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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (16 page)

—Igual —respondo mientras por dentro repaso la cronología de los hechos. Emma desapareció hace dos días y medio y Cooper Riley lleva dos días sin venir. El expediente no mencionaba a Riley en ningún momento… es normal que no le hicieran preguntas puesto que hasta ayer no se consideró a Emma oficialmente desaparecida. Me indican cómo llegar hasta las instalaciones de la facultad y les agradezco a los estudiantes el tiempo que me han dedicado. Por el camino llamo a Schroder.

—¿Te dice algo el nombre de Cooper Riley? —pregunto.

—Nada. Ni siquiera sé quién es.

—Uno de los profesores de Emma.

—Vamos, Tate, ya te lo he dicho, no me ocupo de ese caso.

—Ayer no se presentó a clase y hoy tampoco.

—Mierda. O sea que ya estás sacando conclusiones, ¿no?

—Creo que podría saber algo.

—Tate, puede que esté enfermo, o que tuviera que ausentarse porque otra persona estuviera enferma.

—En cualquier caso, quiero hablar con él.

—No importa lo que tú quieras hacer. Seremos nosotros los que hablaremos con él.

—Joder, Carl, te he llamado para contártelo, tal como me pediste, ¿recuerdas? No te estoy ocultando nada. No me dejes al margen de esto.

—Te llamo luego —dice antes de colgar.

La facultad de psicología tiene un edificio propio. De hecho, el departamento de psicología es uno de los más importantes de la universidad, lo que resume bastante bien cómo es Christchurch. Todos los pasillos son como los de los hospitales, con suelos de linóleo y pintados en colores pastel. Otra profesora me cuenta lo mismo que los estudiantes, que Cooper Riley lleva dos días sin venir. Le pregunto si puedo ver el despacho de Riley y me responde que tengo que pedírselo a Cooper.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con él?

—Podría llamarlo por teléfono, supongo —dice—. O mejor dicho, podría intentarlo. Tiene el teléfono desconectado.

Me proporciona tanto el número de móvil como el fijo e intento llamarlo mientras camino de vuelta al coche, pero un mensaje me informa de que el teléfono está desconectado o fuera de cobertura. Cuando llamo al fijo salta un contestador que me promete devolverme la llamada.

Vuelvo a llamar a Schroder, pero comunica. Pido prestada una guía telefónica, compruebo que el número fijo que me han dado corresponde al de Cooper Riley y anoto su dirección mientras me pregunto, solo me pregunto, si no habrá sido él la última persona que vio a Emma Green con vida.

16

Empieza un nuevo día. Su segunda madre solía decirle que cualquier cosa puede ocurrir en un día que acaba de empezar, que levantarse con buen pie te daba la oportunidad de redimirte por todo lo que pudiera haberte amargado el día anterior. Eso jamás lo consoló cuando lo encerraban en la Sala de los Gritos y no tenía la oportunidad de comprobarlo, pero ahora sí le parece un buen consejo.

Se ha dado cuenta de que Cooper no desaprovecha ni una ocasión para dirigirse a él por su nombre. En parte le gusta, le gusta lo mucho que han conectado y cuando lo oye pronunciar su nombre espera sinceramente que la conexión sea real. Su madre apenas lo llamaba por el nombre, solo cuando se metía en problemas, ese tipo de problemas por los que solían encerrarlo ahí abajo.

Al final no está seguro de si Cooper está intentando congeniar o si se está burlando de él. Leyendo sobre todo eso aprendió que si alguna vez te ataca un asesino en serie y sabes cómo se llama, deberías dirigirte a él por su nombre tantas veces como sea posible. Eso es lo que está haciendo Cooper. No lo sabe con seguridad y no le gusta esa incertidumbre. De hecho, más que no gustarle, le da rabia. Intenta pensar en algo que solía decir su madre, pero lo único que se le ocurre es: «Hay que librarse del ceño fruncido, porque es un enemigo». Cooper tiene la esperanza de humanizarse para que Adrian no le haga daño; pero, por supuesto, no piensa hacerlo. No se ha tomado tantas molestias para luego hacer sufrir a lo que más quiere en el mundo.

Hoy le dará a Cooper el regalo. Después de eso, el vínculo que los una será sincero de verdad. El regalo borrará los errores cometidos ayer. El regalo será su redención. Hace años aprendió que puedes sentirte mejor dando que recibiendo y hoy sucederá algo así. Seguro que sí. Hace años también se dio cuenta de que no solo le gustaba dar, sino también quitar. Como cuando les quitó la vida a esos gatos.

El sol entra por las ventanas que miran hacia el este en su camino hacia el norte. Anoche se quedó dormido después de escuchar la conversación que tuvo con Cooper y algo de música clásica. La radio sigue encendida, suenan las noticias y el locutor está hablando de las temperaturas. Varias personas han muerto ya a causa del calor y Adrian no acaba de entender por qué. La gente no debería salir si tanto les afecta el calor, o deberían beber más agua. Apaga la radio y pocos minutos después se sienta fuera y se toma un zumo de naranja. Le gusta el calor. Ha pasado demasiado tiempo encerrado en habitaciones frías para querer ponerse a la sombra. Los árboles forman una barrera entre él y el solar contiguo, por la calle no pasa nadie, no sopla ni la más mínima brisa y no se ve ni se oye ningún pájaro que pueda crear una ligera sensación de movimiento. Más o menos a un kilómetro de distancia hay un bosque, sobre una colina de poca altura llena de árboles gruesos y viejos, de ramas nudosas y retorcidas. El aire es bochornoso. Una mosca muy insistente intenta posarse sobre él una y otra vez y, después de ahuyentarla varias veces, acaba cayendo dentro de su zumo de naranja. Adrian empieza a preguntarse qué ocurrirá si a Cooper no le gusta el regalo que le tiene preparado y eso lo entristece. Como solía decir su madre, «La depresión es el placer del hombre triste». Esta frase se la había repetido muchas veces, pero él jamás llegó a entenderla realmente. Recoge la mosca con un dedo, la contempla unos segundos y luego la deja cuidadosamente sobre el porche. Tiene las alas pegadas. Decide dejarla a la sombra para que no se queme.

Entra en la casa, donde la temperatura es algo más moderada. Hay moscas en las paredes y el techo, nunca ha sabido cómo lo hacen para no caerse. No es que haya muchos muebles sobre los que puedan posarse. Enjuaga el vaso en la cocina y sube por las escaleras hacia el dormitorio que hay junto a su habitación. La chica está despierta. Entra en el cuarto, le sostiene la jarra de agua y la ayuda a inclinar la cabeza hacia delante mientras la chica la sorbe ávidamente por la pajita. Le da diez segundos para que beba y luego vuelve a retirarle el agua. La joven intenta emitir sonidos a pesar de tener la boca cerrada. Adrian piensa que intenta formar palabras, pero no tiene ni idea de lo que quiere decirle y además no quiere saberlo. Vuelve a tenderle la jarra de agua, ella bebe de nuevo y luego baja la cabeza. Tiene la cara y la barriga enrojecidas, casi tanto como los brazos y las piernas, y no sabe si es necesario que le guste mucho a Cooper para que este haga lo que mejor sabe hacer. Podría intentar maquillarla después de limpiarla, pero no sabe cómo hacerlo. Aunque tampoco debe de ser tan difícil.

Cuando baja al sótano, Cooper está de pie frente a la puerta de la celda, mirando por la ventanilla cómo Adrian baja los escalones. El sol aún está bajo, entra por las ventanas e ilumina la puerta del sótano, y durante la hora siguiente, más o menos, mientras la puerta siga abierta, la luz es casi tan buena como solía serlo cuando la electricidad llegaba a este lugar.

—Buenos días, Adrian —dice Cooper—. ¿Has dormido bien?

—Pues no mucho —responde Adrian, desconfiado ante la amabilidad de las palabras de Cooper. Desconfiado… pero feliz.

—Es una lástima. Bueno, ¿qué haremos hoy?

—Hoy te daré la sorpresa. De hecho, tengo dos. Y una de ellas tendrá que esperar hasta la noche. Es una sorpresa nocturna.

—¿Y la otra?

—Todavía no sales en las noticias —dice Adrian—. Cuando la policía se decida a buscarte, descubrirán todas las cosas malas que has hecho.

—Es cierto —repone Cooper—. Eso está bien pensado, Adrian. Excelente. Y debemos hacer algo al respecto, porque me buscarán y acabarán viniendo aquí.

Adrian frunce el ceño.

—¿Por qué tendrían que venir?

—Porque son policías. Me estarán buscando. Descubrirán quién se me llevó, y luego dónde me retienes.

—No, no lo descubrirán —dice Adrian, seguro de sus palabras—. Esa es una de las sorpresas. Mira, no quiero que descubran que eres un asesino en serie, porque luego todavía te buscarán con más ganas. Por eso he decidido incendiarlo todo.

—Incendiar ¿qué?

—Si tu casa desaparece, a la policía le quedarán menos cosas por descubrir acerca de ti.

—¡Espera! Espera un segundo, Adrian —dice Cooper con una mano sobre el cristal de la ventanilla—. Escúchame. No es necesario hacer todo esto. He ido con cuidado. No encontrarán nada.

—¡Pero si es lo mejor! Tú ya no la necesitas, y de este modo estarás más seguro. ¡Lo hago por ti! Lo importante es ir con cuidado —dice—. Volveré dentro de una o dos horas y te traeré algo para comer —añade.

Sube por las escaleras hacia el piso superior y niega con la cabeza mientras Cooper continúa dirigiéndose a él por su nombre, pensando que quién le iba a decir que ser un coleccionista llevaría tanto trabajo.

17

Cooper Riley vive en Northwood, uno de los nuevos barrios del norte de Christchurch que surgió más o menos a finales del siglo veinte. Por medio millón de dólares aquí puedes comprarte una casa de mala calidad y buen aspecto, pero sin punto de comparación con cualquier casa construida hace cincuenta años al otro lado de la ciudad, donde los terrenos y la vida son más baratos. La gente llega a Northwood buscando la seguridad de un barrio sin drogas ni asesinatos pero, como sucede con tantas otras cosas, la violencia ya está llegando también aquí. Hoy no importa en qué parte de Christchurch vivas, la ola de calor lo está asolando todo por igual. La pintura se está descascarillando de los buzones y las verjas, y el único césped que no se ha quemado ya es el que queda en zonas de sombra cerrada. Todos los jardines están perfectamente cuidados, no hay malas hierbas a la vista. Todas las casas siguen un patrón de diseño similar. Es ese tipo de barrios en los que la singularidad de cada uno se adapta al acuerdo colectivo. Si a alguien le diera por construir una cerca en la parte delantera o por pintar la fachada de un color que no fuera beis, seguramente lo lincharían. De vez en cuando se ven esculturas del tamaño de un garaje que pretenden ser pérgolas, pero que en realidad parecen garajes incompletos. Cooper vive en Winsington Drive, rodeado de otras calles de nombre pretencioso que podrían haber salido de un catálogo de ropa para jugar a golf de los años cuarenta, «la chaqueta Winsington aúna estilo y elegancia, es una prenda imprescindible para el almuerzo del hoyo diecinueve». La calle donde vive Cooper forma parte de una parcelación que se urbanizó hace menos de cinco años. El alquitrán del asfalto se ha deformado a causa del calor y hay baches en los lugares en los que se ha fundido y pegado a los neumáticos de los coches. Conduzco despacio porque es imposible saber qué dirección tomarán el resto de los conductores, porque los residentes en Northwood son alérgicos a los intermitentes.

Los precios aumentan con el tamaño de las casas, viviendas de dos plantas con columnas que nacen en el porche y suben hasta el piso superior, columnas que en otro tiempo y otro país habrían sido de mármol. Aquí, sin embargo, el noventa por ciento de las casas son de planchas de poliestireno recubierto de yeso, una gran idea hasta que llega un niño y te agujerea la pared con un balón de fútbol, la humedad alcanza el armazón de madera y la casa entera empieza a pudrirse por dentro. Es un problema tan caro como frecuente en todo el país. Aquí la gente paga por la zona, por las vistas y por una calidad ilusoria. Hay una moto de agua enorme aparcada sobre un remolque en la calle contigua a la de la casa de Cooper, ocupa casi todo el carril. Parece cara, supongo que el vecino en cuestión no tenía suficiente con aquella bonita casa para demostrar a los vecinos que está forrado. Paso junto a la moto de agua, veo dos coches al otro lado y estoy prácticamente seguro de que ninguno pertenece a un policía. El coche más pequeño, que está aparcado delante, es de color amarillo y no encaja demasiado en este vecindario, porque no es europeo. Si lo dejaran aquí aparcado más de veinticuatro horas se lo acabaría llevando el departamento de sanidad. El segundo coche, un BMW, está estacionado frente al garaje. Aparco delante del vehículo más barato y me doy cuenta de que ya lo he visto antes. Tengo el expediente de Emma Green al lado, sobre el asiento del pasajero. Lo abro y veo una foto en la que aparece de pie junto a su coche, la foto fue tomada hace cuatro meses. Me fijo en la matrícula del coche de la foto, la comparo con la del que tengo delante y veo que son idénticas. Llevan desde el martes buscando ese coche, el problema es que en esta ciudad hay más vehículos que policías y estos solo se fijan en lo que entra dentro de la órbita del coche patrulla. Es el vehículo que le dio la compañía de seguros después de que yo le destrozara el que tenía. En la foto Emma aparece muy sonriente. En la foto piensa que lo peor ya ha pasado, no tiene ni idea de que se encuentra en medio de dos tragedias, una que casi le cuesta la vida y la otra que probablemente se la haya quitado ya. Cierro la carpeta del expediente y salgo del coche, conservo su sonrisa en mi mente, su sonrisa me hace avanzar, es lo que me hace buscar desesperadamente al tipo que se la ha arrebatado.

Camino hasta la casa con cuidado porque los cristales de mis gafas están a punto de desprenderse de la montura. A estas alturas Schroder ya debe de haber hecho una llamada y alguien debe de estar en camino para hablar con Cooper Riley. Eso significa que muy pronto llegará un coche de policía con un agente dentro. Pero aquí hay algo que no encaja. La puerta de la casa está entreabierta y las llaves, en la cerradura. La puerta del BMW está cerrada, pero no tiene el seguro puesto. La luz interior no funciona, por lo que, o bien se ha fundido la bombilla, o bien está desconectada, o la puerta ha permanecido abierta toda la noche y la batería ha pasado a mejor vida. El BMW es de color azul marino, debe de tener unos diez años y no puede haber sido el coche que chocó contra el contenedor que hay detrás de la cafetería.

Tomo aire, abro el maletero y respiro aliviado al ver que Emma Green no está allí dentro. Y en cualquier caso, si alguna vez llegó a estar aquí no hay rastros que lo demuestren. Si fue Cooper quien se la llevó podría haberla envuelto en algo. Doy una vuelta alrededor del coche y encuentro algo de plástico junto a uno de los neumáticos. Me agacho. Es una cámara. La pantalla está agrietada y le falta la tapa del compartimiento de la batería. Abro el pequeño compartimiento que cubre la tarjeta de memoria, la saco y vuelvo a dejar la cámara en el suelo, debajo del coche. Hay un par de folios, un horario de clases, un bocadillo envuelto en film transparente y una manzana arrugada y pocha. Junto a los flancos de los neumáticos veo que hay unos papelitos redondos con un número de serie impreso. Hay unos cuantos más debajo del coche y cuando vuelvo a ponerme de pie me doy cuenta de que también los hay al borde del césped. Han salido de una pistola Taser. Me meto la tarjeta de memoria en el bolsillo, vuelvo al maletero y saco la palanca que sirve para desmontar las ruedas.

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