Gritó:
—¡Oye, tú! ¡Oye! ¡Date la vuelta!
Lo dijo imperativamente, con toda la autoridad de que fue capaz, confiando en que el otro recibiera su señal radiofónica y no tuviesen que limitarse a hablar por signos.
La figura se volvió lentamente, y Lucky lanzó un profundo suspiro de satisfacción. Por lo menos hasta el momento era tal como él había pensado, pues la figura no correspondía a un hombre... ¡ni era nada humano!
La figura era alta, incluso más alta que Lucky. Debía medir más de dos metros, y era ancha en proporción. Todo lo que se veía era reluciente metal, brillante donde reflejaba los rayos del Sol, y negro donde no ocurría así. Pero debajo del metal no había carne ni sangre, sólo más metal, maquinaria, tubos y una micropila que dotaba a la figura de energía nuclear y producía los rayos gamma que Lucky había detectado con su ergómetro de bolso.
Las extremidades de la criatura eran monstruosas y sus piernas se mantuvieron considerablemente separadas en el estado de inmovilidad en que se encontraba frente a Lucky. A modo de ojos tenía dos células fotoeléctricas que despedían brillantes rayos rojos. Su boca no era más que un corte sobre el metal en la parte baja de su cara.
Era un hombre mecánico, un robot, y a Lucky le bastó una mirada para saber que no era un robot de manufactura terrestre. La Tierra había inventado el robot positrónico, pero nunca había construido un modelo como aquél.
La boca del robot se abrió y cerró con movimientos irregulares como si hablara.
Lucky habló severamente, pues sabía que era esencial afirmarse como un hombre y, por lo tanto, como amo desde el primer momento.
—No puedo oír ningún sonido en el vacío, robot. Conecta la radio.
Y entonces la boca del robot permaneció inmóvil, pero en el receptor de Lucky sonó una voz, áspera y desigual, con las palabras extrañamente espaciadas. Dijo:
—¿Quién es usted, señor? ¿Qué hace aquí?
—No me hagas preguntas —dijo Lucky—. ¿Qué haces tú aquí?
Un robot no podía decir más que la verdad. Contestó:
—He sido instruido para destruir ciertos objetos a intervalos.
—¿Por quién?
—He sido instruido para no responder a esta pregunta.
—¿Eres de fabricación siriana?
—Fui construido en uno de los planetas de la Confederación Siriana.
Lucky frunció el ceño. La voz de la criatura era verdaderamente desagradable. Los pocos robots de fabricación terrestre que Lucky había tenido ocasión de ver en laboratorios experimentales disponían de cajas vocales que, por sonido directo o por radio, parecían tan agradables y naturales como una voz humana bien cultivada. Era indudable que los sirianos tenían que perfeccionarse en este sentido.
Lucky pasó a concentrarse en un problema más inmediato. Dijo:
—Tengo que encontrar una zona sombreada. Ven conmigo.
El robot se apresuró a responder:
—Le conduciré a la sombra más próxima. —Partió a un cierto trote, moviendo las piernas de metal con bastante irregularidad. Lucky siguió a la criatura. No necesitaba guía para llegar a la sombra, pero se rezagó tras el robot para observar su paso.
Lo que, desde lejos, pareciera a Lucky un paso lento o pesado, resultó ser una pronunciada cojera. Cojera y voz áspera. Dos imperfecciones en un robot cuya apariencia externa era la de una magnífica maravilla mecánica. Llegó a la forzosa conclusión de que el robot no debía de estar adaptado al calor y a la radiación de Mercurio. Probablemente, la exposición lo había dañado. Lucky era lo bastante científico como para sentir lástima por ello. Era demasiado hermoso para que sufriera tales desperfectos.
Contempló la máquina con admiración. Debajo de aquel macizo cráneo de acero cromado había un delicado ovoide de esponjoso platino iridio de un tamaño aproximado a un cerebro humano. En su interior, trillones y trillones de positrones surgían y se desvanecían en millonésimas de segundo. A medida que surgían y se desvanecían, trazaban caminos calculados con anterioridad que duplicaban, en forma simplificada, las células pensantes del cerebro humano.
Los ingenieros habían calculado estas sendas positrónicas a conveniencia de la humanidad, y habían trazado en ellas las Tres Leyes de la Robótica.
La Primera Ley era que un robot no podía hacer daño a ningún ser humano ni dejar que se lo hicieran. No había nada más importante que eso. Nada podía desbancarla.
La Segunda Ley era que un robot debía obedecer órdenes a excepción de aquellas que contravinieran la Primera Ley.
La Tercera Ley permitía al robot protegerse a sí mismo, siempre que la Primera y Segunda Ley no fueran quebrantadas.
Lucky volvió a la realidad al ver que el robot tropezaba y estaba a punto de caerse. No había ninguna desigualdad en el terreno, ningún escollo con el que hubiera podido topar. De haberlo habido, una línea de sombra negra lo habría denunciado.
El-terreno era completamente liso en aquel punto. El paso del robot se había quebrado sin una razón concreta y le había hecho tambalear. El robot se recuperó tras balancearse violentamente. Una vez hecho esto, reemprendió su marcha hacia la sombra como si nada hubiera pasado.
Lucky pensó: «Es indudable que funciona mal»
Entraron juntos en la sombra, y Lucky encendió la luz de su traje.
Dijo:
—Haces mal en destruir una instalación necesaria. Estás perjudicando a los hombres.
No se reflejó ninguna emoción en el rostro del robot; no era posible. Tampoco se reflejó en su voz. Dijo:
—Estoy obedeciendo órdenes.
—Esta es la Segunda Ley —repuso severamente Lucky—. Sin embargo, no puedes obedecer órdenes que dañen a los seres humanos. Esto sería violar la Primera Ley.
—No he visto a ningún hombre. No he dañado a nadie.
—Has dañado a hombres que no veías. Te lo digo yo.
—No he dañado a ningún hombre —repitió obstinadamente el robot, y Lucky se extrañó de esta repetición. A pesar de su magnífico aspecto, quizá no fuera un modelo muy avanzado.
El robot prosiguió:
—He sido instruido para evitar a los hombres. He sido advertido de la proximidad de los hombres, pero no he sido advertido de la suya.
Lucky clavó la mirada en un punto del paisaje mercuriano, más allá de la sombra, rojizo y gris en su mayor parte pero salpicado de grandes manchas formadas por el material negro que parecía tan común en aquella parte de Mercurio. Pensó en el relato de Mindes acerca de haber divisado al robot dos veces (ahora tenía sentido) y haberlo perdido al tratar de acercarse. Su propia invasión secreta del lado solar, combinada con el uso del ergómetro, afortunadamente había tenido éxito.
Con súbita energía preguntó:
—¿Quién te dijo que evitaras á los hombres?
La verdad era que Lucky no esperaba sorprender al robot. La mente de un robot es maquinaria, pensó. No puede ser engañada o inducida, del mismo modo que no se puede obligar a una luz de traje a encenderse dando al interruptor y simulando cerrar el contacto. El robot dijo:
—He sido instruido para no responder a esta pregunta. —Entonces lentamente, como si pronunciara las palabras contra su voluntad, dijo—: No deseo que siga haciéndome este tipo de preguntas; son molestas.
Lucky pensó: «Quebrantar la Primera Ley sería más molesto»
Salió deliberadamente de la sombra. Preguntó al robot que le siguió: —¿Cuál es tu número de serie?
—RL-726.
—Muy bien, RL-726, ¿te das plena cuenta de que soy un hombre?
—Sí.
—No estoy equipado para resistir el calor del Sol de Mercurio.
—Yo tampoco —repuso el robot.
—Ya lo he notado —dijo Lucky pensando en el tropezón que diera el robot unos minutos antes—. No obstante, un hombre está mucho menos equipado para ello que un robot. ¿Lo comprendes?
—Sí.
—En este caso, escucha. Quiero que interrumpas tus actividades destructivas, y quiero que me digas quién te ordenó destruir las instalaciones.
—He sido instruido para...
—Si no me obedeces —dijo Lucky, alzando la voz—, permaneceré al Sol hasta caer muerto y tú habrás violado la Primera Ley, puesto que me habrás dejado morir pudiendo evitarlo.
Lucky aguardó sombríamente. Naturalmente, la declaración de un robot no podía ser aceptada como evidencia en ningún tribunal, pero serviría para asegurarle que estaba en la buena pista si le decía lo que quería.
Pero el robot no dijo nada. Se balanceaba. Uno de los ojos se extinguió repentinamente (¡otra imperfección!) y volvió a brillar casi enseguida. Su voz esbozó una especie de graznido, y después dijo en un murmullo:
—Le pondré a salvo.
—Me resistiré —dijo Lucky—, y tendrás que hacerme daño. Si respondes a mi pregunta, volveré a la sombra por mi propio pie, y me habrás salvado la vida sin causarme absolutamente ningún daño.
Silencio. Lucky dijo:
—¿Me dirás quién te ordenó destruir las instalaciones?
Y entonces el robot avanzó repentinamente, y no se detuvo hasta encontrarse a medio metro de Lucky.
—Le he dicho que no me hiciera esta pregunta.
Adelantó las manos como si fuese a agarrar a Lucky, pero no completó el movimiento. Lucky lo observó sombríamente, pero con tranquilidad. Un robot no podía atacar a ningún ser humano.
Pero entonces el robot alzó una de sus enormes manos y se la llevó a la cabeza, exactamente igual que si fuera un hombre con dolor de cabeza.
¡Dolor de cabeza!
Una súbita idea asaltó a Lucky. ¡Gran Galaxia! ¡Había estado ciego, estúpida y criminalmente ciego!
No eran las piernas del robot las que funcionaban mal, ni la voz, ni los ojos. ¿Cómo iba a afectarles el calor? Era -tenía que serlo- el mismo cerebro positrónico lo que estaba afectado; el delicado cerebro positrónico, que había estado expuesto al calor y la radiación del Sol de Mercurio, ¿durante cuánto tiempo? ¿Meses?
Aquel cerebro ya debía estar parcialmente estropeado.
Si el robot hubiera sido humano, habría podido decirse que se hallaba en una de las fases de una depresión mental. Habría podido decirse que estaba en camino de volverse loco. ¡Un robot loco! ¡Enloquecido por el calor y la radiación!
¿Hasta qué punto se mantendrían las Tres Leyes en un cerebro positrónico estropeado? Y allí estaba Lucky Starr, amenazando a un robot con su propia muerte, mientras aquel mismo robot, casi loco, avanzaba hacia él con los brazos extendidos.
El dilema en que Lucky había colocado al robot podía contribuir a su locura. Cautelosamente, Lucky retrocedió. Dijo: —¿Te encuentras bien?
El robot no contestó. Sus pasos se apresuraron.
Lucky pensó: «Está a punto de romper la Primera Ley; debe estar al borde de la disolución completa. Un cerebro positrónico tiene que estar hecho pedazos para ser capaz de una cosa así. Sin embargo, por otra parte, el robot había resistido durante meses. Podía resistir muchos meses más.
Habló en un desesperado intento de retrasar los acontecimientos y disponer de tiempo para pensar.
Preguntó:
—¿Tienes dolor de cabeza?
—¿Dolor? —repitió el robot—. No sé el significado de esa palabra.
Lucky dijo:
—Me estoy acalorando. Será mejor que nos retiremos a la sombra.
Nada de hablar de dejarse morir de calor. Se alejó casi corriendo.
La voz del robot resonó con estruendo: —Me han dicho que evitara cualquier interferencia en las órdenes recibidas.
Lucky sacó la pistola y suspiró. Sería una lástima verse obligado a destruir el robot. Constituía un trabajo magnífico, y el Consejo podría investigar sus funciones con provecho. Y destruirlo sin haber obtenido siquiera la información deseada le repugnaba.
Lucky dijo:
—Detente donde estás.
Los brazos del robot se movieron espasmódicamente al tiempo que echaba a correr, y Lucky se escapó por los pelos gracias a un salto muy oportuno, en el que aprovechó al máximo la ventaja proporcionada por la gravedad de Mercurio.
Si lograra adentrarse en la sombra; si el robot le siguiera hasta allí...
El frío podría calmar aquellas sendas positrónicas desequilibradas. Quizá se volviera más dócil, más razonable, y Lucky pudiera evitar su destrucción.
Lucky volvió a saltar a un lado, y el robot pasó corriendo nuevamente junto a él, levantando con sus piernas metálicas una nube de piedrecillas negras que cayó rápida y limpiamente sobre la superficie de Mercurio, ya que no había atmósfera que la mantuviera en suspenso. Era una extraña persecución, la caza del hombre y el robot acallada y silenciada por el vacío.
La confianza de Lucky aumentó. Los movimientos del robot eran cada vez más espasmódicos. Su control de los mecanismos y relés que manipulaban sus extremidades era imperfecto y cada vez lo era más.
Sin embargo, el robot estaba intentando alejarse de la sombra. Estaba, definitiva e indudablemente, tratando de matarle.
Y Lucky seguía sin decidirse a utilizar la pistola.
Se detuvo en seco. El robot también se detuvo. Se encontraban cara a cara, a un metro y medio de distancia, inmóviles sobre la mancha negra de sulfuro de hierro. La negrura no hacía más que acrecentar el calor y Lucky sintió una creciente debilidad. El robot se interponía sombríamente entre Lucky y la sombra.
Lucky dijo:
—Apártate de mi camino. —Hablar le resultaba difícil.
El robot contestó:
—Me han dicho que evitara cualquier interferencia en las órdenes recibidas. Usted ha interferido.
Lucky ya no tenía alternativa. Había calculado mal. Nunca se le había ocurrido dudar de la validez de las Tres Leyes bajo cualquier circunstancia. La verdad se le había revelado demasiado tarde, y su error le había llevado a esto: el peligro de su propia vida y la necesidad de destruir un robot.
Alzó la pistola tristemente.
Y casi enseguida se dio cuenta de que había cometido otro error. Había esperado demasiado, y la acumulación de calor y cansancio había convertido su cuerpo en una máquina tan imperfecta como la del robot. Su brazo se elevó lentamente, y el robot pareció crecer en tamaño ante su mente y visión exhaustas.
El robot hizo un rápido movimiento, y esta vez el cansado cuerpo de Lucky no pudo aventajarle en rapidez. La pistola fue arrebatada de la mano de Lucky y salió por los aires. El brazo de Lucky se encontró fuertemente apretado por una mano de metal, y su cintura fue rodeada por un brazo de metal.