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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (21 page)

—Mierda, lo olvidé. Dile que ahora mismo voy.

—Oye, no tenemos constancia de que Cooper denunciara ningún crimen —dice—. ¿Por qué querías saberlo?

—¿Significa eso que estás trabajando en el caso?

—Dos incendios en dos días. Podría haber una conexión, o sea que sí, estoy trabajando en el caso. Espero que el cuerpo de bomberos nos dirá algo al respecto más tarde.

Le cuento lo que me ha dicho el vecino.

—¿Crees que lo hizo nuestra Melissa X?

—Eso creo.

—¿Y por qué Riley no lo denunció?

—Esa es la cuestión. ¿Por qué una víctima podría no denunciar un daño del que ha sido víctima?

—Ocurre todos los días, Tate —dice Schroder—. Y lo sabes. Solo una de cada siete violaciones acaba en denuncia. Podría ser que haya ocurrido lo mismo en el caso de Riley, siempre y cuando lo que dice el vecino sea cierto.

—¿Tienes acceso a su historial médico?

—Intentaré conseguir una orden judicial.

—¿Cómo ha ido el registro en el despacho de Riley?

—No han hallado nada. Esperemos que los forenses encuentren algo en la casa o en el coche de Cooper cuando puedan acceder a lo que queda de ellos, pero no tenemos muchas esperanzas al respecto.

—Estoy pensando en pasarme por su despacho —digo, mientras me apoyo sobre la mesa—. Para ver si me fijo en algo que os haya pasado por alto.

—¿Estás intentando ofenderme? —pregunta.

—No. Es lo que tú has dicho, tengo ojo para este tipo de cosas. ¿Bueno, qué? ¿Te parece bien?

—Depende, Tate. ¿Ya estás allí?

—¿Qué pasaría si te dijera que sí?

—Pues que habrías entrado en un lugar en el que se ha cometido un crimen, lo que puede tener graves consecuencias para el desarrollo del caso que intentamos resolver.

—Técnicamente no es el lugar del crimen —le digo—. Vamos, Carl, ¿qué daño puede hacer que le eche un vistazo?

—Te veo allí dentro de veinte minutos —dice—. No quiero que lo estropees todo.

Cuelga. Me pongo a hojear los expedientes que hay encima de la mesa de Cooper del mismo modo que otra persona debe de haberlo hecho hace un rato. Deben de haber revisado todos los expedientes de alumnos y del personal porque hasta ahora esa es la única conexión que relaciona a Cooper Riley con Emma Green. Tal vez un antiguo estudiante de psiquiatría enfadado por un suspenso haya querido vengarse. Tal vez tuviera algún motivo para culpar también a Emma Green.

Reviso el archivador y veo que todas las carpetas están apiladas en una dirección, es evidente que ya los han hojeado. Solo hay los expedientes de los alumnos de este curso y del curso pasado, nada más. Pienso en Melissa y en si debe de haber sido la causa de que los vecinos de Cooper Riley lo llamen profesor Mono. Si lo fuera, podría haber estudiado aquí. Tuvo que interactuar con ella de algún modo.

Salgo al pasillo y me planto frente al despacho siguiente. Según la placa de la puerta es el despacho del profesor Collins. La puerta está entreabierta y acaba de abrirse del todo cuando llamo con los nudillos. Un tipo sentado tras una mesa levanta la mirada hacia mí. Tiene el pelo áspero y canoso, los ojos demasiado grandes para el tamaño de su cara y las orejas de soplillo forman un ángulo de noventa grados respecto al cráneo. El despacho tiene la misma disposición y las mismas vistas que el de Cooper, pero no está ni mucho menos tan desordenado.

—¿En qué puedo ayudarle? —pregunta.

—¿Profesor Collins?

—Eso dice en la puerta —responde con una sonrisa mientras se recuesta sobre la silla—. Usted no es estudiante —dice—, o sea que debe de ser o periodista o poli. Yo diría que es policía. ¿Me equivoco? ¿Ha venido a hacerme preguntas sobre Cooper Riley? Me han dicho que esta tarde su casa se ha incendiado y sus compañeros han estado registrando su despacho hace una hora.

—Premio, señor —respondo mientras entro.

—Por favor, siéntese —dice, y me siento frente a él extendiendo la pierna hacia delante—. ¿Qué? ¿Se sabe algo de Cooper?

—Todavía no. ¿Cuánto tiempo hace que trabaja usted aquí?

—Unos quince años —responde.

—¿Conoce bien a Cooper?

—¿Qué cree que puede haberle ocurrido? ¿Cree que estará bien?

—Lo estamos investigando —le digo—. Por favor, cualquier cosa que pueda contarme sobre él podría ayudarnos.

—Claro que lo conocía bien. Somos vecinos de despacho. Los dos llevamos el mismo tiempo trabajando aquí. Asistimos a las respectivas bodas y a veces aún cenamos juntos.

—¿Cuánto tiempo lleva divorciado? —pregunto, consciente de que son cosas que Schroder ya sabe.

—Veamos, déjeme pensar. Tres años, más o menos. Fue ella quien lo dejó. Quiero decir que conoció a otra persona. Me han dicho que se conocieron en la red. Estas cosas ocurren cada vez con más frecuencia últimamente. Es un fenómeno psicológico realmente interesante, cómo la gente tiende a relacionarse en la red para encontrar una conexión fuera de la red. De hecho me estoy planteando escribir una ponencia al respecto.

—¿Ella aún vive por aquí?

Niega con la cabeza.

—Australia, eso fue lo último que me dijeron, pero Cooper nunca habla sobre ella. Salió de su vida de un día para otro. Es una pena. Los dos son buena gente, pero no funcionó. A veces ocurren estas cosas —añade, aunque no continúa diciendo que se esté planteando escribir una ponencia al respecto—. Fue un golpe duro para Cooper.

—¿Sabría decirme cuándo tuvo el accidente?

Me mira confuso.

—¿Accidente? ¿Qué tipo de accidente? ¿Un accidente de coche?

—No exactamente.

—Entonces, ¿de qué tipo exactamente?

—¿Recuerda alguna temporada en la que se haya ausentado del trabajo, pongamos que un mes, más o menos? ¿Repentinamente? Le hablo de hace unos tres años, más o menos en la época en la que se divorció.

Sus ojos se desvían hacia la izquierda mientras intenta recordar, luego niega con la cabeza lentamente mientras su boca se convierte en una sonrisa vuelta del revés.

—Que yo recuerde, no.

—¿No ha enfermado nunca de repente, algo que le impidiera venir?

—Seguro que sí. Nos pasa a todos en algún momento. La vida se interpone en nuestro trabajo, agente. ¿Por qué? ¿Qué relación puede tener el hecho de que haya estado enfermo con su desaparición?

—No estoy seguro —le digo.

—Pregunte en el despacho de administración —me dice—. Allí tienen documentadas ese tipo de cosas.

Sigo las indicaciones de Collins hasta un edificio más moderno que el resto, con grandes fachadas de cristal tintado, frente a una fuente de hormigón que una docena de palomas utilizan como cuarto de baño. El vestíbulo del edificio parece la sala de espera de un médico, con estudiantes sentados en sillas, leyendo libros de texto o revistas mientras esperan para poder hablar con alguien. La mujer del mostrador debe de tener casi cincuenta años, lleva el pelo recogido en un moño y las gafas colgadas al cuello por una cadeneta. Su perfume es tan intenso que ya empiezo a notar un ataque de alergia inminente. Lleva una blusa con pelos de gato pegados en los botones.

—¿Puedo ayudarle en algo? —me dice, con una sonrisa.

—Sabe que hemos registrado el despacho de Cooper Riley hace un rato, ¿verdad? —pregunto, con la esperanza de que cometa el mismo error que el profesor Collins y, efectivamente, lo comete.

—Sí, por supuesto. Todo el mundo lo sabe.

—Hay algo más en lo que tal vez podría ayudarnos —le digo—. Hubo una época en la que Riley estuvo cosa de un mes ausente del trabajo. Posiblemente hace unos tres años. ¿Podría confirmármelo?

No me responde. En lugar de eso, se pone las gafas y ajusta la distancia entre las lentes y sus ojos mientras mira la pantalla del ordenador y luego sus dedos vuelan sobre el teclado.

—Será un minuto —dice, pero no tarda ni diez segundos en encontrarlo—. Aquí está. Tiene razón. Hace casi tres años. Abril y mayo, cinco semanas en total.

—Necesito ver los nombres y las fotografías de los alumnos que tuvo ese año.

—¿Por qué?

—Por favor, es importante. Estamos intentando salvar la vida de Cooper —le digo.

—¿Es cierto que su casa se ha incendiado?

—Sí, es cierto.

—Hace tres años había cientos de estudiantes —protesta.

Necesito revisarlos todos para ver si reconozco al pirómano, pero eso puede esperar hasta que llegue Schroder.

—Solo necesito las mujeres.

—Supongo que puedo imprimírselo —accede al fin—. Tardaré una hora, a menos que pueda restringir más la búsqueda.

—¿Qué le parece las alumnas que dejaron el curso durante el año, más o menos durante la misma época en la que el profesor Riley se ausentó del trabajo?

—¿Por qué? ¿Cree que eso puede significar algo?

—Por favor —le digo—, debemos darnos prisa.

—Mmm… Déjeme ver. —Vuelve a repiquetear el teclado—. Cuatro alumnas dejaron el curso durante esa época.

—¿Alguna que se llame Melissa?

—¿Melissa? No, ninguna.

—¿Puedo ver las fotografías?

Gira la pantalla del ordenador hacia mí y tengo que inclinarme sobre la mesa para verlo mejor, con lo que entro en la zona perfumada durante el proceso. Va pasando las fotos para que las vea. Cuando llega a la tercera le pido que se detenga para poder verla mejor. Los ojos me suenan.

—Recuerdo a esa chica —dice la recepcionista.

—¿Sí?

—No tanto a ella como a sus padres, de hecho. Vinieron a pedir información.

—¿Qué tipo de información?

—Cualquier cosa que pudiera ayudarlos a encontrarla. Desapareció. Oh, no —dice en el momento en que establece la relación—. ¿Cree que le habrá pasado lo mismo que a Emma Green? —pregunta mientras señala con unos golpecitos al monitor.

No lo creo. Creo que esas dos chicas han seguido caminos muy distintos. Creo que la chica de la pantalla podría ser la mujer que atacó al Trinchador de Christchurch y mató al inspector Calhoun. Esta podría ser la mujer que mandó al profesor Riley al hospital hace tres años. Su imagen ha aparecido en los periódicos y en todos los noticiarios, una imagen sacada del vídeo que vi ayer, pero esa imagen no es la misma que estoy mirando ahora. Se le parece, pero no es la misma, el peinado es distinto, el color del pelo también, tiene la cara más delgada… pero los ojos, los ojos son los mismos. Estoy seguro de ello.

Cooper Riley también se habría dado cuenta. Habría visto las noticias y la habría reconocido, pero nunca fue a denunciarlo a la policía.

¿Por qué? ¿Todavía debe de tenerle miedo?

¿O es que oculta algo?

22

Hoy Cooper se siente la cabeza mucho mejor, pero aún le duele un poco y tiene la tentación de tomarse las píldoras que encontró ayer en el bolsillo. La herida del pecho empieza a picarle y cuando se la toca, los dedos se le manchan de sangre y alguna otra cosa, algo que no es exactamente amarillo. Si no come algo pronto cree que puede llegar a volverse loco.

Reconoce a la chica. Pelirroja, con el pelo hasta los hombros, sucio y enmarañado. Tiene la piel muy clara y enrojecida. No debe de tener más de veinte años. ¿Una alumna? Tal vez una ex alumna. Incluso podría ser que fuera una nueva alumna de este año, ¡tiene tantos! O podría ser alguien del supermercado, una cajera, una chica con la que hubiera charlado mientras pasaba la compra por el escáner antes de que él sacara la tarjeta de crédito. Tal vez una peluquera del centro comercial, una testigo de Jehová que algún día llamó a su puerta por la mañana o una recepcionista en la consulta de su médico. La ha visto antes, pero no recuerda dónde. Lleva un vestido floreado que le queda grande y que, bajo la luz de la linterna, parece de color azul pálido. Cooper piensa que es el tipo de vestido que su madre se pondría en verano.

Dios, su madre… debe de estar deshecha. Su madre cumplirá ochenta años en julio, la familia ya está planeando celebrar una gran fiesta en su honor. Su hermana regresará desde el Reino Unido para la ocasión, aunque sospecha que ahora podría estar volviendo ya debido a lo que ha sucedido. Eso si la gente se ha dado cuenta de que ha desaparecido, pero si realmente Adrian ha incendiado su casa, ya deben de saberlo. Tiene la esperanza de que su madre esté bien. Es una mujer fuerte. Siempre lo ha sido, desde que el padre de Cooper los abandonara cuando él tenía doce años. Desde entonces, no ha vuelto a verlo. No tiene ni idea de si sigue vivo, pero tampoco le importa. Pero su madre… a ella se lo debe todo. De haber tenido una madre más débil, su vida habría seguido un camino completamente distinto. Cuando tenía catorce años, robó un coche. Él y sus amigos se emborracharon y lo estrellaron. Nadie salió herido, pero su madre fue a recogerlo a comisaría y no le dirigió la palabra durante el camino de vuelta a casa, no le dijo una palabra hasta la mañana siguiente, cuando le preparó el desayuno.

Él se disculpó, y ella le dijo que no era con ella con quien debía disculparse, sino consigo mismo en el futuro, porque era su propio futuro lo que había perjudicado. A él no le importó. En aquella época no le importaba casi nada, excepto el hecho de que su padre los hubiera abandonado y lo bien que sabía la cerveza cuando se escapaba por la noche para encontrarse con sus amigos. Ella lo obligó a escribirse a sí mismo una carta para el futuro, en la que debía contarse lo mucho que lo sentía y lo estúpido que había sido. Lo obligó a escribir lo mucho que había disgustado a su madre. Eso también lo escribió. Luego ella se encerró en su habitación y lloró. Cuando volvió a salir, se sentó con él a desayunar y le dijo que sentía lástima por el hombre que recibiría esa carta diez años después. Ella jamás llegó a darle la carta. En lugar de eso, las cosas cambiaron. Cada día le planteaba a su hijo si su yo futuro estaría contento o decepcionado con sus acciones. Fue entonces cuando a Cooper empezó a importarle ese yo futuro. No quería crecer y convertirse en alguien como su padre, por lo que comenzó a esforzarse en sus estudios y a sacar buenas notas.

Cuando tenía veinte años, tuvo un idilio con la vecina de al lado, quince años mayor que él. Pensaba que la amaba. Un día, el marido de la vecina volvió a casa con una pistola y disparó a su mujer antes de dispararse también a sí mismo. Nadie habría podido adivinar que sucedería algo así. Cooper nunca supo con seguridad si el marido sabía que lo habían estado engañando. Sospechaba que de haberlo sabido y de haber sabido con quién, habría reservado una bala también para él. El marido respondía al estereotipo, un hombre tranquilo y poco hablador, Cooper no entendía cómo no había visto venir lo que acabó ocurriendo. Y eso lo dejó fascinado. Las personas eran distintas, reaccionaban de modos distintos y deseaba comprenderlas. Sintió la pérdida de su amante, pero no tuvo ningún tipo de sentimiento de culpabilidad y eso también le interesó.

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