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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (4 page)

—Perdone —dice el tipo, y aunque debe de rondar la treintena hay algo en él que a Cooper le hace pensar en sí mismo cuando era niño. Podría ser el pelo desmadejado que le cae sobre la frente, o los pantalones de pana pasados de moda hace ya veinte años—. ¿Tiene hora?

—Claro —responde Cooper. Cuando baja la mirada para consultar el reloj, de repente una punzada profunda le estalla en el pecho. El maletín recibe una sacudida tan fuerte que se abre de golpe, su contenido queda esparcido frente a la entrada del garaje y un instante después también él se desploma en el suelo con los músculos y las extremidades fuera de control. El dolor se extiende hacia el estómago, las piernas y las ingles, pero por encima de todo lo que le duele es el pecho.

El tipo baja la pistola, se agacha junto a él y le aparta el pelo de los ojos.

—Todo irá bien —dice el chico, o al menos eso es lo que a Cooper le parece que dice; en realidad no lo sabe porque al mismo tiempo le llega un olor químico, nota cómo presionan algo contra su cara y no hay nada que pueda hacer para luchar contra ello. Es en ese momento cuando la oscuridad se cierne rápidamente sobre él y lo aparta de su colección.

3

El rótulo reza CACHORROS PERDIDOS A LA VENTA - 5$ CADA UNO. Está apoyado en una pared de ladrillos que sigue en pie gracias al mortero y a los grafitos. La pared está doscientos metros más cerca de casa que la comisaría de policía. Apoyado en esa misma pared de ladrillos, en la zona de sombra que esta proyecta, hay un tipo vestido con una camisa azul andrajosa, unos pantalones cortos azules andrajosos y un sombrero de cartón que venía de regalo en un paquete de cereales. No le queda nada bien, pero eso no parece importarle. Por su aspecto, diríase que lleva tiempo sin afeitarse y más o menos el mismo tiempo sin comer como es debido. Cuando paso junto a él me sonríe y me pregunta si llevo algo suelto. Solo mueve un lado de la boca al hablar y revela unos dientes raídos y grises. Solo tengo el dinero que me ha dado Schroder, por lo que le doy diez dólares con la esperanza de que se lo gastará en clases de ortografía en lugar de cerveza. La sonrisa del tipo se vuelve más amplia y unas líneas blancas aparecen en las comisuras de sus ojos, entre la suciedad que le cubre el rostro. Supongo que durante los últimos cuatro meses lo ha pasado incluso peor que yo.

—Con eso puede llevarse dos cachorros perdidos —dice, demostrando que su fuerte es la aritmética—. Elija usted mismo.

Yo no quiero ningún cachorro, pero miro de todos modos. Miro a izquierda y derecha y no veo ninguno.

—Están perdidos —me recuerda mientras se guarda el dinero en el bolsillo.

Llego andando al centro de la ciudad, dejo atrás bloques de oficinas con grandes puertas de cristal y tiendas de escaparates enormes. Entre unas y otras, bancos, cafeterías y algún que otro templo religioso. Muchos de los edificios del centro tienen casi cien años, algunos incluso más. La vieja arquitectura inglesa es fantástica cuando estás de humor para apreciarla, pero es difícil no estar de mala leche cuando la temperatura supera los treinta y ocho grados. La mayoría de los edificios están manchados por el humo de los tubos de escape y el hollín acumulado con los años, pero la belleza de Christchurch no está en su arquitectura, sino en sus zonas verdes. No en vano la llaman la Ciudad Jardín: hay árboles en casi cada calle, el jardín botánico está unas manzanas más allá y ha contribuido a acabar con la antigua imagen de la ciudad mucho más que el típico hotel moderno o que un bloque de oficinas en construcción. En un par de tiendas aún tienen la decoración navideña en el escaparate desde hace meses. O eso, o es que han sido las primeras en ponerla este año.

Ya casi son las diez de la mañana y las calles jamás han estado tan vacías. Es como si durante mi ausencia hubiera llegado a la ciudad el Circo Ébola, pero por supuesto no se trata de nada terrorífico. La gente no sale a la calle por el calor. Los desgraciados que no tienen más remedio que salir caminan despacio para ahorrar energía, con la ropa empapada en sudor y una botella de agua que han comprado en el supermercado a pesar de que por los grifos de Christchurch sale la mejor agua del mundo. Cruzo el puente que cruza el río Avon. El nivel del agua está por debajo de lo normal y los árboles que bordean la orilla están mustios, parece como si ansiaran poder zambullirse. Hay un par de patos escondidos a la sombra de unas matas de lino y otro flotando sobre el agua sobre su espalda, con el cuello vuelto hacia atrás mientras unas moscas oscuras y enormes revolotean a su alrededor. Paso junto a un cuatro por cuatro aparcado en doble fila frente a un semáforo que obliga a los demás coches a invadir el carril contrario para poder pasar. El vehículo está cubierto de polvo y suciedad y alguien ha escrito algo con el dedo en el parabrisas trasero: OJALÁ MI HIJA FUERA ASÍ DE GUARRA. Sigo andando hasta la estación central de autobuses y recibo el impacto del aire acondicionado. La estación huele a humo de cigarrillo y el panel electrónico que muestra las horas de salida ha recibido un ladrillazo o algo parecido. Espero a que llegue el siguiente autobús junto a diez personas más mientras algunos de ellos tratan de darles indicaciones a una pareja de turistas que se han perdido. Por primera vez en unos veinte años, tomo un autobús en mi propia ciudad. En la parte trasera hay dos chicos en edad escolar que lían cigarrillos y hablan sobre la cogorza que pillaron el último fin de semana y sobre la que pillarán durante el próximo, relatan sus proezas etílicas como si se tratara de una cuestión de honor. Utilizan todas las variantes posibles de la palabra «puta», como nombre, como verbo, como adjetivo… de un modo u otro encuentran la manera de llenar su conversación con esa palabra.

El conductor del autobús apenas cabe detrás del volante. El punto en el que terminan sus muñecas y empiezan sus antebrazos es incierto, mientras que la cabeza parece salirle directamente de los hombros, tiene el cuello sepultado bajo la grasa acumulada tras un largo historial de donuts. El autobús pasa junto a un grupo de adolescentes con la cabeza rapada, llevan sudaderas oscuras con capucha y vaqueros y parece que acaben de salir del juzgado y estén tramando algo que los obligará a volver muy pronto. Contemplo la ciudad y no veo grandes cambios, un par de edificios nuevos e intersecciones reformadas, pero en general está igual que antes, idéntica. Los que no parecen frustrados por ello son los responsables de la frustración. Cuando me enfrenté a mi estancia en la cárcel, cuatro meses me parecieron mucho tiempo y tuve la sensación de que el tiempo se detendría ahí dentro y que pasaría volando fuera. Sin embargo, ahora tengo la sensación de no haberme perdido nada.

El autobús expulsa nubes de humo que empeoran la mancha tóxica que cubre el parabrisas trasero. Se detiene de vez en cuando y el número de viajeros va creciendo y menguando. Cuando llegamos a la periferia solo quedan dos personas más a bordo aparte del conductor. Una de ellas es una monja y la otra es un imitador de Elvis enfundado en un traje de Elvis estilo Las Vegas, lleno de lentejuelas. Tengo la sensación de encontrarme en el escenario de un chiste. Durante todo el trayecto tengo el expediente que me ha dado Schroder sobre el regazo, aún por abrir. Las tapas de la carpeta son verdes y se mantienen cerradas gracias a dos gomas elásticas con las que jugueteo de vez en cuando, tirando de ellas con los dedos. El autobús tarda poco menos de treinta minutos en llegar a la parada de autobús más cercana a casa, luego me quedan cinco minutos a pie que se convierten en ocho debido al calor intenso.

Normalmente, en esta época del año no puedes recorrer cincuenta metros sin cruzarte con alguien que siega el césped o planta flores, pero el tiempo ha relegado esas actividades al final del día, cuando el calor ya no pega tan fuerte, por lo que recorro la distancia a pie hasta mi casa envuelto en un silencio relativo. El noventa por ciento de mi vecindario es idéntico a como era antes. El diez por ciento restante son propiedades que han sido parceladas recientemente con casas del todo nuevas. En cualquier caso, el sol lo está tostando todo, incluido a mí, y el dinero de Schroder ya se ha convertido en sopa cuando finalmente diviso mi casa.

Nunca me había alegrado tanto de verla. En parte estaba seguro de que no volvería a verla jamás, de que la única manera de salir de la cárcel sería con los pies por delante después de que alguien me apuñalara con el mango afilado de una cuchara. Es una casa de tres habitaciones, con el tejado negro, de tejas de cemento y el jardín más bien arreglado que he tenido jamás. Mis padres se han ocupado de mantenerla mientras yo no estaba. Encuentro la llave que escondieron para mí en un lateral de la casa. Entro y realmente tengo la sensación de volver a mi hogar. Es una casa solitaria, pero resulta agradable estar en una habitación en la que las paredes no son de hormigón. La nevera está llena de comida fresca, hay un jarrón con flores sobre la mesa y, apoyada en él, una tarjeta que reza «Bienvenido a casa». Llamo a mi gato. No aparece, pero hay una bandeja medio llena de comida en el suelo, por lo que deduzco que mis padres ya le han dado de comer esta mañana. Dejo las flores fuera antes de que aparezcan los síntomas de mi alergia al polen. Mientras estaba en la cárcel alguien se coló en mi casa, pero no llegó a llevarse nada y ya han cambiado la ventana rota. Dejo el expediente sobre la mesa y me doy una larga ducha, pero la sensación de estar encarcelado sigue aferrada a mi piel por mucho que restriegue.

Cuando salgo, me observo en el espejo. No me he visto desde hace cuatro meses y me doy cuenta de que he perdido peso. Subo a la báscula y veo que marca casi diez kilos menos. Tengo la cara más delgada y por primera vez en mi vida la barba empieza a crecerme de color gris en algunas zonas, a juego con el gris de mis sienes. Genial, pronto me pareceré a mi padre. Además, tengo los ojos algo enrojecidos. Este es el aspecto que solía tener el año anterior, cuando bebía.

Me pongo ropa de verano y me siento más relajado. Por encima de todo, quiero ir a ver a mi esposa. Bridget lleva tres años en una residencia. Está sentada en una silla mirando fijamente el mundo que la rodea, pero no habla y apenas se mueve, nadie sabe con certeza hasta qué punto sigue viva. Ha progresado, o al menos se mantienen las esperanzas de que llegue a progresar. El accidente que estuvo a punto de matarla la dejó con varios huesos rotos, profundas magulladuras y sumida en un coma que duró ocho semanas, le perforó el pulmón izquierdo, le destrozó varias vértebras y todo el mundo me dijo que había tenido suerte de sobrevivir. Mi hija no tuvo tanta suerte. Nadie me dice jamás que mi hija tuviera la mala suerte de no haber sobrevivido. La gente casi nunca la menciona en mi presencia.

El dinero de Schroder no me alcanza para llegar hasta allí. Tendré que esperar a mis padres. No tengo coche, quedó destrozado en el accidente del año pasado que me llevó a la cárcel. Mis padres querían venir a recogerme hoy pero no han podido. Acudían a visitarme dos veces por semana mientras estuve preso, pero el día que me sueltan resulta que están ocupados. Mi padre tenía cita con un especialista en el hospital para intentar solucionar los problemas de próstata típicos de los hombres que llegan a la edad de mi padre, problemas que espero que se curarán con una simple pastilla cuando yo tenga sesenta años.

Hace demasiado calor para volver a salir. No deja de ser irónico que después de cuatro meses durante los que lo único que deseaba era volver a casa me sobrevenga esta increíble sensación de aburrimiento. Estoy en la cocina, frente al fregadero, mirando por la ventana. A pesar de estar bien arreglado, el patio trasero tiene un aspecto ajado, el calor está haciendo estragos en cualquier forma de vida plantada ahí fuera. Mi gato, Daxter, entra y me mira con tristeza y vuelve un minuto después con un pájaro en la boca. Daxter es un gato pardo con sobrepeso capaz de convertirse en el mejor amigo de quien le dé comida. Deja el pájaro en el suelo, junto a mis pies, retrocede un poco y me dedica un maullido. No sé si regañarlo o acariciarlo. Me decido por esto último y luego tiro el pájaro en el cubo de reciclaje que tengo fuera, en el jardín.

Tal como ya sabía que haría, como Schroder sabía que haría, vuelvo a pensar en la carpeta verde con las gomas elásticas, un dossier repleto de muerte. Un vistazo no le hará daño a nadie. Schroder espera que pueda ver algo que nadie más es capaz de ver. No es muy probable, pero también es posible que pueda ofrecerles un punto de vista distinto. Además, tengo que pagar la hipoteca y ninguna perspectiva de encontrar trabajo. Recojo el expediente de la mesa y me lo llevo al estudio.

4

Hace mucho calor, no tanto como hace un rato, por la mañana, cuando Adrian le ha prendido fuego a su madre, pero sigue haciendo más calor del que le gustaría. La gente se queja del calor. Su mamá también se ha quejado. Se ha quejado y ha chillado hasta que las llamas de colorines le han pegado la lengua al paladar y ya no ha podido seguir gritando. A la gente le gusta ir por ahí quejándose de que hace demasiado calor, es la misma gente que hace seis meses iba por ahí quejándose de que hacía demasiado frío. Y es que la gente nunca está contenta. A Adrian no le gusta el calor, pero tampoco va montando el número por eso. Sabe que solo tiene que procurar quedarse en la sombra y beber mucha agua. Para que no le salga un cáncer en la piel, ni envejezca rápidamente ni le aparezcan manchas. La idea de que le pueda pasar algo de todo eso no le hace ninguna gracia. Cuando tiene demasiado calor empieza a sudar, la ropa se le pega al cuerpo y le pica todo y odia el picor, porque no es un picor que pueda quitarse de encima. Se va moviendo a medida que se rasca y se ve obligado a rascarse con las uñas mal mordidas y acaba arañándose la piel y sangrando.

No sabe cómo funciona la radio del coche, por lo que no puede oír la temperatura en las noticias. Ojalá pudiera. Le encanta escuchar música, cualquier tipo de música mientras no sea heavy metal, porque se deja la garganta intentando cantar las letras; ni hip-hop, aún peor. Durante veinte años no había oído ni una sola canción, había sido una vida sin música, tan solo los tristes y solitarios tarareos de algunos de los tipos con los que vivía. Cuando la música volvió a su vida, se dio cuenta de que no la entendía. Era como si hubieran cambiado todas las reglas. Incluso los discos y las cintas habían sido sustituidos por canciones que se escuchaban en el ordenador. Él apenas sabía qué era un ordenador, ya no digamos cómo funcionaban. Había escuchado los nuevos estilos y se había adaptado a ellos y ahora le fastidia no poder escuchar música. Su preferida es la música clásica, aunque cuando era pequeño no le gustaba. Solía repartir periódicos y el dinero que ganaba lo gastaba en cintas de casete. Los coleccionaba. Le gustaban los grupos de música y los cantantes solistas, pero no tanto las cantantes. Cada semana se gastaba la paga en otro casete y poco a poco fue construyendo su propia biblioteca musical. Todos esos grupos y artistas pertenecen al pasado y no han envejecido bien, en cambio la música clásica se mantiene igual y ahora ya no puede dormirse si no es escuchando su radiocasete.

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