—Debes reservar tus fuerzas.
—¡Dios! —grita Cooper, y golpea la ventanilla con algo que parece un zapato—. ¿Es que hay alguna manera de que entiendas algo?
—¡Basta de preguntas! —grita Adrian, y antes de conseguir controlarse, le pega un puntapié a la mesita de centro y el bocadillo que había preparado acaba desparramado por la pared y por el suelo. La linterna también cae al suelo, la luz parpadea durante unos segundos pero no llega a apagarse, simplemente rueda por el piso y proyecta sombras en movimiento en las paredes—. ¡Genial! ¡De verdad, genial! —grita—. ¿Ves lo que has hecho? Pues ya está. Ya está. Hoy te quedas sin comer. O sea que a pasar hambre —dice, y vuelve a pegarle otro puntapié a la mesita de centro, recoge la linterna y se dirige hacia las escaleras. Lo único que quería era causarle una buena impresión y que esa primera impresión perdurara, pero todo ha salido mal y ha sido por culpa de Cooper.
—¡No puedes tenerme aquí encerrado! —grita Cooper desde el sótano.
Adrian se detiene frente a la puerta y vuelve la mirada hacia la celda. Cooper lo está mirando a través de la ventana.
—Lo conseguiremos —dice—. Pronto seremos amigos. Te perdono que me hayas hecho hacer este desastre.
—Estás delirando.
—Yo… no… estoy… delirando —dice, como si masticara cada palabra. ¿Por qué todo el mundo lo toma por loco? Ha tenido que soportar que lo traten así toda su vida y empieza a estar harto de ello. Baja la mirada, se mira los pies, los zapatos gastados que lleva puestos. Se había limpiado los zapatos, pensaba que contribuiría a darle una buena impresión, pero ahora no sabe por qué se ha molestado tanto. ¿Es que no los ha limpiado suficiente? ¿Es ese el problema? Al golpear la mesita se ha arañado la piel del zapato derecho. Los quince dólares que pagó la semana pasada por la camisa y la corbata en la tienda de segunda mano le parecen ahora un despilfarro. Se aparta el pelo de los ojos. Tiene ganas de llorar. Nada de todo esto ha ido como esperaba.
Cierra la puerta del sótano de un portazo mientras Cooper sigue gritando. Adrian está furioso, angustiado, se pregunta si no sería más fácil prenderle fuego a su colección del mismo modo que le ha prendido fuego a su madre.
Atraviesa el pasillo corriendo y sube las escaleras hasta el primer rellano, golpea la pared con la cadera y la radio se desprende de su cinturón y cae al suelo. No quiere prenderle fuego a Cooper, es el sentimiento de frustración el que le hace pensar de ese modo e intenta convencerlo de que haga algo estúpido. Se agacha para recoger la radio y se siente aliviado al ver que no se ha roto. Rebobina la cinta un poco y escucha la voz de Cooper, luego la rebobina del todo para poder grabar encima. No le apetece volver a oír la conversación.
Si quisiera, podría darle a Cooper el regalo que tenía preparado para él, a ver si así limaban asperezas, pero quería que fuera una sorpresa para mañana. Abre con cuidado una de las puertas del dormitorio para ver si el regalo de Cooper está durmiendo y ve que así es. Hay otras habitaciones y quizá serían más adecuadas para ella, pero le gustó la idea de que estuviera cómoda, de que pudiera tener una cama. Tiene las manos atadas a los barrotes de la cabecera, en el mismo lugar en el que se las había atado dos noches antes. Tiene la piel enrojecida, seca e irritada alrededor de los labios y de la boca le cuelga una pajita de plástico. En el suelo, junto a ella, hay una jarra de agua con la que le da de beber, pero desgraciadamente no hay ningún baño, y no quería correr el riesgo de desatarla para que fuera a orinar, por lo que la habitación huele fatal, porque se lo ha hecho encima y el olor le recuerda a sus días en la escuela. Eso le hace sonreír, pero luego recuerda el día que lo apalearon hasta dejarlo en coma y la sonrisa desaparece. La chica no debe de tener ni veinte años, piensa; no está seguro de cómo se llama y el momento de preguntárselo habría sido antes de pegarle los labios con cola y dejar espacio solo para la pajita, pero había tenido que pegárselos antes de que empezara a decirle cosas malas. Parecía una de esas chicas que pueden llegar a ser realmente desagradables si se lo proponen. Ahora, en cambio, le parece fea y no cree que a Cooper le guste ese regalo cubierto de sudor y orina, por lo que tendrá que hacer algo al respecto. Probablemente la lavará con la manguera y la dejará desnuda. A Cooper le gustará de ese modo.
Donovan Green me deja el coche que ha usado para llegar hasta aquí y toma un taxi para volver. Es un vehículo de alquiler, un sedán de cuatro puertas de color blanco que debe de tener alrededor de un año. Eso me hace sospechar que Green ya sabía que yo aceptaría el caso, que no tengo coche y que, desde el momento en que se dio cuenta de que su hija había desaparecido, acabaría poniéndose en contacto conmigo si ella no aparecía. De haber tenido alguna duda al respecto, habría decidido que la suerte o el destino jugaban un papel en el asunto. Su hija desaparece treinta y seis horas antes de que yo salga de la cárcel, algo de eso debe de haber. Gracias a Dios, las cosas habían sucedido en ese orden y no al revés, porque en ese caso en lugar de venir a verme para pedirme ayuda habría venido a culparme de su desaparición. Me ha entregado mil dólares en efectivo para los gastos y me ha prometido más si llego a necesitarlos. El dinero servirá para engrasar cualquier engranaje que pueda chirriar por el camino. Me ha dado la pistola con la que me amenazó el año pasado y los recuerdos salen a flote. La escondo bajo el colchón, en el lado en el que solía dormir mi esposa. Me ha dado una foto de Emma a los diez años, tomada durante su fiesta de cumpleaños. Me ha pedido que la lleve encima hasta que la encuentre. Quiere que esa foto me arda en el bolsillo, que me recuerde constantemente que debo encontrar a Emma. Como si necesitara que me lo recuerden. La doblo y me la guardo en la cartera. Me ha contado cómo cree que reaccionaría Emma. Es una chica lista, me ha dicho, quería estudiar psicología porque pensaba que se le daba bien deducir cómo piensa la gente. Me ha dicho que sea cual sea la situación, su hija se adaptaría e intentaría sobrevivir. Yo he asentido en todo momento con la esperanza de que tenga razón, pero a sabiendas de que no había muchas chicas jóvenes como Emma que pudieran contar cómo habían escapado de la situación en la que las había metido un maldito enfermo.
También me ha facilitado una foto de Emma tomada hace un mes. Es una chica atractiva. La última vez que la vi se hallaba tendida en una cama de hospital con el cuerpo lleno de tubos. Estaba despierta y no sabía quién era yo. No llegué a entrar en la habitación, me quedé fuera discutiendo con su padre, diciéndole que lo sentía. El pelo negro le llega hasta los hombros y enmarca un rostro de sonrisa fácil, ese tipo de sonrisas que te encanta ver en cualquier chica atractiva, pero que, a la vez, son tan escasas de encontrar. No hay duda de que esa sonrisa podría romper corazones. Tiene los ojos ligeramente entornados por culpa del sol y el fondo de la foto es un parque o un jardín.
Mis padres llegan solo unos momentos después de que se haya marchado mi abogado. Oigo cómo paran el coche y me saludan desde dentro. Salen del coche, mi madre viene corriendo hacia mí y me abraza. Mi padre, que no ha abrazado a un hombre en su vida, se limita a darme la mano y los invito a entrar. Nos sentamos para tomar un refresco mientras charlamos de las mismas cosas de las que solíamos charlar cuando venían a visitarme a la cárcel dos veces por semana. Mi padre ya hace tiempo que cumplió los setenta, tiene el pelo blanco pero lo conserva intacto, sin signos de calvicie, algo de lo que está muy orgulloso. Lleva barba, sin bigote, lo que es realmente patético. Se siente aliviado cuando le digo que ya no necesito que me presten un coche. Mi madre cumplió los setenta hace poco, sabe que dentro de veinte años tal vez ya no estará viva y parece que se haya propuesto soltar tantas palabras como le sea posible antes de fallecer. Lleva unas gafas gruesas colgando alrededor del cuello, una reliquia que se remonta a los años que pasó trabajando en la biblioteca de la ciudad, mientras que su pelo rubio oscuro ha estado saliendo de un bote durante los últimos veinte años. Se ofrece a quedarse más tiempo para ayudarme con las tareas de la casa pero le digo que no. Mis padres son encantadores, pero si algo bueno tuvo la cárcel fue que pasé cuatro meses sin que me llamaran a diario y que no podían presentarse sin avisar. No hay silencios incómodos porque mi madre no permite que eso suceda. Casi siempre se dedica a ponernos al día acerca de lo que hacen el resto de miembros de la familia. No tengo ni hermanos ni hermanas, pero ojalá los tuviera, porque la atención que mamá focaliza en mí quedaría algo dispersada. La escucho hablar de mis primos, tíos y tías, sobre nuevos empleos, nuevas incorporaciones a la familia, quién está enfermo. Casi necesitaría tomar apuntes para poder seguirle el hilo.
Me gusta verlos, pero también me gusta ver cómo se marchan. Cuando ya se han ido, cojo el coche y me dirijo a un centro comercial cercano. Una vez me dijeron que Christchurch era el sitio con más metros cuadrados de centros comerciales por cápita de todo el hemisferio sur. El coche de alquiler es silencioso, si te descuidas te pones a conducir demasiado rápido y ni te enteras. El aire acondicionado funciona a las mil maravillas y los asientos son lo suficientemente cómodos como para dormir en ellos. Hay un enorme castillo hinchable en el aparcamiento, con docenas de niños riendo y saltando dentro, un par de payasos haciendo animales con globos y unas cuantas barbacoas que no paran de asar perritos calientes a pesar de que nadie parece dispuesto a comérselos, todo ello cubierto por gigantescos toldos instalados para que hagan algo de sombra. Los padres esperan por los alrededores, charlando y vigilando a sus hijos, de vez en cuando gritan «cálmate, Billy» o «no te sientes encima de ella, Judy».
Encuentro un sitio donde aparcar, entro en el centro comercial y no pierdo más de dos minutos mirando teléfonos móviles antes de decidirme por un modelo barato. Imagino que las prestaciones adicionales que ofrecen otros modelos no me servirán de nada teniendo en cuenta lo poco que dura un móvil intacto en mis manos. El tipo del mostrador lleva pendientes en las dos orejas y otro más en la narina izquierda, y para ser sinceros, no comprendo por qué. Intenta venderme unas tarifas astronómicas para que el teléfono me salga más barato y tengo que rechazarlo cuatro veces para que se dé por vencido. Me pone una tarjeta SIM nueva y me hace saber que mi teléfono tardará más o menos una hora en conectarse a la red. Le pago con algo del dinero en efectivo que me ha dado Donovan Green. No sé cómo, pero me dejo la cartera encima del mostrador y no me doy cuenta de ello hasta que veo que el tipo que me ha vendido el teléfono me persigue por el aparcamiento y me la devuelve. Parece un atraco, pero al revés. Intento ofrecerle algo de dinero como recompensa pero lo rechaza y me dice que no se trata de por qué la ha devuelto, que cuando uno hace lo que debe lo hace porque es lo correcto y no para recibir nada a cambio.
Tras salir del centro comercial encuentro algo de tráfico, aunque fluido, y se vuelve cada vez más fluido a medida que me acerco a la residencia. Han asfaltado el camino de entrada desde la última vez que vine y los árboles que lo flanquean están mustios debido al calor. El edificio es de ladrillo gris, tiene unos cuarenta años y carece de ese tipo de atractivo que te induce a pensar que podrías vivir en él. Aunque la finca tiene buenas vistas, dignas de postal, y ocupa unas cinco hectáreas. Cruzo la puerta y entro en el vestíbulo con aire acondicionado; me doy cuenta de que no ha cambiado nada y de que nada cambiará, incluidas las enfermeras. La enfermera Hamilton me saluda con un breve abrazo y me dice que se alegra de verme, creo que lo dice de verdad. Lleva tres años cuidando de mi esposa y antes de mi condena en prisión yo intentaba venir cada día. He visto a la enfermera Hamilton cientos de veces y no sé nada sobre ella aparte de que es una mujer, de que trabaja como enfermera, de que jamás lleva perfume y de que se encuentra en esa franja de edad indeterminada en la que es imposible saber si alguien tiene cincuenta, sesenta o setenta años. Me acompaña a la habitación de Bridget mientras me pone al día, aunque no hay mucho que contar. Bridget es cuatro meses mayor y nada más. La encuentro sentada en una silla, mirando hacia los jardines, donde un jardinero con el torso desnudo conduce un cortacésped que forma franjas en la hierba. Tiene la piel ligeramente bronceada, por lo que supongo que antes de la ola de calor alguien debía de llevársela fuera en silla de ruedas para que le diera el sol un rato cada día. Le tomo la mano y es igual de cálida que la última vez. Paso una hora con ella. En la habitación hay fotos de nuestra hija.
—Te he echado de menos —le digo, y espero que a ella le haya pasado lo mismo, aunque en realidad soy consciente de que ni siquiera sabe que he estado ausente, ni siquiera sabe que estoy aquí con ella ahora. Mi esposa es una esponja que absorbe las palabras pero no puede hacer nada con ellas—. Y lo siento —añado.
Durante el camino de vuelta a casa compruebo el teléfono móvil y veo que ya está conectado a la red. Tecleo el número de Schroder y el sonido me llega con toda claridad.
—¿Qué puedes decirme acerca de Emma Green? —le pregunto.
—¿La chica del accidente? ¿Por qué me lo preguntas, Tate?
—No me has dicho que ha desaparecido.
—Yo no llevo ese caso, pero por lo que sé tampoco nos consta que haya desaparecido.
—Sí que os consta. Lleva casi dos días sin aparecer y eso la convierte en una persona desaparecida, pero aún tenéis la esperanza de que se haya largado a alguna parte con un novio, ¿verdad?
—Como ya te he dicho, Tate, yo no llevo ese caso. ¿Por qué me preguntas por ella?
—Su padre ha venido a verme.
—Dios, no me digas que te ha contratado para que la encuentres.
—No.
—¿«No» significa que él no lo intentó y tú te ofreciste a hacerlo? ¿O «no» significa que no te ha contratado y que vas a hacerlo gratis? ¿De cuál de las dos opciones se trata?
—Un poco de cada.
—Dios, Tate, ni siquiera conservas la licencia de investigador.
—Como ya te he dicho, no me ha contratado. No lo estoy haciendo a título profesional.
—Tampoco puedes hacerlo a título personal.
—Eso no ha sido un problema para que me pidieras ayuda esta mañana.
—Eso es distinto.
—¿Sí? ¿De verdad lo crees? —pregunto.