No llamo a la puerta. En lugar de eso, cojo las llaves, me las guardo en el bolsillo y acabo de abrir la puerta con el pie. Huele a gasolina. Me lloran los ojos a medida que avanzo. Hay dos bidones de gasolina vacíos en el recibidor. Me froto los ojos mientras contengo el aliento. El suelo alicatado del recibidor está mojado y resbaladizo. A la izquierda hay unas puertas acristaladas abiertas y tras ellas un salón, con unas enormes manchas oscuras de gasolina en la moqueta. Veo más puertas acristaladas, otra sala, un comedor y una cocina. A mi derecha hay unas escaleras que suben hasta el segundo piso con un quiebro de noventa grados en un rellano intermedio, todo bordeado por una baranda de hierro forjado rematada por un pasamano de madera.
Retrocedo para volver a salir y aspiro una bocanada de aire limpio. Alguien ha recibido un disparo de Taser y alguien está a punto de incendiar la casa. Con tanta gasolina arderá en un abrir y cerrar de ojos y puede ocurrir en cualquier momento. Si Emma Green está dentro, acabará calcinada con la misma rapidez.
No tengo elección. Vuelvo a entrar y subo por las escaleras, paso rápidamente junto a las láminas y fotografías colgadas, chapoteando sobre la gasolina de la moqueta. Si me doy prisa podré entrar y volver a salir antes de que este sitio empiece a arder, o tal vez pueda incluso evitar que eso suceda. Busco en las habitaciones del piso superior. Hay un estudio en el extremo izquierdo, un cuarto de invitados, dos baños y dos dormitorios más. Me duelen el pecho y las piernas, la falta de ejercicio de los últimos meses se hace evidente. Los vapores son más concentrados aquí arriba. No cuadra: prenderle fuego a tu casa no parece una actuación lógica para un catedrático de criminología y psiquiatría que intenta esconder un cadáver. Un tipo como Cooper no habría traído a una víctima hasta aquí para luego desesperarse e incendiar su propia casa para ocultar las pruebas. Tampoco sería tan estúpido como para dejar su coche aparcado frente a su domicilio. Cooper Riley acaba de pasar rápidamente de sospechoso a víctima. Algo malo debe de haberle ocurrido, o como mínimo está a punto de sucederle si este lugar se incendia, y pienso que es lo mismo que podría ocurrirle a Emma Green.
Reviso todas las habitaciones. Ni rastro de sangre. Ni rastro de Emma Green. Ni rastro de Cooper Riley. No hay signos de lucha, solo la cámara rota que he encontrado fuera y los indicios de que alguien ha utilizado una Taser. En cualquier momento espero oír el rugido de las llamas procedentes del piso inferior. Me dirijo de nuevo hacia las escaleras. Tal vez tenga más suerte en el piso de abajo.
Procedente de la planta baja oigo la cisterna del váter y las prisas pasan a convertirse en cautela. Llego a las escaleras, agarro con fuerza la palanca mientras contemplo el vestíbulo cuando de repente aparece un tipo al que no reconozco. Lleva una caja de cerillas en la mano y ya tiene una encendida. La deja caer sobre la gasolina mientras se dirige hacia la puerta sin siquiera percatarse de mi presencia y recoge los recipientes vacíos a su paso. Antes de que pueda moverme o gritar, oigo el fogonazo de las llamas que han prendido de repente sobre las baldosas, han atravesado las puertas acristaladas y se han extendido por la moqueta y las cortinas. El pirómano desaparece tras la neblina de calor y humo. Las llamas alcanzan el primer rellano de las escaleras y recorren la planta baja al mismo tiempo que suben por los escalones en dirección a mí; son llamas azules en la base, amarillas en los extremos y de un naranja oscuro en el centro; los muebles del vestíbulo y del salón ya están ardiendo y el aire se llena de humo y gases tóxicos, todo ello en apenas unos segundos.
No puedo salir por la puerta. El vestíbulo está completamente envuelto en llamas. Bajo unos cuantos escalones en esa dirección. Tengo que escapar de las llamas como sea y encontrar a Emma Green.
Pero no puedo. Lanzarme hacia esas llamas sería un suicidio, no puedo pasar por allí. Lo único que puedo hacer es volver a subir.
El humo forma remolinos bajo el techo. Las salpicaduras de gasolina me empapan los pantalones. Empiezo a toser en cuanto el humo negro entra en mis pulmones. Cruzo el pasillo del piso superior en dirección al cuarto del extremo, donde no hay gasolina en el suelo. Cierro la puerta con la esperanza de que forme una barrera que me dé algo más de tiempo. Las llamas del piso de abajo suenan como un tren de mercancías. Noto cómo se calienta el suelo pero no estoy seguro de si sucede de veras o si es solo producto de mi imaginación. Compruebo las ventanas. Se abren, pero no lo suficiente para salir por ellas. El coche de Emma Green está dando la vuelta torpemente. Sube por encima de la acera y choca contra un buzón antes de calarse. Se queda así unos segundos antes de arrancar de nuevo bruscamente, con dificultades, pasando por encima del buzón, que queda aplastado bajo las ruedas delanteras. El armazón de la casa cruje a medida que se va debilitando y la planta baja se prepara para recibir a un piso superior que está a punto de desplomarse. Las paredes de poliestireno se derriten y los armazones de madera crepitan y arden. En cuestión de segundos, este dormitorio sucumbirá también al incendio.
Uso la palanca del coche para abrirme paso por la ventana a golpes y descargo parte de mi frustración sobre el cristal, furioso por la posibilidad de que Emma esté muriendo en la planta baja víctima de las llamas. Cuanto menos tarde en salir, menos tardaré en poder bajar a buscarla. La mayoría de los fragmentos de vidrio caen por el lado exterior, pero algunos salen disparados hacia dentro cuando vuelvo a tirar de la palanca hacia mí. Un par de trozos se me clavan en la mano y me producen un corte profundo. Suelto la palanca, saco el colchón de la cama y lo doblo para sacarlo por la repisa de la ventana, los fragmentos de cristal con forma de dientes de tiburón se clavan en él y me lo ponen difícil. Consigo sacarlo lo suficiente para dejarlo caer y dejar que la fuerza de la gravedad se encargue del resto. Desaparece a través del humo, apenas puedo ver cómo su silueta impacta contra el suelo. Aterrizar sobre el colchón parece una solución demasiado inspirada en los dibujos animados como para intentarlo, pero es la única que se me ocurre. La ventana del cuarto de abajo estalla, las llamas empiezan a salir por ella y el calor me atiza en la cara de golpe. Tendré que pasar a través de las llamas, no tengo otra opción. Aparece gente al otro lado de la calle. Se quedan plantados mirándome, sin saber qué hacer. Algunos se tapan la boca con las manos, otros me señalan, hay quien usa el móvil para llamar y quien lo apunta hacia mí para fotografiarme o grabarme en vídeo, seguro que hay alguno lamentando el hecho de que si muero calcinado pueda bajar el estatus del barrio. Ninguno de ellos se acerca ni me grita para animarme a sobrevivir. Coloco una manta alrededor del marco de la ventana para cubrir los cristales que quedan. La puerta del cuarto está ardiendo y el humo entra por debajo en dirección a la ventana rota. Me envuelvo con otra manta, cubriéndome tanto como puedo, la sostengo por delante de mi cara y la muerdo para sujetarla. Intento descolgarme un poco por la ventana para caer desde más abajo y reducir el impacto. Las llamas me alcanzan los pies. Me suelto después de darme un poco de impulso hacia atrás, incapaz de ver el colchón, pero recordando dónde está. Veo pasar la casa hacia arriba a toda velocidad. Tiro aún más de la manta para acabar de cubrirme la cara mientras atravieso las llamas. Doblo las rodillas y recojo las piernas ligeramente y caigo sobre el colchón con los pies y el trasero al mismo tiempo, algo estalla dentro de mi rodilla izquierda. Ruedo sobre mi espalda para alejarme del fuego y me libro de la manta. Tengo los dobladillos de los pantalones ardiendo, intento apagar las llamas sacudiéndomelos con las manos y consigo extinguirlas, pero tengo que inclinarme hacia delante debido al dolor que siento en la rodilla, que ya se ha hinchado. Sigo alejándome como puedo de la casa cuando, de repente, aparecen dos hombres. Me agarran por debajo de los brazos y se me llevan a rastras mientras me preguntan si hay alguien más dentro.
Contemplo la casa. El fuego sale por las ventanas y cubre todas las superficies. Les digo que no lo sé, pero creo que podría ser. Creo que Cooper Riley podría estar entre las llamas, y también Emma Green, pero no puedo mandar a esos hombres ahí dentro.
—Déjenme —les digo, e intento zafarme de ellos.
—No puede volver a entrar ahí dentro, amigo —me dice uno de ellos.
—Debo hacerlo. Hay una chica ahí dentro.
—No, ya no hay nadie —dice el otro—. Al menos nadie que siga con vida.
—Déjenme —les pido de nuevo, pero no me sueltan, lo que hacen es apartarme del fuego y yo no se lo impido, porque sé que tienen razón. Sigo protestando, pero incluso si me soltaran no sé si intentaría volver a entrar ahí, ya no. Si Emma Green está en esa casa, ya es demasiado tarde para salvarla. Nadie puede entrar ahí dentro y salir con vida.
Contemplamos cómo la casa pierde la batalla, cómo el aire se llena de nubes de humo que se extienden hasta el coche y los jardines mientras el calor nos obliga a retroceder.
Adrian conduce solo dos manzanas. Aparca el coche, cierra la puerta con llave y regresa con calma al lugar del incendio. La gente no aparta los ojos del espectáculo. La multitud es cada vez más numerosa, entre tanta gente pasará desapercibido. Debería haber seguido conduciendo, pero hay algo en el fuego que reclamaba su atención y lo ha hecho volver. Cuando era pequeño, antes de convertirse en el Orinador, le encantaba provocar incendios. Nada importante, incendios pequeños, hogueras controladas, normalmente en cubos de basura de la calle. A veces tiraba una cerilla encendida sobre montones de cartón o de papel de periódico que esperaban a ser recogidos para el reciclaje. Menos de diez fuegos en total, la adicción terminó para él cuando uno de los vecinos le contó a su madre que había visto a su hijo intentando prenderle fuego a un buzón. Desde la paliza solo ha provocado dos incendios. Uno ayer con su madre y el otro hoy. Los dos, incendios a gran escala de los que no ha podido alejarse sin contemplar antes el espectáculo. Ver cómo ardía su madre ha sido mucho mejor que intentar prenderle fuego a un buzón de madera, y contemplar cómo ardía la casa de Cooper es mejor todavía. Las gigantescas llamas de color naranja y amarillo trepando por las casas, el humo que se apodera del aire, el poder salvaje de un pequeño infierno. Cuánta belleza.
En el grupo de mirones hay ya casi veinte personas. No sabe de dónde vienen. La mayoría son mujeres, algunas seguramente son madres hogareñas. No hay muchos niños y le parece genial, porque no le gustan los niños. La mayoría de la gente parece que tiene al menos cuarenta años y piensa que se debe a que los jóvenes no pueden permitirse vivir en ese barrio. Le sorprende que toda esa gente prefiera estar al sol, expuesta a un aire aún más cálido debido a las llamas. Hay coches aparcados por toda la calle y siguen llegando más. Hay una moto de agua estacionada junto a la casa de Cooper y la pintura de uno de sus costados se está derritiendo, mientras que las ruedas del remolque ya están todas pinchadas. No hay coches de policía ni camiones de bomberos, pero ya oye las sirenas a lo lejos. Se mezcla con la multitud pero no le pregunta a nadie qué ocurre. En el jardín de la casa de Cooper hay tres hombres, un colchón y una manta. El colchón no estaba allí hace un rato, parece que lo han tirado desde el cuarto del primer piso. Uno de los hombres recibe la ayuda de los otros dos. Cojea. Lleva la ropa chamuscada y tiene sangre en las manos. ¿Estaba dentro de la casa? ¿Y quién es? ¿Un vecino? ¿Un poli?
Sí. Un poli. Eso parece. Pero ¿por qué estaba allí? ¿Buscaba a Cooper porque ha desaparecido? ¿O buscaba a Cooper porque ha matado a seis personas? Y además lo reconoce, le suena de algo, le suena pero no sabe de qué.
Llega el primer camión de bomberos. Es de color rojo chillón, lleva muchos cromados y de él salen tipos enormes, vestidos con uniformes amarillos manchados por el humo, y se mueven rápidamente a pesar de su tamaño, trasegando grandes mangueras y tomando posiciones. Han llegado a tiempo para apagar el incendio, pero ya no podrán salvar nada. La casa se desploma sobre sí misma con un violento crujido que le duele en los oídos y un montón de chispas caen sobre el jardín, donde los arbustos secos y las plantas empiezan a arder. El coche de Cooper también está ardiendo. Llega otro camión de bomberos. Más uniformes amarillos. A continuación aparecen los coches patrulla: primero dos y luego oye la sirena de un tercero unas manzanas más allá. Cada vez hay más gente. Debe de haber por lo menos cuarenta personas, ya. Más bomberos se acumulan en la calle. Los agentes de policía intentan infructuosamente hacer retroceder a los espectadores. El incendio gana en virulencia. Las llamas son más grandes y más bellas. Adrian no sabe si mirarlas a ellas o al tipo. No para de darle vueltas a la cabeza, intentando recordar.
Las mangueras se hinchan y se tensan, la presión las desplaza por el suelo y convierte los pliegues en líneas rectas. De sus bocas salen arcos de agua que van a parar al infierno en llamas que hasta hace poco era una casa, los bomberos se apuntalan para resistir la presión. La gente se grita por encima del ruido. Hay más sirenas de otros coches que se acercan al lugar. Ya son unas cincuenta personas las que gritan para ser oídas por encima del estruendo. A Adrian no paran de empujarlo a medida que va llegando más gente que presiona desde atrás para poder contemplar el espectáculo. Si se cayera al suelo podría morir arrollado. No es justo, ese incendio es suyo y todos los demás pueden verlo mejor que él. Camina un poco calle abajo para poder conseguir otro ángulo de visión, aunque se vea más pequeño, e incluso desde allí puede notar el calor abrasador en el rostro. Sigue concentrándose en aquel tipo. Los dos hombres que lo han ayudado a salir de las llamas se han ido. El tipo se apoya en un coche mientras discute con alguien. Es el inspector de policía Schroder. Adrian lo ha visto en la tele, sale mucho en las noticias. De hecho, empieza a pensar que es precisamente de eso de lo que conoce al otro tipo. Por lo que sabe, Schroder jamás ha matado a nadie. Schroder no sería digno de formar parte de su colección.
La multitud se dispersa un poco a medida que la gente llega y se marcha. Adrian vuelve al coche. Por un momento tiene miedo de que haya desaparecido y luego, cuando entra en él, se da cuenta de que podría ser una trampa y de que la policía podría estar vigilándolo. Sin embargo, al final todo queda en nada y se aleja de allí sin más.