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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (37 page)

Vuelvo al vestíbulo. Oigo cómo Ritchie habla con su novia, pero la conversación me llega apagada. Cuando llego al piso de abajo el Predicador me está esperando junto a la puerta.

—Una cosa más —dice. Tiene un cigarrillo que acaba de encender en una mano y también una cerveza—. ¿Cómo le fue por la cárcel, agente? —pregunta. La sonrisa que me dedica está absolutamente exenta de calidez.

De vuelta en el coche, veo que me han pinchado las cuatro ruedas. Llamo a la agencia de alquiler sin apartar la mano de la pistola mientras espero que llegue la grúa.

37

A Adrian se le cala el coche dos veces mientras intenta salir marcha atrás de la entrada de su nuevo hogar provisional. Está entusiasmado con su nuevo alojamiento y a la vez frustrado por haber tenido que salir de Grove, con lo que en un momento pasa de estar contento a triste, y eso dificulta mucho que pueda concentrarse lo suficiente para conducir. Al menos parece que empieza a refrescar un poco y se da cuenta de que tiene más energía gracias a eso. El cuello se le dobla bruscamente hacia delante la tercera vez que se le cala, por lo que decide parar, salir del coche y apoyarse en él un minuto mientras se frota la nuca. Necesita concentrarse.

Conduce hasta la ciudad entre un tráfico denso, lleno de gente que vuelve a casa del trabajo. No le gusta conducir a esta hora e intenta evitarlo, pero a veces no puede. La gente conduce de un modo distinto a esta hora del día. Son más agresivos. Tocan el claxon enseguida y los coches dejan menos distancia entre ellos, van pegados al que tienen delante. Lo odia. A veces agradece no formar parte de la muchedumbre. Familias y funerales, impuestos y programas de televisión, planificar vacaciones y pintar casas… El mero hecho de pensarlo ya le asusta.

Tiene la guía telefónica en el asiento del pasajero. Es la guía telefónica que se llevó del centro de reinserción, está llena de marcas de boli, las tapas están rasgadas y el Predicador debe de estar enfadado porque se la ha llevado. Odiaba vivir allí. De no haber sido por Ritchie habría intentado marcharse hace tres años, aunque no sabe adónde podría haber ido porque entonces no sabía conducir. El problema con Ritchie comenzó cuando conoció a Melina. Entonces empezó a cambiar. Ya no era el mismo tipo que le había enseñado a conducir, ya no tenía tiempo para dedicárselo a Adrian. Es triste, porque si Ritchie estuviera aquí ahora todo sería mucho más fácil. Y también sería más divertido. Busca a la madre de Cooper en el listín telefónico. No tiene ninguna intención de añadirla a su colección, pero no sabe a ciencia cierta por qué le ha mentido a Cooper al respecto. Más aún teniendo en cuenta que de esta manera Cooper no podría predecir lo que haría a continuación. Añadir a su madre supondría tener otra boca a la que alimentar, otra persona que no estaría contenta de estar allí, más negatividad, y como su madre solía decir, «un hombre triste es un hombre malo», y Adrian supone que eso seguramente también podría aplicarse a una mujer. No obstante, la idea de coleccionar a la madre de Cooper le entusiasma, eso es indudable, pero la realidad es demasiado complicada. Aun así, quiere ver dónde vive, aunque solo sea para satisfacer su curiosidad. Ya ha buscado su dirección antes, pero ha olvidado escribirla. Sabe cómo llegar, vuelve a consultar la dirección en el plano y confirma que ha tomado el camino correcto.

Mientras pasa por delante de la casa aminora la marcha lo suficiente para poder examinar los coches que hay aparcados fuera. No cree que ninguno de ellos pertenezca a la policía, son demasiado bonitos. Lo más probable es que hayan acudido amigos para consolarla por la desaparición de Cooper. Esos coches pronto dejarán de estar allí.

Le suenan las tripas. No ha comido nada desde el desayuno. Odia saltarse una comida. Podría volver a su nueva casa y prepararse algo, pero no sabe dónde están las cosas en esa cocina ni cómo utilizarlas, necesitará tiempo para hacerlo.

Vuelve a apartarse de la acera. Pasará por un
drive-in
para comprar algo de comida rápida. Será la primera vez que compre comida en un
drive-in
y con solo pensarlo ya siente ansiedad. Sin embargo, hace unos años tampoco había utilizado jamás una tarjeta de crédito y en cambio ahora ya sabe cómo hacerlo. Este tipo de experiencias son positivas para él. Contribuyen a formar su carácter. Puede detenerse en algún lugar y comerse lo que compre antes de que se enfríe. Luego volverá a Grove para ver si hay policías por ahí investigando.

Tiene ganas de volver a ver Grove.

En parte, será como estar de vuelta en casa, pero sin estar realmente allí.

38

La grúa tarda una hora en llegar. Mientras espero estoy nervioso por si a los tipos del perro les da por volver y me obligan a dispararles a ellos y al perro, porque entonces tendría que pasar veinte años entre rejas antes de poder seguir investigando el caso. Además, esa hora de espera es muy frustrante porque estoy impaciente por reanudar las pesquisas. Nada más llegar, el conductor sale de la grúa y camina alrededor del coche de alquiler. La parte superior del mono de trabajo le cuelga por detrás de las piernas. La camiseta blanca que lleva puesta está tan empapada en sudor que se ha vuelto translúcida. Tiene las manos manchadas de aceite y de grasa.

—Parece que hay alguien muy cabreado con usted —dice mientras examina las ruedas.

—A veces soy un incomprendido —respondo.

Fija el gancho y la cadena a los bajos del coche y se coloca junto a la parte trasera de la grúa mientras mantiene un botón pulsado y una polea tira del vehículo hasta colocarlo sobre la plataforma. Se asegura de que está bien amarrado y subimos a la cabina. Está tan llena de envoltorios de hamburguesa que mi nivel de colesterol sube bruscamente con solo respirar ahí dentro. Tenemos una de esas conversaciones triviales para las que se inventaron las conversaciones triviales: hablamos sobre el tiempo, el tráfico y los deportes. Me lleva hasta la tienda de neumáticos que me ha indicado la agencia de alquiler. Ya han avisado a los trabajadores del problema, pero me dicen que aún tardarán una hora en echarle un vistazo porque tienen mucho trabajo. El calor va remitiendo, por lo que salgo, me siento en un banco y paso cinco minutos mirando un árbol, cinco más contemplando la pared y muchos intervalos de cinco minutos más observando el resto de cosas que me rodean. El aire huele a goma. Llamo a Donovan Green y lo pongo al día del caso. Le digo que tengo unos cuantos nombres que voy a investigar esta noche y le pido que esté pendiente del móvil por si necesito más dinero. Me dice que el dinero no es un problema. Me pregunta si aún llevo encima la foto de Emma que me dio y le digo que está en mi cartera. Me pide que la saque y la mire y obedezco. Me dice que la vida de Emma está en mis manos, que sigue viva en alguna parte, que el dinero no es un problema y me recuerda que lo estoy haciendo por Emma y por él y no para la policía. Me recuerda que cuando encuentre a Cooper Riley debo acudir a él primero, que debo dejarle unas horas a solas con Cooper Riley.

—De acuerdo —le digo.

—Prométamelo —me dice—. Prométame que Riley pagará por lo que ha hecho.

—Se lo prometo.

Cuelgo y me llama Schroder.

—¿Habéis averiguado algo acerca de las huellas de mi casa? —le pregunto.

—Nada. Y había algunas muy buenas, por lo que no fue Melissa y no fue nadie que esté fichado… —dice, y luego se calla—. Espera un momento —dice, y se aparta del teléfono. Oigo voces apagadas al otro lado, pero no consigo descifrar lo que dicen. Vuelve al cabo de un instante—. Perdona, tengo que irme.

—Espera un segundo. Tal vez el tipo que estamos buscando fuera joven y no tenga antecedentes penales pero sí médicos.

—¿Adónde quieres llegar, Tate?

—Tengo algo para ti —le digo—. Es importante. Sé quién secuestró a Cooper Riley.

—¿Sí? ¿Quién?

—Un ex paciente de Grover Hills. Se llama Adrian Loaner. Si fue a parar allí antes de cumplir la mayoría de edad, no tendría antecedentes penales.

—Vaya, buen trabajo, Tate. Lo investigaremos.

—Espera —le digo, su falta de entusiasmo me revela lo que necesitaba saber—. ¿Ya lo sabías?

—Por supuesto que lo sabíamos. ¿Creías que no podíamos hacer nada sin ti?

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Mira, Tate, tengo que irme.

—¿Podemos vernos?

—¿Qué?

—Con unos perros de salvamento.

—Vete a la mierda, ¿te burlas de mí o qué?

—En Grover Hills.

—Mira, Tate, sabemos lo que estamos haciendo.

—En Grover Hills…

—Ya estuvimos allí.

—¿Y habéis encontrado algo?

—Sin duda encontramos muchas más cosas que tú.

—¿Encontrasteis a Cooper Riley?

—Aún no.

—Pero encontrasteis a alguien.

—Un par de cuerpos.

Me sorprende un sudor frío.

—¿Emma Green?

—No —dice, y respiro aliviado—. Mira, Tate, ni se te ocurra acercarte por aquí.

—Llego enseguida —le digo antes de colgar.

Son casi las siete en punto cuando levantan mi coche con un gato hidráulico. La espera se hace eterna y acabo caminando arriba y abajo por la acera, mirando al resto de coches que hay aparcados alrededor de la tienda, preguntándome si me costaría mucho robar uno de ellos. Le quitan las cuatro ruedas. Tardan diez minutos en reemplazar cada neumático, luego vuelven a bajar el coche y ya estoy de nuevo en la calle.

Vuelvo a perderme un poco de camino a Grover Hills a pesar de haber estado allí hoy mismo. El sol me da en los ojos durante la mayor parte del trayecto, se cuela justo por debajo de la visera parasol, de manera que cuando doblo una esquina y cambio de dirección veo lucecitas danzando frente a mis ojos. Aparco detrás de uno de los coches de policía que hay en Grover Hills. Un lado del edificio está iluminado por el sol, que se refleja en todas las ventanas, mientras que el otro lado está sumido en la sombra. Tengo que protegerme los ojos con la mano para buscar a Schroder. El edificio no ha sido acordonado porque no hay nadie alrededor de quien protegerlo. Hay unas treinta personas trabajando y la mitad me han visto salir del coche, pero nadie se me acerca. Al parecer saben quién soy, y a pesar de todo Schroder debe de haberles dicho que me dejen pasar. Está junto a un tipo con barba y el pelo peinado en cortinilla para intentar ocultar la calvicie. Interrumpe la conversación y se me acerca. Lleva la camisa arremangada, con los pliegues llenos de polvo y suciedad.

—Dios, Tate —dice mientras niega con la cabeza.

—Carl, ¿por qué no dejas de indignarte tanto y aceptas que yo también formo parte de esto? Déjame que te ayude. Eso es lo que querías que hiciera cuando viniste a recogerme a la cárcel, ¿recuerdas? Querías que te ayudara, ¿no? Pues deja de joderme fingiendo que quieres que me mantenga al margen cuando necesitas toda la ayuda disponible.

Parece dispuesto a discutir y sus manos ya han adoptado los gestos furiosos con los que acompañaría las palabras, pero luego los deja caer a ambos lados del cuerpo y sonríe.

—Tienes razón —dice—, dejar de tragar mierda por tu culpa me ahorrará mucho tiempo y probablemente un ataque al corazón, también.

—¿Qué tenéis?

—Hasta ahora, dos cadáveres.

—¿Hasta ahora?

—Sí. Estamos buscando más. Uno de los dos que tenemos es reciente.

—¿Muy reciente?

—En el caso del primer cadáver estamos hablando de años. El segundo, según el forense, de unas veinticuatro horas. Creemos que es una tal Karen Ford. Todavía esperamos la confirmación de su identidad, pero todo encaja. Era prostituta, esta mañana han denunciado su desaparición. Tenía veinte años —dice—. Veinte años, Dios…

—¿Tenéis el arma del crimen? —pregunto.

—Todavía no. Pero aún hay más. Ya debes de haber visto la celda de abajo antes cuando has estado aquí, ¿no? Hemos encontrado sangre ahí dentro.

—La vi —le digo—. Los internos la llamaban la Sala de los Gritos.

—¿Qué?

Le cuento lo de Jesse Cartman. Schroder mantiene cierta indiferencia durante los primeros diez segundos, pero luego recoge los dedos de las manos hasta formar dos puños y niega con la cabeza lentamente. Cuando le explico lo de los Gemelos, está apretando tan fuerte los dientes que me preocupa que alguno de ellos salga disparado en cualquier momento y me muerda a distancia.

—Jesse Cartman no es que pueda considerarse exactamente una fuente fiable de información —dice Schroder, pero también me doy cuenta de que en parte piensa igual que yo, especialmente ahora que empiezan a salir los cuerpos.

—Vas a tener que hacer unas cuantas llamadas —le digo—. El personal sabía lo que ocurría allí dentro. Aunque solo sea remotamente cierto, tienes un montón de casos de agresión, homicidio y solo Dios sabe qué más dentro de esa sala.

—Dios —dice—. Esto será una pesadilla.

—¿Y qué pasa con Emma Green? ¿Hay algún rastro de que estuviera aquí?

Niega con la cabeza.

—Hemos encontrado huellas recientes en el sótano, en la parte interior de la puerta de hierro. Coinciden con las que hallamos en el despacho de Cooper Riley. Hemos estado buscando en otras habitaciones pero no hemos encontrado ni rastro de Emma Green, solo de Karen Ford. Al parecer estuvo atada a una de las camas. También encontramos papelitos de identificación de la Taser en el suelo del sótano. Había un par de ellos sobre el sofá y un par más debajo, faltan unos veinte como mínimo, por lo que deducimos que Adrian intentó limpiar el lugar.

—¿Habéis comprobado los números de serie?

—Sí. Pero es un callejón sin salida. Formaba parte de un lote que fue robado hace cinco años en Estados Unidos. Desaparecieron un total de doscientas Tasers que fueron distribuidas por todo el mundo junto con aproximadamente un millar de cargas.

—¿Cómo diablos pudo Adrian conseguir algo así? —pregunto.

—Tal vez sea de Cooper.

—¿Y recibió un disparo de su propia Taser?

—Quién sabe —dice Schroder encogiéndose de hombros.

—O sea que Adrian tenía a Riley encerrado en el sótano —digo—. Como prisionero. Lo que significa que si no está enterrado aquí, probablemente siga con vida. Tal vez Cooper le hizo algo hace años en la Sala de los Gritos, cuando Adrian era un paciente aquí. ¿Qué me dices de la sangre?

—Es demasiado pronto para haber encontrado una coincidencia. Sin embargo, parece reciente. Probablemente era de Karen Ford. Pero tenemos más cosas. Ropa, objetos personales, algunos utensilios, incluso platos. Los descubrimos en las cajas de cartón que estaban medio ocultas en la parte del jardín donde la hierba crece más alta, cerca de los árboles —dice—. Parece como si Adrian hubiera tenido prisa por marcharse y no tuviera espacio para llevárselo todo. ¿Cómo has descubierto a Adrian Loaner? —pregunta.

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