—¿No se ha puesto en contacto con el Consejo de la Ciencia?
—¿Cómo iba a hacerlo? El doctor Peverale no me hubiera respaldado. Urteil hubiera dicho que estaba loco y le hubieran escuchado a él. ¿Quién me hubiera escuchado a mí?
—Yo —repuso Lucky.
Mindes se incorporó de un salto. Extendió la mano como si se dispusiera a agarrar al otro por la manga, pero se contuvo. Con. voz ahogada, dijo:
—Entonces, ¿lo investigará?
—A mi manera —prometió Lucky—; lo haré.
Aquella noche, todos los demás ya estaban congregados en torno a la mesa del banquete cuando llegaron Lucky y Bigman. Por encima de las presentaciones y del murmullo de salutaciones que se levantó cuando entraron, hubo signos inequívocos de que la reunión no era totalmente afable.
El doctor Peverale se sentó a la cabecera de la mesa, con los finos labios apretados y las hundidas mejillas temblando, como el prototipo de la dignidad mantenida con dificultades. A su izquierda estaba la corpulenta figura de Urteil, repantigado cómodamente en su silla, y jugando delicadamente con la copa de agua.
Hacia la otra cabecera de la mesa estaba Scott Mindes, que parecía lamentablemente joven y cansado al mirar con colérica frustración a Urteil. Junto a él se hallaba el doctor Gardoma, vigilándole con ansiedad como si estuviera dispuesto a intervenir en caso de que Mindes perdiera los estribos.
Los asientos restantes, a excepción de los vacíos a la derecha del doctor Peverale, estaban ocupados por varios de los veteranos del Observatorio. Uno en particular, Hanley
Cook, el segundo al mando en el Centro, inclinó su cuerpo alto y enjuto hacia delante y estrechó firmemente la mano de Lucky entre las suyas.
Lucky y Bigman se sentaron y las ensaladas fueron servidas. Urteil se apresuró a decir, con una voz ronca que efectivamente acalló todas las conversaciones: —Justo antes de que llegaran, nos estábamos preguntando si el joven Mindes no debería hablarles de las maravillas que para la Tierra supondría el éxito de sus experimentos.
—Nada de eso —replicó Mindes—; yo hablaré de lo que me plazca, si a usted no le importa.
—Oh, vamos, Scott —dijo Urteil, sonriendo abiertamente—, no sea tímido. Bueno, en este caso, yo mismo se lo diré.
La mano del doctor Gardoma se posó, como por casualidad, en el hombro de Mindes, y el joven ingeniero reprimió una exclamación de cólera y guardó silencio.
Urteil dijo:
—Le advierto, Starr, que esto valdrá la pena. Se trata...
Lucky le interrumpió:
—Sé algunas cosas acerca de los experimentos. Creo que el gran logro de un planeta con aire acondiciona es muy posible.
Urteil frunció el ceño.
—¿Qué me dice? Me alegro de que sea tan optimista. El pobre Scott ni siquiera puede llevar a cabo el trabajo experimental piloto. O, por lo menos, eso es lo que dice, ¿no es verdad, Scott?
Mindes hizo ademán de levantarse. Pero el doctor Gardoma volvió a dejar caer la mano sobre su hombro.
Los ojos de Bigman se pasearon de un interlocutor a otro, deteniéndose en Urteil con sombría repugnancia. No dijo nada.
La llegada del plato fuerte interrumpió momentáneamente la conversación, y el doctor Peverale trató por todos los medios de desviarla hacia cauces menos explosivos. Tuvo éxito durante un rato, pero después Urteil, con el último pedazo de ternera asada pinchado en el tenedor se inclinó hacia Lucky y dijo:
—¿Así que confía usted en el proyecto de Mindes?
—Creo que es razonable.
—Tiene que creerlo así, puesto que es miembro del Consejo de la Ciencia. Pero ¿y si le dijera que los experimentos que se realizan aquí son una farsa? ¿Que podrían llevarse a cabo en la Tierra por una centésima parte del coste si el Consejo estuviera ligeramente interesado por el dinero de los contribuyentes? ¿Qué me contestaría si le dijera tal cosa?
—Lo mismo que le contestaría si me dijera cualquier otra cosa —replicó Lucky serenamente—. Le contestaría, señor Urteil, que todas las probabilidades indican que está usted mintiendo. Tiene usted gran talento para hacerlo y, según creo, le gusta.
Instantáneamente, un gran silencio reinó entre los comensales, incluyendo a Urteil. Sus gruesas mejillas parecieron hundirse por la sorpresa y sus ojos se hincharon. Con súbita pasión, se inclinó justo por encima del sitio del doctor Peverale, levantándose del asiento y dejando caer fuertemente la palma de la mano derecha junto al plato de Lucky.
—Ningún lacayo del Consejo... —empezó con un rugido.
Pero al mismo tiempo, Bigman también se movió. Nadie pudo ver los detalles de aquel movimiento, pues fue tan rápido como el de una serpiente al atacar, pero el rugido de Urteil finalizó en un grito de desaliento.
La mano de Urteil, que con tanta fuerza había caído sobre la mesa, tenía ahora el cincelado mango metálico de un cuchillo energético saliendo de ella.
El doctor Peverale apartó ruidosamente su silla, y todos los hombres presentes lanzaron un grito o una exclamación excepto el mismo Bigman. Incluso Lucky parecía desconcertado. La voz de tenor de Bigman se alzó por encima de las demás con acento satisfecho.
—Separa los dedos, tonel de petróleo. Sepáralos y después acomódate otra vez en tu silla.
Urteil se quedó mirando unos momentos a su pequeño verdugo sin comprender y después, muy lentamente, separó los dedos. En su mano no había ninguna herida, absolutamente ningún rasguño en la piel. El cuchillo energético siguió balanceándose en la dura superficie plástica de la mesa, con sólo unos milímetros de su luminiscente hoja energética (no tenía importancia, sólo era un fino campo de fuerza inmaterial) a la vista. El cuchillo había penetrado en la mesa, abriéndose paso limpia y certeramente entre los dedos índice y medio de la mano de Urteil.
Urteil apartó bruscamente la mano como si de pronto estuviera en llamas.
Bigman dio un grito de entusiasmo y dijo: —Y la próxima vez que adelante una mano en dirección a Lucky o a mí, maldita alimaña, se la corto de un tajo. ¿Qué contestaría si le dijera esto? Y diga lo que diga, dígalo con educación.
Cogió el cuchillo energético, desactivando la hoja al asir el mango, y lo devolvió a su disimulada funda del cinturón.
Lucky, con un ligero fruncimiento de cejas, dijo:
—No sabía que mi amigo estuviera armado. Estoy seguro de que lamenta haber interrumpido la comida, pero creo que el señor Urteil puede tomarse este incidente a pecho.
Alguien se echó a reír y apareció una sonrisa forzada en los labios de Mindes.
Urteil paseó su mirada encendida de una para otra. Dijo:
—No olvidaré este trato. Veo claramente que el senador está recibiendo muy poca cooperación, y tendré que darle cuenta de ello. Y mientras tanto, me quedaré aquí. —Se cruzó de brazos como si desafiara a cualquiera que quisiera hacerle marchar.
Poco a poco, la conversación se hizo general.
Lucky dijo al doctor Peverale:
—¿Sabe, señor, que su rostro me parece familiar?
—¿De verdad? —El astrónomo esbozó una sonrisa de circunstancias—. No creo que nos hayamos visto antes de ahora.
—Escuche, ¿ha estado alguna vez en Ceres?
—¿Ceres? —El anciano astrónomo miró a Lucky con cierta sorpresa. Evidentemente aún no se había recobrado del episodio del cuchillo energético—. El mayor observatorio del sistema solar está en ese asteroide. Trabajé allí de joven, e incluso ahora lo visito con frecuencia.
—Entonces es posible que le viera allí.
Lucky no pudo dejar de pensar, mientras hablaba, en aquellos emocionantes días en que se dedicó a la caza del capitán Anton y sus piratas, que habían establecido su madriguera en los asteroides. Y particularmente en el día que las naves piratas atacaron el mismo corazón del territorio del Consejo, en la superficie, del propio Ceres, venciendo temporalmente gracias a la audacia de su empresa.
Pero el doctor Peverale le meneaba la cabeza con simpático buen humor.
—Me acordaría, señor, si hubiera tenido el placer de verle a usted allí. Estoy seguro de que no fue así.
—¡Qué lástima! —repuso Lucky.
—La mala suerte fue mía, se lo aseguro. Pero es que tuve una mala racha. A causa de una enfermedad intestinal, me perdí toda la agitación que resultó del ataque pirata. Me enteré por las conversaciones de las enfermeras.
El doctor Peverale paseó la mirada por la mesa, nuevamente de buen humor. El postre estaba siendo servido por el carrito mecánico.
—Caballeros, ha habido cierta discusión sobre el Proyecto Luz.
Hizo una pausa para sonreír bondadosamente, y prosiguió.
—No podemos decir que sea un tema agradable bajo las actuales circunstancias, pero he estado pensando mucho sobre los accidentes que han afectado a tantos de nosotros. Me parece que ha llegado el momento de confiarles mis reflexiones sobre la cuestión. Después de todo, el doctor Mindes está aquí. Hemos disfrutado de una buena comida. Y, finalmente, tengo algo interesante que decirles.
Urteil rompió un prolongado silencio para inquirir sombríamente:
—¿Usted, doctor Peverale?
El astrónomo repuso dulcemente:
—¿Por qué no? He tenido cosas interesantes que decir muchas veces en mi vida. Y les diré lo que he pensado. —Se revistió de una súbita gravedad—. Creo que sé toda la verdad, la verdad exacta. Sé quién es el responsable de la destrucción en conexión con el Proyecto Luz y sus motivos.
El rostro bondadoso del anciano astrónomo parecía complacido al mirar alrededor de la mesa, posiblemente por haber obtenido de un modo tan absoluto la atención de todos. Lucky también miró alrededor de la mesa. Sorprendió las expresiones que recibieron la declaración del doctor Peverale. Había desprecio en las grandes facciones de Urteil, un ceño de asombro en el rostro del doctor Gardoma, y uno aún mayor en el de Mindes. Los demás expresaban diversas actitudes de curiosidad e interés.
Un hombre llamó particularmente la atención de Lucky. Era Hanley Cook, el segundo al mando del doctor Peverale. Contemplaba las yemas de sus dedos, y parecía inquieto. Cuando alzó la vista, su expresión había cambiado trocándose en una de prudente inexpresividad.
Sin embargo, Lucky pensó: «Tendré que hablar con él»
Y entonces volvió a centrar su atención en el doctor Peverale.
El doctor Peverale estaba diciendo: —Naturalmente, el saboteador no puede ser uno de nosotros. El doctor Mindes me dice que ha hecho investigaciones y que está seguro de ello. Incluso sin ninguna clase de investigación, yo estoy seguro de que ninguno de nosotros es capaz de tal acción criminal. No obstante, el saboteador debe ser inteligente, puesto que la destrucción es demasiado sistemática, demasiado exclusivamente dirigida contra el Proyecto Luz, para ser el resultado de la casualidad o de alguien no inteligente. Así pues...
Bigman interrumpió excitadamente: —Oiga, ¿quiere decir que hay vida en Mercurio? ¿Acaso los mercurianos son los responsables?
Se produjo una repentina algarabía de confusos comentarios y algunas risas, que hicieron sonrojar a Bigman.
—Bueno —dijo el pequeño marciano—, ¿no es eso lo que el doctor Peverale está diciendo?
—No exactamente —repuso el doctor Peverale con amabilidad.
—No hay vida de ninguna clase en Mercurio —dijo uno de los astrónomos con énfasis—. De esto sí que estamos seguros.
Lucky intervino:
—¿Cómo pueden estar seguros? ¿Ha salido alguien a inspeccionar?
El astrónomo que había hablado pareció desconcertado. Dijo:
—Ha habido partidas de exploradores; naturalmente.
Lucky sonrió. En Marte había conocido a seres inteligentes de los que nadie sospechaba su existencia. En Venus había descubierto seres semi-inteligentes a los que nadie había visto jamás. Él, por su parte, no estaba dispuesto a admitir que algún planeta carecía de vida, e incluso inteligencia.
Dijo:
—¿Cuántas partidas de exploradores? ¿Hasta qué grado de minuciosidad llegó cada una de las exploraciones? ¿Se ha buscado metro por metro cuadrado?
El astrónomo no contestó. Desvió la mirada, alzando las cejas como si dijera: «¿para qué?» Bigman sonrió, y su rostro se transformó en una caricatura de gnómico buen humor. El doctor Peverale dijo:
—Mi querido Starr, las exploraciones no han descubierto nada. Aunque no garantizamos que la posibilidad de vida en Mercurio esté completamente excluida, la probabilidad de su existencia es muy escasa. Debemos suponer que la única vida inteligente de la Galaxia es la raza humana. Por lo menos, es la única que conocemos.
Acordándose de los seres inteligentes marcianos, Lucky no podía estar de acuerdo con esta teoría, pero guardó silencio y dejó que el anciano prosiguiera.
Fue Urteil, que había ido recobrando poco a poco la serenidad, el que intervino.
—¿Qué pretende dar a entender? —preguntó, con el acento característico de un hombre que no puede resistir el añadir: «¿si es que pretende algo?»
El doctor Peverale no contestó directamente a Urteil. Miró, a un rostro tras otro, no haciendo caso deliberadamente del investigador del Congreso. Dijo:
—La cuestión es que hay humanos en otros lugares que no son de la Tierra. Hay humanos en muchos sistemas estelares. —Un extraño cambio se produjo en la cara del astrónomo. Se contrajo, palideció, y sus fosas nasales se hincharon como si se encontrara súbitamente dominado por la cólera—. Por ejemplo, hay humanos en los planetas de Sirio. ¿Y si ellos son los saboteadores?
—¿Por qué iban a serlo? —preguntó rápidamente Lucky.
—¿Por qué no? Ya han llevado a cabo otras agresiones contra la Tierra antes de ahora.
Esto era cierto. El propio Lucky Starr habla contribuido, no hacía mucho tiempo, a repeler una flotilla de invasión siriana que había aterrizado en Ganímedes, pero en aquel caso abandonaron el sistema solar sin llegar a una confrontación armada. No obstante, por el contrario, muchos terrícolas tenían la costumbre de culpar a los sirianos de cualquier cosa que fuera mal.
El doctor Peverale decía con energía:
—Yo he estado allí. He estado en Sirio hace sólo cinco meses. Tuve que pasar por interminables trámites burocráticos porque Sirio no ve con buenos ojos ni a los inmigrantes ni a los turistas, pero se trataba de una convención astronómica interestelar, y logré obtener un visado. Estaba decidido a verlo por mí mismo, y debo decir que no me decepcionó.