—Me has hecho daño —dice, pero ella no responde. Le tienta la idea de quitarle la cola de los labios. Podría frotárselos con quitaesmalte, pero prefiere esperar porque a Cooper le gustará más así. El pecho de la chica sube y baja sin cesar y de su garganta sale un leve y áspero resuello, un sonido idéntico al que solía hacer la vieja nevera del centro de reinserción social.
La coge en brazos y se la lleva hacia la puerta del sótano. Es mucho más ligera que Cooper, le parece más ligera incluso que cuando la levantó por primera vez, por lo que no necesita la carretilla. Primero llama a la puerta del sótano antes de abrirla porque piensa que Cooper lo preferirá a que entre de cualquier manera y sin avisar. Es un pequeño signo de respeto, un gesto que los Gemelos jamás tenían con él cuando lo encerraban ahí abajo. Los Gemelos eran dos camilleros que trabajaban allí y que de vez en cuando encerraban a algún paciente ahí abajo simplemente para divertirse y hacerle daño. El sol se ha desplazado hacia otras partes de la casa y en el sótano no entra mucha luz, por lo que coge la linterna antes de bajar.
—Es para ti —dice.
Adrian deja a la chica en el suelo con cuidado para que los brazos y las piernas no le queden de cualquier manera bajo el cuerpo y enciende la linterna. Cooper está de pie frente a la puerta, mirándolo, con una expresión en el rostro que Adrian ya ha visto antes en otras personas, concretamente en el rostro de su madre cuando empezó a empaparla con gasolina ayer por la mañana.
—¿Qué…? —dice Cooper, pero no consigue acabar la pregunta. Adrian espera que Cooper no pierda el interés por culpa del vestido. Le habría gustado dejarla algo más sexy, pero lo único que tenía era un vestido que había encontrado en casa de su madre. Esa mañana se llevó más cosas. Comida, sobre todo. Y dinero.
—La encontré en el centro —dice—. ¿Verdad que es perfecta?
Cooper presiona la cara contra el cristal.
—Dios, Adrian, Dios… esto es de locos. Es una locura.
—La encontré el lunes por la noche —dice—. ¿Verdad que es perfecta?
—Yo … —murmura Cooper, pero no consigue articular nada más.
—Te has quedado sin palabras —dice Adrian—. Sé lo que se siente. ¿Lo ves? Ya te dije que me ocuparía de ti. Ya me he ocupado de tu casa. La he incendiado.
—Dios mío, mi casa —se lamenta Cooper—. Y esta chica… Adrian, Adrian…
—Quería tener un detalle contigo —dice—. Sé que te gustan las mujeres, por lo que pensé que te gustaría esta mujer y tomé la iniciativa. Quiero ayudarte, Cooper. Me gusta ayudar a mis amigos —añade, con la intención de que Cooper piense que tiene otros amigos. Cooper no dice nada. Adrian se siente incomodado ante tanto silencio. Ha pasado muchos días y noches aquí abajo en silencio, por aquel entonces se acostumbró a ello, pero ahora lo está pasando mal—. Dijiste que lo que más me gustaba de ti era lo que no puedes hacer encerrado aquí dentro. Pero te equivocabas, Cooper. ¿Lo ves? Puedo traértelas. Las que necesites —dice, con la esperanza de que Cooper no querrá muchas, o con la esperanza de que, si efectivamente quiere muchas, traer chicas le resulte cada vez más fácil.
—No… no sé qué decir —responde Cooper—. ¿Es mía?
—Sí.
—Muy bien, muy bien. Bueno, eso está muy bien —dice Cooper—. Entonces… entonces puedo hacer con ella lo que quiera, ¿no?
—Por supuesto —responde Adrian sonriendo, contento de ver que Cooper lo ha entendido—. ¿Vas a tener relaciones sexuales con ella?
—¿Eso es lo que hice con las demás?
—Creo que sí.
—Entonces sí, claro, me encantaría tener relaciones sexuales con ella. Es solo que… bueno, no importa.
—¿Qué es lo que no importa? —pregunta Adrian, confundido.
Cooper suspira.
—Me veo obligado a decir que no, Adrian. Vas a tener que devolverla donde la encontraste o matarla tú mismo. Lo siento.
—¿Por qué? —pregunta, su voz un tono más aguda.
—Por ningún motivo. Pero aprecio realmente el gesto que has tenido, de verdad. Si pudiera… bueno, nada.
—Si pudieras ¿qué? Por favor, dímelo —le pide, desesperado por saberlo.
—Es una estupidez —dice Cooper—. Es solo que para tener relaciones sexuales con ella no puede haber nadie delante. No puedo hacerlo con público. Voy a necesitar intimidad.
—¿Intimidad?
—¿Lo ves? Ya te he dicho que era una estupidez, probablemente me odias por esto y piensas que soy un desagradecido y un mal amigo. —Cooper se da la vuelta.
Adrian se acerca a la puerta.
—No te odio —dice, intentando desesperadamente que Cooper lo crea—. Creo que te entiendo —continúa—. Crees que no podrás… —busca la palabra correcta y se queda con «cumplir»— . Crees que no podrás cumplir si te estoy mirando, ¿no?
—Exacto.
—O sea que si no miro, ¿podrás hacerlo?
—Y matarla, si es eso lo que quieres, Adrian.
—¿Es lo que tú quieres?
—Por supuesto.
—Entonces también es lo que yo quiero —dice Adrian, sonriendo.
—Hay una cosa más.
—¿Qué?
—Vaya, me siento muy tonto, porque además sé que me dirás que no.
—Adelante, tú pregunta —dice Adrian. Tiene los ojos muy abiertos y no parpadea ni una vez mientras mira a Cooper, pendiente de cada una de sus palabras. Precisamente quería tener allí a Cooper para eso. Para escuchar historias. Para sentir emociones. Para su colección.
—Estaba pensando que estaría bien tener sexo con ella a solas, pero que estuvieras aquí conmigo para ayudarme a matarla cuando haya terminado.
—¿Quieres que la mate yo?
—Solo que me ayudes. Tú aún no has matado a nadie, ¿verdad?
—Verdad —dice, aunque no es cierto.
—Bueno, pues estaba pensando que para devolverte el favor de habérmela traído hasta aquí y para asegurarme de que me traerás más, me gustaría que también participaras. Solo para matarla, en lo otro no.
—No sé.
—Realmente me apetece matarla, Adrian, de verdad. Cada vez tengo más necesidad de hacerlo. Y… bueno, hay más. Necesitaré un cuchillo.
—¿Un cuchillo?
—¡Exacto! Te lo agradezco, Adrian, de verdad —dice Cooper, da una palmada y se frota las manos con fuerza—. ¿Sabes? El sexo no es lo mismo si no puedes aplicar unos cortes mientras lo haces. No es necesario que sea un cuchillo muy grande, pero sí muy afilado. Te esperaré mientras vas a buscarlo.
—No sé…
—Confía en mí, Adrian, será fantástico. Ella será la primera de muchas. ¿Cuánto falta para que se despierte? ¿Qué le has hecho?
—La he dejado inconsciente de un golpe —dice—. No sé cuándo se despertará. ¿De verdad vas a matarla?
—Por supuesto.
—¿Cómo sé que no lo estás diciendo para intentar escapar?
—¿Y adónde quieres que vaya? Me has incendiado la casa. Esto es lo único que me queda, lo he aceptado y no pienso quedarme sentado en mi celda amargándome durante el resto de mi vida. Voy a intentar pasarlo lo mejor posible.
Adrian se da cuenta de que ha cometido otro error. Incluso si cree a Cooper, no sabe cómo meter a la chica en la celda sin exponerse a que lo ataque. ¿Por qué no lo había planeado mejor? Porque está aprendiendo, por eso; simplemente las cosas saldrán mejor la próxima vez. Pueden ocurrir dos cosas: o Cooper le hace daño a la chica, con lo que podría convertirse en un amigo de verdad, o intenta hacerle daño a él. Tiene que haber otra forma. Tiene que haberla. Su madre sabría qué hacer. Empieza a pensar que la mató demasiado pronto. Puede oír su voz. «Una bendición solo es medio milagro.» Pero ahora no necesita un milagro, lo único que necesita es comportarse con inteligencia.
—Tengo que pensarlo —dice Adrian—, luego lo decidiré —añade, y entonces es cuando se le ocurre. Hay otra forma. Y además es perfecta. Cooper tendrá su regalo y luego Adrian sabrá si lo que dice Cooper es verdad o si no es más que otra mentira.
—Vuelvo dentro de media hora —dice. Deja la linterna sobre la mesita, sube por las escaleras y cierra la puerta tras él.
Parece como si la temperatura del sol aumentara un grado más a medida que se desplaza más hacia el oeste. La sombra de la valla se vuelve más alargada. El sol rodea el árbol y baña la tumba de Daxter, y los vendajes que llevo en los pies y en la mano están manchados de tierra. Estoy furioso y frustrado por no haber podido hacer más por él. Me siento estúpido sintiendo tanta tristeza por Daxter mientras Donovan Green y su esposa están pasando por algo mucho peor con su hija. Contemplo la tumba mientras pienso en un montón de cosas, muchas de ellas estúpidas, muchas morbosas, ninguna demasiado motivadora. La rodilla se me ha hinchado más aún después de haber estado cavando. El de la ambulancia se enfadaría conmigo si estuviera aquí.
Finalmente me levanto de la mesa y vuelvo a entrar en casa. Me tomo un par de antiinflamatorios y unos cuantos calmantes y voy a buscar unas vendas en el cuarto de baño. Llamo a Schroder pero no responde. Un minuto más tarde me llama Donovan Green y soy yo quien no responde. Es el ciclo de la vida. ¿Qué voy a contarle? ¿Que podría ser que hubiera visto cómo su hija moría calcinada? ¿Que después de entrar decidí subir por las escaleras antes de buscarla por la planta baja? ¿Que no tenía ningún motivo para tomar esa decisión? ¿Que la próxima vez optaría por registrar primero la planta baja? ¿Que su hija podría haber muerto calcinada por culpa de una probabilidad de error del cincuenta por ciento?
Salgo y me acerco cojeando al coche. Me las arreglo para mantener la pierna izquierda extendida mientras uso la derecha para accionar el acelerador y el freno. Noto que tengo la cara algo quemada por el sol de ayer y cuando me rasco la picazón que siento en la nariz tengo la sensación de estar hundiendo la uña en la carne unos dos centímetros. Quedo atrapado en un atasco cerca del centro, donde una autocaravana se ha colado en dirección contraria por una calle de un solo sentido. No ha chocado con nadie, pero a ninguno de los conductores que iban detrás de ella les apetece dejarle espacio para que retroceda, por lo que se ha formado un verdadero coro de insultos y consejos procedentes de todas las direcciones a medida que se acumula más y más tráfico. Enciendo la radio y oigo como dos locutores debaten acerca de la pena de muerte. Hablan sobre Emma Green y sobre cómo su desaparición demuestra que Nueva Zelanda debe reinstaurar la pena capital. Están diciendo lo que todos pensamos, que sea quien sea el que se haya llevado a Emma habrá hecho daño a otras chicas en el pasado y que una sentencia más severa evitaría que hubiera más víctimas en el futuro. Todo lo que dicen es de sentido común. Si matas a la gente mala no podrán hacerle daño a la gente buena, ¿quién podría discutirlo? Solo la gente mala. Los locutores comentan que deberían empezar por el Trinchador de Christchurch. Están hablando de varios métodos posibles para ejecutarlo, empezando por los clichés, como colgarlo o administrarle una inyección letal, antes de ahondar en otras formas imaginativas que consiguen que me pregunte seriamente quiénes son los dos tipos que están comentando la jugada. A continuación abren las líneas al público y el primero es Steve, de Sumner, quien cree que deberían quemar vivos a esa gentuza. Luego le toca a James, de Redwood, quien piensa que deberíamos volver a los métodos de toda la vida y lapidar a esos hijos de puta delante de un público digno de un partido de rugby en estadios tan grandes como los de rugby. El siguiente es Brock, de Shirley, quien dice que no hay nada mejor que abrirlos en canal lentamente, colgados del revés para que la sangre siga llegándoles al cerebro y no mueran tan rápido. Apago la radio y le pido a Dios que jamás me enemiste con Steve, James o Brock.
Cuando consigo dejar atrás la autocaravana bloqueada, el tráfico se vuelve más fluido. Donovan Green me llama dos veces más pero tampoco respondo. Dejo el coche en el aparcamiento de la universidad, en una plaza reservada para discapacitados. Veo cómo un estudiante va sentado en un carrito de compra mientras otro lo empuja por una acera y no paran de reírse.
Cojeo hasta el departamento de psicología lamentando no tener unas muletas. Subir las escaleras me cuesta mucho, tengo que apoyarme en el pasamano. Un par de personas pasan de largo y se me quedan mirando fijamente, aunque intentan disimular. Me doy cuenta de que en parte quieren ofrecerme su ayuda, pero tampoco quieren sugerir con ello que la necesite y el miedo a que me ofenda por eso acaba imponiéndose. Es como cuando le abres una puerta a alguien que va en silla de ruedas y no sabes si te lo agradecerá o te mandará a la mierda . Llego al segundo piso, donde están todos los despachos, uno al lado del otro. Hay un montaje fotográfico en la pared con imágenes de miembros de la facultad, de los que suelen utilizarse para recordar a los que ya han muerto, pequeños retratos del tamaño de una mano dispuestos en una cuadrícula. Busco en ellos al tipo que prendió el fuego y llego a la conclusión de que podrían ser la mitad de los que aparecen en las fotos. Cooper Riley está entre ellos, aunque en la imagen aparece con más pelo y menos canas. Me dirijo hacia el pasillo. Aquí arriba todo parece más antiguo incluso que la propia psicología como disciplina. Las puertas de los despachos son de color azul y tienen el nombre de su ocupante escrito en un pequeño rótulo, igual que el de Cooper, aunque se diferencia de los demás porque la puerta está precintada con cinta policial. Entre las puertas de dos de los despachos hay un póster con la leyenda ESTUDIO DE PERSONALIDAD, con diagramas y palabras largas y complicadas que me provocan dolor de cabeza. No veo a nadie. Intento abrir la puerta, pero está cerrada. Saco las llaves que encontré colgadas en la cerradura de la puerta de la casa de Cooper. Una de ellas encaja. Despego la cinta y la tiro al suelo. Les echaré la culpa a los alumnos.
Dentro de la oficina el aire es denso y viciado. Hay una mesa de madera de pino con la superficie llena de muescas y arañazos, y nada de lo que hay encima está ordenado. Los cajones del escritorio están abiertos, igual que el archivador; el ordenador está encendido y hay polvo del que se usa para revelar las huellas dactilares en muchas superficies planas. La policía ha entrado aquí buscando alguna pista que les permitiera descubrir qué le ha ocurrido a Cooper Riley. Imagino a Cooper como ese tipo de personas a las que les gusta tenerlo todo bien ordenado y perfectamente alineado; si entrara en su despacho ahora mismo seguramente se enfadaría bastante. Me suena el móvil, es Schroder.
—¿Dónde estás? —pregunta—. El retratista está esperando frente a tu casa.