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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (33 page)

Mantengo la pistola apuntando hacia el suelo mientras camino. Grover Hills parece vacío. Me acompaña aquella sensación que se tiene cuando llamas a una puerta y sabes que no responderá nadie. Pero no por eso guardo la pistola. La puerta principal es doble y amplia. Subo al porche de madera e intento abrir las puertas. La de la izquierda se abre ruidosamente, las bisagras suenan como las de un ataúd desenterrado. El sol está en lo más alto, tanto que el ángulo y la veranda le impiden entrar por las puertas. El interior es oscuro. No es una oscuridad nocturna, pero sí ese tipo de oscuridad que encontrarías en una iglesia con las puertas selladas con tablones. Dentro el aire es seco y un poco más fresco a medida que avanzo hacia el interior, aunque no mucho más. No tengo la sensación de que haya nadie, pero el edificio tampoco tiene aspecto de estar muy abandonado. Parece como si hubiera «algo» en lugar de
«
alguien».

No daba la impresión de ser ese tipo de edificios que esperarías que fuera un centro psiquiátrico. No tiene largos pasillos de color blanco divididos por puertas cada quince metros. En lugar de eso parece una granja gigantesca, con mucha madera por todas partes, una versión muy neozelandesa del aspecto que debían de tener los centros psiquiátricos por aquel entonces. Las ventanas están enrejadas. Hay muchas habitaciones y veo que todas las puertas tienen cerrojo. Observo unas escaleras que suben hasta el piso superior. Últimamente no he tenido mucha suerte con las escaleras, por lo que decido empezar por la planta baja. Recorro el pasillo abriendo puertas y mirando dentro de los dormitorios mientras me dirijo a una gran zona comunitaria en la que probablemente había un televisor y una mesa de ping-pong. Todavía quedan unos sofás, todos en malas condiciones, algunos de ellos dispuestos frente a las ventanas que dan a los campos. Hay una puerta que lleva a una cocina. No hay signos de vida, pero tengo la sensación de que alguien me está vigilando. Es escalofriante. No puedo quitarme de encima la sensación de que todos los pensamientos oscuros de los pacientes que estuvieron encerrados aquí han formado alguna entidad malévola que ronda por el edificio y que si esa entidad se me apareciera, la pistola no me serviría de nada. En la cocina hay un gran frigorífico que parece tener más de cien años. Lo abro y compruebo que está vacío excepto por las capas de moho. La luz no se enciende. Acciono uno de los interruptores de la cocina pero tampoco se enciende nada. No hay corriente. Hay una gran mesa de acero inoxidable con dos fregaderos, y claramente marcados en el polvo hay círculos y líneas donde objetos que llevaban mucho tiempo allí han sido quitados recientemente.

Abro el resto de los armarios y cajones y lo único que encuentro en ellos es un ratón muerto. Me dirijo de nuevo hacia las escaleras. No están empapadas en gasolina, por lo que decido subir. En el piso superior encuentro más o menos lo mismo que en la planta baja: la misma distribución y el mismo tipo de zona comunitaria, aunque no hay cocina. Hay muchas telarañas en los rincones, pero no veo a nadie atado por ninguna parte, solo excrementos de ratón cerca de las paredes. La luz del sol entra de soslayo por las ventanas e ilumina el polvo que levantan mis pasos. En la mayoría de las habitaciones quedan algunos muebles, camas individuales con viejos colchones de espuma, cajoneras marcadas con arañazos y manchas. Los baños están repletos de bordes esmaltados y de cañerías vistas que recorren las paredes. Uno de los dormitorios está más limpio que los demás y no hay polvo en los cajones. Mientras camino por el lugar, es imposible sentir que haya llegado a pasar alguna vez algo bueno aquí dentro. Resulta imposible saber si aquellos que tanta ayuda necesitaban llegaron a obtenerla tras ingresar en este centro.

En los dormitorios de la parte norte del edificio hace calor, entra el suficiente sol por las estrechas ventanas como para calentar las habitaciones, pero en la parte sur las habitaciones son más frescas a pesar de que fuera nos acercamos ya a los cuarenta y dos grados. Hay más habitaciones, dos de ellas cuyas puertas tienen pestillos por la parte de fuera. Las abro y veo que tanto las paredes como el suelo están acolchados.

Bajo por las escaleras y recorro el pasillo en dirección opuesta a la de antes. Más dormitorios. Más baños. Abro una puerta que conduce a un sótano. Las escaleras apenas están iluminadas, por lo que extiendo la mano y le doy al interruptor que hay en un lateral de la pared de ladrillos, más por hábito que por esperanza, y no ocurre nada. Parece como si las escaleras llevaran a un foso, la única luz que penetra es la que hay detrás de mí y proyecta la sombra de mi cuerpo. Empiezo a bajar los escalones, pendiente de que mis pies desaparezcan en la penumbra, pero en lugar de eso mis ojos se acostumbran a la oscuridad.

Sigo por las escaleras hasta llegar al suelo de cemento. Hay otra habitación por delante de mí, pero está cerrada por una puerta de hierro. Es una especie de celda. En la puerta hay una pequeña ventana y aunque miro a través de ella, no consigo ver gran cosa. Golpeo la puerta con los nudillos y el sonido resuena por la estancia. Hay un pestillo en este lado y está abierto. Abro la puerta y al otro lado aún hay menos luz. Hay un bulto oscuro junto a la pared que resulta ser una cama y dentro huele fatal, tal vez a fluidos corporales podridos. Me aparto de la puerta y dejo que entre más luz en la estancia. En la cama hay un colchón viejo y una almohada que parece contener unos mil tipos de gérmenes distintos. Y nada más. Retrocedo hasta la sala principal. Hay una estantería vacía a este lado de la celda, un sofá viejo y una mesita de centro. Intento imaginar cómo vivía la gente a la que traían aquí abajo, a los que encerraban en esta sala y los mantenían alejados de la luz del sol. ¿Estas habitaciones debieron de preceder a las habitaciones acolchadas que he visto arriba? ¿O utilizaban este sótano para los peores pacientes? ¿Y por qué hay un sofá? ¿Acaso alguien se sentaba aquí para relajarse mientras otros permanecían encerrados? ¿Cuánto tiempo pasaba la gente encerrada aquí dentro, y cuánta gente sabía de la existencia de este lugar? ¿Es una práctica estándar? No puedo imaginar que lo sea. Una habitación como esta puede que fuera necesaria. Jesse Cartman, el tipo que devoró pedazos de carne de su hermana, probablemente pasó algún tiempo aquí abajo. Puede que fuera el único modo posible de mantener seguros a los demás. Por mala que sea esta celda, si las habitaciones acolchadas de arriba estaban llenas, no habría otro lugar para encerrar a ese tipo de gente en esos momentos. Pero si era para eso, ¿por qué no estaba también acolchada?

La persona que mató a Pamela Deans… ¿Cuánto tiempo debió de pasar aquí abajo?

Más que nunca, tengo la sensación de que alguien me vigila. Mientras vuelvo a subir veo las manchas oscuras en los escalones. Parecen de aceite. Me agacho y las toco con un dedo. Sea lo que sea, está seco, pero la yema de mi dedo queda recubierta de una película polvorienta rojiza. Podría ser sangre. Podría ser salsa de tomate. Hay muchas manchas.

Salgo y agradezco el calor del sol. Me apoyo en el coche y contemplo el edificio. Ni rastro de Cooper. Ni rastro de Emma Green. Ni rastro de quien mató a mi gato. Solo muebles y mesas con espacios en los que no se ha posado el polvo y algo que podría ser sangre seca en los escalones del sótano, quién sabe si seca desde ayer o desde hace cinco años.

Encuentro a Schroder en el camino de vuelta a la ciudad mientras aún circulo por una de esas calles estrechas y remotas. Ha aparcado el coche en la cuneta y está con otro agente, los dos están de pie mirando un mapa que han extendido sobre el capó y hay dos coches patrulla tras ellos. Eso significa que va a Grover Hills pensando que encontrará a Cooper Riley. Levanta la mirada y ve que estoy a punto de rebasarlo con el coche. Se da cuenta de que soy yo y niega con la cabeza lentamente. Lo saludo levemente. Él alza los ojos al cielo y sonríe durante unos dos segundos antes de fruncir el ceño de nuevo. Vuelve a fijar la mirada en el mapa cuando paso por delante, levanto polvo con los neumáticos y lleno el aire con él, creo un muro entre Schroder y mi retrovisor mientras me dirijo de nuevo hacia la autopista.

Vuelvo a pasar frente a los mismos prados. Los mismos tipos en los mismos tractores están arando los mismos campos y trasladando a los mismos rebaños. Paso por delante de la cárcel y no siento ningún tipo de añoranza. Hay una vaca muerta en la cuneta, cubierta de moscas, unos cien metros después del enorme rótulo de CHRISTCHURCH. Tomo la Memorial Avenue, donde las casas son grandes, de aspecto frío y los árboles de delante son aún mayores que las casas. Esta parte de la ciudad está llena de herencias cuantiosas y de mujeres cargadas de joyas, sentadas en sus porches y dando órdenes a los jardineros. El tráfico es denso y el aire acondicionado del coche de alquiler es lo único que impide que me vuelva loco. Llego al centro y encuentro un sitio para aparcar frente al museo, donde unos cuarenta turistas asiáticos esperan junto a un autocar y se toman fotos los unos a los otros. Todo son sonrisas y saludos, no son conscientes de que la policía podría pedirles las fotos para revisarlas unos días más tarde, para intentar averiguar qué le ocurrió a un miembro del grupo que ha desaparecido. Meto dinero en el parquímetro, con tres dólares tengo para una hora de aparcamiento, lo que pone la codicia del ayuntamiento al mismo nivel que la de los delincuentes. Camino los treinta metros que me separan de la entrada del jardín botánico, una puerta de barrotes de hierro pintados de verde fijada a la piedra y el hormigón, llena de excrementos de pájaro. Compro un periódico por el camino, arranco la portada y tiro el resto a una papelera de reciclaje.

El jardín botánico es uno de los lugares de la ciudad en los que puedes estar seguro de que las plantas se riegan como es debido, puesto que constituye una de las principales atracciones turísticas. Cubre treinta hectáreas de terreno por las que el río Avon pasa como una enorme serpiente negra. Christchurch puede ser lo que tú quieras, pero este lugar es uno de los más preciosos del país. En todas direcciones hay mantos de flores de colores en su máximo esplendor, senderos bordeados de tulipanes, otros con arbustos perennes, árboles, flores, matorrales, maleza y patos, todos viviendo en paz y armonía con la naturaleza.

Hay mucha gente que ha venido a pasar el día, la mayoría de ellos están sentados a la sombra. Hay parejas tendidas en el césped, hombres echados boca arriba sobre la hierba mullida, mujeres sentadas a horcajadas sobre ellos y mucha actividad bajo las faldas. Los niños reman en sus kayaks por el Avon, salpicando a sus amigos y pasándolo bien. Me dirijo al pequeño centro de información turística. Tras el mostrador hay una obesa mórbida que no es consciente de que llevar puesta una camiseta sin mangas ajustada es un crimen contra la humanidad. Me informa de dónde puedo encontrar a Jesse Cartman. Sigo sus indicaciones hasta un invernadero gigantesco que está en medio de los jardines y que sirve de hogar a dos mil helechos, con un espacio adyacente que aloja a docenas de cactus. El aire que rodea a los helechos es denso, cálido y húmedo, y después de respirar unas cuantas veces ahí dentro me entra sueño. Dentro del recinto hay un sendero rectangular de hormigón que rodea las plantas, con un segundo nivel por encima que sigue el mismo recorrido.

Jesse me saca unos veinte centímetros, pero es tan delgado que parece que pueda pasar por debajo de una puerta. Está igual que cuando lo vi por última vez en algunos aspectos, pero ha cambiado radicalmente en otros. A los diecisiete años le diagnosticaron depresión; a los diecinueve, esquizofrenia paranoide; a los veinte, sus padres hicieron una llamada de emergencia a la policía para pedir ayuda. Llegamos a la casa en la que vivía la familia y encontramos a Jesse en el suelo, inmovilizado por su padre, y a su madre sosteniendo contra el pecho el cadáver de la hermana de Jesse. Ahora tiene treinta y cinco años, y en los que han pasado desde entonces ha estado tomando una medicación que al parecer ha funcionado, porque ahora va bien afeitado, bien peinado y, que yo sepa, no ha intentado comerse a nadie más desde que lo liberaron. Lleva la ropa bien planchada y la camisa arremangada revela el oscuro bronceado de sus antebrazos. Apaga la manguera y se vuelve hacia mí cuando se siente observado.

—Le conozco de algo —dice—, debe de ser o médico o poli.

—No soy médico —le digo.

—Estaba allí cuando me arrestaron —dice, y quedo impresionado con su memoria—. Agente nomeacuerdo, ¿verdad? —dice con una sonrisa. Por un escalofriante momento, pienso que está a punto de tenderme la mano, la misma mano con la que le arrancó la carne a su hermana para comérsela, pero no me la ofrece.

—Ahora soy inspector —le digo. Supongo que, puestos a mentir, no tengo por qué negarme un ascenso—. ¿Cómo te va, Jesse? —pregunto.

—Bien. Ahora las cosas me van bien —dice, y realmente así parece que sea. La oscuridad que tenía en la mirada cuando lo arrestamos ha desaparecido y ha quedado sustituida por la luz que le proporcionan las pastillas que se toma—. Ya sabe, estoy en forma gracias a la medicación. El problema es que cuanto mejor me hacen sentir, peor me siento por lo que le hice a mi hermana y eso me da ganas de dejar de tomarlas.

Antes de que yo pueda decir una palabra, levanta la mano llena de callos y tierra incrustada en las arrugas y los surcos de la piel.

—Pero no se preocupe, sé que suena fatal, pero las sigo tomando, se lo debo a ella y a toda mi familia, merezco sentirme mal por lo que hice. En aquel entonces las cosas eran muy distintas. Oía tantas voces que no podía dormir ni concentrarme en lo que me decían. Ahora la única voz que oigo es la mía. ¿Para qué ha venido? ¿Mi terapeuta le ha pedido que compruebe que estoy bien? Me salté la cita que teníamos concertada porque era el cumpleaños de mi hermana y tuve que, bueno, ya sabe, ir a visitar su tumba.

—He venido para hablar contigo sobre Grover Hills.

—¿Por qué? —pregunta. Por primera vez su voz suena a la defensiva.

—¿Reconoces a este tipo? —pregunto mientras le muestro el retrato robot del periódico.

—Es mi padre —dice, asintiendo—. Murió hace unos años. ¿De dónde ha sacado la foto?

—No es tu padre —le digo—, es un retrato robot de un tipo que ando buscando.

—No, no. Sin duda es mi padre. Lo reconozco.

Vuelvo a plegar el retrato robot para guardármelo en el bolsillo.

—Jesse, quiero que me cuentes lo que ocurría en Grover Hills.

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