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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

El Gran Sol de Mercurio (18 page)

—Aparentemente, mi nombre no le decía nada. En nuestro primer encuentro, me preguntó si era un ingeniero subtemporal como Mindes.

»Ahora bien, Mindes había reconocido mi nombre y tratado de convencerme para que le ayudara. El doctor Gardoma había oído hablar de mí con relación a los envenenamientos de Marte. Urteil, como es natural, lo sabía todo acerca de mí. Me extrañó que el doctor Peverale no hubiera oído hablar de mí también.

»Está Ceres, por ejemplo, donde tú y yo estuvimos a raíz de la batalla contra los piratas. El mayor observatorio del Sistema está allí. ¿Podía ser que el doctor Peverale no estuviera allí entonces? Se lo pregunté, y él negó haberse encontrado conmigo en aquella ocasión. Admitió haber estado en Ceres, y Cook nos dijo que iba frecuentemente a Ceres. Peverale se apresuró a explicarme, sin que yo le preguntara nada, que había estado enfermo en la cama durante el ataque pirata, y Cook no tardó en confirmarlo. Este fue un fallo. En su ansiedad, Peverale había hablado demasiado.

El pequeño marciano se le quedó mirando. —No entiendo lo que quieres decir.

—Es muy sencillo. Si Peverale había estado en Ceres numerosas veces, ¿por qué creyó necesario inventarse una excusa para esta ocasión concreta en que atacaron los piratas? ¿Por qué esta vez y no otra? Evidentemente, sabía cuándo había estado yo en Ceres y quería cubrirse las espaldas. Por lo tanto, es evidente que sabía quién era yo.

»Si me conocía, ¿por qué iba a tratar de matarme, y a Urteil también? A los dos nos adjudicó un traje aislante rasgado. Los dos éramos investigadores. ¿Qué era lo que Peverale temía?

»Después empezó a hablar de sirianos y robots durante el banquete, y las piezas empezaron a encajar. El relato de Mindes tuvo bruscamente sentido, y comprendí que los únicos que habían podido llevar un robot a Mercurio eran los sirianos o el doctor Peverale. Me pareció que había sido Peverale, y que hablaba de los sirianos para protegerse. Si se encontraba el robot y se interrumpía el sabotaje, le serviría de pantalla de humo para ocultar su propia parte y, además, constituiría una magnífica propaganda antisiriana.

»Necesitaba pruebas. De otra forma, el senador Swenson gritaría a los cuatro vientos que nosotros estábamos levantando una cortina de humo para esconder la propia incompetencia y extravagancia del Consejo. Necesitaba pruebas concluyentes. Con Urteil por los alrededores, no me atreví a hablar de la cuestión con nadie, Bigman, ni siquiera contigo.

Bigman soltó un gruñido de desagrado. —¿Cuándo te decidirás a confiar en mí, Lucky?

—Cuando esté seguro de que no te liarás a puñetazos con un hombre mucho más alto que tú —dijo Lucky con una sonrisa que suavizó en gran manera su afirmación—. Sea como fuere, resolví ir al lado solar para captura al robot y emplearlo como evidencia. Mi plan fracasó y no tuve más remedio que obligar a Peverale a confesar.

Lucky meneó la cabeza. Bigman preguntó:

—¿Qué hará Swenson ahora?

—Creo qué nada —dijo Lucky—. No puede utilizar la muerte de Urteil, ya que usaremos al doctor Cook como testigo para revelar algunas de las sucias tácticas de Urteil. Nosotros tampoco podemos hacer mucho contra él, ya que los dos hombres más importantes del Observatorio de Mercurio tienen que ser relevados de su cargo por felonía. Estamos empatados.

—¡Arenas de Marte! —gimió Bigman—. Nunca lograremos librarnos de él.

Pero Lucky meneó la cabeza.

—No, el senador Swenson no debe preocuparnos. Es cruel y peligroso, pero por esta misma razón tiene al Consejo sobre sus pasos y evita que nos durmamos sobre nuestros laureles.

»Además, el Consejero de la Ciencia necesita sus críticas, igual que el Congreso y el gobierno. Si el Consejo llegara a considerarse algún día por encima de toda crítica, establecería una dictadura sobre la Tierra, y no me gustaría que eso sucediera.

—Bueno, quizá tengas razón —contestó Bigman, nada satisfecho—, pero a mí no me gusta ese Swenson.

Lucky se echó a reír y alargó el brazo para despeinar el cabello del marciano.

—A mí tampoco, pero no debemos preocuparnos de eso ahora. Ahí fuera están las estrellas y, ¿quién sabe dónde estaremos la semana próxima, y por qué?

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