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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (7 page)

—No me lo creo —objetó, rehaciéndose—. Nadie en vuestra situación...

Lo interrumpió la risa del otro. Bien familiar, ahora. Seca y áspera, como antaño. La de siempre. Una especie de chirriar, o de crujido.

—¿Hubiera podido salvarse?... Pues ya veis. Yo sí pude.

Malatesta había apartado la vista de la ventana y volvía a posarla en su interlocutor: una mirada serena y cruel. De nuevo dueña de sí.

—Disimulad —prosiguió— si soy impolítico y callo sobre eso, de momento. Tengo instrucciones tajantes de ser mudo... Os bastará saber que me consideran más útil vivo que muerto. Más rentable libre que en galera. Y aquí me tenéis, señor capitán... De camarada.

Era día de sorpresas, decidió Alatriste. Pese a lo absurdo de todo aquello, ahora fue él quien estuvo a pique de soltar la carcajada.

—¿Queréis decir que viajaremos juntos?

—Eso no lo sé. Pero, una vez donde hemos de llegar, trabajaremos en lo mismo.

—¿Y qué hay de lo nuestro?... Tenemos un pagaré pendiente.

Se llevó el sicario, de manera maquinal, una mano a la cicatriz de cuchillada que le deformaba el párpado y desviaba un poco la fijeza del ojo derecho. La había recibido del propio Alatriste en la desembocadura del Guadalquivir, durante el asalto nocturno al
Niklaasbergen.
La tocó suavemente con los dedos, como si todavía le doliese.

—¿A mí me lo decís?... Por mi antojo iríamos a solventarlo ahora mismo, en cualquier lugar discreto, a espada, daga, puñal, pistola, arcabuz, pica de infantería o cañonazos. Lo que se terciara... Pero el que paga, manda. Y yo de esto no sólo saco lo que me pagan, sino lo que no me cobran.

—Muy valiosa ha de ser vuestra persona, entonces.

—¡Cazzo!...
Suena fanfarrón por mi parte, pero lo es.

Se acercó un poco, bajando la voz. Sonreía como si Diego Alatriste y él hubiesen sido íntimos de toda la vida. Y en cierto modo, concluyó éste en sus adentros, lo eran. Se sorprendió de lo ajustado de la idea. Mortales e íntimos enemigos.

—Conozco a gente decisiva allí donde nos dirigimos —estaba diciendo Malatesta—. Muy bien situada para el negocio que nos ocupa. Los de Palermo, ya sabéis, somos gente de mundo. Con relaciones.

Rió con descaro. Con su proximidad, Diego Alatriste advirtió el rastro de las armas que no llevaba, pero que seguía impregnándole la ropa: un olor muy conocido, a aceite de acero y a cuero engrasado, que se parecía al suyo propio. Olor de espadachín profesional y de soldado. Eso y la cercanía le hicieron recordar el cuchillo jifero que él mismo ocultaba en la bota derecha. Como si le adivinara el pensamiento, o la intención, el otro se apartó despacio.

—Queda, pues, aplazado nuestro asunto particular, señor capitán.

Alatriste se acarició con dos dedos el mostacho. Sabía que la palabra
aplazamiento
no garantizaba nada, y que a él iba a tocarle andar cierto tiempo con la barbilla sobre el hombro, si quería seguir vivo. Para Gualterio Malatesta, una cuchillada por la espalda era compatible con cualquier tipo de compromiso.

—Aplazaos con la putaña que os parió, no conmigo —dijo, muy firme y sereno—. Sois un traidor y un bellaco.

Ladeó el otro un poco la cabeza, con sorna. Remedando no oír bien. Luego le estudió las botas, cual si adivinara —tal vez recordaba— lo que escondía dentro. Al cabo miró a uno y otro lado, las paredes desnudas y la estufa de hierro, como si no estuvieran solos.

—Vamos, capitán Alatriste. Más de una vez os dije que no va largo trecho de vuestra merced a mí... De todas formas, tendréis ocasión de repetirme esos requiebros en las circunstancias adecuadas... Como digo, ahora no soy maestro de lo que tengo sobre los hombros. Pero juro que, cuando resolvamos el negocio, nos haremos pedazos como es vuestro deseo y el mío. Tengamos tregua.

Tendió la diestra de manera cauta, conciliadora. Diego Alatriste la miró un momento antes de ignorarla deliberadamente. El desaire arrancó otra sonrisa al sicario.

—¿Qué tal ese rapaz, Íñigo Balboa? —se miraba la mano rechazada con ojo crítico, intentando establecer qué veía su interlocutor de malo en ella—. Me contaron que anda por Nápoles. Y debe de ser un mocetón, a estas alturas... Bravo y de buena mano. Recuerdo cómo se batió en La Fresneda, y cómo os contuvo cuando vuestra merced me tenía el filo en la gorja, con ojos de matar...
¡Minchia di Cristo!...
Ni rey ni roque. De no ser por él, me habríais despachado allí mismo.

Ahora le tocó a Alatriste el turno de sonreír, amargo. A sus expensas.

—No lo dudéis, voto al turco. Como a un verraco.

—Nunca lo dudé. Aunque, si considero este año y medio, no sé si debo agradecérselo al rapaz, o no —se pasó un dedo por la garganta—... Un buen tajo me habría ahorrado muchas molestias.

Dicho eso lo estuvo mirando con aire paciente, como si todavía esperase una respuesta. Al cabo, Alatriste encogió los hombros.

—Íñigo viaja con nosotros. Forma parte del grupo.

—Vaya... Por mi vida que es conmovedor —crujía de nuevo la risa del sicario—. ¡Reunidos otra vez tantos viejos amigos!

Aquella misma noche, con una buena cena en una hostería del campo dei Fiore —cazuela de peje tiberino y lebrada con fideos sicilianos—, el capitán Alatriste y yo nos despedimos de don Francisco de Quevedo. Había cumplido éste a plena satisfacción, según nos dijo, el encargo del conde-duque de Olivares. La relación completa de sus contactos y amistades de antaño, las claves sobre la correspondencia cifrada que en otro tiempo mantuvo con los agentes del duque de Osuna en Venecia, todo cuanto sabía de sus tiempos junto al antiguo virrey de Nápoles, estaba ya, negro sobre blanco, en manos de los embajadores de España y de los espías encargados de llevar a buen término el negocio. Así que regresaba a Madrid. Cumplida su doble deuda con Osuna, muerto, y con Olivares, vivo, nada le quedaba por hacer en Italia; de manera que tornaba a la patria para ocuparse de sus propios negocios, sus trabajos, sus versos y sus libros. Aprovechando, de paso, las ventajas que a su posición en la Corte podía reportar el papel diligente que había desempeñado en todo aquello.

—Nunca sabe uno cuánto puede durar el favor —concluyó—. Así que debo darme prisa en mojar pan en la salsa, antes de que cambie la conjunción propicia de los astros... En España, amigos míos, llegar al colmo de la fortuna es, siempre, estar a punto de perderla:

Para, si subes; si has llegado, baja
;

que ascender a rodar es desatino.

Mas si subiste, logra tu camino
,

pues quien desciende de la cumbre, ataja.

Dijo eso en el tono senequista y un tanto afectado que solía dar a esta clase de recitados filosóficos. Luego apuró la garrafa de malvasía candiota, pagó la cuenta con julios de plata —esa noche invitaba de lo más caro, por ser la última—, y envueltos en nuestras capas salimos a la ancha explanada, bajo la luz de una luna redonda y romana que recortaba en argento la esbelta torre de la Aparcata, tan clara que iluminaba hasta el reloj. A esas horas, se felicitó don Francisco, el lugar estaba tranquilo, despoblado de los ociosos, sacamuelas y gastapotras que durante el día menudeaban en torno a los puestos de grano y cebada. Pese a lo entrado de la estación, la noche resultaba agradable; así que caminamos de charla y sin prisas, despejándonos. La cojera habitual del poeta no parecía molestarle apenas, como si el placer de estar en Roma se la disimulase; y el vino bebido, haciéndole cargar delantero, equilibrara el balanceo. Pesaba más de lo corriente haberle entrado al de Candía, que se iba con facilidad al campanario; pero, en opinión de don Francisco, el romanesco no era bueno sino del año, y ni en las mazmorras de Tetuán podía beberse una vez pasado septiembre. Por su parte, pese a haber embuchado él solo un azumbre sin pestañear, el capitán Alatriste caminaba tan seco y firme como solía, sin que el trasegar se le trasluciera en el pulso, el paso o el semblante. Yo, que entre sólido y líquido me había puesto como lechón de viuda, era el más achispado de los tres.

—¡Bela chitá! —exclamó don Francisco, complacido.

Antes de tomar a la izquierda, hacia la plaza llamada del Paradiso por su posada famosa, se volvió a mí, haciéndome notar que allí mismo, junto a la fuente que ocupaba el centro del campo dei Fiori, había muerto hacía veintisiete años, quemado en la hoguera, el dominico Giordano Bruno, entregado al papa por la Inquisición veneciana: turbio personaje aquél, a juicio de don Francisco, de cuya muerte no debía dolerse ningún español, pues en vida había sido enemigo contumaz de la fe católica y de la monarquía, y durante un tiempo espía a sueldo de Inglaterra, infiltrado como capellán en la embajada francesa de Londres. Pese a tales razones, la historia no pudo menos que estremecerme, pues yo mismo, pocos años atrás y en Madrid, había estado cerca de convertirme en carne asada a manos del siniestro inquisidor Bocanegra. Aventura peligrosa de la que me libraron, por cierto, los buenos oficios y afecto del propio don Francisco.

—Vuestras mercedes ya no me necesitan —concluyó mientras nos alejábamos de allí—. Todo discurre como estaba previsto: el carruaje con pasavantes y dinero que os llevará a Milán espera mañana a la hora del ángelus en la puerta del Pópulo. Con el coche estarán un cochero y un supuesto criado. Del primero me garantizan la confianza, y el segundo es agente de nuestra embajada... Una vez en la capital lombarda, tras recibir las instrucciones adecuadas, pasaréis a Venecia.

—¿Por qué no vamos directamente? —pregunté, todavía algo trabada la lengua.

—Milán, que es nuestra principal plaza militar en Italia, está cerca de Venecia. Por ello es don Gonzalo Fernández de Córdoba, su gobernador, quien dirige el golpe. Allí conoceréis vuestra misión concreta. La parte asignada a cada cual.

—¿Y qué hay de Gualterio Malatesta?

Observé que don Francisco miraba de soslayo al capitán Alatriste. Fiel a su estilo, mi antiguo amo había hablado poco durante la cena. Ahora seguía caminando en silencio, firme como dije a pesar del vino, envuelto en su pelosa de paño pardo y con el ala ancha del chapeo haciéndole sombra de luna en la cara.

—No estoy al corriente de los detalles —dijo el poeta— Sólo sé que es parte clave de la trama, y que estará en Venecia. Pero ignoro por qué medios se encamina allí.

Cruzábamos la plaza del Paradiso, donde dos antorchas de pez iluminaban la entrada de la notoria posada. Al extremo de una calle corta podía verse, en el contraluz nocturno y plateado, una enorme cúpula de iglesia que don Francisco nombró como San Andrés del Valle. La mayor de Roma, explicó, después de la de San Pedro. Yo la admiré, embobado. Había visto la capital de la Cristiandad el año anterior, como dije, durante la invernada de las galeras; pero no era lo mismo que pasear por ella alegre de cáramo y con don Francisco, que había leído tantos libros y conocía cada arco y cada piedra. Aquella ciudad milenaria y hermosa seguía superando cuanto era posible imaginar. Por todas partes alcanzaba a leer, en lengua latina:
Fulano fecit me.
Tal emperador o papa me construyó, me hizo. Conscientes de sí mismos y de lo que representaban, quienes allí gobernaron durante siglos se habían propuesto legar su grandeza y memoria a las generaciones futuras. Me pregunté con envidia qué iba a quedar de nosotros, los españoles, con el oro y la plata de las Indias yéndose en guerras exteriores, en toros y cañas, en festejos y cacerías de reyes y nobles. Con nuestro vasto imperio disuelto en orgullo, latrocinio y miseria. Pensé en la ciudad de Madrid, mezquina y sin apenas nada notable, que con su sola plaza Mayor, el Buen Retiro, el palacio real inconcluso y cuatro fuentes, algunos de mis compatriotas, ciegos de soberbia, proclamaban como la más hermosa y saludable del orbe. Y concluí con amargura que ciertas fanfarronadas se esfuman viajando, y que cada cual tiene las ciudades y la memoria que se merece.

—Lo de la embajada —dijo de pronto el capitán Alatriste— fue deliberado, naturalmente.

No había vuelto a abrir la boca. Lo hizo cuando llegábamos a la plaza Navona, frente a Santiago de los Españoles. Merced a la claridad que bañaba los edificios próximos vi a don Francisco sonreír.

—No es casual que vuestra merced y él estuviesen desarmados en el primer encuentro —explicó—. Alerté sobre vuestras antiguas querellas, y el embajador quiso tomar precauciones... Era preciso saber en qué términos estaban ese sujeto y vuestra merced. Averiguar si había posibilidad de conciliación, aunque fuese temporal, o si la enemistad pondría en peligro el negocio.

—¿Escuchasteis nuestra parla?

—De cabo a rabo. La estufa de la habitación es un ingenioso mecanismo de espionaje conectado con el piso superior... Estábamos arriba el conde de Oñate, yo mismo y el caballero que visteis con nosotros un poco antes, cuando se abrió la puerta.

—¿Quién era ése?

No sin una mueca de disgusto, el poeta nos puso al corriente. El que acompañaba al embajador, explicó, era un hombre de confianza del cardenal Borja llamado Diego de Saavedra Fajardo, bien introducido en el Vaticano y en los asuntos de Italia: murciano, cuarenta años, ordenado de menores, secretario de documentos confidenciales, cifra y claves secretas en Roma. Hombre, en suma, útil para el servicio del rey. A fin de cuentas, la ciudad de los papas no sólo era cuartel general del universo y la diplomacia católicos, sino también bullir de cardenales sensibles al oro español, y cabeza rectora de las órdenes religiosas que informaban por carta a sus superiores de los sucesos del mundo. Todas las claves del concierto universal se tocaban allí.

—Es él quien coordina los aspectos no militares del asunto veneciano. La parte diplomática, por así decirlo, corre de su cuenta... Confieso que no me resulta simpático, pues se portó con mucha desconsideración en Nápoles cuando cayó en desgracia el duque de Osuna. Pero es competente y eficaz... Volveréis a verlo.

—¿Es gente de mucho peso?

—De muchísimo... Tiene elocuencia y arte de ingenio, esmalte de letras y condimento de lenguas: habla con soltura, que yo sepa, latín, italiano, tudesco y francés... Digamos que, a su manera, es soldado secreto de esas prolijas guerras de despacho y cancillería que trabajan los ejes y polos de las monarquías.

—Espía, queréis decir. Con jubón de buen paño y lagarto de Santiago al pecho.

—No sólo eso. Pero a menudo, sí. Ejerce. Yo andaba dándoles vueltas a otras cosas.

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