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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (27 page)

Hasta esta semana. Ella no lo reconoció. Parecía más «suave», a falta de una palabra mejor, y Adrian sospechó que iba drogada. Además, ese día él iba en coche, mientras que la otra vez no. Ella subió al coche con mucho gusto y él le disparó con la Taser tras aparcar el coche en una callejuela a menos de una manzana de donde la había encontrado. Probablemente podría haberse limitado a taparle la cara con el trapo, pero de este modo se evitó el forcejeo. Era la misma Taser que había utilizado con Cooper y ella se había desplomado igual, aunque, en su caso, en el asiento del pasajero.

La Taser la había encontrado en casa de los Gemelos, igual que los cartuchos de recambio, doce en total. Eso significaba que podía disparar a doce personas, o a menos personas pero varias veces. También encontró la sustancia química que solían utilizar con él de vez en cuando. Empapaban un trapo con aquello, le tapaban la cara con el trapo y se quedaba dormido. Habría coleccionado también a los Gemelos para escuchar sus historias si no los hubiera odiado tanto. Pensó en dejar a la chica en una de las salas acolchadas, pero al final decidió atarla a una de las camas. Los dormitorios estaban más ventilados y supuso que serían más cómodos. Utilizó una cuerda y pegamento y ella estuvo dormida todo el rato.

Después de eso, Adrian salió de nuevo. Conducir era impresionante. El hecho de tener coche le estaba cambiando la vida. Condujo hasta el hospital y esperó fuera. Siguió a su segunda madre hasta su casa. Necesitaba que ella lo ayudara a cuidar a toda aquella gente que estaba coleccionando. Ella lo llamó «retrasado», igual que había hecho la chica de la calle, pero esa vez no tenía ningún camillero de su parte. La emprendió a golpes con ella y la enfermera le dijo que llamaría a la policía, que lo meterían en la cárcel y que la cárcel era mucho peor que cualquier cosa que pudiera haberle hecho ella jamás. Él la atacó de nuevo y, cuando hubo acabado de pegarla, la ató a su propia cama, salió y compró un bidón de gasolina.

Durmió en casa de ella casi toda la noche, en el sofá, y se despertó a las cinco de la mañana para cargar el coche con toda la comida que encontró. Cogió unos cuantos vestidos para las chicas que le llevaría a Cooper, se despidió de su madre y le prendió fuego.

Eso significaba que tendría que hacerlo todo él solo. Se las arreglaría para conseguirlo. Al fin y al cabo, durante los últimos tres años en el centro de reinserción había demostrado que era capaz de hacerlo y mira todo lo que ha aprendido desde entonces… ha aprendido a conducir, a cocinar, a lavar los platos, a llegar solo hasta el centro y a comprar comida y ropa. Volvió a Grove hace una semana y cada mañana se ha sentado en el porche de madera frente al sol, a veces solo unos minutos, otras durante todo el día. Esta mañana ha sido un poco distinto debido a la lluvia, pero ahora ya ha escampado. Se toma el zumo de naranja y piensa en Cooper y en cómo, la noche anterior, los dos hombres establecieron una relación gracias a la muerte de la mujer. La violencia es… es «si-tua-cio-nal», eso es lo que pone en todos los libros. Eso es lo que convierte a los delincuentes en prisioneros modélicos: que dentro de la cárcel no hay mujeres a las que violar y matar. Sabía que cuando la situación cambiara, la actitud de Cooper también cambiaría. Lo leyó en alguna parte.

Adrian también se siente traicionado. Sabía que la mujer dejaría salir a Cooper de la celda y que lo que Cooper hiciera a continuación tendría un fuerte impacto en su relación. Si intentaba escapar, significaría que en realidad Adrian no le caía bien en absoluto y que, por consiguiente, todo lo que le había dicho había sido una sarta de mentiras. El hecho de que matara a la chica los había acercado un poco, pero la traición los ha separado de nuevo. Supone que eso significa que las cosas vuelven a estar como al principio.

Termina de desayunar pero no baja al sótano. Ya lo limpió todo ayer por la noche. Envolvió el cuerpo en una manta vieja y se la llevó a cuestas para enterrarla con los demás. Ahora mismo no le apetece ver a Cooper. Aún está demasiado enfadado con él. Y de todos modos, tiene otros planes para esta mañana: tiene que cavar. Y tal vez salir a buscar alguna pieza para su colección.

27

Donovan Green tiene aspecto de no haber dormido apenas desde la última vez que lo vi. Tampoco ha cambiado nada. Lleva el pelo revuelto, tiene los ojos enrojecidos y no para de mirar de soslayo a derecha e izquierda como si alguien lo estuviera siguiendo. Parece que acabe de salir de un bar en el que haya pasado doce horas empinando el codo.

—Aquí tiene el dinero —dice mientras me tiende un sobre. Cuando se trata de encontrar a una hija, no hay límite de gastos—. ¿Cuál es la pista?

—Cooper Riley escribió un libro —le digo—. Puede que encontremos algo en él que nos resulte útil.

—¿Cinco mil dólares por un libro?

—Este sí. Le llamaré más tarde hoy mismo.

Parece a punto de discutirlo, de decirme que quiere quedarse por allí para verme trabajar, pero al final se limita a asentir lentamente. Es un hombre destrozado que alberga ese tipo de esperanza que puede llegar a matarlo si las cosas no salen como necesita que salgan.

—Debe de haber visto el retrato robot en las noticias —digo—. ¿Lo reconoce?

—Se parece al primer ministro.

—¿Sabe si la policía se lo ha mostrado a la compañera de piso de Emma y a sus amigos?

—Uno de ellos pensó que era su primo Larry. Ya le dije que sigue viva, las fotos lo demuestran —dice—. Sé que piensa que las cosas pueden haber cambiado desde que se tomaron las fotografías, pero no es así. Sigue viva, puedo sentirlo —dice, y realmente espero que sea cierto—. Es fuerte —añade—. Y los hechos lo demuestran. Sobrevivió a lo que usted le hizo, del mismo modo que sobrevivirá a lo que le estén haciendo ahora. Con la labia que tiene, es capaz de salir de cualquier situación.

Espero que así sea. Espero que sea capaz de hablar.

—Mi esposa, Hillary —me dice—, siempre fue la más fuerte. El año pasado, cuando usted mandó a Emma al hospital, mi esposa fue una verdadera roca. Fui yo quien se desmoronó. Esta vez… Dios, Hillary está destrozada. Se pasa el día sentada en el antiguo cuarto de Emma, agarrada a las prendas que se dejó en casa cuando se mudó. Hillary es la mujer más fuerte que conozco, pero esto… si no conseguimos encontrar a Emma con vida, ella… ella… no lo sé. Es que no lo sé —murmura, negando con la cabeza—. Usted… encuéntrela, ¿de acuerdo? Encuéntrela viva. Por favor, se lo ruego, encuentre a mi hija con vida.

Quiero decirle qué es exactamente lo que voy a hacer. Quiero decirle que puede prometerle a su esposa que todo irá bien porque al final del día, mañana a lo sumo, tendrán a su hija de vuelta. Veo en su rostro exhausto que eso es lo que quiere que le diga, que oír esto le haría sentir mucho mejor.

Y estoy a punto de decírselo.

Me limito a asentir y él comprende el significado del gesto porque responde asintiendo también, se vuelve y veo cómo se aleja, puede que en dirección a su casa, puede que hacia el hospital, quién sabe si se marcha a ver al adivino Jonas Jones o a un párroco porque necesita desesperadamente probar algo.

Yo vuelvo al pasillo. La idea del dinero no es tan poderosa como el dinero en sí, por lo que saco dos mil dólares y se los muestro al tipo por la ventana de la puerta de la sala de servidores y llamo con los nudillos. Podría intentarlo con cincuenta dólares y esperar el mismo resultado, pero el riesgo de que llame a la policía desaparece más fácilmente con cada billete de cien que tenga en la mano. La puerta está cerrada con llave y el tipo se acerca y mira el dinero, luego a mí y luego al dinero de nuevo.

—¿Qué quiere? —pregunta, sin apartar la mirada del dinero.

—Hacerte unas preguntas —respondo—. Sobre Cooper Riley.

—¿Es usted periodista?

—Vamos, es dinero en efectivo lo que tengo aquí, no un cheque sin fondos.

—Entonces, ¿quién es usted?

—Soy alguien que intenta encontrar a Cooper Riley y tú eres alguien que parece saber lo que haría con el dinero.

—¿Cuánto hay ahí?

—Dos mil —digo, cada vez más impaciente—. Serán solo dos minutos. ¿Alguna vez te han pagado a mil dólares el minuto?

Abre la puerta. La sala es sin duda la más fría que he visitado desde que salí de la cárcel. Hay ventiladores encendidos y un aire acondicionado funcionando a toda pastilla con pequeñas cintas pegadas que revolotean con la brisa. Hay luces LED en todas las superficies y mucha luz irradiando la estancia, procedente de una docena de pantallas de ordenador encendidas además de los fluorescentes del techo, puedo oír cómo zumban. Añádele el sonido que puedan hacer unos cien discos duros y ya tienes una sinfonía a la tecnología informática. La puerta se cierra tras de mí. El tipo no consigue apartar los ojos del dinero.

—De acuerdo, ¿cuál es el trato? —pregunta—. No debería estar aquí —añade, casi como si estuviera leyendo los apuntes de una conferencia.

—Necesito información.

—Oiga, no soy yo quien… para… ¿Eso son dos mil dólares?

—Exacto. Y no busco nada ilegal —digo, aunque evidentemente es mentira—. Mira, lo único que necesito es que accedas a los ficheros de Cooper Riley.

—Pensé que solo quería que contestara a unas preguntas.

—Es un poco más complicado que eso —le digo.

—La policía ya me ha pedido acceso a ellos.

—Entonces no te costará volver a hacerlo, ¿no?

—No… no lo sé.

—Estoy buscando algo concreto. Necesito saber si hizo una copia de seguridad de algo en especial. Si le echas un vistazo, te llevas esto —le digo mientras le muestro el dinero.

—¿Solo por echarle un vistazo?

—Solo por echarle un vistazo.

—Bueno, de acuerdo, eso no me parece muy ilegal —dice para justificarse a sí mismo mientras extiende la mano.

Le doy el dinero.

Se acerca a uno de los terminales. Tarda no más de treinta segundos en introducir la información que necesita después de haber accedido ayer mismo. En la pantalla aparece una lista de ficheros y carpetas.

—Estaba escribiendo un libro —le digo.

—¿Qué tipo de libro?

—Sobre criminales.

—Espere —dice mientras busca entre los ficheros—. Sí, hay un documento de texto que parece bastante grande, los polis se llevaron una copia ayer. Déjeme ver —dice, y pulsa dos veces sobre el icono. Aparece la primera página de un manuscrito—. Creo que podría ser esto —dice, y cuando se da la vuelta ve que tengo mil dólares más en la mano vendada.

—Lo necesito impreso —digo.

—No sé si…

—Nadie se enterará.

—Pero si sale a la luz que lo he hecho…

—No saldrá. Confía en mí. Nadie sabrá que yo lo tengo y no creo que Cooper Riley esté en posición de quejarse porque alguien haya impreso su libro… eso si llegara a enterarse. De todos modos, la policía también tiene una copia, o sea que solo es cuestión de tiempo hasta que salga a la luz públicamente. Lo único que necesito es la ventaja de tenerlo desde el principio.

—No sé… —duda, pero no aparta los ojos del dinero.

—Tú imprímelo y me voy.

—¿Sin que nadie se entere?

—Por mi parte, no.

Vuelve a dirigir la mirada al ordenador. Se mete la mano en el bolsillo, saca un lápiz de memoria y lo introduce en un puerto USB.

—Si lo imprimo, quedará constancia de ello —me explica—. Además, tardará demasiado. Son unas trescientas páginas. Tardaríamos casi un cuarto de hora en tenerlo.

El tipo copia el fichero en cosa de dos segundos y me da el lápiz de memoria. Ya casi estoy llegando a la puerta cuando me vuelvo hacia él de nuevo.

—Una cosa más —le digo—. ¿Sabrías decirme cuándo accedió al fichero por última vez?

—Solo puedo decirle cuándo hizo esta copia de seguridad. Puede que lo haya seguido modificando en casa, o que tenga una versión diferente grabada en alguna parte. Pero esta la grabó por última vez hace tres años.

Hace tres años. Cuando desapareció Natalie. Cuando Cooper se divorció.

Según el reloj del salpicadero del coche, son casi las once y tenemos cuarenta y un grados. Encuentro un atasco hacia el norte, donde se ha incendiado otra casa. No hay casi nadie por la calle. Unos cuantos perros callejeros están olisqueando las alcantarillas en busca de comida, porque el calor las ha secado y están llenas de desperdicios. Dejo atrás el incendio para quedar atascado de nuevo en el tráfico un poco más adelante, en un cruce en el que han chocado dos taxis. Los dos conductores han salido ilesos pero se están gritando mutuamente en diferentes idiomas, los dos extranjeros, sin que ninguno de los dos comprenda al otro. Tardo diez minutos en dejarlos atrás, a ellos y a los cristales que cubren el asfalto como un charco de diamantes.

Cuando llego a casa dejo la puerta abierta y abro también las ventanas del estudio para intentar crear un poco de corriente de aire. Enciendo el ventilador y conecto el lápiz de memoria a mi ordenador. Tarda unos minutos en arrancar, más que la última vez y menos que la próxima, tiene ya dieciocho meses y tratándose de un ordenador eso lo convierte en una reliquia. Me siento delante de la pantalla y me masajeo la rodilla, que cada vez me duele menos, ya puedo doblarla más que esta mañana. Trescientas páginas son muchas páginas, no puedo leerlas todas, pero sí hojearlas rápidamente para intentar encontrar una relación entre Pamela Deans, Cooper Riley y Grover Hills. Empiezo a imprimir el documento y recojo las primeras páginas a medida que van saliendo. Antes de que las hojas de papel se hayan enfriado ya he encontrado la relación que buscaba. Está en la introducción. Riley estuvo visitando Grover Hills. Estuvo entrevistando a algunos criminales para su obra. La enfermera Deans lo ayudaba. Estaba elaborando un estudio mientras escribía este libro e imagino que en algún momento pensaba probar suerte con algún que otro editor, o tal vez ya lo hizo y se lo rechazaron. Acudía a Grover Hills una vez por semana, la enfermera Deans era el enlace entre él y sus pacientes. De la impresora salen más páginas, aún calientes. Las recojo, también. Parece como si Riley hubiera entrevistado más o menos a una docena de pacientes. Me vienen a la cabeza un par de cosas. La primera, ¿en qué punto Cooper Riley decidió secuestrar a Natalie Flowers, matar a Jane Tyrone y secuestrar a Emma Green mientras llevaba a cabo estas entrevistas? La segunda, ¿el hecho de torturar y asesinar a una joven era algo que había resultado impensable para él o algo que se moría de ganas de hacer? Es imposible determinar si esas entrevistas alimentaron o reprimieron sus deseos.

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