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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (12 page)

Aparta las manos del expediente.

—Todo esto no me hace sentir precisamente cómodo —dice.

—No se trata de sentirse cómodo —le digo—. Se trata de conseguir que Emma vuelva. Su padre la cree capaz de convencer a cualquiera de cualquier cosa. Al parecer piensa que ella sabe cómo funciona la gente, que si alguien puede sobrevivir, esa es ella.

—Todos los padres dicen lo mismo de sus hijos.

Asiento. Tiene razón.

—Es estudiante de psicología —comento.

—Sí, lleva casi dos semanas de curso. Pero dudo que haya aprendido lo suficiente para convencer a un lunático que probablemente lo que quiere es violarla y matarla antes de soltarla.

Asiento de nuevo. Eso también es cierto.

—Recuerda, Tate, si encuentras algo vienes a verme primero a mí, ¿de acuerdo? Me estás ayudando a mí, no a Donovan Green. Vienes a verme a mí primero. Y aclaras las cosas conmigo.

—Por supuesto —le digo.

Él no me cree, pero no añade nada más. Se levanta y lo sigo hasta la puerta.

—Mira, Tate, hay algo de información nueva. Esta tarde han estado investigando en el aparcamiento que hay detrás de la cafetería en la que trabajaba Emma.

—Lo sé. Estuve allí hace un rato.

—Bueno pues, realmente espero que su padre tenga razón cuando dice que la chica sabe cuidarse sola, porque ahora esto no tiene buena pinta.

—¿La ha tenido en algún momento?

—Buena suerte, Tate —dice—. Y esta vez, hazme un favor.

—Claro, ¿de qué se trata?

—Intenta no matar a nadie.

12

A Adrian le había costado encontrar la felicidad cuando era niño. La halló en su música y en sus cómics, y también en una colección de coches de juguete que tenía y que le gustaba más que cualquier otra cosa. Eran maquetas metálicas de coches a escala con partes móviles, y cada vez que conseguía uno soñaba que cuando se hiciera mayor podría permitirse tener el coche de verdad. Daba igual lo que le ocurriera en la escuela, esos coches estarían esperándolo en casa, igual que sus cintas y sus cómics, y eso no se lo podría quitar nadie. Solía disponer los coches en un estante de su habitación, medía los espacios para que todos estuvieran separados por la misma distancia y cada semana les quitaba el polvo. La colección de música la tenía ordenada por colores, de manera que los lomos de las cintas crearan una gradación. Respecto a los cómics, jamás doblaba las tapas, jamás. Con eso era feliz.

La otra cosa que lo hacía feliz era Katie. A los trece años se había enamorado de la chica nueva de la clase, de sus ojos verdes y su largo pelo rojizo recogido en una cola de caballo y con las puntas hechas polvo. Era un poco más alta y pesaba algo más que él, aunque no mucho, y habría necesitado un día entero para contarle las pecas de las mejillas, esas pecas que tanto le habría gustado coleccionar. La familia de Katie había llegado de Dunedin, una población del sur al lado de la cual incluso Christchurch parecía una gran ciudad. La primera vez que la vio, notó que se le encogía el estómago, que se le calentaba el pecho y se le secaba la boca. Allí donde iba, llevaba consigo la sonrisa nerviosa de Katie, soñaba con tomarla de la mano y acompañarla a casa. La pusieron en su clase, se sentaba en el otro lado del aula aunque un poco más adelante que él, por lo que podía pasarse el día mirándola furtivamente. Adrian no sabía qué haría si algún día a ella le daba por volverse y lo pillaba mirándola, pero de cualquier forma eso nunca llegó a suceder. Como solía pasar con todos los alumnos nuevos, las cosas podían ir de dos modos: el resto de los alumnos podían mostrarse interesados y aceptarla como amiga o, por el contrario, pasarse el día burlándose de ella. En el caso de Katie, optaron por burlarse de ella. De vez en cuando, durante el recreo o a la hora de comer, la empujaban e intentaban hacerla llorar, y a veces incluso lo conseguían.

A Adrian le gustaba la idea de salir en defensa de esa chica que tanto le gustaba, pero era un cobarde y lo sabía. Incluso las chicas eran más fuertes que él. Los chicos podían llegar a aplastarlo. Una de las cosas que más lo aterraban de la escuela era hablar en público. Odiaba hablar en público. Tenía que ponerse de pie delante de toda la clase, vestido con su uniforme de segunda mano, con aquellos pantalones cortos que le quedaban grandes, con esos brazos y piernas que parecían palillos y, por mucho que ensayara, cuando llegaba ese momento jamás conseguía recordar lo que tenía que decir. Por mucha agua que bebiera, la boca siempre se le secaba. Cada vez que oía las risitas de los demás, notaba que se sonrojaba y deseaba salir corriendo del aula y no parar de correr. Llevaban ya unos meses de curso y el sol estaba más bajo, las mañanas eran cada vez más frescas y el camino hacia la escuela había quedado cubierto por las hojas secas. Tenían que hablar en público acerca de personas que los inspiraran. Él había escogido a Neil Armstrong porque, desde los diez años, Adrian no deseaba otra cosa que ser capaz de llegar corriendo a un lugar tan lejano como la luna. A decir verdad, eso no lo dijo en su discurso, lo que hizo fue fantasear sobre la posibilidad de capitanear su propia nave espacial y explorar la galaxia. Quería ser el primer hombre que pusiera los pies en Marte. En su discurso mencionó las misiones Géminis y Apolo y habló acerca de la época en la que Armstrong había sido piloto de pruebas, todo ello sin parar de tartamudear. Los nervios se apoderaron de él hasta el punto de que las manos le temblaban tanto que los apuntes se le cayeron al suelo y al recogerlos se le desordenaron. Eso fue un problema porque no los había numerado, por lo que, según su discurso, Armstrong creció y llegó a la luna antes de entrar en la NASA. Al final, nadie aplaudió y la maestra, la señora Byron, con sus gafas de montura de carey que le amplificaban los ojos hasta duplicar su tamaño, le ordenó que se sentara antes de cederle el turno a Katie.

La chica que Adrian tanto adoraba salió al encerado y habló sobre Beethoven. Él no sabía gran cosa acerca de Beethoven aparte de que se había cortado una oreja, aunque Katie eso no lo mencionó en su discurso y Adrian no entendió por qué, puesto que, en cambio, comentó que el compositor se había vuelto sordo, lo que sin duda debió provocarlo el hecho de que se hubiera cortado una oreja. A medio discurso, algunos de los niños empezaron a reírse. La señora Byron los regañó. La señora Byron era una de esas profesoras que se pasan el día regañando a los alumnos, ese tipo de mujeres que parecen haber nacido ya con cuarenta años. Katie continuó algo más despacio, y cuando volvieron a surgir las risas se echó a llorar y salió corriendo del aula. Adrian quiso ir tras ella, pensó que sería un gesto muy bonito y que sin duda ella lo amaría por haberlo hecho. Sin embargo, el cobarde que llevaba dentro no le permitió hacerlo. Odiaba a ese cobarde, quería matarlo, pero no tenía valor para ello. Hasta entonces no, pero en ese momento decidió que al menos intentaría burlarlo.

A la hora del almuerzo se plantó frente al chico que había empezado con las risas.

—Quiero que dejes tranquila a Katie —dijo Adrian.

—¿Qué tú qué? Vete a la mierda, estás de coña, ¿no?

—Lo digo en serio.

El chico, que se llamaba Redmond a pesar de que todo el mundo lo llamaba Red, estaba a punto de lanzarles a sus amigos la pelota de rugby que tenía en las manos. Redmond era uno de esos chicos gordos con las mejillas gordas que más adelante iría por la vida diciendo que tenía los huesos grandes.

—¿Lo dices en serio? —dijo Red, y empujó el pecho de Adrian con uno de sus gordos dedos—. El pequeño Aids —dijo, porque así es como llamaban a Adrian— no quiere que nos burlemos de su novia.

—No es mi novia.

Red lo empujó de nuevo, pero esta vez uno de los amigos de Red se había arrodillado detrás de Adrian que, al retroceder, tropezó y se dio un golpe contra el suelo que le quitó casi todas las ganas de pelearse. Las pocas que le quedaron se las acabó de quitar Red un momento después, cuando le saltó encima y le dio un par de buenos puñetazos en el estómago antes de restregarle la cara por el barro. Unos cuantos alumnos se acercaron para contemplar la escena. Entre ellos, Katie y un par de chicas mayores. Adrian levantó la mirada hacia ella e intentó sonreírle, pero fue incapaz. El dolor era demasiado intenso y necesitaba todas sus fuerzas para mantener su vientre a raya.

—Este no será amigo tuyo, ¿no? —le preguntó una de esas chicas de crecimiento precoz, una chica alta, de mandíbula poderosa, ojos mezquinos y pelo rizado. En la escuela, si crecías más rápido que la mayoría de los demás, lo más normal era que acabaras convirtiéndote en un hijo de puta.

Katie no dijo nada.

—Porque si resulta que es tu novio, quizá deberías estar en el suelo con él —añadió la chica—. Ese es el futuro que te espera. —Fueron palabras muy profundas para una chica de trece años.

Todo el mundo guardó silencio mientras Katie pensaba acerca de su futuro.

—No… no es mi novio —respondió finalmente.

—Entonces, ¿quién es?

—No lo sé. No es más que… un perdedor de mi clase —dijo Katie. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no llegó a derramarlas.

—¿Un qué? —preguntó la chica.

—Un perdedor. Un perdedor —repitió Katie.

Adrian aún lo recuerda, palabra por palabra. No tiene problemas con esos recuerdos, solo con los que le han quedado de los años siguientes. Ese día se desenamoró con la misma facilidad con la que se había enamorado, o al menos eso fue lo que pensó en ese momento. Su vida en la escuela empeoró. Las chicas empezaron a burlarse de él tanto como los chicos. Katie ganó cierta popularidad. A su favor hay que decir que nunca se burló de él directamente. En ocasiones Adrian volvía a casa sangrando por la nariz y con rasguños en los codos y las rodillas. Entonces su madre llamaba a la escuela para quejarse y al día siguiente se metían aún más con él. Es lo que tiene el acoso escolar, cuanto más te quejas, mayor se vuelve el problema y no hay nada que los profesores puedan hacer al respecto. Cada vez que tenía la oportunidad de ganar algo de seguridad en sí mismo como estudiante, aparecían sus compañeros de clase y se encargaban de evitarlo a base de zurras. Fue unos meses después de que Katie lo llamara perdedor cuando aprendió que la única manera de encontrar la felicidad era robándosela a otra persona.

Y además sabía cómo hacerlo.

Por la mañana, mientras su madre le preparaba el desayuno, Adrian se encerraba en el baño y orinaba dentro de una botella de plástico de medio litro. Luego la cerraba herméticamente. El líquido de la botella aún estaba caliente cuando la guardaba en su bolsa, pero cuando llegaba a la escuela ya se había enfriado. Aprovechaba uno de los muchos momentos de soledad de los que gozaba entre burlas y palizas para entrar en los vestuarios, abrir la botella de plástico y verter el contenido dentro de la bolsa de alguno de los chicos que solían hacerle la vida imposible. Una vez, cuando llevaba una semana haciéndolo, tuvo que verterla dentro de su propia bolsa para que los demás no sospecharan que era él quien lo hacía, pero lo diluyó en tanta agua que el desastre fue menor y además había sacado de su bolsa todas las cosas que no quería que se le estropearan. Si no podía echárselo en las bolsas, se lo echaba por encima de las mesas o sobre los uniformes mientras estaban en clase de gimnasia siempre que podía. Estuvo haciéndolo durante un mes entero, hasta que perdió el valor necesario para mantener la regularidad. A esas alturas ya había demasiada gente buscando al «Orinador», que es como lo llamaban, y el director ya había prometido expulsarlo en cuanto lo encontraran. Pero no tenía importancia, puesto que las clases estaban a punto de terminar ante la inminente llegada de las vacaciones de Navidad. Continuó haciéndolo a la vuelta, siete semanas más tarde, aunque no tan a menudo, solo una o dos veces por trimestre. Jamás mojó la bolsa de Katie, pero sí las de otras chicas. Cada vez dejaba pasar más tiempo entre una ocasión y la siguiente, de una vez al mes pasó a hacerlo una cada tres meses y luego un par de veces al año.

Todo terminó tres años más tarde, cuando Adrian tenía dieciséis años. No sabe cómo se llamaba el chico que lo pilló con las manos en la masa mientras vertía su orina por los agujeros de la taquilla de otro chico, uno que el día anterior se le había acercado en el pasillo y lo había abofeteado sin motivo aparente. En el momento en que se vio atrapado vio pasar su futuro frente a sus ojos, empezando por su madre, que lo descubriría. Vio que lo expulsarían, que tendría que acarrear el nombre de «Orinador» allí donde fuera. Ya era lo suficientemente mayor para saber que sus fantasías de convertirse en astronauta no llegarían a hacerse realidad, pero aún era lo suficientemente joven para no tener ni idea de lo que quería hacer en la vida y lo suficientemente mayor para saber que cualquier sueño que pudiera tener se acababa de ir al garete. El chico miró a Adrian sin decir nada y se marchó.

Lo peor sucedió durante el resto de la tarde. Fue incapaz de concentrarse en las clases. Pensaba que los profesores lo miraban mal. Esperaba que en cualquier momento alguien le pasara un mensaje al profesor diciendo que Adrian tenía que acudir al despacho de director. Sonó el timbre, había llegado la hora de marcharse y aún no había sucedido nada. Ya en casa, cada vez que el teléfono sonaba pensaba que alguien de la escuela llamaba para hablar con su madre, que lo siguiente sería su expulsión, pero esa llamada no llegaba.

Si el primer día había sido malo, el segundo fue mucho peor. Esa mañana ni siquiera desayunó. De hecho, tuvo ganas de vomitar durante todo el día. Pasó el recreo y durante la hora de comer estuvo todo el rato sentado en el baño, con la sensación de tener un cubo de agua en el estómago.

Fue el tercer día cuando el chico fue a por él. Y no lo hizo solo. Al acabar las clases se lo llevaron a rastras hasta un parque. Entre todos lo redujeron y lo ataron. No le pegaron patadas ni puñetazos, al menos al principio no. Pero, una vez atado, los ocho chicos formaron un corro a su alrededor y se le mearon encima. Sintió cómo la orina impactaba en su piel y le chorreaba por el cuerpo, se le colaba por la parte baja de la espalda y le empapaba la ropa. Lo ataron con un palo en la boca para impedir que pudiera cerrarla. Le apuntaron a la cara, la orina le entró en los ojos, que le escocían mucho, y mientras fluía por su lengua le parecía estar tragando ácido. Se atragantó, tosió e intentó recuperar el aliento, pero tenía el ardor pegado en la garganta y una terrible sensación de ahogo. El martirio se le hizo interminable. Cuando hubieron acabado, se rieron de él y uno de los chicos le pegó una patada en la cabeza que cuajó como una de esas modas pasajeras, porque acto seguido otro chico le golpeó, y luego otro. No tardaron en atizarlo todos a la vez y, cuando finalmente se retiraron, siguió oyendo las risas de los chicos mientras se sumía en la oscuridad. Soñó con Katie. Soñó con tiempos mejores.

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