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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (8 page)

No le respondo. Levanta la mirada hacia el sol y sé que está reprimiendo las lágrimas.

—¿Cuándo fue la última vez que alguien de su edad desapareció y la cosa tuvo un final feliz? —pregunta.

Sigo sin responderle. No puedo contarle la verdad, pero tampoco quiero mentirle. Cuando una chica como Emma desaparece, suelen encontrarla unos días después flotando desnuda en el río.

—Ya sé que es muy probable que haya muerto —dice, y las palabras salen de sus labios con pequeñas interrupciones, como si realmente tuviera que empujarlas hacia fuera. Me mira de nuevo—. Conozco las estadísticas —añade—. Y mi esposa también. Ahora mismo la tienen sedada porque está al borde de la histeria. La policía me ha dicho que en casos como este nunca sabes realmente si la chica se ha escapado de casa o si está escondida en el dormitorio de un novio nuevo. Gilipolleces. Sé que es una gilipollez que nos estén contando esa posibilidad a mi esposa y a mí. Si hay alguna posibilidad de que siga viva, seguro que no lo estará cuando la encuentren, y si está viva mientras la buscan y no consiguen encontrarla y yo no hago todo cuanto está en mis manos… entonces… No lo sé. Creo que me comprende, ¿verdad? —me dice—. Creo que puede hacerse a la idea de cómo se sentiría en mi lugar. Por eso intento hacer cuanto está en mis manos y eso incluye venir a buscar su ayuda. Significa que usted hará todo lo posible porque me lo debe y se lo debe a ella. Porque si está… ya sabe… muerta, la policía atrapará al culpable y entonces, ¿qué? ¿Lo meterán en la cárcel durante quince años y lo soltarán en libertad condicional al cabo de diez?

—Sé que es terrible, créame. Pero así es como son las cosas —le digo.

—Ya lo sé. Dios, ¿cree que no lo sé? Pero no deberían ser así, y no deben serlo. Recuerdo lo que me dijo en el bosque. Sé que usted mató al tipo que había matado a su hija. ¿Qué le da derecho a tomarse la justicia por su mano y evitar que otros hagan lo mismo?

—No es necesario que me recuerde lo de mi hija.

—¿Debo recordarle que estuvo a punto de arrebatarme a la mía? —Niega lentamente con la cabeza—. Con el accidente le cambió la vida, la mandó por un camino completamente distinto. Se inmiscuyó en su vida y en lugar de ir hacia el punto A —dice mientras golpea la mesa con el índice de la mano izquierda para enfatizar sus palabras—, tomó el camino hacia el punto B. Eso metió a gente distinta en su vida. Médicos y rehabilitadores, nuevas amistades. Perdió tres meses de estudio y necesitó clases particulares. Estuvo a punto de no aprobar la escuela secundaria el año pasado. Estuvo a punto de no entrar en la universidad este año. Sus circunstancias cambiaron. Si no la hubiera atropellado, estaría en otro lugar, en su vida habría personas distintas. Si una de esas personas distintas es la responsable de…

—Ya veo adónde quiere ir a parar —le digo con la mano levantada. Si se la ha llevado una de esas personas que entraron recientemente en su vida, será culpa mía. Es como si dijera: la mandé por el camino B y en el camino B había un malo esperándola oculto entre la oscuridad.

—¿Lo sabe? Porque si así fuera estaría preguntándome qué puede hacer para ayudarme. Sé cómo es usted —dice—. Es ese tipo de personas que hacen lo que deben. Pues busque a Emma, eso es lo que debe hacer ahora. Por eso me ayudará.

Lo miro, pero únicamente veo a su hija, desplomada sobre el volante, con un hilo de sangre en la sien que le baja por la mejilla, los cristales rotos alrededor del vehículo, mi coche destrozado, la parte delantera retorcida alrededor de una farola, una valla publicitaria en la que Jesús convierte el vino en agua embotellada me está mirando y la ropa y la piel me apestan a alcohol. Me zumban los oídos y noto el sabor a sangre en la lengua. Hace tanto frío que incluso hay niebla y, Dios, cuánto deseo que todo eso no sea más que un sueño. Me había convertido en el tipo que había atropellado a mi esposa y a mi hija. Eso fue lo peor. Recogí la botella medio vacía del suelo del coche y la tiré muy lejos, desde entonces no he vuelto a probar el alcohol. Los ojos de Donovan Green me están suplicando, sabe que su hija está muerta y aun así se aferra a la esperanza de que no lo esté.

—Voy a tener gastos —le digo. Odio tener que pedirlo, pero no tengo nada de dinero—. Ni siquiera tengo coche. Ni móvil.

—Tendrá lo que necesite.

—Y no puedo prometerle nada.

—Sí que puede. Puede prometerme que hará lo que haga falta para encontrar al tipo que la retiene, y cuando lo encuentre… cuando lo encuentre vendrá a decírmelo antes de acudir a la policía. Trabaja para mí, no para ellos. Vendrá a verme a mí, no a ellos.

Asiento lentamente, veo imágenes de Donovan Green caminando por el bosque con el asesino de su hija y yo también voy con ellos, para ayudarlo a obtener la venganza que necesita. Esta vez imagino que tendrá los huevos de llegar hasta el final.

—No sabemos si realmente la retiene alguien —le digo—. No podemos estar seguros de ello.

—Alguien la retiene. Lo sé. Simplemente lo sé.

—Cuénteme cosas sobre ella —le digo, y mientras lo hace me doy cuenta de que nunca tuve la posibilidad real de apartarme de este mundo.

8

Adrian deja la bandeja sobre la mesita de café y se acerca a la puerta. Cooper ha estado observándole mientras bajaba las escaleras y sabe que no le gustará oír lo que tiene que decirle. Lleva toda la mañana muy nervioso, hace solo diez minutos estaba vomitando en el lavabo. Tiene ardor de estómago y la garganta irritada; le gustaría encontrar la manera de que las cosas fueran más fáciles, pero esa manera simplemente no existe. Ahora tiene que saber venderse, conseguir que entienda sus motivos. Si lo consigue, Cooper aceptará quedarse. Tiene que hacerlo. Cooper se ha pasado los últimos diez minutos golpeando la puerta de la celda igual que solía hacerlo Adrian cuando era niño, aunque durante los últimos años Adrian dejó de dar golpes porque sabía que no conseguía nada bueno con ello. Desde que empezó a planear su colección, sabe perfectamente que puede esperar dos reacciones de Cooper: o bien estará enfadado, o bien desesperado. Por los golpes, Adrian deduce cómo ha reaccionado.

El rostro de Cooper está a unos centímetros del cristal. Adrian se aparta un poco para dejar que la luz de la linterna lo ilumine. No tiene muy buen aspecto, pero parece calmado y Adrian se alegra de que así sea.

—¿Dónde estoy? —pregunta Cooper.

—Mmm… —empieza a decir, pero de repente Adrian siente tal peso en la lengua que no consigue moverla, todas las palabras que hay dentro de su cabeza han desaparecido como cuando pasas un borrador por una pizarra, y no es capaz de recordar nada. Sabía que este sería un momento importante. Incluso había ensayado un discurso para impresionarlo. Empezaba diciendo «Bienvenido a mi colección», eso es lo que tenía previsto decirle, pero ahora se lamenta de no haberlo escrito. «Qué fallo tan rudimentario», piensa. Su sonrisa se hace más amplia cuando imagina que Cooper estaría orgulloso de él por utilizar esa palabra tan larga, pero a la vez se siente decepcionado con el fallo—. Mmm… —repite. Empieza a soltársele la lengua, pero cuanto más rápido intenta pensar, más se le enturbian las ideas.

—¿Quién demonios eres? —pregunta Cooper.

—La… la primera regla de un asesino en serie —gracias a Dios, las palabras empiezan a salir, pero está tan nervioso que tiene ganas de vomitar otra vez— es… es… que debe despersonalizar a sus víctimas —dice, con la mirada fija en el suelo.

—¿Eso es lo que soy? ¿Una de tus víctimas? —pregunta Cooper.

—¿Eh?

—Por eso me has encerrado en esta jaula, ¿no?

Adrian está confundido.

—¿Jaula? No, esto es un sótano —dice, mientras mira a su alrededor. ¿Es que no se ha dado cuenta?—. Se sabe porque está hecho de hormigón y no hay rejas.

—Era una metáfora.

Adrian frunce el ceño.

—¿Una qué?

—Déjame salir.

—No.

—¿Qué quieres? ¿Fuiste tú quien me envió el pulgar?

—¿Qué?

—El pulgar. ¿Eres tú quien me lo vendió?

—No… no entiendo nada. ¿Qué pulgar? ¿El del tarro? ¿El que le cortaste a una de tus víctimas?

—¿Una de mis víctimas? ¿De qué diablos estás hablando? —pregunta Cooper.

—¿De qué estás hablando tú? —pregunta Adrian.

—¿Por qué estoy aquí? ¿Vas a matarme?

—Yo …

—Déjame salir —le repite Cooper—. Sea lo que sea, esto tiene que terminar ya. Tienes que dejar que me marche. Sea lo que sea lo que has planeado, no es posible. No sé lo que quieres. No soy rico, no puedo darte dinero. Por favor, tienes que dejarme salir de aquí.

—Yo… —empieza a decir de nuevo, pero algo le obstruye la garganta y no consigue continuar.

—¿Qué piensas hacer conmigo?

—Mmm…

—Me has dado la bienvenida a tu colección. ¿Eso es lo que es todo esto? ¿Eso es lo que soy? ¿Una pieza de coleccionismo? —pregunta Cooper, con una voz que suena más furiosa que asustada.

—Haces demasiadas preguntas de golpe —dice Adrian, cada vez más confuso. Se lleva las manos a la cara y se presiona las mejillas con las palmas.

—¿Soy una pieza de coleccionista?

—No, no, seguro que no —responde Adrian, contrariado por el hecho de que Cooper pudiera pensarlo—. Eres más que una simple pieza. Eres… lo eres todo.

—¿Todo?

—Eres una colección.

—Así que todo esto —dice Cooper, y Adrian imagina que extiende los brazos, aunque no puede saberlo con certeza porque lo único que llega a ver es la cara de Cooper—, ¿es una especie de zoo?

—¿Qué? No, esto no es ningún zoo —dice mientras aparta las manos de la cara para señalar las paredes—. Habría animales por aquí si lo fuera, como monos y pingüinos… y apestaría. Habría jaulas y… ¿sigues pensando que esto es una jaula? Esto es una colección y tú eres la principal… la principal atracción.

—¿En virtud de qué? ¿De profesor de criminología?

—En parte por eso y en parte por las historias que puedes contarme. Y el hecho de que seas un asesino en serie te hace aún más valioso.

Cooper palidece de repente. Frunce el ceño, las arrugas son lo suficientemente profundas para parecer largas cicatrices.

—¿Qué? ¿Qué acabas de decir?

—Las historias que cuentas. Estás aquí para contarme historias sobre asesinos, ya sabes. Me interesan muchísimo.

—Has dicho que soy un asesino en serie. Explícate.

Nunca había tenido que explicarse con su colección de casetes, ni con la colección de cómics que tenía cuando era niño. Le parece muy difícil.

—Un asesino en serie es una persona que…

—Sí, vale, ya sé lo que es un asesino en serie, cernícalo, pero yo no soy un asesino.

Adrian no sabe lo que es un cernícalo, pero sabe que no le gusta que lo llamen así.

—¿No lo entiendes? —pregunta, encantado de saber algo que Cooper ignora, porque Cooper es una de esas personas que lo saben todo. Su madre solía llamar a ese tipo de personas «inútiles sabelotodos». Aunque, por supuesto, Cooper no es un inútil, más bien todo lo contrario—. Estudias a los asesinos, conoces a asesinos y eres un asesino. Eres una colección completa en una sola pieza.

Cooper llena los pulmones de aire y exhala lentamente. Cierra los ojos unos segundos y se frota la sien con los dedos. Adrian piensa que aquel hombre o bien está intentando ordenar sus ideas, o se está quedando dormido de pie. Se decide por la primera de las dos opciones porque aún no es lo suficientemente tarde como para ponerse a dormir. Luego decide que el truco de ordenar las ideas podría funcionarle también a él, por lo que cierra los ojos, respira hondo unas cuantas veces y se da cuenta de que funciona, al menos un poco.

—No soy ningún asesino en serie —dice Cooper.

Adrian vuelve a abrir los ojos.

—Sí lo eres. Sé que lo eres. Por eso estás aquí.

—No, estoy aquí porque tú me has secuestrado. Y porque deliras.

—Yo no hago eso.

—¿Cómo te llamas?

—¿Qué?

—Tu nombre. Seguro que tienes nombre.

—La primera regla de un…

—¡A la mierda la regla! —dice Cooper con un golpe en la puerta—. Dime cómo coño te llamas —le ordena.

—Pero…

—¡Tu nombre! ¡Dime cómo te llamas! —grita.

—Adrian —responde. No quería responder, se había propuesto no revelar su nombre a nadie, pero no soporta que le griten, nunca lo ha soportado, por lo que pronuncia su nombre antes de conseguir reprimir el impulso.

—Y además de llamarte Adrian, ¿tienes apellido?

—Para ya —dice, y empieza a perder los nervios—. Basta, basta de preguntas. —Se tapa los oídos y cierra los ojos, pero aún oye cómo Cooper sigue haciéndole preguntas. Se aparta unos pasos de la puerta. Un minuto después, Cooper se tranquiliza y Adrian separa las manos de la cabeza.

—Te he preparado algo para comer.

—No quiero comer nada. Lo que quiero es que me dejes salir de aquí.

—Tú acostúmbrate a la celda —dice Adrian. Se rasca uno de los lados de la cabeza, que ha empezado a picarle de repente—. Y yo intentaré que estés más cómodo. ¿Ves todo esto? —pregunta, con los brazos extendidos, abarcando el reducido campo de visión—. Te he traído estas cosas de tu casa, todos tus objetos de asesino en serie, te los he traído aquí para que puedas tener tu colección cerca, porque sé lo importante que es para ti, del mismo modo que tú eres importante para mí. Sigue siendo tuya —dice—. Yo no la quiero, lo que quiero es que sigas teniéndola tú. Si te paras a pensarlo, no somos tan distintos, en realidad. Tú coleccionas objetos de asesinos en serie y…

—Y tú coleccionas asesinos en serie. Ya veo de qué va la cosa.

—Soy muy afortunado de tenerte —dice, sin prestar atención a lo que Cooper le dice.

—Tú a mí no me tienes, chalado de mierda —dice Cooper, y el tono desafiante de su voz le da mucha rabia a Adrian.

—No te enfades —dice Adrian, pero luego recuerda que, de los dos, en realidad le corresponde a él mantener la calma. Al fin y al cabo, ha tenido varios días para pensar en ello y Cooper solo ha tenido unos minutos. A Cooper le costará un poco acostumbrarse. No puede esperar que lo acepte nada más despertarse—. Deberías comer algo —le recomienda, con la esperanza de que el cambio de tema y la comida que le ha preparado contribuyan a estrechar los lazos que deben crearse entre ellos dos.

—Mira, Adrian… Adrian, no puedo quedarme aquí. Esto no funcionará. Te darás cuenta de ello muy pronto y luego querrás soltarme, pero entonces será demasiado tarde, la policía te encerrará y…

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