La verdadera madre de Adrian no llegó a visitarlo jamás desde que abandonó la casa hace veintitrés años, desde el incidente de los gatos. Adrian tiene dos madres: la que lo abandonó a los dieciséis años y la que lo abandonó hace tres, cuando clausuraron su hogar. Las dos fueron mujeres severas. Las dos lo dejaron para que se valiera por sí mismo. Siente desprecio por ambas, además de quererlas con locura. Su madre de verdad murió hace ocho años. Nadie le contó qué había ocurrido, se enteró cuando lo soltaron. No tiene ni idea de si murió siendo la misma persona que él recordaba de cuando era un niño. Ni siquiera sabe si sus recuerdos son fieles a la realidad, si relatan de manera veraz la relación que los unió o si se han enturbiado y tergiversado con el tiempo. Sabe que le entristeció saber lo que le había ocurrido. Lo había planeado todo: volvería a casa, llamaría a la puerta, su madre lo abrazaría y todo iría bien. Pero de regreso al hogar se dio cuenta de que ya no era su hogar, lo fue hasta que llamó a la puerta y la abrió un desconocido. El desconocido era un hombre de unos cincuenta años que había comprado la casa hacía unos años y no sabía nada acerca de Adrian o de su madre, pero los vecinos de la casa de al lado seguían siendo los mismos. Fueron ellos los que le contaron que su madre había muerto. Adrian se derrumbó y empezó a sollozar mientras su vecina, una anciana, hacía cuanto podía para consolarlo. Su madre había muerto de una embolia cerebral. Él no sabía lo que era una embolia ni qué puede provocarlas, pero le dijeron que es básicamente una bomba de relojería que llevas dentro de la cabeza y que puede explotar en cualquier momento. La de su madre estalló mientras estaba haciendo cola frente a la caja de un supermercado. El expositor de chicles que había junto a la caja fue lo último que vio. Estaba esperando tranquilamente y, un segundo después, ya había muerto.
Adrian fue al cementerio a visitarla. Tardó más de una hora en llegar andando desde el centro. Un párroco, el padre Julian, lo ayudó a encontrar la tumba y se quedó con él para hacerle compañía y responder a sus preguntas acerca de Dios, incluso le prometió que si tenía más podía volver en cualquier momento. Adrian no es que tuviera una opinión muy formada acerca de Dios. El Predicador, el tipo que llevaba el centro de reinserción, intentó convencerlo de que Dios era alguien a quien valía la pena tener de tu lado, pero Adrian ya sabía que Dios no estaba de su lado, de lo contrario no lo habría sumido en un coma unos años atrás. Adrian volvió a la tumba hace unos meses y lo único que consiguió fue darse cuenta de que Dios tampoco estaba de parte del padre Julian porque, como agradecimiento por la adoración y lealtad que le había profesado, había permitido que lo asesinaran. Adrian jamás comprendió del todo lo que es la ironía, pero cree que eso podría serlo. Un párroco nuevo había ocupado su lugar, de un modo muy similar a la nueva madre que había ocupado el lugar de su madre original.
Su segunda madre se llamaba Pamela y la conoció el primer día que llegó a vivir aquí. No sabe en qué momento se convirtió más en una madre que en una enfermera y supone, como cree que debe de suponer Cooper, que ocurrió porque aún era muy joven. Ella insistía en que la llamara enfermera Deans y no Pamela, y las dos veces que se equivocó y sin darse cuenta la llamó «mamá» lo encerraron en el sótano durante un día y una noche enteros cada vez. Ella jamás lo trató de forma cruel en todos esos años, simplemente era estricta, y las veces que tuvo que pegarlo o mandar que lo pegara o redujera algún camillero, Adrian sabía que era por su propio bien. No le gustaba, pero la fuerza bruta era la única manera de arreglar lo que andaba mal dentro de él de forma que pudiera convertirse en una persona mejor, y sin duda pasaron mucho tiempo intentando que fuera mejor. Ella jamás lo vio como a un hijo y él nunca le perdonó a ella que no fuera a visitarlo mientras estuvo en el centro de reinserción. Al fin y al cabo, durante todos los años que pasaron juntos ella hizo que pareciera como si no le importara nada de nada.
Adrian odiaba el centro de reinserción y tres años… tres años era demasiado tiempo. Quería volver aquí. El problema es que no podía volver. Iba al hospital en el que trabajaba Pamela Deans y la esperaba escondido en el aparcamiento que hay al otro lado de la calle u oculto en la sombra de un árbol del parque que hay enfrente. La vigilaba, siempre con ganas de acercársele, demasiado nervioso para atreverse.
Pero un día todo cambió.
Adrian aprendió a conducir.
Se quedó petrificado la primera vez que se sentó frente al volante de un coche, pero pronto la sensación se convirtió en un mero nerviosismo que acabó derivando en entusiasmo. Su maestro, Ritchie, no es que tuviera mucha experiencia conduciendo, pero sin duda sabía conducir mejor que Adrian. Ritchie era veinte años mayor que él y hacía cinco que vivía en Grove cuando lo clausuraron. Ritchie había hecho muchas cosas que Adrian jamás podría hacer: había estado casado, tenía hijos y había tenido el mismo empleo durante más de quince años, como profesor de guitarra. A él también intentó enseñarle a tocar la guitarra, pero a la guitarra le sobraban cinco cuerdas para que Adrian pudiera entender cómo funcionaba. Sin embargo, le había enseñado a conducir. Resultó ser una de las cosas más divertidas que había hecho jamás. Se rieron mucho mientras aprendía y se cargó unos cuantos arbustos y buzones durante el proceso, pero en ningún otro momento se había sentido tan en paz consigo mismo como cuando su mejor amigo le explicaba cómo se frena y se gira, como cuando le enseñó el arte de cambiar de marcha, un arte que tenía que ser muy preciso al principio porque cualquier error podía calar el coche. Incluso aprendió a repostar gasolina y a comprobar la presión de los neumáticos.
Aprender a conducir le proporcionó libertad. Con libertad podía hacer lo que quisiera, podía ir a donde más le apeteciera. Eso le abrió todo un mundo de posibilidades. Le daba acceso a Grover Hills, a las personas que le habían hecho daño; le daba acceso a una nueva vida, y lo que más quería en el mundo era que su nueva vida fuera como en los viejos tiempos, aunque sin los Gemelos.
Así que ese era el plan. Volvería a vivir en Grove y la enfermera Deans cuidaría de él. Solo tenía que asegurarse de que los Gemelos no estarían allí para hacerle daño.
Unos cuantos años antes de que lo cerraran, los Gemelos se marcharon de Grove. Fue muy fácil descubrir dónde vivían. Cuando la semana pasada se presentó en su casa, fue un momento precioso, además de ser la primera vez que mataba a alguien. ¡Qué nervios! Estaba tan nervioso que casi se le cae el martillo y todo. Pero lo consiguió. Los mató a martillazos y luego se llevó su coche. De todos modos ya no volverían a necesitarlo.
Quería vivir aquí, quería que Grover Hills fuera como antes, sobre todo ahora que los Gemelos habían muerto, y quería que la enfermera Deans viviera aquí con él.
Pero ella no quiso.
Se trajo aquí todo cuanto tenía pero enseguida se sintió solo. Su mejor amigo había conocido a una mujer y la amistad que compartían había pasado a un segundo plano respecto a aquella nueva relación. Adrian estaba celoso de ellos y feliz por ellos al mismo tiempo, pero no tan feliz como para pedirles que vinieran a vivir con él aquí. A Adrian le gustaría que las cosas hubieran sido de otro modo. Ahora que vuelve a vivir aquí puede recordar perfectamente los buenos momentos y se da cuenta de que hubo muchos. Recuerda a algunos de los asesinos que vinieron a quedarse, hombres y mujeres jóvenes que no eran completamente conscientes de lo que habían hecho, o como mínimo eso fingían. Sin embargo, a veces, por la noche, se lo contaban con todo lujo de detalles y sus historias cobraban vida; Adrian era capaz de ver los detalles en los ojos de los que los contaban, a veces le daban asco y otras le entusiasmaban. Algunas historias eran tan vívidas que tenía la sensación de que aquellos eran sus propios recuerdos.
Después de oírlos, volvía a su habitación y se ponía a trabajar en sus cómics. Cada vez los hacía mejor. Fuera cual fuese la historia que hubiera oído, él la dibujaba. Se metía en el pellejo del asesino, imaginaba que era él quien blandía el hacha o el cuchillo. Las víctimas que plasmaba eran siempre los ocho chicos que le habían pegado aquella paliza tantos años atrás. Mientras los dibujaba, sentía como si los estuviera matando y la sensación era magnífica.
Sin embargo, los camilleros y las enfermeras empezaron a encontrar su colección de cómics. Cada vez que descubrían uno, lo destruían y a él lo mandaban a la Sala de los Gritos. Pasaron a prohibirle los lápices o el papel, pero siempre hallaba la manera de conseguirlos y volvía a empezar una nueva historia, hasta que se la quitaban.
Cuando se marchó de Grove y fue al centro de reinserción, perdió de vista a todas esas personas que tanto lo inspiraban y eso afectó a su obra. Se dio cuenta de que no conseguía dibujar bien las formas, que no le salían los sombreados y los detalles habían desaparecido de las caras. Los personajes ya no querían estar allí. Después de intentarlo durante seis meses, abandonó. Los recuerdos se habían desvanecido del mismo modo que las personas que le habían contado todas aquellas historias habían desaparecido de su vida.
Ahora tiene sus libros, pero los libros no son lo mismo. A esas personas que pasaron por allí durante esos años les contaría también él su propia historia. Era gracias a esas personas que Grove le parecía un hogar, pero no puedes contarle una historia a un libro.
Lo recuerda todo sobre Cooper Riley desde que este empezó a venir haciendo preguntas. Al principio, en parte se sintió celoso, porque Cooper de algún modo le robaba las historias que hasta entonces habían sido solo para él, pero por supuesto eso era una tontería y finalmente se dio cuenta de ello. Cooper solía presentarse una vez a la semana durante el último año que Grove estuvo abierto y entrevistaba a unos cuantos pacientes imputados por algún asesinato. Adrian encontraba fascinante aquel proceso y no veía la hora de que saliera el libro para leerlo, tan solo esperaba que también tuviera imágenes. Cuando cerraron Grove, Adrian lo buscó, pero jamás llegó a encontrar ni un solo ejemplar. En las librerías, nadie había oído hablar de ese libro. Eso significaba que Cooper no había terminado de escribirlo.
La semana pasada buscó información sobre Cooper Riley. Era profesor en la Universidad de Canterbury, donde enseñaba psicología a unos estudiantes y criminología a otros. Adrian comenzó a seguirlo. Empezó a pensar que, si bien ya no podía tener como amigos a los que le contaban todas aquellas historias, tipos que estaban de paso, podría tener al tipo que los había grabado, al tipo que guardaba todas aquellas historias además de escribirlas.
Tener a Cooper era mucho más.
Porque hace unas noches se dio cuenta de que Cooper formaba parte de aquellas historias. Mientras lo seguía, Adrian vio cómo Cooper golpeaba a la chica detrás de la cafetería. Cooper la metió en el maletero de su coche y escapó.
Adrian lo siguió.
Cuando todo hubo acabado, Adrian volvió al aparcamiento. Quería el coche de aquella chica. No sabía por qué, pero quería tenerlo. Quería coleccionarlo. Es más, quería coleccionar a Cooper. Había estado utilizando un coche que había pertenecido a uno de los Gemelos. Lo dejó unas manzanas más abajo y volvió andando hasta la cafetería. Tuvo suerte: encontró las llaves del coche de la chica en el suelo. Lo que había empezado como una simple idea se había convertido ya en algo imprescindible. Volvería a traer a Cooper a Grover Hills. Lo guardaría en la Sala de los Gritos y, con el tiempo, Cooper acabaría confiando en él, se harían amigos y le contaría una historia tras otra.
Sabía que mantener a Cooper supondría mucho trabajo. Tenía unos ahorros y aún cobraba un subsidio de enfermedad. El gobierno le pagaba dinero y no necesitaba trabajar para conseguirlo, lo único que tenía que hacer era decirle al médico con el que se visitaba cada seis meses que se tomaba las pastillas, incluso si no era verdad. Sabía que, una vez en la Sala de los Gritos, el profesor se aburriría. La solución era traer a casa a una víctima, por lo que salió del aparcamiento de la cafetería con su coche nuevo en dirección al centro y aparcó cerca de la esquina en la que la mujer lo había rechazado unos meses atrás, cuando la ciudad estaba decorada con las luces navideñas. Aquello había ocurrido la semana previa a la Navidad y él sabía desde hacía meses lo que quería. Quería gastarse algo de dinero para pasar un rato con la mujer de la esquina, la que le recordaba a la chica que le había cambiado la vida. La había visto muchas veces a lo largo del último año y cada vez que la veía tenía la impresión de que se parecía más a Katie que la última vez, hasta que finalmente se convenció de que era ella. Debería haber sabido que no lo era… al fin y al cabo, Katie habría tenido su edad y esa chica de la esquina no tenía más de veinte años. Todavía se siente mal al recordarlo, casi le da vergüenza contar la verdad. Se le había acercado, le había preguntado cuánto costaba su compañía y ella le había respondido con varios precios por cosas que Adrian no comprendió.
Habían ido andando hasta una callejuela a menos de veinte segundos de allí. Ella lo había mirado, luego le había pedido el dinero por adelantado y él se lo había dado. Luego ella le había desabrochado los pantalones. Él no había estado jamás con una mujer hasta entonces y no sabía qué hacer, pero ella parecía saberlo de sobra.
—No seas tímido —le había dicho, pero él era tímido y el corazón le latía como un tambor, estaba tan nervioso que cuando notó la náusea ya fue demasiado tarde para avisarla, abrió la boca y un chorro de vómito fue a parar sobre el pecho de la chica.
—Ah, mierda, maldito retrasado —gritó ella mientras se apartaba de él.
—Lo siento, Katie.
Ella levantó la mirada y de repente dejó de limpiarse el vómito con la mano.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que lo siento.
—Me has llamado Katie.
—Lo he hecho sin querer.
—¿Cuánto dinero llevas encima?
—Nada.
Ella dio un paso adelante y lo atizó en el pecho. Adrian se asustó.
—¿Cuánto?
—No… no lo sé —dijo él. Ya le había dado sesenta dólares. Adrian sacó la cartera y ella se la arrebató de las manos. Le quitó todo el dinero que tenía y le tiró la cartera a la cara.
—Esto es para pagar la tintorería —dijo ella—. Y no quiero volver a verte.
Pero él sí había vuelto a verla. A veces incluso varias noches seguidas, pero no había vuelto a acercársele.