—¿Cuánto tiempo pasaste aquí, Adrian? —pregunta Cooper.
—Diecinueve años, ocho meses y cuatro días —responde Adrian con orgullo—. Lo conté.
—¿Lo contaste?
—A veces no es que hubiera gran cosa que hacer.
—¿Y por qué estuviste aquí?
—Por culpa de mi madre, mi madre de verdad; la obligaron a traerme aquí.
—¿Tu madre de verdad? —repite Cooper. Demencias aparte, vuelve a sentir curiosidad. Si no han encontrado su cámara y su vida sigue esperándolo ahí fuera, en cuanto escape va a tener que escribir un libro sobre esto. Este seguro que sí interesará a los editores.
Se lleva el corte de la mano a la boca y lo sorbe ligeramente, prueba el sabor y nota una punzada de dolor que en realidad le hace sentir bastante bien.
—Tengo dos madres. La de verdad y la que tenía aquí.
—¿Tu madre de aquí era una de las enfermeras?
—La enfermera Deans —dice Adrian—. Te vi hablar con ella más de una vez.
Cooper solía ir hasta allí para poder hablar con algunos de los pacientes y tenía que darle a la enfermera Deans doscientos dólares cada semana. Eso al principio, cuando realmente empezó a tomárselo en serio tenía que pasarle doscientos cincuenta. Ella le cedía un despacho vacío en el que podía hablar con quien quisiera siempre y cuando hubiera un camillero presente y siempre y cuando no le contara a nadie lo del dinero. Estaba escribiendo sobre asesinos. Si hubiese estado escribiendo sobre gente que sufría crisis nerviosas o que se pasaba el tiempo comiendo moscas no valdría la pena leer el libro.
Pero de Adrian podría salir un libro fabuloso. Cooper matará a ese hijo de puta en cuanto salga de aquí e interpretará el papel que más le convenga, saldrá de esta como un héroe y los editores no podrán rechazarlo de nuevo.
—¿Y por qué obligaron a tu madre a traerte aquí? ¿Por lo de los gatos?
—Sí —responde Adrian—. Por lo de los gatos.
—De verdad, ayer subí porque venía a buscarte —dice Cooper.
—Te creo. Bueno, bastante. ¿Quieres que te deje tranquilo un rato para que puedas leer el periódico?
Cooper se da la vuelta para mirarlo. Está encima de la cama, pero no puede distinguir ni una letra.
—Solo un par de minutos.
—Después podemos hablar sobre mis amigos —dice Adrian—, y tú puedes contarme historias sobre otros asesinos a los que hayas conocido. Podemos compararlos con tus historias sobre matanzas cuando me haya leído tu libro.
—Te encantan esas historias, ¿verdad?
—Sí —responde Adrian.
—Muy bien, Adrian. Dame un poco de tiempo para leer el periódico y hacer memoria.
—Eso sería genial.
—Pero tiene que ser como antes, quid pro quo.
—Per… perdona, pero no entiendo el francés —dice Adrian.
—Es latín.
—¿No es lo mismo? —pregunta Adrian.
¿Cómo es posible que un tipo tan imbécil como Adrian todavía lo tenga preso? Es como perder al ajedrez contra un niño de seis años.
—Otra cosa. Tengo hambre, necesito comer algo.
—Muy bien.
—Y necesito que vacíes el cubo. Aquí dentro apesta.
—Más tarde —dice Adrian—. Te lo prometo.
—Entonces déjame leer el periódico y dentro de un rato hablamos. Vuelve con un bocadillo o algo. Y deja la puerta de arriba abierta para que pueda ver algo.
Adrian se marcha a toda prisa para que Cooper pueda leer el periódico en paz.
Ayer tuve la necesidad de abrazar el cadáver de Daxter, como si así pudiera expresarle mi pesar, como si estrechándolo contra mi pecho pudiera hacerle saber lo mucho que lo quería. Hoy, apenas puedo mirarlo.
Levanto los puños y me doy la vuelta rápidamente, de repente estoy seguro que quien lo ha hecho está detrás de mí, aunque solo veo la puerta por la que he salido y el salón. Me siento violado. Me entran ganas de ducharme, de reducir mi casa a cenizas, incluso de coger la manguera y lavar a mi gato muerto. Algo sombrío y repulsivo acaba de tocarme la vida. Hay huellas alrededor de la tumba, en la tierra suelta, y quiero que se mantengan intactas. ¿La misma persona que ha hecho esto mató también a Daxter? Seguro que sí, por supuesto. No lo atropellaron por accidente. Lo mataron para luego desenterrarlo, para que forme parte de un mensaje. Pero no tengo ni idea de cuál es ese mensaje. ¿Que deje de buscar a Cooper Riley? ¿Que deje de buscar a Emma Green? ¿Que deje de buscar a Natalie Flowers? ¿O es un mensaje procedente del pasado, tal vez de alguien a quien arresté hace años?
Hay otra posibilidad que tiene más sentido. Llamo a Schroder.
—Alguien ha matado a mi gato —le digo, y me doy cuenta de que si no relajo la mano acabaré triturando el teléfono. Aunque lo que me gustaría es triturar a la persona que mató a Daxter.
—Ya me lo dijiste ayer.
—Lo que quiero decir es que lo mataron a propósito —digo, y le cuento que me lo he encontrado colgando del tejado.
—Dios —exclama—. ¿Crees que es algún tipo de mensaje?
—Creo que podría ser alguien de Grover Hills.
No dice nada, pero casi me parece oír lo que está pensando. Casi me parece oír cómo crujen los huesos de su mano a medida que se tensa alrededor del móvil. Respira hondo unas cuantas veces antes de responder.
—¿Cómo lo sabes?
—Google.
—¿Solo por eso?
—No, Carl, en realidad me crié allí.
—Bueno, si eso fuera cierto eso explicaría muchas cosas.
—Oye, Carl, es posible que uno de los pacientes a los que soltaron hace tres años tenga una obsesión con Cooper Riley y Pamela Deans, y ahora también conmigo.
—Lo dices por tu gato.
—Sí. Lo digo por mi gato. Solo un chalado podría hacer ese tipo de cosas —aventuro—. ¡Hay que ser un puto loco de mierda para ir por ahí desenterrándole el gato a la gente!
—Cálmate, Tate.
—Estoy calmado —digo, mientras acelero mis pasos por el jardín—. Quiero que me mandes un coche patrulla y a algún forense —le pido—. Manda a unos agentes para que pregunten por el vecindario. Alguien debe de haber visto algo. Tiene que haber dejado un montón de pistas; para empezar, hay huellas alrededor de la tumba.
—Podría haberlo hecho cualquiera, Tate. No hace falta que sea un demente. Solo alguien que esté muy cabreado contigo.
—No, realmente pienso que hay que ser un demente para hacerlo, Carl. Si pudiera haberlo hecho alguien que simplemente estuviera cabreado conmigo, tú serías el primero en mi lista de sospechosos.
—Te estoy escuchando —dice—, pero sigo pensando que lo más probable es que sea alguien a quien mandaste a la cárcel y aún te guarda rencor. —Y es cierto. He arrestado a mucha gente a lo largo de los años. Schroder insiste—: Sé que estás pensando que es demasiada coincidencia —dice—, pero ¿qué sentido habría tenido que lo hicieran mientras estabas en la cárcel? Ninguno.
—Entonces, ¿por qué no lo habían hecho antes?
—No lo sé. Tal vez también estuvieran en la cárcel.
—¿Le has mostrado el retrato robot a alguien que hubiera trabajado en Grover Hills? Tal vez alguien lo reconozca.
—De acuerdo, dalo por hecho, Tate. Te mandaré a alguien para que eche un vistazo por los alrededores de tu casa y recoja tu gato.
Cuelga. Yo recojo los papeles y vuelvo a entrar en casa. Hay leves rectángulos de tierra que van desde la puerta hasta mi estudio, es tierra que ha caído de las suelas de los zapatos de alguien. Dejo los papeles, entro en el dormitorio y saco la pistola de Donovan Green que guardo bajo el colchón. Me dirijo con ella al estudio. El ordenador sigue en marcha. Allí no hay nadie. Me falta casi todo el manuscrito, en la impresora solo quedan las últimas diez o doce páginas. Se han llevado toda la información que Schroder me dio sobre Melissa X. Lo de Daxter ha sido bien una distracción, bien un mensaje. En cualquier caso, alguien no quiere que descubra lo que le ha ocurrido a Cooper Riley.
Control de daños.
El artículo del periódico es malo, pero podría haber sido peor. Podría haber empezado con un gran titular, con unas bonitas letras, muy negras, que dijeran «Incendio en la casa de un asesino en serie». Hace diez años había unas reglas. Hace diez años, si algo no era cierto los periódicos se mostraban reacios a publicarlo. Pero las cosas han cambiado desde entonces. La mayoría de los medios de comunicación están en internet, los canales de noticias emiten las veinticuatro horas del día, el negocio es más salvaje que nunca y los periodistas no tienen tiempo para verificar los hechos. Las noticias no consisten en hacerle saber a la gente lo que ocurre, sino en determinar cuál es la orden del día y en hacer dinero, y el dinero está por encima del bien y del mal. Los rumores se han convertido en hechos. Un tío que vende perritos calientes frente a la comisaría de policía es una fuente interna fiable. Las fronteras de la ética cambiaron y luego cambiaron un poco más, hasta que han acabado por erosionarse y desaparecer. Por consiguiente, si hubiera habido alguna sospecha de que Cooper pudiera ser un asesino, lo habrían publicado.
El artículo relata su desaparición. Cooper Riley, de cincuenta y dos años de edad, catedrático en la Universidad de Canterbury, secuestrado en su propia casa. Su coche quedó frente a la puerta, no hay pistas de su paradero, su casa quedó arrasada por un incendio al día siguiente. Hay una fotografía del incendio y una de Cooper frente a una clase de estudiantes, señalando una pantalla. La fotografía fue tomada hace años, era una foto hecha especialmente para incluirla en una revista de promoción de la universidad. Por aquel entonces tenía más pelo en los lados, algo más oscuro y aún le quedaba un poco en la parte superior de la cabeza. Todavía no había pasado por el estrés que le causaría el divorcio. Cinco años después de esa fotografía ha ganado unos diez kilos y está encerrado en un maldito sótano. ¿Qué más debe de saber la policía?
Si tuvieran más sospechas, alguien las habría filtrado a la prensa. Pero nada podría haber sobrevivido a ese fuego. La fotografía la han tomado desde la calle, en ella se ve también su coche en llamas, incluso medio jardín está ardiendo. Solo era necesario que la cámara estuviera en algún lugar de la finca para que hubiera quedado calcinada y la tarjeta de memoria, inutilizada. Es decir, que en ese sentido, todo bien. Las dos víctimas estuvieron en el maletero de su coche en algún momento y las dos veces las envolvió en una lona. Sabe que no hay ni rastro de pruebas en el coche y aunque las hubiera habido, el fuego habría dado buena cuenta de ellas.
Su casa.
Le encantaba esa casa.
Le encantaba su colección.
Dios… si alguna vez llega a salir de ese sótano no volverá a coleccionar nada en su vida. En caso de hacerlo tendría algo en común con Adrian y siente náuseas solo de pensar que puedan tener algo en común, ni siquiera el hecho de que ambos respiren. Aunque pronto se asegurará de marcar la diferencia incluso en ese sentido.
Se sienta en el borde de la cama y deja el periódico sobre su regazo. A medida que recorre con los dedos la fotografía de su casa, una mancha de tinta se hace cada vez más patente en las yemas de sus dedos. Piensa en la primera chica a la que mató. Fue el año pasado. Sigue frotando el periódico, solo que ahora lo hace con más fuerza. La chica se llamaba Jane Tyrone y tenía veinticuatro años, casi la mitad que él, y en ese momento Cooper pensó que no había nada en el mundo que pudiera compararse a una mujer de veinticuatro años. Cinco meses más tarde se daría cuenta de que se equivocaba. No había nada en el mundo que pudiera compararse a una chica de diecisiete años.
Por supuesto, no había empezado por ella. Había empezado tres años antes, con otra alumna: Natalie Flowers. Ese era su nombre por aquel entonces. A Cooper no le gusta pensar en ella demasiado, y el hecho de que Adrian tenga una carpeta con documentos acerca de ella ha conseguido reavivar muchos malos recuerdos. Se pregunta si su nombre real, Natalie Flowers, se menciona en alguno de los documentos y lo pone en duda. La policía no lo sabe. Si lo supieran, habría salido en los medios de comunicación. Le encantaría echarle un vistazo. De hecho, necesita hacerlo… podría haber algo que lo relacionara con ella.
Natalie Flowers.
Entró en su vida y supuso un cambio del que también él fue responsable, puesto que, al fin y al cabo, fue él quien permitió que ocurriera. Su matrimonio se estaba rompiendo. Ya hacía un tiempo que se tambaleaba, pero él se había obsesionado demasiado con su trabajo y con su libro para darse cuenta de ello. Entonces fue cuando su mujer lo abandonó. Ella le dijo que se había acabado. Él le suplicó que se quedara. Ella le dijo que estaba con otro. Le dijo que no, que no conocía al hombre con el que estaba y que no pensaba decirle cómo se llamaba, tan solo que amaba a ese nuevo hombre, que era feliz con ese nuevo hombre y que Cooper le debía la mitad de la casa y la mitad de todo cuanto poseía. Él se compró una botella de whisky ese mismo día, se bebió la mitad y luego empezó con la otra mitad. Se la bebió en su despacho, después del trabajo. No quería ir a casa. No quería enfrentarse a una casa vacía. Solo quería beber, rodeado de sus archivos y de su trabajo, las clases habían terminado ese día y los alumnos se habían ido a casa.
Siempre ha pensado en cómo habría sido su vida esos días si su siguiente decisión hubiese sido distinta. Estaba lo suficientemente bebido para pensar que volver en coche era una buena idea. Eso es lo que consigue la bebida: puedes tomar mil decisiones correctas cuando estás sobrio. Cuando estás sobrio sabes que si bebes es mejor no conducir, pero la bebida cambia las cosas. Se mete en tu sangre y te dice que todo irá bien. Por eso se dirigió hacia el aparcamiento. Solo había seis coches, uno de ellos el suyo, había espacio para unos centenares más. Aquella noche hacía frío, el suelo estaba cubierto de hojas y ya había oscurecido a pesar de que no eran más que las siete y media, cada día un poco más oscuro que el anterior hasta que volviera a empezar el descenso hacia la primavera.
Sus llaves acabaron en el suelo antes de que pudiera entender lo que había ocurrido. Todavía movía la mano frente a la puerta del coche, como si intentara abrirla. Tardó aún unos segundos en percatarse de lo que estaba pasando, luego unos segundos más para agacharse y recogerlas. Debería haber llamado a un taxi. Debería haber hecho algo para evitar que su esposa lo abandonara. Debería haberse dado cuenta de lo que estaba sucediendo. Dios, se sentía tan estúpido por haberse dejado engañar de ese modo…