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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (11 page)

En lugar de eso, decide centrarse en Adrian, al fin y al cabo es lo que puede ayudarlo a salir de allí, pero acaba en un círculo cerrado, porque inmediatamente imagina que un día Adrian podría salir y ser arrestado por cualquier cosa, o podría atropellarlo un camión, o sufrir un ataque al corazón, o recibir un disparo mientras compra leche en el supermercado. En cualquiera de esos casos, nadie llegaría a saber que Cooper se estaría muriendo de hambre ahí abajo, en ese sótano frío y a oscuras, ahogado por su propio hedor. Los casos de secuestro suelen tener un marco temporal de unas veinticuatro horas en las que puede resolverse el delito. Pasado ese período de tiempo, empiezan a buscar el cadáver. No sabe si sucederá lo mismo en su caso.

—Dios… —susurra—. Una colección. Formo parte de una maldita colección.

Si tuviera su bloc de notas, lo rompería ahora mismo. Todo lo que ha leído, todo lo que ha aprendido y enseñado a lo largo de los años, de golpe queda desdibujado, los textos y referencias se los lleva el torbellino que tiene lugar dentro de su cerebro, esparce todos los datos relevantes, los dispara en todas direcciones a demasiada velocidad para atraparlos al vuelo, duda que puedan servirle de ayuda. Se levanta y se acerca a la puerta. Vuelve a alzar los puños y está a punto de emprenderla a golpes con la puerta de nuevo, quiere dar rienda suelta a su frustración, pero de algún modo… de algún modo consigue mantenerla a raya. Cree poder oler el bocadillo en la habitación contigua, pero sabe que es poco probable que así sea. No podría haber elegido un día peor para saltarse el desayuno. Incluso si la comida no estuviera esparcida por el suelo, incluso si pudiera alcanzarla, no está seguro de si debería tocarla. Imagina que puede pasar veinticuatro horas sin comer. La gente lo hace y no le pasa nada. Hay gente en otros países que pasa días enteros sin comer nada. Los sin techo parece que se las arreglan.

Su estómago empieza a quejarse. Tiene que controlar su entorno y, lo que es más importante, controlar al tipo que lo ha encerrado ahí abajo. En el sótano. De una casa. Como un objeto en exposición. En el país de las maravillas.

Comienzan a surgir preguntas del torbellino y él empieza a atraparlas al vuelo. ¿Adrian es la única persona que verá esta colección? ¿O se trata más bien del guardián de esta especie de zoológico que otros vendrán a ver? ¿Lo estará buscando la policía? ¿Se habrán enterado ya de que ha desaparecido? ¿Quién es Adrian? ¿Qué ha hecho en el pasado? ¿Han muerto más personas dentro de esta habitación? ¿Alguna de esas personas llegó a admitir asesinatos múltiples con la esperanza de que así se ganarían la confianza de Adrian, o lo habrían negado hasta el final?

Se da cuenta de que el pánico vuelve a apoderarse de él. Empuja la puerta y las paredes y la emprende a patadas contra los bloques de hormigón, pero es absurdo. Saca una de las monedas que tiene en el bolsillo, intenta arañar con ella la junta que une dos de los bloques de hormigón pero solo consigue desprender una minúscula partícula de mortero y el borde de la moneda queda redondeado. Supone que si dispusiera de mil dólares en monedas podría llegar a abrirse paso por ahí al cabo de un par de años.

Apoya la cabeza a la ventanilla y se hace la gran pregunta: ¿qué debe hacer a continuación? Desde su punto de vista, tiene dos opciones: puede adoptar el rol de profesor e intentar minar la versión de la realidad de Adrian o puede seguirle la corriente. No cree que Adrian se tome bien cualquier intento de demostrarle que se equivoca. Lo mejor que puede hacer es seguirle el juego hasta ganarse su confianza. Le dirá a ese lunático lo que quiere oír. Lo intentará de ese modo, para probar, a ver qué tal.

Si le gustara apostar, se jugaría tres contra uno a que consigue salir de allí. Su coeficiente intelectual debe de duplicar el de Adrian. Cooper sabe de qué habla y Adrian no. Tiene que ganarse su confianza. Halagarlo. Pasito a pasito. Debe dirigirse a él por su nombre tanto como pueda para intentar que se forme una conexión. Contarle historias sobre lo bien que se siente uno cuando mata. Tienen que hacerse amigos. Luego será el momento de empezar a pedir privilegios. Al principio, poca cosa, como pedirle cierto tipo de comida. Cambiarse de ropa. Ir aumentando la importancia de sus peticiones hasta que pueda convencer a Adrian de que lo deje salir para ver el sol.

¿Podrá conseguir todo eso en tan solo veinticuatro horas? No lo cree. Tal vez en cuarenta y ocho.

Se tiende en la cama y espera a que le pase el dolor de cabeza y a que Adrian vuelva. Ahora lo único que puede hacer es tener paciencia. Pasito a pasito. Intentará avanzar tan rápido como pueda. Y ahora que ha trazado un plan, ya se siente más tranquilo. Ya no tiene la sensación de que sus posibilidades de salir de ahí son de tres a uno, han pasado a ser más bien de dos a uno. Tiene probabilidades de conseguirlo. Apostaría por ello.

11

Si la reacción en casa del novio de Emma podría considerarse fría una vez han sabido quién soy, en la cafetería necesito una chaqueta de invierno y una bufanda a pesar del calor veraniego. Sabía que era solo cuestión de tiempo. La gente está al corriente de la desaparición de Emma y saben que la policía está investigando el caso, no quieren hablar con el tipo que mandó a la chica desaparecida al hospital el año pasado. Al menos en casa de su novio he conseguido romper el hielo. Después de intercambiar un par de palabras con el propietario de la cafetería, el único hielo que se ha roto es el de la nevera que estaban descongelando en la cocina. La cafetería es un pequeño negocio familiar, con cenefas de cristales rotos en forma de pétalos de flor que dibujan volutas en las paredes chapadas de roble, donde se sirven cruasanes y bocadillos de carne, huevo y ensalada, pollo, pasteles de carne, espectaculares tartas de un palmo de diámetro y delicias de crema, y todo parece estar de muerte después de pasar cuatro meses en el trullo. El café también tiene buena pinta, pero tengo la sensación de que si pidiera una taza tendría que echarle algún antibiótico para contrarrestar lo que el camarero añadiría mientras estuviera de espaldas. La cafetería está en Merivale, una manzana más allá de la Main North Road, una de las carreteras principales de acceso a la ciudad. Merivale es uno de esos barrios periféricos con un mercado inmobiliario propio, donde se paga mucho más por mucho menos, donde si no conduces un cuatro por cuatro y llevas ropa cara los vecinos te pedirán que te traslades a otro lugar. Todo el mundo se sube el cuello de la camisa y de la chaqueta y muchos andan como si vivieran en un club de campo. Hay un aparcamiento detrás de la cafetería, donde no veo ni rastro del coche de Emma. Me he dado una vuelta por allí antes de entrar y junto a la puerta he visto un rótulo en el que se anuncia una vacante de empleo, espero que no esté anunciando el puesto que Emma ha dejado libre. No lleva ni dos días desaparecida y el mundo sigue girando.

El propietario de la cafetería se llama Zane Reeves. Lleva un tupé que debe de haberle costado lo que gana con ocho tazas de café y es uno de esos tipos que siempre tiene que estar apoyado en algo mientras habla. Apuntala todo su peso concentrado en un puño sobre el mostrador, el otro en la cadera y saca barriga. Sonríe durante los primeros cinco segundos hasta que me presento y se da cuenta de que no voy a pedir nada. La cafetería huele a comida caliente y a café y está llena de gente que rondan la veintena por arriba y por abajo, todos bebiendo café caliente en tazas pequeñas en un día increíblemente caluroso, envueltos en el murmullo bajo de las conversaciones y el sonido de una guitarra tocando folk tradicional por los altavoces, lo que consigue que empiece a adormilarme. La sonrisa de Reeves se convierte en una mueca antes de pedirme que entre por una puerta a la cocina para seguir hablando.

—Ya he hablado con los polis —me dice.

—Entonces debe de tenerlo aún fresco en la memoria.

—Hable con ellos. Si quieren que usted lo sepa, no tendrán inconveniente en compartirlo con usted.

—¿Le dijo algo acerca de algún cliente raro? ¿Alguien que la vigilara, o que le diera malas vibraciones?

—Oiga, amigo, todos queremos que Emma vuelva pronto y digamos que no tuvo mucha suerte cruzándose con usted. Emma estará mucho mejor sin su ayuda.

—Eso no es lo que piensa su padre.

—La gente suele tomar decisiones equivocadas cuando llora la muerte de un ser querido.

—¿Muerte? ¿Cree que está muerta?

—¿Y usted no? Oiga, lo último que quiero es que le haya pasado algo malo, es una buena chica y una buena empleada, pero veo las noticias como todo el mundo y no soy idiota.

—¿Por eso ha colocado un rótulo ofreciendo un puesto de camarera?

—Váyase a la mierda, ¿me oye? —dice, mientras me señala con un dedo—. Tengo que llevar un negocio. Tengo que cubrir la vacante que ha dejado. ¿Ve a toda esa gente de allí? A ellos les da igual quién los sirve, lo que quieren es que los sirvan. Es una mierda, pero así es como son las cosas. No tiene nada que hacer aquí, amigo. Ya le hizo daño a ella, no voy a ayudarlo para que le haga daño también a su familia.

—¿Dónde suele aparcar el coche? ¿Ahí detrás?

—Todos aparcamos ahí detrás.

—¿Hay cámaras de seguridad?

—¿Le parece que esto es un banco? ¡Váyase de una puta vez!

Intento establecer contacto visual con el resto del personal con la esperanza de que alguien quiera hablar conmigo, pero todos evitan mirarme. Salgo de nuevo en dirección al aparcamiento. Quedan restos de la cinta utilizada para precintar el lugar del crimen durante la investigación, la brisa la hace revolotear, aunque ha quedado atrapada en uno de los lados del contenedor. No hay nadie por aquí, ni tampoco coches aparcados. Es probable que fuera aquí donde secuestraron a Emma, por la noche debe de ser un lugar bastante oscuro, solitario y sombrío. Su agresor podría haberla atacado mientras se dirigía a buscar su coche, e incluso es posible que después de meterla dentro del maletero el tipo se largara con él. Me acerco al contenedor y lo abro, sé que la policía ya ha rastreado la zona pero de repente tengo el presentimiento de que Emma Green está dentro de ese contenedor. Pero no es así. Solo hay bolsas de basura, eso es todo. En una de las esquinas del contenedor hay restos de pintura roja, de un coche. Alguien lo ha golpeado al salir.

Me pongo de cuatro patas mientras busco algo fuera de lugar, algo que pudiera haber caído al suelo durante la refriega. Lo único que consigo ver son manchas de aceite, malas hierbas que asoman entre las grietas del asfalto y unas cuantas cacas de perro. El sol me da con ganas en la espalda, que me duele un poco cuando vuelvo a ponerme de pie. Si hubiese habido algo aquí, la policía ya lo habría encontrado.

Vuelvo a mi coche pensando que no estoy buscando en la dirección correcta. Hasta que consiga el expediente policial, no puedo hacer gran cosa aparte de hablar con más amigos de Emma, la mayoría de los cuales supongo que no querrán dirigirme la palabra. Puede que Donovan Green haya elegido a la peor persona del mundo para encargarse de este trabajo. Como ha dicho Zane Reeves, un hombre toma decisiones equivocadas mientras llora la muerte de un ser querido.

El día sigue avanzando y la temperatura ha bajado un par de grados. Aún tengo que hablar con su compañera de piso, pero eso tendrá que esperar hasta esta noche. Me dirijo a casa otra vez después de comprar algo de comida china para llevar. Deben de ser alrededor de las seis cuando aparece Schroder. He pasado seis horas trabajando en el caso y Emma Green o bien lleva seis horas muerta o bien le faltan seis horas menos para estarlo. La mesa del comedor está llena de envases de plástico y huele a buena comida.

—Esto no es una buena idea —dice Schroder con el expediente de Emma Green en la mano—. ¿Tienes una cerveza?

—¿Bromeas?

—Ha sido un día muy largo. ¿Alguna vez has visto un cuerpo tan quemado que hayan tenido que arrancarlo del suelo con una espátula? —Tan pronto como ha terminado de formular la pregunta se da cuenta de que sí. Los dos lo hemos visto. Y en más de una ocasión.

—¿Quieres hablar sobre ello?

—No.

—¿Te has mirado el expediente? —pregunto después de señalarlo con la barbilla.

—Sí —dice—, pero no me encargo de este caso —añade—. Lo que tengo que averiguar es quién provocó el incendio de hoy. ¿Y tú? ¿Te has mirado el expediente que te di?

—He estado ocupado. ¿Hay algo que puedas contarme que no esté aquí dentro?

—Seguro que sí, pero no me escuchas. Sigo pensando que deberías dejarlo, más aún porque se trata de un asunto personal. Vamos, Tate, sabes que si mezclas este trabajo con lo personal el caso acaba siendo un desastre seguro.

—Gracias por el consejo.

—Oye, sé que ya te lo he preguntado esta mañana, pero… ¿cómo te ha ido? En la cárcel, quiero decir…

—¿Sabes cuando te vas de vacaciones y no estás seguro de cómo será el hotel, los restaurantes, los clubes o la playa y siempre es algo distinto de como esperabas que fuera? Bueno, pues eso no pasa en la cárcel. La cárcel es exactamente como crees que será.

—Lo siento —dice, pero no es culpa suya y tampoco me sirven de nada sus disculpas. Deja caer el expediente sobre la mesa de la cocina, pero sin sacar la mano de encima—. Me debes una —dice—. Cuando tengas esto resuelto, quiero que me ayudes con el expediente que te he dado esta mañana. Esto lo haces a tu manera, pero luego te quiero al cien por cien para ayudarme a descubrir quién es esta mujer llamada Melissa. ¿Qué me dices?

—Depende de si piensas contármelo todo o si vas a ir dándome la información que necesito sobre la marcha —digo—. Si has venido a verme a mí es por algún motivo, Carl. Has venido a buscarme porque quieres que haga cosas que tú no puedes hacer, ¿verdad?

—No es cierto.

—Y una mierda. Tú eres uno de los buenos, Carl, y eso te limita. No sé qué justificación has buscado para convencerte a ti mismo, pero cuando me has dado ese expediente esta mañana no solo me estabas pidiendo mi opinión, me estabas pidiendo que me ensuciara las manos.

—Estás viendo cosas donde no las hay —me dice.

—Y tú estás haciendo lo mismo ahora.

Vuelve a coger el expediente.

—¿Quieres que me vaya para demostrarte lo equivocado que estás?

—Lo que no quiero es que te quejes cuando haya cruzado una línea que sabías desde el principio que cruzaría. —Extiendo la mano hacia el expediente—. Estamos en el mismo lado, Carl. Déjame encontrar a esa chica y luego te prometo que te ayudaré a encontrar a Melissa.

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