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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (25 page)


Sí, sí, es un caso muy triste
.

Bueno, al menos en una cosa sí ha acertado.


Christchurch está adquiriendo fama por ese tipo de cosas
—dice ella
—. De hecho, la policía la llama «Crimechurch», como «la ciudad del crimen»
.


Y hacen bien
—dice él. Es la segunda que acierta, está en racha. Eso significa que quizá debería escucharlo.

—¿
Qué puedes contarnos acerca de la desaparición de Emma Green
?

Una imagen de Emma Green aparece en una pantalla enorme que hay de fondo. En la foto aparece sonriendo. Se ven varios brazos y hombros a su alrededor, amigos o familiares que han salido cortados. La fotografía parece reciente. Hay algo de vegetación detrás de ella, un árbol o unas matas.


No ha desaparecido
—dice él—,
la han secuestrado
.

—¿
Y crees que sigue viva
?

Jonas parece apesadumbrado, pero se las arregla para mostrar su dentadura de todos modos. Es una mirada que debe de haber ensayado mucho delante del espejo, seguramente cuando aún vendía coches de segunda mano y les contaba a los clientes que no era su problema si había fallado la bomba de agua del coche que acababan de comprar. Hay ejemplares de su libro sobre una mesita, entre él y la presentadora, y tras ellos hay un ramo de flores.


Desgraciadamente, no
—dice él, jugando a los porcentajes.

Eso es lo que hacen los adivinos. Analizan la situación y tiran de estadísticas. Una joven desaparece en Christchurch, luego las estadísticas dicen que la han secuestrado. Dicen que está muerta. Y llegan los gilipollas como Jonas Jones y lo utilizan para promocionar su nuevo libro. El plano de conciencia en el que se encuentra durante esas lecturas de sintonías que hace es el mismo en el que está el saldo de su cuenta. Apago el televisor antes de que pueda decir una sola palabra más.

Vuelvo a sentarme frente al ordenador y reviso la misma información que encontré ayer por la noche. Pamela Deans tenía cincuenta y ocho años y durante los últimos tres había trabajado en el Hospital Público de Christchurch. Antes de eso, había pasado veinticinco años trabajando en Grover Hills, una clínica psiquiátrica construida a las afueras de Christchurch durante la Primera Guerra Mundial. Joshua Grover fue un hombre de negocios que consiguió la mayor parte de su fortuna importando material de minería durante la época en la que la gente acudía en masa a la Isla del Sur en busca de oro. Grover tuvo tres hijos. El mayor tenía diecinueve años cuando mató a otro chico. El problema era que el hijo de Grover tenía la capacidad intelectual de un niño de cinco años. Por aquel entonces no había lugar para la compasión en el sistema judicial; Grover luchó por salvar la vida de su hijo pero al final no lo consiguió y, por primera vez después de haber conseguido acumular su fortuna, Grover se dio cuenta de que había cosas que el dinero simplemente no podía comprar. Entonces decidió hacer algo distinto. Unos meses después de que colgaran a su hijo, solicitó y finalmente consiguió el derecho a construir una clínica psiquiátrica para alojar a personas como él. Se le concedió el derecho a hacerlo, siempre y cuando la clínica quedara fuera de los límites de la ciudad, de manera que los enfermos mentales no fueran visibles para el resto de los ciudadanos. A lo largo de los años, fue una más de unas cuantas clínicas, todas ellas muy prósperas hasta que, durante los últimos años, fueron cerrando una a una. Los costes eran demasiado elevados y el consistorio municipal asignó los fondos destinados a mantenerlas a otros menesteres: a plantar árboles, construir carreteras, reciclar basuras o intentar resolver la epidemia en la que se había convertido el consumo de alcohol entre los adolescentes; cualquier cosa menos mantener a raya a los enfermos mentales peligrosos. Dejaron a los pacientes en la estacada, los obligaron a buscarse la vida, a pesar de que muchos de ellos no tenían a donde ir y todos tenían instrucciones de que, pasara lo que pasase, debían seguir tomando la medicación. Volvieron a integrarlos en la sociedad; a los que seguían matando los metían en la cárcel, pero cuando eso ocurría, por supuesto ya era demasiado tarde, el daño ya estaba hecho.

Durante un cuarto de siglo Pamela Deans trabajó con esa gente, hasta que hace tres años clausuraron Grover Hills y colgaron el cartel de CERRADO AL PÚBLICO.

Desde hace casi treinta años, Cooper Riley ha estado estudiando a asesinos en serie. Junto a la psicología, ha estado impartiendo clases acerca de ellos en la Universidad de Canterbury durante quince años. Algunos de los casos sobre los que habla ocurrieron aquí, en Christchurch. Estudiaba a enfermos mentales, mientras que Pamela Deans cuidaba a enfermos mentales.

Esta mañana, la relación es tan vaga como ayer por la noche, pero es lo que hay.

Llamo al novio de Emma Green, le digo que aún no tengo novedades que contarle sobre Emma, pero le pregunto si sabe algo acerca de Grover Hills.

—¿Algo como qué?

—¿Has oído hablar del lugar?

—Sí, lo clausuraron hace unos años, ¿verdad?

—Exacto. ¿El profesor Riley lo ha mencionado alguna vez?

—Pues no. Creo que forma parte del temario de los últimos años si decides pasar de psicología a criminología.

—¿Sabes si alguna de las clases incluía salidas de estudios? ¿O algo parecido?

—Lo dudo —dice, y yo también lo dudo. Nadie se iría de excursión con la clase a una clínica mental—. Ha desaparecido, ¿verdad? El profesor Riley, quiero decir. Alguien se lo llevó e incendió su casa.

—Sí.

—¿Tiene algo que ver con Emma?

—Sí.

—¿La ha matado?

Pienso en las fotografías en las que aparece Emma Green desnuda y atada a una silla, pero aún con vida.

—¿Seguro que no os mencionó jamás Grover Hills?

—Solo estoy en primero y no llevamos más que dos semanas de curso. Las clases son solo de psicología básica, no de criminología. Debería preguntárselo a los demás profesores, o a ex alumnos, o podría leer el libro que escribió.

—¿Un libro?

—Sí. Se rumorea que el profesor Riley estaba escribiendo un libro sobre asesinos en Christchurch. Ya sabe, los locos, sociópatas y asesinos múltiples. Es un experto en la materia. Si eso es cierto, probablemente estaría escribiendo sobre gente que podría haber acabado en Grover Hills.

—¿Dónde puedo conseguir un ejemplar?

—¿Quiere decir si queda alguno? Mire, de eso se trata precisamente. Jamás llegaron a publicárselo. Incluso era objeto de burla por parte de algunos alumnos. El profesor Riley actúa como si lo supiera todo, pero no consiguió encontrar a un solo editor al que le interesara. Supusimos que eso significaba que no sabía lo suficiente.

—¿Conoces a alguien que lo haya leído?

—No. Pero es que ni siquiera sé si realmente llegó a escribirlo. Tal vez no es más que un rumor, como una de esas leyendas urbanas. Pero si lo escribió debe de estar en su ordenador o algo, ¿no?

—Claro —digo mientras pienso en el amasijo de plástico en el que se ha convertido el ordenador de su casa.

Después de colgar, llamo a Schroder. Lo deja sonar media docena de veces antes de responder.

—Hola, Tate, me alegro de que me hayas llamado —dice—. He estado pensando mucho en esto y, tal como van las cosas, es mejor que lo dejes todo en mis manos. Sé que se trata de encontrar a Emma Green, pero también de detener al culpable. Si tú estás de por medio, la detención puede peligrar.

—Pensaba que contabas conmigo.

—Esto está por encima, Tate.

—¿Y Natalie Flowers? ¿Has hablado con sus padres?

Schroder suspira y creo que está a punto de colgar, pero continúa hablando.

—Hemos hablado con su madre. El padre murió un mes después de la desaparición de Natalie. La madre dice que fue a causa de la pena que sentía. Ha dicho que si no le hubiera ocurrido nada malo a Natalie, habría asistido al funeral de su padre, pero que no apareció. ¿Recuerdas el caso de Melissa Flowers?

—Por supuesto.

—Pues eso. La familia quedó muy afectada, y cuando Natalie desapareció, bueno, ya puedes imaginarte el resto. Le mostramos las imágenes de Melissa X. Dice que se parece a su hija, pero que no es ella. Ya había visto las fotografías de los periódicos el año pasado y pensó lo mismo. Creo que no puede hacerse a la idea de lo que su hija era capaz de hacer, por eso no ve más que a una desconocida en esas fotos. Mira, Tate, si lo hacemos a tu manera tal vez atrapemos al tipo y encontremos a Cooper, y aun así consigan escapar indemnes si la defensa arguye que las escenas del crimen se han visto contaminadas por alguien con antecedentes penales graves. Además, si lo hacemos de ese modo perderé mi empleo y no le serviré de nada a nadie que desaparezca.

—La relación entre…

—Dios, Tate, déjalo.

—Intento ayudarte en esto.

—No, no es verdad. Estás intentando ayudarte a ti mismo. Te sientes responsable de lo que le ha ocurrido a Emma Green, pero no es culpa tuya.

—Yo …

—Voy a colgar, Tate. Es por tu bien.

Empiezo a caminar por el estudio, para calentar la rodilla. Aún la tengo hinchada, pero no me duele tanto como ayer. La lluvia ha amainado y las alcantarillas de la calle ya no están inundadas. Aparecen lagunas de cielo azul a lo lejos. Comprendo lo que me cuenta Schroder, pero es difícil que me importe una mierda todo esto, estoy intentando salvarle la vida a Emma Green. Yo estoy hablando a corto plazo y él, a largo plazo. Yo hablo de salvar a una chica y él, de salvar a más chicas en el futuro.

Tiene que haber una copia del libro de Cooper Riley en alguna parte. Si estaba trabajando en ello desde casa, cualquier rastro del libro habrá quedado destruido, pero Riley parece el tipo de persona que guardaría una copia de seguridad. Tal vez esté oculto en un lápiz de memoria pegado con cinta adhesiva a la parte trasera de algún archivador. O, más probablemente, estará en el ordenador de su despacho.

Salgo y noto un viento cálido que sacude las gotas de lluvia de los árboles, que van a parar a mi cara. Cuando llego a la universidad, las nubes oscuras ya han desaparecido, el cielo hacia el este es de color gris, pero hacia el oeste es completamente azul y el sol brilla en media ciudad. En el aparcamiento hay más coches que ayer y también más gente. Todo el mundo parece más despierto que durante los últimos días. Aunque eso podría cambiar, porque la mañana se vuelve más y más bochornosa con cada minuto que pasa. En toda mi vida recuerdo no más de doce veces en las que se superaron los treinta y ocho grados en Christchurch. Tal vez se llega a los treinta y dos grados unas diez veces en un buen verano, puede que once en uno malo. La semana pasada la pasamos cerca de los cuarenta y tres y tengo la sensación de que hoy no será distinto.

Aparco a la sombra de un abedul y dejo las ventanillas ligeramente abiertas para que la presión provocada por el calor interior no acabe abriendo un agujero en el techo. Hay un coche patrulla aparcado frente a la facultad de psicología. Paso por delante de una puerta doble con un rótulo que reza ZONA DE CARGA Y DESCARGA DE PSICOLOGÍA. Tal vez carguen y descarguen a dementes para mostrarlos en las aulas y los alumnos puedan practicar. Subo por las escaleras, paso de largo por delante del despacho de Cooper y saludo a los dos agentes que montan guardia fuera. Cuando salgo del vestíbulo, llamo a Donovan Green. Oigo las palomas que hay en el techo a través de los conductos de ventilación, hacen suficiente ruido como para que tenga que taparme el otro oído con el dedo.

—Me he enterado de lo de las fotografías —dice—. Pero la policía no me las quiere mostrar.

—Lo hacen por su bien.

—¿Las encontró usted?

—Sí.

—Pero no me llamó para contármelo.

—Le estoy llamando ahora.

—Hicimos un trato, ¿recuerda? Se suponía que tenía que informarme a mí primero, no a la policía.

—Eso sería aún más peligroso para Emma.

—Como mínimo, sigue viva. Ya le dije que era una superviviente nata.

—Creo que el hecho de que secuestraran a Cooper Riley podría haberle salvado la vida —le digo—, pero tampoco podemos saberlo.

Paseo arriba y abajo por los pasillos de la facultad de psicología hasta que encuentro la sala de los servidores. Dentro veo muchos ordenadores, todos conectados entre sí. Oigo los ventiladores funcionando y el equipo de aire acondicionado que mantiene la temperatura adecuada en la sala. Dentro hay un tipo tan pálido que probablemente ni siquiera sabe que fuera están pasando una ola de calor, porque no debe de haberle tocado el sol desde que cumplió los trece años. Tiene unos veinte años, el pelo enmarañado y las patillas muy largas. Lo observo mientras intento imaginar cuánto dinero voy a necesitar. Imagino que necesitaré más dinero del que llevo encima.

—¿Y ahora por dónde sigue buscando? —pregunta Green.

—Tengo una pista, pero necesito dinero.

—¿Cuánto?

—Cinco de los grandes. Esperemos que menos sea suficiente.

—¿Para qué lo quiere?

—Se lo contaré cuando llegue —respondo.

Le digo dónde estoy, cuelgo y espero.

26

Adrian se está acostumbrando a la rutina. Durante los tres años que lleva fuera de Grove ha echado de menos el lugar, algo que sinceramente no comprende porque durante los veinte años que permaneció aquí no pasó ni un solo minuto en el que no lo odiara. Cuando lo obligaron a marcharse, como a todos los demás, los metieron por grupos en centros de reinserción social para integrarlos en la comunidad. Algunos lo consiguieron, otros no tanto; hubo algunos que se suicidaron y otros murieron en la calle como vagabundos. Les dieron cuentas bancarias y una prestación de enfermedad de casi doscientos dólares por semana a cada uno, de parte de un gobierno al que no le importaba adónde fueran a parar. Adrian jamás había tenido pesadillas hasta que empezó a vivir en el centro de reinserción social, una versión decadente construida en madera de su propia casa y dirigida por un tipo que se hacía llamar a sí mismo el Predicador. La casa no llegaba ni a una cuarta parte de Grover Hills, con solo una cocina y dos baños para todos los que vivían allí. Compartía habitación con un tipo de la misma edad que él pero que iba en silla de ruedas. Lo habían derivado de otra residencia que también había cerrado más o menos en la misma época. En todo ese tiempo, el tipo nunca le dirigió la palabra, ni una sola vez, y durante mucho tiempo Adrian le guardó rencor por ello. Pero ese rencor desapareció en cuanto supo que el silencio de aquel tipo se debía a que había perdido la lengua. Adrian no sabía exactamente si el tipo se la había arrancado él mismo de un mordisco o si se lo había hecho alguien, pero cualquiera de las dos posibilidades hacía que se le contrajeran los músculos de la nuca y se le revolviera el estómago. El mayor ruido que llegó a hacer ese tipo fue hace cinco meses, cuando se ahogó con un hueso de pollo y murió. El rostro le quedó absolutamente pálido y le salieron unas manchas oscuras bajo los ojos. El centro de reinserción siempre apestaba a comida, la moqueta siempre estaba húmeda y la habitación que tenía que compartir era más pequeña incluso que la que tiene ahora aquí. Las repisas de las ventanas de los baños estaban llenas de podredumbre y los techos, combados. Si ponías la cara contra la pared te la cortabas con las capas de pintura seca que se desprendían. Odiaba ese lugar. Su madre jamás acudió a visitarlo, a pesar de que le había prometido que lo haría.

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