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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (44 page)

Cuando conducimos por el perímetro en el que están instalados los medios de comunicación alrededor de Grover Hills, estos no hacen más que gritarnos preguntas y apuntarnos con focos, el agente queda cegado por una de las cámaras y golpea a una de las periodistas con el lateral del parachoques. La mujer cae aparatosamente al suelo y empieza a insultarnos a gritos y a amenazarnos con demandas judiciales antes de darse cuenta de su error, de que cuanto más herida, mejor es la historia y mayor será la compensación, por lo que decide callarse y dejarse caer al suelo desplomada. Todas las cámaras la iluminan y ella se queda ahí quieta, convertida en una caricatura del dolor. El agente detiene el coche, sale y da un par de pasos hacia ella, pero las cámaras no le permiten avanzar y ya son aún más numerosos los focos que apuntan en su dirección. Él levanta las manos para protegerse los ojos. Dejo que se encargue del asunto y mientras me acerco a pie al edificio me cruzo con un par de polis que acuden a ayudar a su colega.

Se han encontrado dos cuerpos más desde que me he marchado, los dos en la misma fosa. Al parecer no hay rasgos comunes en la manera de enterrar los cuerpos, probablemente porque los que cavaron las fosas estaban locos. Nadie repara demasiado en mí cuando me acerco para echar un vistazo. Los dos cuerpos parecen recientes, tienen la piel retraída y las venas oscuras, muy marcadas, como si los gusanos las estuvieran recorriendo en busca de alimento y cobijo. Por segunda vez en la noche se me revuelve el estómago. Un hombre lleva vaqueros y el otro pantalones cortos, los dos con camisetas manchadas de fluidos que han supurado de sus propios cuerpos.

Una de los forenses, una mujer que responde al nombre de Tracey Walter, se acerca a mirar. La última vez que la vi estaba trabajando en el caso del Asesino Enterrador. Por aquel entonces llevaba el pelo negro y recogido en una cola de caballo. Ahora va teñida de rubio pero el peinado es el mismo. Siempre viste de forma deportiva, como si fuera a echarse unas carreras en cualquier momento.

—¿Quién te ha dejado entrar? —pregunta, aunque tiene la delicadeza de acompañar sus palabras con una sonrisa.

—Schroder me ha pedido que lo ayude.

Me tiende la mano.

—Está limpia —dice. Parece incómoda mientras le doy la mano. El año pasado se enfadó bastante conmigo y no la culpo. Casi consigo que la despidan, robé unas pruebas del depósito de cadáveres en el que ella trabajaba.

—Bueno, ¿qué puedes decirme sobre estos tipos? —pregunto.

—Nada —responde—. No me creo por nada del mundo que Schroder te pidiera ayuda.

—Pues así es. Aunque no en este caso —admito—. Vamos, Tracey, estoy intentando encontrar a Emma Green.

—Y nada va a detenerte.

—¿Eso es malo?

—Lo es para cualquiera que se interponga en tu camino, da igual si se trata de alguien inocente.

—¿Tienes alguna idea de quiénes eran? —pregunto mientras asiento en dirección a los dos cadáveres.

—Todavía no —dice—. Aún no hemos tocado los cuerpos.

—Vamos a tocarlos, pues —digo. Me agacho a un lado de la fosa y tiro de los pantalones cortos de la víctima que tengo más cerca. Le doy la vuelta hasta que consigo llegar a su bolsillo trasero.

—¿Qué demonios haces, Tate?

Saco una cartera y se la doy a Tracey probablemente una o dos horas antes de lo planeado, pero no hay tiempo que perder en protocolos. No hay dinero, ni tarjetas de crédito, ni carnet de conducir. Me acero a la segunda fosa. Hago lo mismo con los vaqueros. El mismo truco. Consigo llegar al bolsillo trasero del mismo modo y saco una cartera igual de vacía.

—Genial —dice ella—. Gracias por ayudarme tanto.

Cerca del lateral de la fosa, me fijo mejor en los cuerpos.

—¿Te das cuenta de lo mucho que se parecen? —pregunto.

—¿En qué sentido?

—La misma altura, el mismo color de pelo, la misma estructura ósea —digo. La podredumbre y la descomposición han borrado algunos detalles, pero todavía queda mucha piel y carne que permiten apreciar las similitudes. Tracey se agacha y enciende una linterna con la que apunta a la cara de uno de ellos y luego a la cara del otro. Los ojos son de un blanco lechoso y marrones en el centro.

—Es difícil precisarlo a estas alturas —dice—, pero no se puede negar que se parecen mucho. Es posible que fueran hermanos.

—¿Hermanos?

—Sí. Parientes.

—Ya sé lo que quieres decir —digo mientras me levanto. Hermanos. Gemelos. Camilleros—. ¿Cuánto tiempo llevan enterrados?

—No más de una semana —dice ella—. ¿Por qué? ¿Te dice algo todo esto?

—Es posible. Debo irme.

—Sabes quiénes son, ¿no?

—Estoy trabajando en ello —digo, pero no estoy seguro de que me haya oído porque ya he salido corriendo a buscar un coche que pueda llevarme prestado.

48

La puerta de la celda está abierta y el aire que entra es ligeramente más fresco que el que hay dentro. Adrian está en la entrada con una pistola y la Taser y Cooper tiene a su madre a su lado. Cooper puede ver el pasillo que hay detrás de Adrian y esto no es ni Sunnyview ni Eastlake; no sabe dónde demonios está.

—¿De qué habla? —le pregunta su madre.

Cooper se vuelve hacia ella. Desde el pasillo que hay detrás de Adrian llega la suficiente luz artificial como para ver el lugar claramente. Estén donde estén, tienen electricidad. Esto podría ser una casa. ¿En algún lugar de la ciudad? No hay manera de saberlo.

—No lo sé —responde Cooper. Su madre, aparte de parecer asustada, de repente aparenta cada uno de los setenta y nueve años que tiene, incluso unos cuantos más. Durante los últimos años, se había instalado en su rostro una expresión angustiada, como si se pasara el día sorbiendo limones. Ahora parece que le hayan metido el limón entero en la boca. Lleva el pelo canoso hecho un desastre e incluso si Adrian la ha disparado con la Taser, a Cooper le sorprende que haya podido sacarla de su casa sin que haya intentado lo imposible por peinarse y pintarse los labios antes. Lleva puesto un camisón rectangular que le regaló él mismo hace dos años por Navidad, porque lo encontró de rebajas por diez pavos—. No hagas caso de lo que dice. Está absolutamente loco.

—No estoy loco —dice Adrian—. Mira, mira las manchas de sangre de su ropa. Es un asesino.

—No soy un asesino —replica Cooper. Hace dos minutos que su madre ha entrado en la celda a punta de pistola y él no ha podido hacer nada al respecto, aparte de retroceder hasta el fondo de la celda y limitarse a observar para no recibir un disparo. Ella ha salido corriendo hacia él y a punto han estado de fallarle los dos tobillos, pero Cooper la ha agarrado antes de que cayera sobre el suelo acolchado. La ha abrazado con fuerza, no quería tenerla allí, pero de algún modo agradecía poder verla, lo que le ha hecho sentirse culpable inmediatamente. Por su parte, ella también agradecía poder ver que su hijo seguía con vida. De algún modo, Adrian ha conseguido una pistola además de la Taser. Con una Taser no podía hacer gran cosa contra dos personas, pero con una pistola sí. Una pistola podía servirle para enfrentarse a diez personas, si ninguna de estas iba armada. Por eso Cooper se ha quedado en el fondo de la celda en cuanto se ha abierto la puerta y mientras entraba su madre. La quiere con locura, pero tenerla allí ha complicado las cosas. Y mucho.

—¿Por qué sigues mintiendo? Ya no es necesario —dice Adrian—. Esta es tu oportunidad de descargar todo tu odio, ese odio que te ha llevado a matar a otras personas. Siete, de momento.

«Dos», piensa Cooper, aunque en realidad solo había sido una. Pero sin duda serán dos en cuanto consiga salir de esta celda. Joder, el hijo de puta se ha puesto ropa de su padre, ropa que su madre tendría que haber tirado hace casi cuarenta años, cuando su padre los abandonó, pero por algún motivo decidió guardarla.

—No soy un asesino.

—La gente buena no cría a asesinos —dice Adrian mientras mira a la madre de Cooper—. ¿Por qué te preocupas tanto por hacerla feliz con tus mentiras? No es buena persona.

—Este jovencito necesita ayuda urgentemente —dice la madre de Cooper con el mismo tono de voz que solía utilizar cuando su hijo era pequeño y no quería terminarse la cena, segar el césped o cuando trataba mal a su hermana. Era el mismo tono de voz con el que había reprendido a Cooper por haber robado el coche. Casi espera que obligue a Adrian a escribir una carta para su yo futuro—. No sé a qué está jugando, pero esto acabará muy mal.

—Puedo demostrarle que su hijo es un asesino —dice Adrian.

—Y una mierda —dice Cooper—. No le escuches.

—Se llevaba chicas a Sunnyview. Es un hospital mental clausurado, está abandonado y las encerraba allí para…

—Estás loco —lo interrumpe Cooper—. No le escuches, mamá. Es un paciente mental que se ha fugado. Lo estuve entrevistando hace unos años para mi libro. Mató a su familia con un hacha. Les arrancó los dedos a mordiscos y los utilizó para hacer dibujos en las paredes.

—¡Oh, Dios mío, eso es horrible! —exclama su madre.

—¿Qu…qué? ¡Yo no hice eso! —grita Adrian—. ¡Cuéntaselo, cuéntale la verdad!

—Cuando la policía lo encontró llevaba puesto un vestido.

—¡Mientes!

—El vestido era de su hermana y le quedaba pequeño, pero se lo había puesto de todos modos.

—Pobrecito —dice la madre de Cooper—. ¿Qué tipo de madre tuviste para que te criara tan mal?

—No fue culpa de ellas —dice Adrian. Deja de apuntar a la madre de Cooper para apuntarlo a él. A Cooper no le gusta nada la manera como le tiembla la mano.

—¿Tuviste más de una? —pregunta ella.

—¡Solo maté a una! —dice Adrian, chillando ya a todo pulmón. Cooper protege un poco a su madre con un brazo y da un paso para ponerse delante de ella—. La otra… la otra murió de forma natural —dice—, ¡y nunca le he arrancado un dedo a mordiscos a nadie, ni me he puesto ningún vestido! ¡Yo nunca haría algo así!

—Quiero que dejes que se vaya —dice Cooper.

—¿Estás seguro? ¿De verdad es eso lo que quieres? ¿Quieres que tu madre quede libre y le cuente a todo el mundo el tipo de hombre que eres?

Tiene razón, es algo en lo que ha estado pensando desde que Adrian lo amenazó por primera vez con traerla aquí.

—Te he ayudado —dice la madre de Cooper—. Te he vendado la pierna. ¿Así es como nos lo pagas? Eres un maleducado y un grosero. Si yo fuera tu madre, ahora mismo me moriría de vergüenza.

—Mamá —dice Cooper mientras le lanza una mirada que le da a entender que ha llegado el momento de que cierre el pico.

—Y tú no me mires de ese modo, Cooper. Digo lo que pienso.

Va a conseguir que los maten a los dos.

—Ya sabía yo que era una mala mujer —dice Adrian—. Es tal como dicen los libros. Piensa en lo que le contará a todo el mundo si la dejo marchar. Tal vez no me crea, pero la policía la escuchará y se sabrá todo, ellos saben que no miento.

—Deja que se vaya —dice Cooper, pero su voz no suena convincente, está seguro de que su madre lo notará y, efectivamente, así es.

—¿Cooper? ¿Es cierto algo de lo que dice? —pregunta mientras se pone de nuevo delante de él y se vuelve para mirarlo a los ojos.

—Por supuesto que no —dice.

—Todo es cierto —replica Adrian.

—¡A callar, joven! —exclama la madre de Cooper antes de lanzarle una mirada fugaz a Adrian, tras lo que se da la vuelta de nuevo hacia su hijo—. Dime que no le has hecho daño a nadie —dice ella.

—Está loco —insiste Cooper—. Te juro que está loco y que se lo está inventando todo.

—Prométemelo, prométeme que no le has hecho daño a nadie —le exige.

Parece como si lo estuviera regañando.

—Mire lo manchada que tiene la ropa de sangre —dice Adrian, que parece desesperado por convencerla—. ¡Pregúntele cómo se la manchó!

—Intentaba ayudar a una chica —dice Cooper—. Adrian la apuñaló. Yo intenté salvarla pero no lo conseguí. —De repente se siente como un niño que le miente a su madre y lo único que desea es que ella le crea, y si le cree, entonces, ¿qué? ¿Cómo puede convencerla de que no le cuente a la policía que Adrian no para de repetir que él es un asesino en serie?

No cree que pueda. Su madre tiene casi ochenta años y las mujeres de ochenta años se pasan el día charlando y algo de todo esto acabará sabiéndolo alguien. Tiene que haber algún modo de salir de aquí con ella, puede interpretar el papel de víctima y de héroe siempre y cuando nadie haya encontrado sus fotografías.

—Se desangró encima de mí mientras intentaba ayudarla, fue horrible —dice Cooper—. Horrible, de verdad. Intenté salvarla, lo intenté de veras, pero… no pude.

—Todo irá bien —le dice su madre mientras le toma la mano.

—Fue él quien me dijo dónde estaba la chica muerta —continúa Adrian—. ¿Cómo lo sabía? ¡Eso es lo que la policía preguntará!

—¿De qué chica muerta está hablando? —pregunta la madre de Cooper—. ¿La que intentaste salvar?

—Otra distinta —dice Cooper—. Ha matado a muchas.

—¿Y qué pasa con el pulgar? ¡Les corta los pulgares a sus víctimas y los colecciona en tarros de cristal! ¡Yo lo he visto!

—Eres tú quien se dedica a cortar dedos —se defiende Cooper.

Adrian levanta la pistola y Cooper se adelanta de nuevo frente a su madre. Todo podría acabar ahora mismo. Entonces, Adrian sonríe.

—Ya entiendo por qué haces todo esto —dice Adrian—. Es porque tienes miedo.

—Todo irá bien —susurra la madre de Cooper mientras le agarra la mano con fuerza—. No llores —le dice. Cooper no era consciente de que estaba llorando, se da cuenta y se seca las lágrimas con una mano—. Conseguirás que nos saquen de aquí —le dice.

—Lo siento —se disculpa Cooper.

—No es culpa tuya que estemos aquí —dice ella—. No puedes ser responsable de los actos de los demás, especialmente de los de un joven tan trastornado.

—¡No soy un trastornado! —replica Adrian—. Díselo, Cooper, cuéntale lo de la chica que encontré y que tú secuestraste. ¡Cuéntaselo!

—¿Qué chica? —pregunta Cooper sabiendo que Adrian probablemente había encontrado a Emma.

—La chica que dejaste en Sunnyview. Ibas a matarla.

—¿De qué demonios hablas? —pregunta Cooper.

—Te lo mostraré —dice Adrian—. Os lo mostraré a los dos. La tengo atada.

—¿Tienes a una chica aquí secuestrada? —pregunta la madre de Cooper, dirigiéndose a Adrian.

—Yo la salvé.

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