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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (36 page)

—Nos las arreglamos con lo que tenemos —comenta cuando ve que miro a mi alrededor. Sigue parpadeando lentamente—. Tenemos muy poco apoyo gubernamental, dependemos de la bondad de la gente y, como ya debe saber, no es que haya mucha bondad suelta por el mundo. Soy el Predicador —dice mientras me tiende la mano.

Yo la acepto, espero que el apretón de manos sea fuerte y lo es. No aparto la vista del vello de su muñeca por si decide expandirse hacia mí.

—¿Café?

—No, gracias.

—No es una mala decisión —dice—. Es malo para la salud y yo estoy enganchado, pero hay muchas adicciones malas para la salud, ¿no?

—Ando buscando a alguien.

—Todo el mundo anda buscando a alguien, yo puedo decirle dónde encontrarlo.

—¿Dónde?

—Aquí —dice mientras se da unos toques en el pecho—. Y en la Biblia.

—Mire…

—Bromeaba —confiesa mientras ríe levemente—. Bueno, no bromeaba acerca de la necesidad que tenemos todos de encontrar a Jesús, pero tampoco intentaba pegarle un sermón. Lo que intento es que todos los hombres que tengo aquí encuentren a Dios.

—¿Y cómo le va?

—Ya se sabe que la vida está llena de retos —dice—, y en esto no es muy diferente. ¿Le importa? —pregunta mientras saca un paquete de cigarrillos.

En realidad me importa, pero niego con la cabeza.

—Adelante.

—Estas malditas adicciones —reniega—. Por suerte son las dos únicas que tengo.

—¿A Dios no lo cuenta como adicción?

Sonríe mientras enciende el cigarrillo, aspira una bocanada de humo y luego lo expulsa.

—Esa ha estado bien —dice—. Tengo que recordarla. —Sostiene el cigarrillo delante de él y lo contempla con adoración—. La vida está llena de tentaciones —prosigue—. Esa es una de las ironías de Dios. Las cosas que nos tientan más son las que nos hacen más daño. Excepto la religión.

—Necesito su ayuda —digo. Le muestro el retrato robot—. ¿Reconoce a este hombre?

Apenas se detiene a mirarlo y niega con la cabeza.

—¿Está seguro? —insisto—. Una fuente fiable me ha dicho que este tipo vivía aquí. Fíjese un poco más.

Lo mira unos instantes más.

—Sí, quizá. ¿No salía en
El señor de los anillos
? Creo que era un hobbit.

Vuelvo a guardarme el dibujo en el bolsillo, aunque también podría arrugarlo y tirarlo sin más.

—Necesito hablar con alguien que haya llegado aquí procedente de Grover Hills.

—¿Por qué? ¿Alguien comete una locura y usted quiere culpar a una persona que padece una enfermedad mental?

—Algo parecido. Alguien le ha prendido fuego a una de las enfermeras que trabajaba allí.

Le da una larga calada a su cigarrillo, no para de aspirar hasta que sus pulmones quedan completamente llenos.

—Lo he oído en las noticias. ¿Cree que ha sido un paciente? —dice sin soltar el humo.

—Hay más cosas.

—¿Como qué?

—No puedo contárselo.

—No puede contármelo. Bueno, pues yo no puedo decirle nada, tampoco. Los que están aquí me miran y confían en mí. No puedo romper eso.

Me saco mil dólares del bolsillo.

—Pero puede recibir donaciones, ¿no? —pregunto—. Tiene la oportunidad de conseguir un buen karma. Acaba de decir que no hay suficiente bondad en este mundo. Hay que empezar por algo, pues. Usted es bueno conmigo y me da algo de información y yo soy bueno con usted. Con esto —le digo, agitando el dinero— puede comprar comida, cigarrillos y unas ollas y sartenes nuevas.

Contempla el dinero del mismo modo que ha contemplado el cigarrillo, como si se tratara de otra adicción, aunque una de esas que nunca tiene ocasión de probar. Luego mira a su alrededor, como si alguien lo vigilara. No hay nadie. Da un paso adelante para coger el dinero pero yo lo retiro a tiempo.

—Nombres.

—No los recuerdo todos. Eran seis o siete.

—¿Eran?

—Se han marchado todos.

—¿Adónde?

—Este no es el típico lugar en el que se mantiene el contacto con los que han pasado por aquí —dice—. La mayoría de la gente que llega aquí acaba de salir de la cárcel. Consiguen trabajos volteando hamburguesas y desincrustando animales muertos del asfalto, apenas llegan al salario mínimo. La gente no viene aquí a hacer amigos.

—¿Hay alguno de los pacientes de Grover Hills que destaque por encima de los demás?

—Aquí no hay nadie que destaque —dice. Alarga el brazo de nuevo para coger el dinero pero yo no cedo.

—Eso no vale precisamente mil dólares —replico—. Necesito más.

—Supongo que hay un tipo con el que podría hablar —dice—. Uno de los pacientes. Parecía llevarse bien con la mayoría de ellos.

—¿Qué? ¿Está aquí?

—Sí. Está aquí.

—Creí que había dicho que ya no quedaba ninguno.

—Acabo de recordarlo —dice, encogiéndose de hombros. El dinero mejora la memoria de la gente—. Se llama Ritchie Munroe.

—¿Y está aquí ahora mismo?

Alarga el brazo y le doy el dinero. Imagino que si realmente lo quisiera podría quitárselo de nuevo en unos cinco segundos. Le da otra calada al cigarrillo.

—Arriba. La última puerta a la derecha.

Me dirijo al vestíbulo y subo por las escaleras. Los escalones crujen con cada paso que doy y el pasamano está gastado y se tambalea. La capa de polvo que cubre las ventanas del vestíbulo del primer piso es más gruesa que la de las de la planta baja. La vista que ofrecen del exterior no es agradable: los tejados oxidados de las casas vecinas, canaletas llenas de hojas y de lodo, jardines con el césped quemado y piezas de coche esparcidas por el suelo. Llamo a la puerta del fondo y un tipo me grita que espere un momento antes de abrirla medio minuto más tarde. Ritchie Munroe tiene la nariz demasiado grande y la boca demasiado pequeña, es como si alguien le hubiera puesto unas piezas de tamaño erróneo en la fábrica de bebés. Sus ojos parecen demasiado pequeños para las cuencas en las que están alojados, como si una llave ubicada en la cabeza pudiera hacerlos girar como símbolos de dólar en una máquina tragaperras. Lleva el pelo teñido de negro, pero tan mal teñido que también lleva tinte en la frente. Debe de rondar la cincuentena, tal vez llegue a los sesenta. Podría ser el tipo del retrato robot, pero también podría no serlo. Va en ropa interior, una camiseta y unos calzoncillos que ocultan un bulto importante. Tras él hay un pequeño televisor en el que hay puesta una película porno con el volumen silenciado. El aire caliente que sale de la habitación cuando abre la puerta parece ansioso por escapar.

—¿Quién es usted? —pregunta, visiblemente nervioso.

—Soy el inspector Schroder —digo, porque imagino que a Carl no le importará. O mejor dicho, porque imagino que nunca lo sabrá—. Necesito hacerle unas preguntas acerca de Grover Hills.

Niega con la cabeza.

—Es la primera vez que oigo ese nombre —dice justo antes de intentar cerrar la puerta. Apoyo la mano en ella para impedirlo.

—Es curioso, teniendo en cuenta que pasó una temporada allí. ¿Le importaría apagar eso? —pregunto mientras señalo el televisor con la barbilla.

—¿Por qué? ¿Le incomoda?

—Supongo que eso significa que tampoco está dispuesto a ponerse unos pantalones.

—Usted haga sus preguntas y lárguese —dice—. Si no le importa.

—El Predicador dice que tenía muchos amigos entre los pacientes de Grover Hills.

—¿El Predicador le ha dicho eso?

—Eso ha dicho.

—¿Piensa pagarle?

—Ya lo he hecho —digo con una sonrisa.

—¿Tiene algo para mí? —pregunta, ya menos nervioso.

Le muestro el dinero que me queda.

—¿Qué quiere saber?

—Alguien le ha prendido fuego a la enfermera Deans.

Se echa un poco hacia atrás y sus facciones se tensan, pero luego se relaja de nuevo en cuanto acepta la noticia.

—No puedo decir que me sepa mal oírlo.

—¿Alguna idea de quién podría haber hecho algo así?

—Ni idea.

—¿Ha oído hablar de Emma Green?

—No.

—¿De Cooper Riley?

—No.

—¿Ni siquiera en las noticias?

—¿Para qué tendría que ver yo las noticias?

—¿A quién más podría no entristecerle oír que la enfermera Deans haya muerto?

Se encoge de hombros.

—A todos los que pasaron alguna vez por Grove. No les gustaba a nadie de los que estuvieron allí. Es lo que tienen los centros psiquiátricos.

—¿Y qué pasa con usted?

—A mí me cae bien casi todo el mundo.

—Quiero decir si deseaba matarla.

—A mí me gusta el amor y no la guerra —dice.

—¿Es usted un pirómano?

—¿Qué?

—¿Dónde estuvo ayer?

—¿Por qué?

—Limítese a responder a la pregunta.

—Aquí. Con Melina. Todo el día.

—¿Melina?

—Sí. Es mi chica.

—¿Está aquí?

—¿Dónde quiere que esté, si no?

—¿Puedo hablar con ella?

—No le gustan los desconocidos.

Agito el dinero delante de su cara para recordarle por qué está hablando conmigo. Lo ve y de repente piensa que no está tan mal hablar con desconocidos.

—Que sea rápido —dice.

Acaba de abrir la puerta. La luz que entra en el vestíbulo por las ventanas del piso de arriba no hace ningún esfuerzo por entrar en esa habitación, es como si tuviera miedo del aire viciado y del olor a sexo que se respira allí. Melina está tendida en la cama de cara al televisor. Las cortinas están pasadas, por lo que la mayor parte de la luz que hay en el cuarto procede del televisor. Ritchie retrocede unos pasos y su movimiento crea una corriente de aire que pone en evidencia el hedor que se respira dentro. Estoy al borde de la náusea.

—¿Melina? —digo mientras avanzo hacia ella, pero no digo nada más.

—Hágale sus preguntas —dice Ritchie.

Me vuelvo hacia él.

—¿Ella es su coartada?

—¿Por qué me lo pregunta? —dice—. Es ella quien le dirá que estuvimos los dos aquí juntos.

Bajo la mirada hacia Melina, pero Melina sigue mirando la televisión y me ignora por completo, con la mirada perdida de sus ojos de plástico. Todo su cuerpo está hecho de goma y plástico y debe de pesar unos cincuenta o sesenta kilos. Comparada con una muñeca hinchable, sin duda puede considerarse una top-model. Apuesto a que tiene mucho mantenimiento.

—¿Lo ve? —dice Ritchie.

—¿Qué?

—¿Lo ve? Ya se lo he dicho, ayer pasé el día entero aquí dentro —dice antes de bajar la mirada hacia Melina—. Lo sé, lo sé —dice—. Lo siento, pero no es culpa mía. Ha venido sin avisar. Y trae dinero.

Se vuelve hacia mí de nuevo.

—Ya le he dicho que no le gustan los desconocidos. Ya tiene lo que ha venido a buscar. Ya la ha oído, va siendo hora de que se largue. —Vuelve a mirarla—. Ya lo sé, cariño, ya lo sé.

Me acompaña hasta la puerta y me alegro de que lo haga.

—Lo siento —dice con un susurro de complicidad.

—Es difícil encontrar a la mujer perfecta —digo—. ¿Sabe? Con mil pavos podría comprarle unos cuantos vestidos bonitos.

—Supongo que sí.

—Pero necesito que me explique unas cuantas cosas.

—¿Como qué?

—Quiero que me hable acerca de la Sala de los Gritos.

—¿Quién le ha hablado de ello?

—Otro paciente. ¿Lo obligaron a bajar al sótano alguna vez?

—¿Quién, yo? No, jamás. Pero es que yo no… Bueno, jamás he… ya sabe, no le he hecho daño a nadie. Esa sala era para la mala gente y yo no soy mala persona. ¿Me da el dinero?

—Todavía no. ¿Y qué me dice de los Gemelos?

Baja la mirada.

—¿Por qué tiene que hablar sobre ellos? —susurra—. Ahora soy una persona mejor. No quiero tener nada que ver con ellos —solloza sonoramente y empieza a llorar.

—Lo siento, de verdad —le digo, y es cierto—. Oiga, ¿alguno de sus amigos de Grover Hills solía matar gatos y desenterrarlos luego?

—Tengo que irme —dice mientras empieza a cerrar la puerta—. Puede quedarse con el dinero.

Empujo la puerta con la mano.

—Ritchie…

—Pero Melina…

—Melina puede esperar. Deme un nombre, Ritchie.

—No puedo. Es amigo mío. Mi mejor amigo.

—¿Quién?

—Nadie.

—Ha matado a mi gato —digo—. Y ha matado a la enfermera Deans.

—Era una mujer muy dura —dice.

—¿Cómo se llama?

—No puedo —dice.

Vuelvo a mostrarle el dinero.

—Podrá gastarse esto en Melina —digo—. ¿Prefiere la amistad al amor? ¿Es eso? ¿Elegirá proteger a un asesino en lugar de comprarle a su chica algo que merece que le regalen?

Baja la mirada y empieza a abrir y cerrar los labios como un pez, aunque sin emitir ningún sonido.

—Ritchie…

—Se llama Adrian Loaner, pero ya no vive aquí. Antes sí, pero luego le enseñé a conducir y se marchó. Era joven cuando llegó a Grove, muy joven, y pasó allí unos veinte años.

—¿Cuándo se marchó de aquí?

—Hace una semana. Eso es todo lo que sé —dice. Cuando vuelve a levantar la mirada, las lágrimas recorren su rostro.

—Ha hecho lo que debía —le digo.

—Melina… ella no, ella no… ya sabe… y ya sé que no… pero es mejor eso que estar solo.

—Es duro estar solo —digo.

—Siento lo de su gato —dice.

—Yo también.

—Por favor, por favor, no lo mate.

Le muestro el retrato robot del periódico.

—¿Adrian es este?

Lo mira un momento y luego ladea la cabeza para cambiar el ángulo, primero hacia un lado y luego hacia el otro.

—Algo —dice—. Quiero decir que tal vez.

—¿Cuál era su habitación?

—Aquella —dice mientras señala hacia el otro lado del vestíbulo—. Pero está vacía. Es mi mejor amigo, pero no sé adónde ha ido.

Le doy el dinero y entro en el cuarto que hay al otro lado del vestíbulo. Las cortinas están descorridas y el sol cae sobre las tablas del suelo iluminando el polvo del aire. Hay una cama sin sábanas, mantas ni almohada. Todos los cajones del cuarto están abiertos y vacíos. En la habitación no queda nada que pueda levantarse con una sola mano. Adrian Loaner no volverá. Hago las comprobaciones de rigor, miro bajo la cama, busco alguna tabla suelta en el suelo y debajo y detrás de los cajones, pero no se ha dejado nada.

Adrian se mudó hace una semana y empezó una nueva vida en Grover Hills. Pero algo le ha hecho sospechar que hoy era el mejor día para mudarse de nuevo.

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