Read El Gran Sol de Mercurio Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

El Gran Sol de Mercurio (8 page)

Para Bigman, el aspecto más melancólico de las minas eran los vestigios de la anterior ocupación humana: los enchufes donde en otro tiempo debieron conectarse las ilumino- placas para mantener los corredores iluminados con la luz del día, las débiles marcas donde en otro tiempo los relevadores paramagnéticos debieron suplir la tracción de las vagonetas de mineral, ocasionales receptáculos laterales donde debieron existir habitaciones o laboratorios, donde los mineros debían hacer una pausa para comer en cocinas de campaña o donde se analizaban las muestras de mineral.

Ahora todo estaba desmantelado, todo demolido, y no quedaba más que la roca desnuda.

Pero Bigman no era hombre que se preocupara largo rato por tales cuestiones. Al contrario, empezó a inquietarse por la falta de acción. No había ido hasta allí para dar un paseo.

Dijo:

—Lucky, el ergómetro no señala nada.

—Lo sé, Bigman. Desconecta.

Lo dijo tranquilamente, sin ningún énfasis especial, pero Bigman sabía lo que significaba. Giró el mando de su radio hasta la muesca particular que activaba un campo para la onda transmisora y desmodulaba el mensaje. No era un equipo de reglamento que tuvieran los trajes espaciales, pero constituía una rutina para Lucky y para Bigman. Éste había añadido el desmodulador a los mandos de la radio al preparar los trajes casi sin darse cuenta de lo que hacía.

El corazón de Bigman empezó a latir un poco más de prisa. Cuando Lucky solicitaba una emisión desmodulada entre ellos dos, el peligro estaba cerca. Más cerca, en cualquier caso. Dijo:

—¿Qué pasa, Lucky?

—Ya es hora de hablar. —La voz de Lucky tenía un ligero sonido remoto, como si procediera indeterminadamente de todas direcciones. Esto era debido a la inevitable falta de perfección de la parte del desmodulador receptor, que siempre dejaba una pequeña fracción de «ruido»

Lucky dijo:

—Según el mapa, éste es el túnel 7a. Conduce a uno de los pozos verticales que llevan a la superficie por un camino bastante fácil. Voy a seguirlo.

Bigman preguntó, estupefacto: —¿Qué dices? ¿Por qué, Lucky?

—Porque quiero llegar a la superficie y... —Lucky se echó a reír alegremente—. ¿Por qué iba a ser?

—¿Qué pretendes?

—Ir por la superficie hasta el hangar donde está el Shooting Starr. Cuando fui a la nave la última vez, llevé el nuevo traje aislante conmigo.

Bigman pasó esto por alto y preguntó lentamente.

—¿Significa eso que piensas ir al lado solar?

—Exacto. Me dirigiré hacia el gran Sol. Por lo menos, no puedo perderme, puesto que sólo necesito seguir el resplandor de la corona en el horizonte. Esto lo simplifica todo.

—¡No me vengas con eso, Lucky! Pensaba que era en las minas donde se escondían los sirianos. ¿Acaso no lo probaste en el banquete?

—No, Bigman, no lo probé. No hice más que simularlo.

—Entonces, ¿por qué no me lo dijiste?

—Porque ya lo hemos discutido otras veces y no quiero seguir haciéndolo. No puedo arriesgarme a que pierdas los estribos en el momento más inoportuno. Si te hubiera dicho que bajar hasta aquí no era más que parte de un plan más profundo y si, por cualquier razón, Cook te hubiera hecho enfadar, podrías habérselo dicho.

—No lo hubiera hecho, Lucky. Lo que pasa es que no te gusta explicar las cosas hasta el último momento.

—También es verdad —admitió Lucky—. De todos modos, la situación es ésta. Quería que todo el mundo creyera que íbamos a bajar a las minas. Quería que todo el mundo creyera que no teníamos ni la más remota intención de dirigirnos al lado solar. El modo más seguro de lograrlo era hacer que nadie, pero nadie, ni siquiera tú, pensara de otro modo.

—¿Puedes decirme por qué, Lucky? ¿O también eso es un secreto?

—Puedo decirte una cosa. Sospecho que alguien del Centro está detrás del sabotaje. No creo en la teoría siriana.

La decepción de Bigman fue enorme. —¿Quieres decir que en las minas no hay nada?

—Es posible que me equivoque, pero estoy de acuerdo con el doctor Cook. Es demasiado improbable que Sirio realizara todos los esfuerzos necesarios para establecer una base secreta en Mercurio con la única finalidad de hacer un poco de sabotaje. Sería mucho más probable que, si querían hacer tal cosa, sobornaran a un terrícola para hacerlo. Al fin y al cabo, ¿quién rasgó el traje aislante? Esto, por lo menos, no es culpa de los sirianos. Ni siquiera el doctor Peverale ha sugerido que haya sirianos dentro del Centro.

—¿Así que buscas un traidor, Lucky?

—Busco al saboteador. Puede ser un traidor pagado por Sirio, o puede estar trabajando independientemente. Espero que la respuesta esté en el lado solar. Y, además, espero que mi cortina de humo respecto a una invasión de las minas sirva para que el culpable no tenga tiempo de esconderse ni de prepararme una recepción incómoda.

—¿Qué esperas encontrar?

—Lo sabré cuando lo encuentre.

—De acuerdo, Lucky. Estoy convencido. En marcha. Vámonos.

—No tan de prisa —exclamó Lucky con verdadera inquietud—. ¡Gran Galaxia! He dicho que yo me voy. Sólo hay un traje aislante. Tú te quedarás aquí.

Ahora comprendió Bigman la importancia de los pronombres que Lucky había usado. Lucky había dicho «yo», «yo» Ni una sola vez había dicho «nosotros» A pesar de lo cual Bigman, con la serena confianza de una larga amistad, había supuesto que «yo» significaba «nosotros»

—¡Lucky! —exclamó, debatiéndose entre el ultraje y la desesperación—. ¿Por qué tengo que quedarme?

—Porque quiero que los hombres del Centro estén convencidos de que nos encontramos aquí. Te quedarás con el mapa y seguirás la ruta que habíamos trazado o alguna parecida. Comunícate a cada hora con Cook. Diles dónde estás, lo que ves, diles la verdad; no tienes que inventarte nada... a excepción de decir que yo estoy contigo.

Bigman reflexionó un momento. —Bueno, ¿y si quieren hablar contigo?

—Diles que estoy ocupado. Diles que nos ha parecido ver a un siriano. Diles que tienes que cortar. Inventa alguna cosa, pero que sigan creyéndome aquí. ¿De acuerdo?

—Muy bien, ¡Arenas de Marte!, tú te vas al lado solar a divertirte y yo tengo que quedarme aquí jugando con la radio.

—Anímate, Bigman, quizás haya algo en las minas. No siempre he de tener razón.

—Creo que esta vez la tienes. Aquí abajo no hay nada.

Lucky no pudo resistir la tentación de bromear.

—Hay el muerto por congelación del que nos habló Cook. Podrías investigarlo.

Bigman no se rió.

—Oh, vamos, cállate ya.

Hubo una corta pausa. Después Lucky apoyó una mano en el hombro del otro.

—De acuerdo, Bigman, no ha tenido ninguna gracia y lo siento. Ahora anímate, de verdad. Volveremos a estar juntos dentro de nada. Ya lo sabes.

Bigman apartó el brazo de Lucky.

—Muy bien. Déjate de palabras dulces. Has dicho que tengo que hacerlo, y lo haré. Sólo me preocupa que cojas una insolación sin tenerme a mí para vigilarte, viejo zorro.

Lucky se echó a reír.

—Tendré cuidado. —Giró por el túnel 7a abajo, pero no había dado ni dos pasos cuando Bigman le llamó.

—¡Lucky!

Lucky se detuvo. —¿Qué?

Bigman se aclaró la garganta.

—Escucha, no te arriesgues inútilmente, ¿de acuerdo? Lo que quiero decir es que yo no estaré contigo para sacarte del apuro.

Lucky dijo:

—Ahora has hablado como tío Héctor. ¿Qué te parece si te aplicas los mismos consejos?

Esta era su forma de expresar el sincero afecto que se profesaban. Lucky agitó la mano y permaneció un momento dentro del campo de acción de la luz de Bigman. Después dio media vuelta y se puso en marcha.

Bigman le siguió con la mirada sin perder de vista la figura que se desdibujaba gradualmente en las sombras circundantes hasta que dobló una curva del túnel y desapareció.

El silencio y la soledad le pesaron doblemente. Si no hubiera sido John Bigman Jones, se habría sentido perdido, abrumado por encontrarse solo.

Pero era John Bigman Jones, así que apretó los dientes, y siguió avanzando por el pozo principal con paso firme.

Bigman hizo su primera llamada al Centro quince minutos después. Se sentía muy abatido.

¿Cómo podía haberse creído que Lucky esperaba seriamente correr una aventura en las minas? ¿Acaso Lucky se hubiera arriesgado a que los sirianos interceptaran sus llamadas radiofónicas?

Claro que era un circuito cerrado, pero los mensajes no estaban desmodulados, y ningún circuito cerrado era tan perfecto como para no poder ser intervenido, con paciencia.

Se preguntó la razón de que Cook hubiera permitido tal disposición, y entonces comprendió que Cook tampoco creía en los sirianos. Sólo Bigman lo había creído. ¡Cabezota!

En aquel momento, se hubiera dado de golpes contra el casco de una nave espacial. Conectó con Cook y empleó la señal previamente convenida de que todo estaba despejado.

La voz de Cook le respondió inmediatamente.

—¿Sin novedad?

—¡Arenas de Marte! Sí. Lucky se ha adelantado unos cien metros, pero no se ve nada. Mire, si le he dado la señal, haga el favor de creerme la próxima vez.

—Déjeme hablar con Lucky Starr.

—¿Para qué? —Bigman mantuvo el mismo tono de voz indiferente con esfuerzo—. Ya hablará con él la próxima vez.

Cook titubeó, y después dijo: —De acuerdo.

Bigman se felicitó a sí mismo: No habría próxima vez. Daría la señal de que no había novedades y eso sería todo. Sólo que, ¿cuánto tiempo debía merodear en la oscuridad antes de recibir noticias de Lucky? ¿Una hora? ¿Dos? ¿Seis? ¿Y si transcurrían seis horas y no recibía ningún mensaje? ¿Cuánto tiempo debía quedarse? ¿Cuánto tiempo podía quedarse?

¿Y si Cook reclamaba una información específica? Lucky le había dicho que fuera describiendo lo que viera, pero ¿y si Bigman fallaba en la representación de su papel? ¿Y si cometía una indiscreción y se le escapaba decir que Lucky estaba en el lado solar? ¡Lucky no volverla a confiar en él! ¡Nunca más!

Desechó la idea. No le serviría de nada pensar en ello.

¡Si, por lo menos, hubiera algo que le distrajera! Algo aparte de la oscuridad y el vacío, aparte de la débil vibración de sus propios pasos y el sonido de su propia respiración.

Se detuvo para comprobar su posición en el pozo. Los pasajes laterales tenían letras y números claramente grabados en la pared, y el tiempo no había logrado borrarlos. La comprobación no fue difícil.

Sin embargo, la baja temperatura hacía que el mapa estuviera quebradizo y fuera difícil de manejar, y esto no contribuyó a mejorar su humor. Ajustó los mandos de la luz para conectar el deshumificador. La superficie interna de su placa visora empezaba a empañarse con la humedad de su respiración, seguramente porque la temperatura aumentaba al mismo ritmo que su mal humor, se dijo.

Acababa de efectuar el arreglo cuando ladeó bruscamente la cabeza como si aguzara el oído para escuchar.

Era exactamente lo que hacía. Se esforzó para oír el ritmo de unas débiles vibraciones que ahora percibía porque sus propios pasos habían cesado.

Contuvo la respiración, permaneciendo tan inmóvil como la rocosa pared del túnel y susurró con la boca pegada al transmisor: —¿Lucky?, ¿Lucky?

Los dedos de su mano derecha habían ajustado los mandos. La onda transmisora estaba desmodulada. Nadie más descifraba aquel débil murmullo. Pero Lucky lo haría, y su voz no tardaría en responderle. Bigman tuvo que confesarse que esperaba con impaciencia oír esa voz.

—¿Lucky? —repitió.

La vibración continuó. No recibió contestación.

La respiración de Bigman se aceleró, primero por el nerviosismo, y después por la salvaje alegría nacida de la excitación que siempre le acometía cuando el peligro estaba cerca. Había alguien más en las minas de Mercurio. Alguien que no era Lucky.

¿Quién, entonces? ¿Un siriano? ¿Acaso Lucky estaba en lo cierto a pesar de creer que únicamente preparaba una cortina de humo?

Quizá.

Bigman sacó la pistola y apagó la luz de su traje.

¿Acaso sabían que él estaba allí? ¿Acaso pretendían atraparle?

Las vibraciones no eran el «sonido» confuso y arrítmico de muchas personas, ni siquiera dos o tres. Para el penetrante oído de Bigman, el claramente separado «zram- zram» de la vibración era el «sonido» de las piernas de un hombre, avanzando rítmicamente.

Y Bigman no era de los que retroceden ante un solo hombre, en ningún sitio y bajo ninguna circunstancia.

Alargó lentamente la mano y tocó la pared más cercana. Las vibraciones se agudizaron notablemente. Así pues, el otro iba en aquella dirección.

Siguió andando cautelosamente en la más completa oscuridad, rozando la pared con la mano. Las vibraciones causadas por el otro eran demasiado intensas, demasiado negligentes. O bien el otro se creía solo en las minas (igual que Bigman hasta unos momentos antes) o bien, si estaba siguiendo a Bigman, no estaba al tanto de las características del vacío.

Los pasos de Bigman se habían convertido en un murmullo a medida que avanzaba como un gato, pero las vibraciones del otro no experimentaron ningún cambio. Por lo tanto, si el otro estuviera siguiendo a Bigman por el sonido, el súbito cambio en la marcha de Bigman se hubiese reflejado en un cambio de la marcha del otro. No fue así. La misma conclusión que antes.

Giró a la derecha por la próxima entrada de un túnel adyacente y continuó. La mano que apoyó enseguida en la pared le permitió seguir la pista que conducía hacia el otro.

Y de pronto distinguió el penetrante destello de una luz en la lejanía cuando un movimiento del otro proyectó sus rayos hacia él. Bigman se pegó a la pared.

La luz desapareció. El otro había pasado de largo el túnel donde Bigman se hallaba. No avanzaba por él.

Bigman apresuró ligeramente el paso. Encontraría el túnel transversal y entonces estaría detrás del otro.

Se produciría el encuentro. El de Bigman, representante de la Tierra y del Consejo de la Ciencia, y el enemigo, representante... ¿de quién?

8. EL ENEMIGO EN LAS MINAS

Bigman había calculado correctamente. La luz del otro oscilaba delante de él cuando encontró la abertura. Su propietario no tenía conocimiento de su presencia. No podía tenerlo. La pistola de Bigman estaba preparada. Podía disparar sin errar el tiro, pero con ello no lograría gran cosa. Los muertos no hablan y un enemigo muerto no puede aclarar ningún misterio.

Other books

Distractions by Brooks, J. L.
Her Baby Dreams by Clopton, Debra
Requiem by Celina Grace
True for You by Valentine, Marquita
Call of the Heart by Barbara Cartland
Brazen by Cara McKenna
Deadfolk by Charlie Williams
Out of Her League by Lori Handeland


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024