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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

El Gran Sol de Mercurio (10 page)

Una última cuerda descendía lentamente. Su aspecto era tan rocoso que resultaban invisibles hasta que una de ellas se apartaba de la pared.

Las cuerdas estaban conectadas unas con otras como un solo organismo, pero no había núcleo, no había «cuerpo» Era como un pulpo de piedra que únicamente constara de tentáculos.

Bigman tuvo una idea inesperada.

Pensó que la roca había desarrollado una forma de vida a lo largo de las prolongadas edades de la evolución mercuriana. Una forma de vida completamente distinta a las conocidas por la Tierra. Una vida que se alimentaba de los restos de calor.

¿Por qué no? Los tentáculos debían arrastrarse de un lado a otro, buscando hasta la menor partícula de calor que pudiera existir.

Bigman se los imaginó trasladándose al Polo Norte de Mercurio cuando la humanidad fue a establecerse allí. Primero las mujeres y después el Observatorio les proporcionaron interminables chispas de calor.

Era posible que los hombres también fueran su presa. ¿Por qué no? Los seres humanos eran una fuente de calor. Algún minero aislado debió haber sido ocasionalmente atrapado. Paralizado por el terror y un frío repentino, no habría podido gritar reclamando ayuda. Minutos más tarde, su unidad energética estaba demasiado baja para hacer una llamada radiofónica. Algo más tarde, estaría muerto, convertido en una estatua de hielo.

La absurda historia de las muertes ocurridas en las minas que Cook les relatara tenía sentido.

Todo esto pasó por la mente de Bigman en un segundo mientras permanecía inmóvil, luchando todavía con una sensación de atolondrada sorpresa ante el súbito giro de los acontecimientos.

La voz de Urteil gimió:

—No puedo... Ayúdeme... ayúdeme... Tengo frío... frío...

Bigman exclamó: —Resista. Ya voy.

Había olvidado que aquel hombre era un enemigo, que momentos antes había estado a punto de matar a Bigman a sangre fría. El pequeño marciano sólo vio una cosa: era un hombre, desvalido en las garras de algo inhumano.

Desde que los hombres dejaron por primera vez la Tierra y se aventuraron en los peligros y misterios del espacio exterior, había prevalecido una estricta ley no escrita. Debía olvidarse toda enemistad cuando el hombre se enfrentaba con el enemigo común, las fuerzas inhumanas de los otros mundos.

Era posible que no todo el mundo se adhiriera a esa ley, pero Bigman lo hizo.

Estuvo junto a Urteil de un salto, tirando de su brazo.

Urteil murmuró: —Ayúdeme...

Bigman asió la pistola que Urteil seguía sosteniendo, tratando de evitar el tentáculo que rodeaba la mano cerrada de Urteil. Bigman vio que el tentáculo no se curvaba suavemente como hubiera hecho una serpiente. Estaba doblado en secciones, como si constara de numerosos segmentos rígidos unidos entre sí.

La otra mano de Bigman, que buscaba un apoyo en el traje de Urteil, hizo momentáneamente contacto con uno de los tentáculos y se apartó a toda velocidad. El frío era un dardo helado, que le atravesó y quemó la mano. Cualquiera que fuese el método de aquellas criaturas para extraer el calor, no se parecía a nada de lo que él sabía.

Bigman tiró desesperadamente de la pistola, forcejeando sin descanso. Al principio no reparó en la extraña presión de su espalda, después... una sensación helada le envolvió y no se desvaneció. Cuando trató de escaparse no pudo. Un tentáculo había descendido sobre él y le había abrazado.

Los dos hombres podrían haber crecido juntos, tan firmemente unidos estaban.

El dolor físico causado por el frío aumentó, y Bigman tiró de la pistola como un loco. ¿Estaba cediendo?

La voz de Urteil le sobresaltó al murmurar:

—Es inútil...

Urteil se tambaleó y entonces, lentamente, bajo la débil atracción de la gravedad de Mercurio, se cayó hacia un lado, arrastrando consigo a Bigman.

El cuerpo de Bigman estaba entumecido; empezaba a perder la sensación. Apenas se daba cuenta de si aún sostenía la pistola o no. En caso afirmativo, ¿estaba cediendo a sus bruscos tirones o no era más que una última y vana esperanza?

La luz de su traje se amortiguaba a medida que su unidad motriz traspasaba su energía a las voraces cuerdas consumidoras de energía.

La muerte por congelación no podía estar muy lejos.

Lucky, después de dejar a Bigman en las minas, de Mercurio, deponerse un traje aislante en la quietud del Shooting Starr, salió a la superficie y volvió su rostro hacia el «fantasma blanco del Sol»

Permaneció inmóvil durante unos minutos, para acostumbrarse una vez más a la turbia luminiscencia de la corona solar.

Distraídamente, mientras la contemplaba, flexionaba sus extremidades una a una. El traje aislante funcionaba con mayor suavidad que un traje espacial ordinario. Esto, junto con su ligereza, le prestaba la insólita sensación de no tener todos sus miembros. En un medio ambiente sin aire, era algo desconcertante, pero Lucky desechó cualquier sensación de incomodidad que pudiera tener y examinó el firmamento.

Las estrellas eran tan numerosas y brillantes como en el espacio abierto, y les prestó escasa atención. Lo que quería ver era otra cosa. Ahora hacia dos días, según el patrón temporal de la Tierra, desde que había visto aquel cielo por última vez. En dos días, Mercurio había avanzado una cuadragésima cuarta parte de su camino en la órbita que describía alrededor del Sol. Eso significaba que más de ocho grados de cielo habían aparecido por el este y más de ocho grados habían desaparecido por el oeste. Eso significaba que podían verse nuevas estrellas.

Y también nuevos planetas. En ese intervalo de tiempo, Venus y la Tierra debían haberse alzado por encima del horizonte.

Y allí estaban. Venus era el más alto de los dos, constituía una mancha de luz blanca tan reluciente como un diamante, mucho más luminosa que vista desde la Tierra. Desde la Tierra, Venus se veía en inferioridad de condiciones. Estaba entre la Tierra y el Sol, de forma que cuando Venus estaba más cerca de ella, la Tierra sólo podía ver su parte oscura. En Mercurio, Venus se veía en su plenitud.

En aquel momento, Venus estaba a cincuenta y tres millones de kilómetros de Mercurio. Sin embargo, en su punto más cercano, podía acercarse hasta casi treinta y dos millones de kilómetros, y entonces unos ojos penetrantes podían verlo como un disco minúsculo.

Incluso a esta distancia, su luz casi rivalizaba con la de la corona y, mirando al suelo, Lucky creyó distinguir una doble sombra que se extendía desde sus pies, una proyectada por la corona (bastante borrosa) y otra por Venus (bastante nítida) Se preguntó si, en circunstancias ideales, no podría haber una triple sombra, la tercera de las cuales estaría proyectada por la misma Tierra.

Encontró asimismo la Tierra, sin ninguna dificultad. Estaba muy cerca del horizonte y, aunque brillaba más que cualquier estrella o planeta de su propio firmamento; era pálida en comparación al glorioso Venus. Estaba menos iluminada por su Sol más distante; era menos nubosa y por lo tanto reflejaba menos luz. Además, estaba de Mercurio a doble distancia que Venus.

Pero, en cierto aspecto, era incomparablemente más interesante. Mientras que la luz de Venus era de un blanco purísimo, la luz de la Tierra tenía un matiz azul verdoso.

Y además de eso, muy cerca de ella, justo al borde del horizonte, se veía la luz amarilla de la Luna. Juntas, la Tierra y la Luna constituían un panorama único en el cielo de los otros planetas dentro de la órbita de Júpiter. Un planeta doble, que viajaba majestuosamente por el cielo en mutua compañía, en el cual el más pequeño rodeaba al mayor en un movimiento que, sobre el cielo, parecía un lento tambaleo de un lado a otro.

Lucky contempló el panorama más tiempo del que seguramente hubiera debido, pero no pudo evitarlo. Las circunstancias de su vida le alejaban a menudo de su planeta natal, y eso lo hacía aún más querido para él. Los trillones de seres humanos esparcidos por la Galaxia habían tenido su origen en la Tierra. En realidad, a lo largo de casi toda la historia del hombre, la Tierra había sido su único hogar.

¿Qué hombre podía contemplar la partícula de luz que era la Tierra sin emocionarse?

Lucky apartó la mirada con esfuerzo, meneando la cabeza. Había mucho que hacer. Se encaminó con firmes zancadas hacia el resplandor de la corona, rozando la superficie tal como debía hacerse en un mundo de baja gravedad, con la luz del traje encendida y los ojos fijos en el suelo para resguardarse de las ásperas desigualdades del terreno.

Tenía cierta idea de lo que podía encontrar, pero era únicamente una idea, no respaldada aún por ningún hecho definido. Lucky tenía horror a hablar de tales ideas, que a veces no eran otra cosa que intuiciones. Incluso le disgustaba pensar largamente sobre ellas. Existía el gran peligro de acostumbrarse a la idea, de empezar a depender de ella como si fuera cierta, de cerrar inintencionadamente la razón a otras posibilidades.

Había visto suceder esto muchas veces al exaltado e impulsivo Bigman. Había presenciado cómo, más de una vez, vagas posibilidades se convertían en firmes convicciones en la mente de Bigman...

Sonrió cariñosamente al pensar en el pequeño Bigman. Podía ser imprudente, nunca sensato, pero era leal y no sabía lo que era el miedo. Lucky prefería tener junto a sí a Bigman que tener a una flota de naves espaciales blindadas y tripuladas por gigantes.

Le fue imposible recordar la cara del marciano, mientras saltaba limpiamente sobre el terreno mercuriano, y fue para borrar esta desagradable sensación que Lucky concentró sus pensamientos en el problema que le había llevado allí.

Lo malo era que hubiese tantas tendencias encontradas.

En primer lugar, estaba el propio Mindes, nervioso, inestable, inseguro de sí mismo. En realidad, no había llegado a determinarse hasta qué punto su ataque contra Lucky había sido locura momentánea y hasta qué punto frío cálculo. Estaba Gardoma, que era amigo de Mindes. ¿Era un idealista atrapado en el sueño del Proyecto Luz, o bien estaba con Mindes por razones puramente prácticas? Y en este caso, ¿cuáles eran?

El propio Urteil constituía un foco de desorden. Tenía la intención de arruinar al Consejo, y el objeto de su principal ataque había sido Mindes. Sin embargo, su arrogancia hacía que todo el mundo le odiara. Naturalmente, Mindes lo odiaba, y también Gardoma. El doctor Peverale le odiaba de forma mucho más comedida. Ni siquiera había querido hablar de él con Lucky.

Durante el banquete, Cook había parecido rehuir una charla con Urteil, no permitiendo en ningún momento que sus ojos miraran en aquella dirección. ¿Se debía simplemente a que Cook estaba ansioso por evitar los afilados comentarios de Urteil o había razones más específicas?

Además, Cook no tenía una gran opinión de Peverale. Le avergonzaban las preocupaciones del anciano acerca de Sirio.

Y había una cuestión que debía resolverse aparte de todas esas cosas. ¿Quién había rasgado el traje aislante de Lucky?

Había demasiados factores. Lucky tenía una línea de pensamiento que los ensartaba, pero esa línea aún era débil. Trató nuevamente de no concentrarse en esa línea. Debía conservar una mente abierta..

El terreno hacía subida y Lucky había ajustado automáticamente sus pasos a él. Tan preocupado estaba con sus pensamientos que el panorama que se ofreció a sus ojos al terminar el ascenso le encontró desprevenido y le impresionó.

El borde superior del Sol estaba encima del quebrado horizonte, aunque no el Sol propiamente dicho. Sólo se veían las protuberancias que bordeaban el Sol, un pequeño segmento de ellas.

Las protuberancias eran de color rojo vivo, y una de ellas, la que se encontraba en el centro, estaba formada por resplandecientes franjas de luz que se movían hacia arriba y hacia fuera con gran lentitud.

Recortado claramente contra la roca de Mercurio, sin atmósfera que lo amortiguara ni polvo que lo oscureciera, había un panorama de increíble belleza. Las lenguas de fuego parecían surgir de la oscura corteza de Mercurio como si el horizonte del planeta estuviera en llamas o un volcán de gigantesco tamaño hubiese hecho erupción súbitamente.

Sin embargo, esas protuberancias eran incomparablemente más bellas que cualquier cosa que pudiera haber aparecido sobre Mercurio. Lucky sabía que la que él estaba mirando era tan grande como para engullir a un centenar de Tierras, o cinco mil Mercurios. Y allí ardía con fuego atómico, iluminando a Lucky y todo lo que le rodeaba.

Apagó la luz de su traje para verlo mejor. Las superficies de las rocas que miraban directamente hacia las protuberancias estaban inundadas por una luz rojiza, mientras que todas las demás superficies se veían negras como el carbón. Era como si alguien hubiese pintado un pozo sin fondo con líneas rojas. Verdaderamente era el «fantasma rojo del Sol»

La sombra de la mano de Lucky sobre su pecho formaba una mancha negra. El terreno que se extendía ante él era más traicionero, puesto que las manchas de luz que cubrían las desigualdades engañaban la vista sobre la naturaleza de la superficie.

Lucky volvió a encender la luz de su traje y siguió avanzando hacia las protuberancias a lo largo de la curva de Mercurio, mientras el Sol se elevaba seis minutos de arco a cada kilómetro que andaba.

Eso significaba que al cabo de menos de un kilómetro, el cuerpo del Sol sería visible y él estaría en el lado solar de Mercurio.

Entonces Lucky no tenía forma de saber que en aquel momento Bigman se estaba enfrentando a la muerte por congelación. Su único pensamiento al llegar al lado solar fue éste: «Allí está el peligro y el quid de la cuestión, y allí está también la solución»

10. EL LADO SOLAR

Más protuberancias eran ahora visibles. Su color rojo aumentó de intensidad. La corona no se desvaneció (no había atmósfera que dispersara la luz de las protuberancias y borrara resplandores más débiles), pero ahora parecía menos importante. Las estrellas seguían allí y Lucky sabía que allí seguirían, incluso cuando el sol de Mercurio hubiera aparecido totalmente en el cielo, pero ¿quién iba a prestarles atención en aquel momento?

Lucky echó a correr ansiosamente con las regulares zancadas que podía mantener durante horas sin cansarse. En las actuales circunstancias, estaba seguro de poder mantener el mismo paso incluso bajo la gravedad terrestre.

Y entonces, sin un resplandor premonitorio en el cielo, sin el indicio de alguna atmósfera, sin aviso de ninguna clase, ¡apareció el Sol!

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