espigón. Y allí, al término de la playa nevada, alcancé a divisar la forma oscura de una embarcación sin luces que se balanceaba en la marejadilla.

—¿Son los nuestros? —pregunté.

—¿Y quién si no?... Aprieta, que más nos vale.

Sosegado, feliz, agarré del brazo al moro Gurriato para ayudarlo a recorrer el último trecho. Y entonces, con el egoísmo del superviviente, pensé por primera vez en la suerte que estaría corriendo el capitán Alatriste.

—Es lo que creo —concluyó Gualterio Malatesta—. Faliero nos vendió a todos. Tal vez lo descubrieron y cambió de caballo a media cabalgada, o estaba en ello desde el principio.

—Pensaba que era pariente vuestro.

—Sí... Pero ya veis. Las familias no son lo que eran.

Diego Alatriste esbozó una sonrisa en la oscuridad. El sicario era, como él mismo, una sombra arrimada a la pared, junto al pontón de San Moisés.

—Hay cosas —añadió Malatesta— que tal vez no sabremos nunca.

Frente a ellos, más allá del muelle desierto y las palinas de madera que se erguían verticales con sus monteras de nieve sobre el agua, el canal grande era un tajo negro, ancho, partiendo la masa oscura de los edificios que lo orillaban.

—También he dudado de vuestra merced —confesó Alatriste.

Un crujido gutural. Sonaba, queda, la risa chirriante del siciliano.

—Con razón, supongo... En cierto momento no me habría importado cambiar de bando, si alguien me hubiese hecho una buena oferta. Ese fue el error del pobre Lorenzaccio: no confiarse a mí... Debió de creerme más leal a mis principios de lo que soy.

—Espero que ese bellaco esté muerto.

—Ah, de eso no tengo la menor duda... Aquella cuchillada que le dio vuestra merced le abrió la gorja un palmo, delante de mis narices... Todavía tengo sangre en la cara, del chorro que salió.

Aventurándose un paso fuera del portal donde se resguardaban, Malatesta reconoció los alrededores. Diego Alatriste le fue detrás, estudiando la orilla del canal. Aparte alguna ventana iluminada a un lado y a otro, todo parecía desierto. Tranquilo.

—Reaccionasteis bien —siguió diciendo el italiano—. Ni yo mismo habría sido tan rápido con la daga... Y el pistoletazo fue muy oportuno. Tuvo en respeto a los de dentro el tiempo suficiente para quitarnos de en medio. El único reproche es que el tiro sonó a un palmo de mis orejas, cuando no lo esperaba.
¡Giuraddío!...
Tengo el oído derecho como un parche de tambor flojo.

Caminaban ahora muy juntos buscando los rincones más oscuros, rozándose los hombros, atentos al menor ruido que surgiera a su espalda. El viento helado que corría a lo largo del canal hizo que Alatriste lamentase otra vez haber dejado caer su capa durante la fuga. Enfriado tras el sudor de la carrera, a trechos tiritaba bajo el coleto de piel de búfalo. Sin embargo, concluyó resignado, aquello no tenía remedio. En todo caso, se dijo, mejor fortuna era sentir frío que hallarse tumbado en la nieve con las entrañas abiertas y no sentir nada en absoluto.

—Oí lo que le pasaba a la gente del palacio ducal —comentó—. A Martinho de Arcada y los suyos.

—Yo también lo oí... Mala suerte para ellos.

Una punzada amarga. Alatriste hizo esfuerzos por alejar los pensamientos que le venían a la cabeza. Rostros amigos cuya suerte le era incierta. En el acto rechazó la idea, haciéndose violencia. No era bueno que sentimientos de esa clase le alterasen el pulso y la vista. No en tales circunstancias, junto a un Gualterio Malatesta del que, pese a la coyuntura, no lograba fiarse del todo.

—El resto también habrá caído —dijo pensativo—. Los del Arsenal y la aljama.

Se mostró de acuerdo Malatesta, con mucha indiferencia y desapego. En Venecia, opinó, estaban lejos de hacerse las cosas a medias. Si a esas horas quedaba alguno vivo, aparte Diego Alatriste y él mismo, estaría pasando un mal rato.

—No me apetece conocer la cárcel de los Plomos —concluyó—. Con mis últimas experiencias en Madrid, en tratos de cuerda anduve bien servido.

Se había detenido sobre el pontón mismo, silueta oscura sobre el suelo blanco, mientras Diego Alatriste vigilaba los alrededores. Allí no había góndola ni gondolero, y el canal se ensanchaba ante ellos, infranqueable. El único puente para cruzar era el de Rialto, que se hallaba lejos y, sin duda, vigilado. Observando los edificios en sombras, Alatriste pensó en donna Livia Tagliapiera. Le habría gustado saber qué era de ella, a tales horas. También se preguntó si la cortesana se hallaría en el bando de los traidores, o de los traicionados.

—Mañana todo zumbará como una colmena —opinó Malatesta, regresando del pontón—. Imaginaos: los venecianos frotándose las manos mientras piden explicaciones al embajador de España, y unos cuantos compatriotas vuestros expuestos al público, colgados entre las columnas de San Marcos o echando la sopa ante el verdugo —dirigió en torno una ojeada suspicaz—. Así que procuremos no ser nosotros.

—También puede ocurrir de otra manera —dijo Alatriste.

—¿De cuál?

—Que se haga a la sorda.

—¿Qué os hace pensar eso?

—Nada en particular. Pero es cierto que todo se ha llevado a cabo con mucha discreción. ¿No os parece?... La ciudad entera debería estar patas arriba, y ya veis. A salvo el dogo, si es que alguna vez corrió peligro real, Venecia parece en calma. Vuestra merced y yo deberíamos tener detrás a cientos de hombres, pero no es así. Nos echaron encima lo justo. Como si fuéramos poco peligrosos.

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