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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (11 page)

BOOK: El puente de los asesinos
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Lo de
acogerse
no debió de traerle gratos recuerdos a Gonzalo Fernández de Córdoba, pues enarcó una ceja, contrariado. No fue un momento fácil, recordaba Alatriste. Los alemanes y la caballería valona habían cedido ante los protestantes, con sangrientas pérdidas, y las tropas de Brunswick y Mansfeld apretaban sobre la infantería española e italiana, que se mantenía firme en el campo de batalla. A causa de las continuas cargas de los jinetes enemigos, el entonces maestre de campo se había visto obligado a situarse entre los veteranos españoles que peleaban impávidos y en orden, aguantando con la habitual sangre fría de la infantería vieja.

—¿Fuisteis uno de aquellos arcabuceros que aguantaron allí como fieras, a cuchilladas y culatazos?

—Esos mismos. Vuecelencia nos acompañó cuando tuvimos que abandonar los carros y nos retirábamos como podíamos hacia los setos.

—Cierto —se despejó el ceño elegante del gobernador—. Y lo recuerdo muy bien. A fe mía que pasamos un mal rato... Allí murió el pobre Ibarra. Y quedaron muchos hombres.

—Yo tampoco llegué a los setos, Excelencia.

—¿Herido?

—Abrazado a un protestante tras apuñalarnos uno al otro.

—Diantre... ¿Cosa grave?

Un silencio. Saavedra Fajardo y los otros asistían asombrados a aquel diálogo soldadesco. Sin apenas darse cuenta, Diego Alatriste se tocó el costado izquierdo. Un ademán sobrio y resignado, por completo desprovisto de jactancia. Luego se encogió de hombros.

—Pudo ser peor.

Entonces, para sorpresa de todos, su excelencia don Gonzalo Fernández de Córdoba, gobernador de Milán, se quitó el otro guante y estrechó la mano del capitán Alatriste.

Alguien dijo, o escribió, que en aquellos tiempos famosos y terribles los españoles peleamos todos, desde nobles hasta labriegos. Y era cierto. Unos lo hicimos por hambre de gloria y dinero, y otros por hambre de verdad: por sacudirnos de encima la miseria y llevar un trozo de pan a la boca. En los campos de batalla de medio mundo, desde las Indias a las Filipinas, el Mediterráneo, el norte de África y Europa entera, contra toda clase de naciones bárbaras o civilizadas, peleamos hidalgos y campesinos, bachilleres y pastores, caballeros y picaros, amos y criados, soldados y poetas. Pelearon Cervantes, Garcilaso, Lope de Vega, Calderón, Ercilla. Peleamos sin descanso en los Andes y en los Alpes, en las llanuras de Italia, en la altiplanicie mexicana, en la selva del Darién, a orillas del Elba, el Amazonas, el Danubio, el Escalda, el Orinoco, en las costas de Inglaterra, en Irlanda, Lepanto, las Terceras, Argel, Oran, Bahía, Otumba, Pavía, La Goleta, el canal de Constantinopla, el Egeo, Francia, Italia, Flandes, Alemania. En todas las tierras y climas próximos o lejanos, bajo nieve, sol, lluvia o viento, huestes de españoles pequeños y recios, barbudos, fanfarrones, valerosos y crueles, hechos a la miseria, el sufrir y las fatigas, con todo por ganar y sin otra cosa que perder salvo la gorja, unos musitando una oración, otros con los labios mudos y los dientes apretados, y otros renegando a cada paso de Cristo, de los oficiales, de los trabajos y de la misma vida en todas las lenguas de España, amotinados a trechos y con las pagas atrasadas o sin ellas, seguimos a nuestros capitanes bajo las rotas banderas, haciendo temblar al mundo entero. Como esos a los que describió el poeta y soldado Andrés Rey de Artieda; que tras mucho protestar de la milicia, de todo y de todos, jurando solemnes que no volverían a combatir jamás:

Ha seis días, cobradas cuatro pagas

y conforme razón, puestos a gesto
,

con solas sus espadas y sus dagas
,

pasando a nado un foso hicieron cosas

que plegué a Dios que en ocasión las hagas.

Rumiaba yo todo eso nuestra última noche en el castillo de Milán, observando a mis compañeros de aventura. Nos habíamos reunido a la hora de la cena; y tras los abrazos de rigor con Sebastián Copons, el moro Gurriato y los demás, el capitán Alatriste refirió lo que nos tocaba hacer en Venecia; a donde emprenderíamos viaje, por parejas para no llamar la atención, al rayar el alba —el capitán y yo iríamos por Brescia, Verona y Padua, él disfrazado de comerciante y yo de su criado—. Hasta entonces se mantenía la prohibición de salir afuera o comunicarnos con gente ajena a lo nuestro; de modo que no tuvimos otra que matar el tiempo y esperar. Y en eso estábamos, los ocho junto a una chimenea grande en la que ardía buen fuego, despachando sin titubeos, insaciables como alcuza de santero, una enorme damajuana de treviano y otra de montefrascón. Lopito de Vega, que no pudo acompañarnos por hallarse de facción en el baluarte de Padilla, había tenido la gentileza de procurárnoslas a sus expensas, a fin de que remojásemos como era debido medio carnero asado con manteca y unas codornices escabechadas que, a la atención de Diego Alatriste, habían sido remitidas por su excelencia el gobernador en persona. De todo lo cual no quedaban sino los huesos mondos y las garrafas diezmadas.

Cada uno de nosotros, observé, esperaba según era. Ignorantes de lo que nos deparaba el destino, seguros por lo que había contado el capitán de que la encamisada sería de las de echarlo todo a doce, pasábamos el rato a vueltas con el vino y nuestros pensamientos. A nadie escapaba que caer en manos de los venecianos, antes o después de incendiar el Arsenal, podría suponer uno de esos malos trances en los que, por un sí o por un no, reniegas de la madre que te puso en el mundo. Y en ésas, aunque entre nosotros no faltaba la charla mesurada, con las inquietudes lógicas del destino que nos aguardaba bajo el mítico nombre de Venecia, lo que predominaba eran los silencios.

Callaba el moro Gurriato, como solía. Sin probar el cáramo, cerca del fuego que le hacía danzar sombras y reflejos en el cráneo rapado, los aros de plata de las orejas y el brazalete de la muñeca, engrasaba el cuero de su talabarte con la rutina del soldado profesional en que se había convertido. La luz rojiza acentuaba lo bermejo de su barba y permitía apreciar la extraña cruz, con rombos en las puntas, tatuada en su mejilla izquierda. Era la primera vez que el mogataz visitaba el septentrión italiano, o ponía los pies en una plaza tan espesamente fortificada como lo era el Milán de la monarquía católica, y estaba impresionado. No era nuestro amigo hombre de muchos verbos, aunque sí de ésos observadores y sentenciosos que, a manera de viejos campesinos, son capaces de resumir complejos pensamientos en breves dichos, fruto de una experiencia que no está en los libros sino en la vida, el paisaje y el corazón del hombre. Como guerrero profesional que era, Aixa Ben Gurriat admiraba en Milán, más todavía que en Orán o Nápoles, el poderoso ejército de la nación a la que servía, nuestra puntual disciplina y los enormes respaldos de toda clase, desde intendencia a postas y correos, que mantenían aceitada la vasta máquina militar.

Sentado junto al moro Gurriato, sorbía su vino toscano mirando el fuego Sebastián Copons, a quien de antiguo conocen vuestras mercedes: pequeño, flaco, sufrido, duro como un ladrillo, sobrio de pensamiento y maneras, fiable y leal hasta el sacrificio. Era el más viejo camarada del capitán Alatriste, con quien su vida soldadesca venía cruzándose casi treinta años, desde el coletazo final del siglo viejo en Flandes, cuando el asedio y combate de Bomel, la defensa del fortín de Durango, los motines de las tropas mal pagadas y la impasible retirada del tercio de Cartagena entre las dunas de Nieuport. Quizá calculaba, pensé observándolo, cuánto la empresa veneciana podría significarle al fin, tras una larga vida de trabajos, peligros y zozobras. La única ambición confesa que conservaba el aragonés, perdidas todas las demás en campos de batalla de Europa y el Mediterráneo, era un talego de oro con el que conseguir una casa, una mujer y una silla confortable desde la que ver ponerse el sol en las peñas altas de los mallos de Riglos, en su tierra de Huesca, envejeciendo sin que el redoble del tambor, las órdenes, el resonar del acero, el polvo del interminable caminar de la infantería, fuesen más que recuerdos lejanos. Sin preguntarse cada día a quién iba a degollar o por quién podría ser degollado.

Aquella noche en el castillo milanés procuré asimismo estudiar a los otros camaradas, pues con ellos iba a compartir peligros, y de su temple o sus flaquezas dependería mi suerte. El único al que conocía, y me dejaba más que tranquilo por ese lado, era Juan Zenarruzabeitia, que había sido caporal con la infantería embarcada a bordo de la
Caridad Negra
, y uno de los pocos vizcaínos de la compañía del capitán Machín de Gorostiola que habían sobrevivido al sangriento combate de las bocas de Escanderlu. Aunque en la milicia, como en el resto de España, a todos los vascongados, incluso a los que como yo éramos nacidos en Guipúzcoa, nos daban el nombre común de vizcaínos, Zenarruzabeitia era de verdad de Vizcaya, alumbrado en Durango, y su apariencia no desmentía la patria del apellido: nariz fuerte, una sola ceja negra de sien a sien, barba cerrada, manos grandes, aire taciturno y un habla castellana que, si en lo reposado era casi tan correcta como la mía, cuando la usaba en caliente y espada en mano salía recortada a tijeretazos, con el orden de las palabras puesto como Dios daba a entender:

—Turcos de hembra son, o así de puta, como lo cuentas tú, vizcaíno —le habíamos oído decir en Escanderlu cuando saltó a la
Mulata
de los últimos y trayéndose la bandera del rey, sin resuello, con la espada partida por la mitad, roja de sangre, y su galera hundiéndose detrás.

Manuel Pimienta y Pedro Jaqueta mataban el tiempo escurriendo lo que quedaba en las garrafas y sobando una baraja que, de tan usada, no tenían sus naipes esquinas. Eran lo contrario de Copons y el capitán Alatriste: locuaces, alegres, bienhumorados, campechanos, con apariencia de soldadotes de amontonada valentía, muy desgarrados a lo Cristo me lleve. Manejaban la descuadernada como tahúres, haciéndose trampas el uno al otro con absoluta desvergüenza, sin recato ninguno.

—A mí, pardiez, que las vendo.

—Serán flores. Así que menos lobos conmigo, señor soldado.

—¿No os lo dije? Ecomi, compaño... Alzo por el as y envido las veintiuna... Pagad.

—¡Cuerpo del mundo y de la putaña!... Por mi fe de cordobés, que antes me vuelvo moro.

—Ya estáis a medio camino.

—¡Voto al dio y a las barbas de su padre!

Los dos eran morochos de aspecto, rizados de pelo grasiento y negro, patilludos, con aretes de oro en las orejas y mostachos fieros de los que se mordían las puntas. Llevaban las espadas en anchos tahalíes de cuero repujado, solían vestir de buen paño, cada uno con su escapulario, su crucifijo de oro y su agnusdéi de plata colgados al cuello, y se persignaban con la misma soltura que blasfemaban. Por las facciones parecían hermanos, aunque no lo eran —de leche de daifa, decían ellos—. Pimienta era cordobés, joya natural del barrio del Potro, y Jaqueta pregonaba la fama del no menos ilustre Perchel de Málaga; aunque ninguno habría hecho mala estampa en las almadrabas del duque de Medina Sidonia, en la cárcel de Sevilla o al remo de una galera. Sonrientes, bromistas, rápidos, peligrosos y acuchilladizos, ceceaban igual que bellacos y tenían maneras de bravos de contaduría, de los que salen más diestros de lengua que de temeraria; pero infeliz quien así lo creyera. Eran liberales, de bolsa escotada. Sus hojas de servicio resultaban impresionantes y los situaban en las antípodas de esos fanfarrones que arrastraban la espada y hablaban alto en garitos y mancebías, tornilleando al granizar sobre los arneses. Habían estado en las tomas de Larache y La Mámora, en las galeras de España y de Sicilia, en la guerra de la Valtelina y en las batallas de Hoechst y Fleurus, antes de pasar a Nápoles.

—¿Echa voacé una manita, señor Quartanet?

—Otro día. Mersi.

El sexto miembro del grupo era el catalán Jorge Quartanet, tirando a rubio, treintañero largo, educado de parola, seco de trato, hombre de cuajo y fiar en malos trances, a quien el capitán Alatriste había elegido por conocerlo también de antiguo. Juntos habían estado en la batalla de la Montaña Blanca y el sitio de Berg-op-Zoom. Procedía de una familia de campesinos de las montañas de Lérida, de donde salió de muchacho para seguir las banderas del rey. Era escueto y sufrido al uso de su tierra, y hecho a batirse. De los que asientan los pies en el suelo, desenvainan, cierran la boca, y no los mueves del sitio sino cuando ha terminado todo; y eso para darles sepultura pocos pasos más allá. Caso insólito entre los soldados españoles, Quartanet no gastaba en quínolas, hembras ni colar ermitas, y era de los pocos que en mi vida conocí con ahorrillos en el petate. En la Montaña Blanca, donde siete años atrás había peleado, como el capitán Alatriste, en la compañía del capitán Bragado y bajo las órdenes de los señores Bucquoi y Verdugo, fue él quien apresó al joven príncipe de Anhalt después de que la caballería católica cogiese de flanco a sus caballos corazas y los arrojara en desorden sobre la infantería bohemia, que vacilaba desamparada y a punto de retirarse. Fue en ese momento, viendo herido en mitad del combate al mozo Anhalt, por tierra y apresada una pierna en el flanco del caballo, cuando Quartanet se abrió paso hasta él y le puso la espada en la canal maestra, intimándolo en lengua catalana, que el otro comprendió de maravilla —no hay mejor trujimán que un acero desnudo—, a entregársele a discreción o verse despachado como un cochino.

—O et rendeixas —le dijo por lo claro— o et tallo els ous.

Aquel lance de la Montaña Blanca, o Bila Hora, como la llaman los de allí, valió al leridano una gentil recompensa: aparte el despojo de cuanto llevaba encima su prisionero, que no iba ligero de balumba, obtuvo un bolsillo de escudos de oro del señor de Bucquoi, amén de otro premio —menos escudos y más lindas palabras, con mucho señor soldado por aquí y por allá, que entre españoles todo se lleva con más economía— del señor maestre de campo, coronel Verdugo. Y a diferencia de la mayor parte de nosotros, que llevábamos lo que teníamos cosido en el cinto o el forro del jubón, y lo gastábamos apenas nos daban tregua, Jorge Quartanet conservaba su oro de la Montaña Blanca intacto y precavidamente puesto en cobro, al cuidado de un banquero genovés con oficina en Barcelona.

—Ferse vell es molt fotut —solía comentar, precavido y filosófico—. Si s'arriva, está clar.

Callaba aquella noche, sobre todo, el capitán Alatriste; mientras, fiel a sus maneras, atacaba de firme y con recios asaltos lo que aún quedaba en el revellín de las garrafas. Sentado sobre su capa doblada en un poyo de piedra, la espalda contra la pared, mi antiguo amo tenía el rostro inclinado y miraba el vino como si interrogase en él nuestro futuro. El fuego de la chimenea iluminaba la mitad izquierda de su rostro, recortando el perfil aguileño, el espeso mostacho y el clarear —algo mortecino ya, con tanto remojar la gola— de sus ojos absortos en imágenes o pensamientos que sólo él podía penetrar. Las llamas acentuaban la cicatriz de la mano con que sostenía el vino y los otros dos chinfarrazos que le surcaban la frente: Ostende en el mil seiscientos tres y el corral del Príncipe veinte años después. Pero yo, que lo había visto desnudo, conocía la existencia de otras siete cicatrices, sin contar la quemadura que él mismo se había infligido en un brazo durante el interrogatorio al italiano Garaffa, en Sevilla, cuando la aventura del oro del rey: una herida, en el pecho, de la Montaña Blanca; otra vieja y larga, de espada, en el antebrazo izquierdo; una en cada pierna —canal de Constantinopla y emboscada en las Minillas—; el tiro de arcabuz en la espalda —Ostende, un año antes de la marca de la frente—, y las dos del costado izquierdo: la del callejón de la plaza Mayor hecha por la vizcaína de Gualterio Malatesta y el tajo recibido en la batalla de Fleurus, que a pique había estado de desabrigarle el ánima. Remendado como perro de cazar jabalíes, iba el capitán Alatriste. Y no pude menos que adivinar, mientras lo miraba beber callado y veía enturbiarse despacio la escarcha glauca de sus ojos, que algún día yo haría míos tales silencios, y que mi cuerpo llegaría a estar tan descosido y recosido como el suyo.

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