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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (41 page)

Marco el número de Schroder. Camino por el vestíbulo hasta las puertas acristaladas. Schroder responde y abro la puerta para salir a la terraza con la intención de ventilar la casa, llena de aire caliente.

—Mierda —digo.

—¿Tate?

—Está aquí —digo, y las palabras salen con dificultad, quedan atascadas en mi garganta.

—¿Qué? —pregunta.

—Barlow… —Me tapo la boca con la mano—. Barlow tenía razón.

—¿De qué estás hablando?

—Pero no era por las mascotas por lo que teníamos que preocuparnos.

—¿De qué estás hablando?

—Jane… Jane Tyrone —pronuncio su nombre cubriéndolo del sabor del vómito.

—¿Qué pasa con ella?

El cadáver tiene el mismo pelo, pero más allá de eso está hecho un asco, sus rasgos faciales están emborronados por cinco meses de podredumbre y descomposición.

—Está colgando de mi tejado —digo mientras me agacho y vomito sobre el césped por uno de los lados de la terraza.

42

Adrian se encuentra mejor. Los picores han desaparecido, ya no le arde la piel y está relajado y tranquilo. Desenterrar a la chica muerta ha sido una experiencia nueva y debe admitir que ha sido mucho más gratificante de lo que esperaba. Hubiera preferido que no estuviera tan hecha polvo y que no oliera tan mal, pero al fin y al cabo desenterrar gatos no es más que un juego de niños comparado con lo que ha supuesto desenterrar y colgar a la chica muerta.

Es como usar un cajero automático en el
drive-in
de una hamburguesería: esto imprime carácter. Ese cambio lo ha provocado una necesidad que jamás habría dicho que tenía. Ver a esa gente en Grover Hills había activado algo en su interior, algo que Cooper etiquetaría como ira, y sabía que si desenterraba a la chica y la colgaba del tejado de Tate la ira desaparecería.

Todas esas ocasiones en las que estuvo encerrado en la Sala de los Gritos, con la sangre chorreándole por los muslos y la piel del rostro marcada por los bloques de hormigón, se evadía de aquella fría sala para pensar en los chicos que tanto daño le habían hecho e imaginaba que los mataba, que los mataba del mismo modo que sus amigos de la residencia habían matado a otras personas. Cuando todavía era un niño, desenterrar animales era una pérdida de tiempo. Ahora se da cuenta de ello porque lo ha experimentado. En aquella época debería haber matado a los chicos que le habían hecho daño para luego colgarlos, para que fueran sus padres quienes los encontraran.

Ha vuelto al barrio de Tate y eso lo ha puesto algo nervioso. Durante el trayecto de ida no ha parado de mirar todos los coches por si resultaban ser coches de policía. Empezaba a arrepentirse de haberse llevado el coche de la chica. Debería haber seguido con el primer coche, de ese modo la policía no lo estaría buscando. Con este tiempo no ha resultado extraño andar por la calle sin camisa, pero llevar a una chica muerta sí habría sido raro, por lo que ha aparcado frente a la casa y ha entrado a la chica por la puerta lateral que lleva a la parte trasera del jardín. La otra chica, la viva, seguía durmiendo.

Luego ha regresado al coche, lo ha dejado a la vuelta de la esquina y ha vuelto a la casa a pie. Desde que ha colgado a la chica se ha quedado esperando tras el garaje de Tate para ver su reacción. Desde su posición estratégica no puede verlo, pero sin duda lo oye. Puede oír cómo habla por teléfono, luego un silencio y finalmente oye las arcadas del ex policía cuando empieza a vomitar sobre el césped. Adrian se marea también al oírlo y por un momento alarmante piensa que él también está a punto de vomitar. Aspira una buena bocanada de aire, lo contiene y las ganas desaparecen.

Rodea el garaje hacia la parte trasera de la casa y se queda allí apostado. La luz que sale de las ventanas del comedor y de la cocina se proyecta sobre el césped, a su lado. Puede ver el lugar en el que se enterró y luego él desenterró el gato, y al parecer, vuelve a estar bajo tierra. Llega al extremo de la casa. Tate está de cuclillas al borde de la terraza, aún con el teléfono en la mano. Puede oír a la persona que hay al otro lado de la línea, una voz enlatada que le pregunta a Tate una y otra vez qué es lo que ocurre.

Está contento de no haber hecho ruido, pero tiene la sensación de que Tate sabe que está allí. Hay una pausa, nada más que un segundo pero que parece un minuto, en la que los dos contienen el aliento. Tate tiene vómito en la barbilla y el rostro empapado en sudor, la luz del comedor lo hace brillar, el teléfono en una mano y en la otra…

—No —dice Adrian, que apenas llega a articular la palabra antes de que la pistola se levante hacia él. Adrian nunca había visto una de verdad. Pensaba que Cooper podría tener una, o los Gemelos, pero hasta ahora solo las había visto en televisión. Adrian aprieta el gatillo de su pistola, que en realidad de pistola no tiene más que la forma, y los dos dardos salen disparados de la Taser para impactar en el pecho de Tate, cuyo cuerpo se contrae súbitamente. La pistola que tiene en la mano se dispara y se oye una explosión seguida inmediatamente por el impacto de una bala que se incrusta en la valla de madera que tiene detrás.

La Taser consigue el mismo efecto que ha tenido en el resto de personas. Adrian mantiene el dedo en el gatillo, miles de voltios salen de la Taser por los cables y llegan a las púas que se han clavado en el cuerpo de Tate hasta que se le ponen los ojos en blanco y cae desplomado de espaldas, incapaz de mover los brazos ni las piernas. Adrian corre hacia él y le pone el trapo en la cara a Tate, que ni siquiera puede intentar ofrecer resistencia. Un instante después, ya está inconsciente.

Ha tenido un pequeño susto con la pistola, pero aparte de eso la cosa no podría haber ido mejor. Además, ahora podrá añadir una pistola a su colección.

—Bienvenido a mi colección —dice, pero ni siquiera puede oír sus propias palabras por encima del zumbido que le llena los oídos. Tira de los dardos que se han clavado en el pecho de Tate, pero han penetrado mucho y tiene que tirar más fuerte para poder arrancárselos. Los enrolla alrededor del arma y se la mete en el bolsillo antes de recoger la pistola.

El móvil ha quedado en el suelo, junto a la mano de Tate. Aún está encendido y quienquiera que esté al otro lado sigue escuchando. Intenta aplastarlo de un pisotón y nota una punzada de dolor que le sube por la pierna en el momento del impacto. No acaba de romperse con el primer golpe, más bien queda algo hundido en el suelo. Lo pisotea por segunda vez y ahora sí, se rompe en dos trozos y el dolor en la pierna se vuelve más intenso.

El zumbido que notaba en los oídos empieza a remitir y es capaz de oír voces. Mira hacia las casas que tiene a su alrededor y ve que se han encendido luces que antes estaban apagadas. Hay gente mirándolo desde una de las ventanas. Los apunta con la pistola y se escabullen enseguida. Han oído el disparo y han llamado a la policía. Se agacha para agarrar a Tate y subírselo al hombro, pero solo consigue dar un paso antes de que le ceda la pierna derecha y caiga al suelo con Tate encima de él. Se revuelve sobre sí mismo para apartarse del peso muerto que lo apresa, pero cuando intenta levantarse nota cómo vuelve el dolor, el mismo dolor que ha sentido cuando ha aplastado el móvil. Se toca la pierna y se mancha la mano de sangre. Se arremanga la pernera y ve que tiene un surco en la carne del exterior del muslo, producto de la bala que Tate le ha disparado. No para de salirle sangre. No ha notado cómo ocurría, pero ahora que ha visto la herida, empieza a dolerle de verdad. No puede llevarse a Tate y llegar hasta el coche rápidamente y además la policía está en camino porque esos malditos vecinos metomentodo deben de haber llamado ya.

—No es justo —exclama cuando llega a la puerta lateral. «La justicia solo es para los ganadores», solía decirle su madre. No su verdadera madre sino la otra, la que murió calcinada. Supone que tampoco fue justo que le prendiera fuego de ese modo y también supone que eso significa que ella no era una ganadora. Avanza por el jardín hasta la calle apretando los dientes mientras recorre la distancia que lo separa del coche. Con una mano se presiona firmemente la herida mientras conduce, y ya se ha alejado varias manzanas cuando oye la primera sirena.

43

Durante los primeros treinta y ocho años de mi vida nadie llegó a dispararme con una Taser. Esta es la segunda vez en un año. No sé si eso significa que pasarán treinta y ocho años más antes de que vuelvan a dispararme dos veces más, o que me van a disparar una vez al año hasta que cumpla los setenta y seis. La última vez fue mi abogado y esta, un antiguo paciente mental. No sé qué es peor, pero sí sé quién tiene la minuta más alta.

Puedo ver las estrellas y sentir el suelo debajo de mí, pero no puedo mover nada y tengo que concentrar todas mis fuerzas para poder mantener los ojos abiertos. Oigo unas cuantas voces y alguien pronuncia mi nombre un par de veces, pero parece como si todas las palabras procedieran de las estrellas. Unas formas se desplazan por encima de mí pero no se quedan quietas el rato suficiente para poder enfocarlas, aunque creo que son caras. Finalmente, me mueven de sitio. Lo sé porque las estrellas se arremolinan un poco y luego veo pasar los aleros de mi tejado antes de que mi campo de visión se limite al techo de una furgoneta. Cierro los ojos y noto que la cabeza me da vueltas. Creo que me duermo durante un rato y cuando abro los ojos no estoy seguro de cuánto tiempo ha pasado, pero noto los brazos y las piernas a pesar de que apenas puedo moverlos.

—Fue un error dejar que te marcharas —dice Schroder, inclinado sobre mí.

—Empiezo a pensar lo mismo —digo.

—¿Eh?

—Digo que empiezo a pensar lo mismo.

—Sea lo que sea lo que dices, puede que a ti te suene comprensible —dice Schroder—, pero yo solo oigo
uobuobuobuobuob
.

—Lo siento.

—¿Qué? Mira, tú relájate. Volveré dentro de unos minutos, espero que entonces te encuentres mejor.

Noto un sabor raro en la boca, como si hubiera mordido un trozo de bistec muy crudo. Noto un sabor de algo que podría ser cobre o sangre, pero que es el producto químico que Adrian ha utilizado para dejarme inconsciente. Cierro los ojos e intento centrarme en cada una de las extremidades. Puedo mover los dedos de las manos y de los pies, pero nada más. Vuelvo a intentarlo, intento mover cada extremidad, una a una. Puedo cerrar las manos para formar puños. Puedo mover los pies. Sigo intentándolo hasta que soy capaz de doblar los brazos y luego las piernas. Me incorporo hasta quedar sentado, la cabeza me da vueltas y pierdo el conocimiento de nuevo.

Cuando recupero la conciencia, Schroder vuelve a estar allí.

—¿Cómo te encuentras?

—Hecho una mierda.

—Eso te va a juego con la cara. Dios, Tate, ¿es que no hay nadie en esta ciudad a quien no hayas cabreado?

Estoy empezando a dudarlo seriamente. Me incorporo hasta quedar sentado, solo que esta vez más despacio. Estoy mareado, hambriento, sediento y no recuerdo la última vez que me sentí tan cansado. Tengo un dolor de cabeza que me sobreviene en agudas oleadas, una detrás de otra, y con cada una de ellas tengo la sensación de que mi cerebro está mordiéndome la parte trasera de los ojos. La ambulancia está llena de cosas y me parece un milagro que los operarios sepan dónde está todo. Bajo los pies por uno de los lados de la camilla y las cosas parecen desenfocarse durante unos segundos, aunque vuelven a la normalidad al cabo de un momento.

—¿Qué demonios ha sucedido? —pregunta Schroder.

—No… no lo sé muy bien.

—Te atacó mientras hablabas por teléfono conmigo.

—¿Me llamaste?

—No, me llamaste tú a mí.

—Espera —digo. Cierro los ojos e intento recordarlo. Recuerdo haberme comido una hamburguesa. Recuerdo haber paseado por los jardines, con las flores, el río, la hierba lozana y los árboles bien cuidados incluso con este calor. Recuerdo los cuerpos de Grover Hills y a los pandilleros del perro presa. Luego andaba por mi casa marcando un número de teléfono, abrí la puerta y allí estaba ella. ¿Fue por eso por lo que llamé a Schroder? ¿Para contarle lo del cadáver? No, no, ya estaba hablando por teléfono cuando la vi…

—De algún modo, estaba colgada de mi tejado.

—Jane Tyrone —me recuerda.

—Me disparó con una Taser y me drogó.

—Lo sabemos. Y no hay duda que así es como se llevó también a los demás. Te dijo algo.

—¿Eh?

—Poco después del disparo. Probablemente ya estabas inconsciente. Dijo: «Bienvenido a mi colección». O sea que Barlow tenía razón y Adrian está obsesionado con Cooper, está haciendo una colección que iba a incluirte a ti. Si no hubiera perdido los papeles con el disparo, ya estarías expuesto en alguna habitación cerrada.

—Mierda —digo, cuando pienso en lo diferentes que podrían haber sido las cosas, cuando pienso que ahora mismo podría haberme despertado en una Sala de los Gritos para mí solo—. Me falta algo —digo.

—¿La pistola?

—No. Quiero decir, sí, pero tenía que contarte algo más.

—¿De dónde había salido la pistola, Tate?

Imagino que probablemente Adrian habrá añadido la pistola a su colección después de atacarme. Pienso en la posibilidad de contarle a Schroder que fue Adrian quien trajo la pistola, pero entonces él no habría tenido la ocasión de dispararla.

—Fue un regalo —le digo—. Después de que colgaran a mi gato y de que Adrian entrara en mi casa ya no me sentía seguro.

—¿Un regalo de quién? ¿De Donovan Green?

—¿Qué importa?

—Pues importa porque es ilegal, por eso importa.

—Y si no la hubiera tenido, quién sabe dónde demonios me habría despertado ahora.

—De acuerdo, Tate, dejaremos pasar lo de la pistola por el momento, pero no me olvido de ello. Por cierto, acertaste el tiro.

—¿Qué?

—Encontramos la bala en la valla. Hay ropa y sangre en ella, por lo que debió de atravesar algo. Y tenemos sangre derramada en el césped, rodeada por los papelitos de identificación de la Taser, y el rastro de sangre llega hasta la calle. No hay suficiente sangre para que sea una herida grave, pero le diste bastante bien.

Schroder me ayuda a salir de la ambulancia descargándome de mi propio peso para que pueda tenerme en pie. Mis primeros pasos son como los de un potro recién nacido y Schroder tiene que seguir ayudándome durante unos segundos. Sin embargo, el dolor de cabeza no se va. Recuerdo haber sacado la pistola. Tenía el teléfono en la mano buena y agarré la pistola con la vendada. Eso me hizo una fracción de segundo más lento. Me costaba sujetarla. De haber podido tener unas décimas más, habría podido apuntar y todo esto habría acabado. El problema entonces habría sido que Adrian estaría tendido en mi jardín con una bala en la cabeza y su cerebro habría quedado hecho papilla sin haber podido revelar el lugar donde se encuentra Emma.

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