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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (5 page)

—¿Qué diablos...? —empezó a gruñir don Francisco, la boca pastosa, removiéndose en el asiento.

Alcé una mano para recomendarle silencio, como había hecho conmigo el capitán Alatriste. En ese momento, al otro lado de la ventanilla abierta del carruaje apareció un rostro hirsuto, con una barba feroz y unos ojos negros bajo unas cejas que parecían de oso. El bandido se tocaba con un sombrero de ala corta y copa cónica, rodeada por cintas de colores de las que pendían imágenes de santos, cruces y escapularios, y empuñaba una escopeta de caza. Se había asomado a ver quiénes ocupábamos el interior, con el aire confiado del que espera vérselas con pacíficos viajeros abrumados por las circunstancias; y todavía dispuso de un instante para comprobar su equivocación: el que medió entre el momento en que vio el agujero negro del cañón de la pistola que el capitán le apuntaba entre los ojos y el disparo que le deshizo la cara, echándolo para atrás como si lo apartasen con una coz. Confuso por el estampido del arma, con la picante humareda de pólvora en las narices, me las arreglé para echar mano a la temeraria y precipitarme afuera tras abrir la portezuela, mientras el capitán empuñaba la segunda pistola y hacía lo mismo por el otro lado, y don Francisco, despierto por completo, se revolvía afanoso en busca de sus armas.

Aparte del que ya estaba en el suelo, tirado como un pedazo de carne, había otros cuatro, de apariencia semejante al de la ventanilla: dos de ellos, armados con alfanjes y terciados, sujetaban las ramaleras de las mulas; otro se hallaba junto al pescante con una partesana en las manos, y a un cuarto se le veía algo más lejos, apuntando al cochero y al postillón con un arcabucete de rueda. El disparo los había cogido a todos de improviso; y cuando asomamos el capitán y yo, cada uno por un costado del coche, seguían boquiabiertos e inmóviles cual milagros de cera. Fuime por derecho al de la partesana, aunque recelando de soslayo del que tenía el arcabucete; pero el capitán Alatriste estabilizó ese flanco largándole al bandolero el segundo pistoletazo, que lo tendió en el suelo cuan largo era. Para ese momento, con la ligereza de pies y manos propia de mi juventud, yo le había hecho un quite al mío, desviándole el hierro de la partesana, y metiéndome a fondo a lo largo del asta y de su brazo le había pasado los hígados por el filo de la de Juanes. El chillido del bandolero, al verse espetado de parte a parte, casi quedó sofocado por las voces de don Francisco de Quevedo, que salía del carruaje espada en mano y echando venablos, resuelto a batirse con quien se pusiera delante. Pero ya era poca ropa. Mi adversario, al que yo había retirado el acero de la herida, caía de rodillas sobre las viejas piedras de la calzada romana. Por su parte, el capitán Alatriste se las había con otro, al que acosaba con violentas cuchilladas. El cuarto malandrín, al verse dejado para luego, no lo pensó dos veces: con buenas zancadas hizo peñas y buen tiempo, tomando las de Villadiego.

—¡Vieni quá, sfachato! —le gritaba don Francisco, en buen toscano— ¡Vieni, que ti tallo la grondalla!

Lo que venía a decir, más o menos, que iba a rebanarle la canal maestra si le daba una oportunidad. Pero el bellaco no se la daba: corría campo a través, y a poco se metió en el pinar, y ya no lo vimos. Miraba el poeta en torno, muy fosco y apitonado, molesto por no hallar a nadie en quien envasar la centella y dando latigazos con la hoja en el aire. Mas aquello era negocio hecho: el del pistoletazo en la cara y el del arcabucete estaban donde habían caído, dadas las ánimas a quien se las dio; el mío se había puesto más cómodo, de costado en el suelo, y seguía desangrándose por el descosido sin darnos molestias; y el capitán tenía acorralado al suyo contra una rueda del carruaje. Justo en ese momento, con un mandoble casi despectivo, lo desarmaba de su espada y le ponía la punta del acero en la gola, con ojos de matar.

—¡Clemenza! —balbució el bergante, aterrado.

No era un jovenzuelo. Debía de sobrar los treinta, y la cara morena y sin afeitar tenía la misma apariencia feroz que la de sus compañeros. Como ellos —tampoco en eso se diferenciaban los bandoleros italianos de los nuestros—, iba cubierto de medallas, estampas, crucifijos y escapularios que le pendían del sombrero, el cuello y los ojales del sucio jubón. Desde donde me hallaba, casi pude olerle el miedo: una mancha de incontinencia húmeda se extendía por su calzón, muslos abajo. Por un momento creí que el capitán iba a despachar el asunto con la presteza que solía, apretando la punta y santas pascuas. Pero no lo hizo. Se quedó mirando la cara del malandro, como si buscase algo en ella. Un recuerdo, tal vez. Una imagen o una palabra.

—¡Misericordia, siñoría! —suplicó de nuevo el otro. Vi a mi antiguo amo mover la cabeza a uno y otro lado, despacio, como negando algo. Cerró el miserable los ojos, profirió un gemido de angustia infinita y apoyó la cabeza en la rueda, creyendo que le negaban cuartel; pero yo cataba lo suficiente al capitán Alatriste, y supe que aquello respondía a otra cosa. No es cuestión de misericordia, es lo que decía aquel gesto. No se trata de eso en absoluto. Podría estar en tu lugar, quizás. O tú en el mío. Todo es cuestión de qué naipes tocan en la grasienta baraja de la vida. Entonces, como un león harto de matar que alza la zarpa por hábito y no por hambre, y la retiene al fin y no la abate, así retiró el capitán Alatriste la punta de su espada de la garganta del bandido.

Roma,
caput mundi
, ombligo del catolicismo, reina de las ciudades y señora del orbe, como dijo don Miguel de Cervantes, era mucha Roma. La veía yo por segunda vez, y admiré asombrado, de nuevo, sus palacios y jardines suntuosos, las cúpulas y campanarios de sus iglesias, los edificios antiguos, las plazas con hermosas fuentes labradas, los vestigios de mármol y piedra que por todas partes ennoblecían la ciudad de San Pedro y de los papas. Entramos a media tarde por la puerta Paolina, que está situada junto a la pirámide funeraria de Cestio; y tras callejear un poco llegamos junto a los muros, todavía en pie, del magno edificio que los antiguos romanos llamaron Coliseo. Ante cuya formidable fábrica, don Francisco de Quevedo no pudo contenerse y recitó, en mi provecho:

Buscas en Roma a Roma, oh peregrino
,

y en Roma misma a Roma no la hallas
:

cadáver son las que ostentó murallas

y tumba de sí propio el Aventino.

Versos de los que parecía mostrarse orgulloso, y que nos espetó con aire casual, como si acabara de improvisarlos. Olvidando, sin duda, que ya se los habíamos oído recitar tiempo atrás, achispado ante una jarra en la taberna del Turco. Puse cara de primerizo mientras el capitán me guiñaba un ojo, y se los alabé mucho a don Francisco; con lo que éste me dio unos golpecitos en la rodilla y siguió ilustrándome sobre cuanto veíamos, muy conocido por él de sus anteriores estancias y sus innumerables libros leídos. Cruzamos al poco rato la plaza Navona: hermoso recinto donde creí hallarme de golpe en la España misma, pues muchos de los instalados allí desde tiempos del gran emperador Carlos V eran de nuestra misma nación y lengua, que oí hablar desde el carruaje, al paso, en boca de criados, taberneros, mujeres, tenderos, soldados y gente de toda laya, a menudo en esa parla franca salpicada de italiano que solemos usar los españoles en Italia. Muy cerca estaban las escuelas pías fundadas por el español José de Calasanz, que junto a San Pantaleón vivía, y que en el tiempo que narro ya era considerado
il più grande catechista di Roma.
También los embajadores de España, hasta su traslado reciente a otro lugar cercano a la Trinitá dei Monti, habían habitado mucho tiempo un palacio vecino. Podían encontrarse allí tiendas de libros y estampas en la lengua de Castilla, y hacia la parte oriental de la plaza se alzaban, además, la iglesia y el hospital de Santiago, llamados de los Españoles, donde se atendía tanto la salud del alma como la del cuerpo de nuestros compatriotas.

No eran ésas las únicas necesidades que allí se resolvían. En el vecino barrio de Pozzo Bianco, alrededor de la iglesia de Santa María de Vallicella, se concentraban numerosas mancebías y lugares de prostitución. Que, si cual suele decirse, el hombre donde nace, la mujer donde yace y la puta donde pace, en torno a la silla de Pedro pacían más meretrices que frailes; y entre ellas, no pocas españolas. Menudeaban allí muchas andaluzas —unas lozanas y otras no tanto— de Sevilla y Córdoba, o que de allí se decían, venidas a hacer las Italias a todo trance, siguiendo a soldados y rufianes o por su cuenta, como apuntaba el antiguo refrán: moza para Roma y vieja a Benavente. Diestras todas ellas en ser putas en las dos maneras, pese a adornarse con nombres como doña Elvira Núñez de Toledo o doña Luisa de Guzmán y Mendoza; pues, ya lo dije alguna vez, nunca conocí a una daifa española, incluidos los calloncos más bajunos y cabalgados, que no se dijera de la sangre de los godos por muchas suelas que clavetearan sus padres y abuelos. Otras mujeres, más repartidas éstas por los barrios de Regola y San Ángelo, eran de las llamadas
marranas
: hebreas conversas descendientes de familias expulsadas de España en el siglo viejo. Y como podrá comprobar el curioso lector más adelante, una de ellas, aunque en diferente ciudad, calidad y circunstancias, tendrá que ver con la presente historia.

Llegamos, al fin, a nuestro lugar de posada romana. Era éste la locanda llamada del Orso, o del Oso: sitio de buen comer, mejor beber y razonable dormir, muy encarecido por el señor de Quevedo. Estaba situado en la calle del mismo nombre, casi pegada al Tíber, y el lugar habría sido por completo agradable de no hallarse a tiro de arcabuz de la siniestra Torre de Nona, célebre cárcel de los papas, con sus escuadras de hierro en la fachada para colgar allí a los condenados cuyos cadáveres debían permanecer expuestos a la curiosidad pública; pues toda Roma, como el resto de los estados pontificios, se hallaba sometida a la jurisdicción de su santidad Urbano VIII, que obraba con la potestad absoluta de un rey en sus dominios. En lo que a nuestra posada se refiere, era ésta un establecimiento antiguo, imponente de aspecto, que se contaba entre los mejores de la ciudad. Nunca habríamos podido alojarnos allí el capitán y yo con nuestros escuetos recursos, pues era lugar de treinta escudos al mes; pero don Francisco, al ir comisionado en viaje oficial, aunque secreto, tiraba con pólvora del rey. El cuarto donde nos alojamos los tres era espacioso y soleado, con una ventana de arco hecha con viejos capiteles romanos por la que alcanzaba a verse una porción del Tíber, el castillo de San Ángelo y la gigantesca cúpula de San Pedro, honra y maravilla de la Cristiandad.

Con ese paisaje deleitándonos la vista cenamos bien y dormimos mejor, en buenas y blandas camas de sábanas limpias. Y a la mañana siguiente, apenas despuntó el sol, salieron el capitán Alatriste y don Francisco a resolver negocios de importancia en los que yo nada terciaba. Viéndome con la mañana libre, y tras escaramuzar un poco con la criadita que cepilló mis ropas —moza romana linda y un punto descarada, hecha a tales lances—, cogí mi sombrero bordado y con adorno de plumas, la capa y la espada, y me eché a la calle de punta en blanco, resuelto a dar unas pavonadas recorriendo la capital del orbe. Admiré al paso varios rostros muy agradables, confirmando el viejo dicho soldadesco: cara romana y cuerpo sienés, andar florentín y parlar boloñés. El día era frío, invernal, pero muy llevadero merced al sol espléndido que se alzaba sobre la ciudad, volviendo azul el agua de las fontanas y acortando las sombras de iglesias, campanarios y palacios. Lleváronme mis pasos hasta la orilla del río y el puente Sixto. Desde allí el panorama era magnífico, pues además de las murallas y la cúpula del Vaticano, al otro lado del puente se alzaba majestuoso el castillo circular que en la antigüedad romana había sido mausoleo del emperador Adriano. Contemplándolo, no pude menos que recordar que cien años antes, el seis de mayo de mil quinientos y veintisiete, sus muros habían servido de refugio al papa Clemente VII durante el saco de Roma.

Como soldado que era, no pude menos que permanecer en el puente, admirado, preguntándome cómo el ejército imperial del cesar Carlos —diez mil lansquenetes tudescos, seis mil españoles y cuatro mil italianos y valones—, hambriento, desharrapado, agotado por una larga marcha, sin víveres ni artillería, pudo tomar por asalto aquella formidable ciudad, llevando por vanguardia al escalar los muros a los veteranos arcabuceros de nuestros tercios. Por el Belvedere y la puerta del Espíritu Santo atacaron los españoles con garfios y escalas, al grito de «¡España, España,
ammazza, ammazza!»
—¡mata, mata!—, después que el capitán Juan de Ávalos cayera muerto de un arcabuzazo al subir el muro al frente de su compañía, y degollando los nuestros a todos cuantos hallaron al paso, rindiéranse o no, sin dar cuartel ni a Cristo que lo pidiera, de manera que en su avance a lo largo de la vía Lungara no quedó alma en cuerpo a sus espaldas. Y en el mismo lugar donde yo me encontraba rememorando aquello, sobre las piedras desnudas del puente Sixto, otra compañía de infantería española, al mando de un capitán cuyo nombre no retuvo la Historia, dio su asalto corriendo al descubierto hasta las puertas mismas del castillo, bajo el fuego granizado de la artillería y la arcabucería papales, de manera que ni uno solo de ellos regresó vivo. Y si es cierto que, acabado el combate, los españoles se sumaron a los horrores del saqueo de la ciudad como el resto de las tropas vencedoras, enrulándolas en violencia y crueldad, no es menos verdad que, a diferencia de ellas, lo mismo que cuando la victoria de Pavía y en tantos otros lugares tomados a sangre y fuego —siempre fue uso común poner a saco las ciudades que no se rinden—, nuestros compatriotas, comúnmente disciplinados bajo el fuego y teniendo eso a honra de su nación, no se pararon a saquear hasta que la victoria estuvo asegurada y hubieron cumplido con sus capitanes y con su emperador.

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