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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (7 page)

Apoya las manos sobre la cama y empuja. Intenta incorporarse, esta vez más despacio, sin perder el control, intenta desesperadamente ponerse de pie, hace una pausa para sentarse en el borde de la cama mientras el mundo da vueltas a su alrededor. Sus ojos empiezan a acostumbrarse al entorno. La habitación queda enfocada, pero no hay mucho que ver. Es una especie de refugio antiaéreo. La única luz que llega hasta allí lo hace a través de una ventanilla de cristal que hay en la puerta. Lo único que ve es hormigón y acero. Siente unos pequeños calambres y algo parecido a descargas eléctricas a medida que el resto de su cuerpo empieza a recuperar la sensibilidad. Primero nota como unas punzadas, como de alfileres, en los pies y las manos y luego esa sensación le recorre las extremidades hasta llegar al tronco. Se pone de pie. Siente un dolor intenso detrás de los ojos. Está agotado y asustado y no tiene ni idea del tiempo que ha estado inconsciente.

Se da cuenta de que lo han disparado con un arma de electrochoque, una Taser. Por eso había confeti. Las Taser expulsan veinte o treinta trocitos de papel con números de serie impresos cada vez que alguien las dispara. Son para identificar a su usuario. Luego lo drogaron. Recuerda el trapo en la cara, el olor, la oscuridad.

Consigue sostener su propio peso apoyado contra la pared y llegar hasta la puerta. No hay mucha distancia. La habitación es el doble de grande que una celda de prisión y a través de la ventanilla puede ver lo que parece otra celda, aunque esa no es tan oscura, la luz llega hasta allí a través de una puerta abierta de la que solo distingue la parte inferior, puesto que está sobre un rellano algo más elevado. La ventanilla de la puerta está limpia, pero tiene algunos arañazos por su lado y, aunque estuviera rota, el orificio no sería suficientemente grande como para que pudiera pasar a través de él. La ventanilla se empaña con su aliento, por lo que la limpia con la mano y, con el pulgar, recorre algunos de los arañazos. No quiere pensar en las personas atrapadas a ese lado de la puerta que los hicieron; aún no, en cualquier caso. Fuera hay una estantería pero no consigue leer los títulos de los libros. Hay un sofá con unos agujeros tan grandes que puede verlos desde allí, igual que los muelles que sobresalen por ellos. Vuelve a mirar la librería. Sigue mirándola fijamente y cada vez distingue las formas con más claridad… Ojalá hubiera un poco más de luz. En el estante superior le parece ver el pulgar que ha comprado en la subasta y de repente todo cobra sentido dentro de su cabeza: la subasta había sido una trampa. La persona que le había vendido el pulgar, quienquiera que fuera, nunca tuvo la intención de desprenderse de él. De hecho, el vendedor quería añadir más pulgares a su colección. Junto a la librería, con el cuero arañado y uno de los cierres retorcidos, está su maletín.

Las náuseas le sobrevienen como un puñetazo en el estómago. Se da la vuelta y todo se oscurece hasta que se aparta de la ventana. No hay lavabo ni váter, tan solo dos cubos. Hay una taza para beber y un cepillo de dientes, lo que indica que el vendedor no se ha propuesto asesinarlo; al menos no inmediatamente. Recoge el cubo vacío, se sienta sobre el borde de la cama, vomita dentro del recipiente y se limpia la boca con el faldón de la camisa cuando ha terminado. La cabeza está a punto de estallarle y el hecho de tener que entornar los ojos para poder ver algo no es que le ayude mucho. Se palpa el pecho con una mano y encuentra los dos pequeños orificios que le produjo la Taser, aunque su agresor ya le ha sacado las dos puntas.

Cierra los ojos e intenta recordar el momento en el que vio al tipo por primera vez. Se aferra a esa imagen y está completamente seguro de que no se trata de nadie a quien hubiera visto anteriormente. ¿A cuántas personas más debe de haber enviado ese pulgar para luego secuestrarlas? Menuda rúbrica. Menudo modus operandi. Tendrá que explicarlo en sus clases, si es que algún día consigue salir de allí.

Camina por la celda, explorando detenidamente los muros con las manos. El fondo de la celda está casi a oscuras. El olor pestilente de su vómito queda encerrado en la habitación, no tiene por donde irse y le revuelve el estómago de nuevo. Unos pernos sobresalen del suelo y de las paredes. Se da cuenta de ello cuando tropieza con uno de ellos y cae sobre otro. En otro tiempo debió de haber algo grande dentro de esta habitación. Hay unos tubos cortados que desaparecen por el techo, donde ve una plancha de acero atornillada, probablemente para tapar un agujero. Si el agujero no es mucho menor que la plancha de acero, quizá sería posible colarse por él. Sube encima de la cama pero no llega a alcanzarlo. Levanta la cama y la apoya sobre uno de los lados, se encarama a ella y cuando consigue acceder a los tornillos se percata de que los han limado hasta hacer desaparecer la ranura que permitiría sacarlos. Incluso si tuviera la fuerza necesaria para aflojarlos con los dedos, no conseguiría agarrarlos lo suficiente para aplicarla. Intenta pasar los dedos por debajo de uno de los bordes de la plancha, pero es en vano. Vuelve a bajar y coloca la cama tal como la ha encontrado. En otra pared hay un anillo de hierro soldado a otro de los pernos, a medio metro del techo. En las paredes hay un par de agujeros rellenados con cemento. Fuera lo que fuese lo que sacaron de esta habitación, lo hicieron para convertir este lugar en una celda y realmente lo consiguieron, eso es exactamente lo que es. Dios, es como si lo hubieran sacado de un libro de texto. Algo que entraría en su temario de clases.

¿Es ese el objetivo? ¿El motivo por el que está allí?

Busca en sus bolsillos. Hay un par de monedas que recuerda haber guardado allí, pero también un trozo de papel de aluminio que no ha metido él. Lo desenvuelve y encuentra un par de calmantes para el dolor. Los envuelve de nuevo. Examina el techo en busca de algún indicio de que lo estén vigilando, pero no encuentra ninguno. Tiene dos opciones: seguir esperando o empezar a dar golpes y a gritar.

Decide aporrear la puerta.

—¡Eh! ¡Eh! ¿Hay alguien ahí? ¡Eh! ¿Dónde demonios estoy?

Nadie responde. Prueba a empujar el cristal, sin esperanzas de que ceda y, efectivamente, no cede, ni se rompe ni estalla. Lo golpea con la base del puño y cada impacto vibra también dentro de su cabeza y empeora algo más el dolor. Se saca un zapato e intenta aporrear el cristal con el talón, pero el resultado es el mismo. Observa la estantería. Cuanto más la mira, más le duele la cabeza, pero se da cuenta de que puede distinguir algunos de los objetos, aunque cuando lo intenta se funden con la oscuridad. Antes de que desaparecieran, está seguro de que lo que estaba viendo eran armas, cuerdas y prendas de ropa que él mismo ha ido coleccionando con los años.

Vuelve a golpear la puerta. Lo hace con los ojos cerrados e ignorando el dolor que le martillea el cerebro. Empieza a dolerle también el brazo, de tanto aporrear la puerta con el zapato. Cambia de mano y cinco minutos después, cuando está a punto de abandonar, la luz procedente de la puerta que queda en lo alto del rellano disminuye en intensidad: se da cuenta de que hay alguien ahí arriba. Deja de golpear la puerta y su dolor de cabeza se lo agradece. Cuando el tipo baja por las escaleras, lo hace rodeado de un resplandor azulado. Cooper lo ve por etapas. Primero los pies, lleva zapatos de piel marrón, ajados por el uso. Unos pantalones raídos en las costuras, con un par de agujeros del tamaño de una moneda, y no ese tipo de agujeros deshilachados que están de moda, sino los que se producen tras años y años de uso intensivo. Luego las caderas, la parte superior de los pantalones entra en su campo de visión y distingue un cinturón de piel antes de ver la linterna, una linterna a pilas para acampada cuyo haz de luz no es lo suficientemente brillante para obligarlo a apartar la mirada. El tipo luce una camisa blanca de manga corta y una corbata estrecha de piel, pero los pantalones de pana son los mismos de antes. Acaba de bajar las escaleras y se vuelve hacia él. La linterna confiere un brillo pálido a su piel. Lleva el pelo alisado por los lados, con las marcas de un peine de púas anchas, y un mechón generoso le cae sobre la frente. Tiene los ojos castaños, saltones, los labios agrietados y docenas de cicatrices de acné. Se acerca a la puerta de la celda con la linterna a un lado de una bandeja con comida que Cooper no consigue oler.

El tipo le sonríe.

—Bienvenido a mi colección —dice.

7

Mi abogado se llama Donovan Green. Tenemos más o menos la misma altura y complexión y lo conocí a finales de invierno, el año pasado, la tarde después de que me emborrachara y atropellara con mi coche a Emma Green, su hija. Yo no sabía quién era cuando pagó mi fianza y se ofreció para representarme. Acepté su ayuda porque en realidad no tenía alternativa. Treinta minutos después de conocerlo, resultó que ayudarme consistía en arrastrarme inconsciente por el bosque. Me puso una pistola en la cabeza y no tuvo agallas de terminar el trabajo. Acabó por soltarme, no sin antes prometer que si llegaba a ocurrirle algo a su hija, volvería. Tengo la mano sobre la puerta y se me encoge el estómago. Si ha venido a matarme es que su hija ha muerto debido a las heridas. Lo que significa que ni siquiera llegaré a ver a mi esposa de nuevo por última vez. Significa también que tendré que acceder a lo que él quiera que haga. Así es como funcionan las cosas en mi mundo. El año pasado quería que apretara el gatillo, pero ahora no.

—¿Se acuerda de mí? —pregunta.

Tiene el mismo aspecto cansado y abatido que la última vez que lo vi, como si el calor le hubiera afectado del mismo modo que ha afectado a los árboles que hay frente a mi casa. Lleva el pelo revuelto y la ropa arrugada, hace varios días que no se afeita y huele como si tampoco se hubiera duchado desde entonces. Se me seca la boca y tengo que esforzarme para poder responder. Debe de ser obvio que sí lo recuerdo. Es imposible olvidar la clase de tiempo que compartimos. Suelto la mano de la puerta y doy un paso atrás.

—Puede entrar, si quiere.

—Sé lo que está pensando —dice, y su voz suena cansada—. Recuerdo lo que le prometí. Pero no he venido por eso. He venido a pedirle que me ayude.

Para que venga a pedirme ayuda, debe de haber pasado algo muy malo. Tan malo como para que alguien acuda a ver al tipo que más odia en el mundo. Me aparto y entra en casa. Camino delante de él y no hace ningún comentario acerca de los muebles o la decoración. El equipo de música está en función de repetición y el disco de los Beatles ha vuelto a empezar desde el principio. Salimos a la terraza, donde los muebles de exterior están algo oxidados y llenos de telarañas tras cuatro meses de abandono. No le ofrezco nada para beber. El sol nos da de lleno, calculo que no querrá quedarse mucho rato e imagino que querría quedarse aún menos tiempo si le mostrara el DVD que acabo de ver. Nos sentamos uno frente al otro con la mesa de por medio, para equilibrar la composición y dotar a la terraza de un buen
feng shui
.

—Quiero contratarle —dice.

Empieza a sudar y tiene que entrecerrar los ojos para mirarme, porque el sol le da en la cara y a mí en el cogote. Viste camiseta y pantalones cortos y no un traje, por lo que no ha venido en calidad de abogado, lo que significa que no tendré que pedir una segunda hipoteca para hablar con él. Parece como si llevara varias noches durmiendo con esa camiseta puesta.

—No necesito el trabajo —le digo.

—Sí que lo necesita.

—Eso es discutible. Perdí mi licencia de investigador privado, por lo que no puedo ayudarle.

—Eso está bien, porque no pienso pagarle. Hará este trabajo gratis, por lo que no se tratará de un asunto profesional. No necesitará ningún tipo de licencia porque querrá hacerlo gratis de todos modos. Me debe una.

—Gracias por dorarme la píldora de ese modo. ¿Quiere contarme qué es eso tan malo que lo ha llevado a venir a verme? Supongo que sabe que he salido de la cárcel hoy mismo.

—Lo sé. Y si hubiese dependido de mí, habría estado encerrado mucho más tiempo. Estuvo a punto de matar a mi hija.

No le respondo. Ya me disculpé por ello y podría disculparme mil veces más, pero el resultado sería el mismo. Lo sé porque he estado en su situación. Me llevé a rastras al tipo que mató a mi hija y dejó gravemente herida a mi esposa al bosque y le di una pala. Intentó decir muchas cosas. Intentó contarme que sentía mucho haber estado bebiendo tanto, que sentía mucho las otras condenas que había cumplido por conducir borracho. Se disculpó por haber atropellado a mi esposa y a mi hija y no haber hecho nada para socorrerlas. Lloró mientras cavaba el hoyo y acabó con la cara y la camisa sucias. Estaba hecho un asco. Tenía la cara llena de mocos y lágrimas y no paraba de balbucear que lo sentía, hasta que me harté de oírlo. Yo no lo veía como un accidente. Lo veía como un asesinato. Un tipo con tantas condenas a sus espaldas, tantas advertencias, un tipo así que sigue bebiendo y conduciendo, solo es cuestión de tiempo antes de que mate a alguien. No había ninguna diferencia entre él y alguien disparando una pistola cargada contra una multitud.

Le metí una bala en la cabeza y rellené la tumba que él mismo había cavado.

Mi abogado sabe que lo hice. Se lo conté mientras me apuntaba con la pistola con la intención de hacer lo mismo. Le conté cómo se iba a sentir después.

—Ha desaparecido —me cuenta—. Emma.

—¿Qué?

—Nadie sabe nada de ella desde hace dos días. El lunes por la noche terminó de trabajar, se marchó a casa y no ha vuelto a aparecer.

—¿Ha ido a la policía?

—¿Qué? —dice con una especie de mueca en el rostro, como si mi pregunta fuera la más estúpida que hubiera oído en su vida—. Dios, por supuesto que he ido. Pero la policía… la policía solo empieza a preocuparse cuando la persona lleva veinticuatro horas desaparecida, por lo que no tomaron cartas en el asunto hasta ayer por la noche, ni siquiera han salido a buscarla, e incluso cuando se pongan a ello, sé que usted puede hacer más que ellos.

—Tiene que confiar en la policía. Saben lo que hacen.

Empieza a tamborilear sobre la mesa con los dedos, se detiene un momento y se mira las uñas como si el sonido lo hubiera decepcionado. Me mira de nuevo y percibo un dolor sincero en sus ojos. Sé cómo se siente y sé que acabaré ayudando a ese hombre.

—Cuando las chicas como Emma desaparecen —comienza a decir lentamente, tratando de elegir bien las palabras, y sé que le duele decirlo porque sé adónde quiere ir a parar—, siempre acaban encontrándolas del mismo modo.

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