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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (2 page)

Pasos. El crujido de una tabla del suelo. La llave en el cerrojo y la puerta que se abre. Alguien se le acerca. Puede oír cómo respira. Intenta hablar pero no puede. Piensa en sus padres, en sus amigos, en su novio. Piensa en el anciano de la cafetería y se promete que si sale de esta con vida no volverá a ayudar a nadie jamás.

—Bebe.

Es una voz de hombre. Le libera la presión de la boca. Tiene que haber algo que pueda decir para que la suelte.

—Por favor, por favor. —Llora—. Por favor, no me haga daño. No quiero sufrir, por favor, se lo ruego —dice con la cara empapada de lágrimas. No cree que haya llorado jamás tanto. Sabe que nunca había estado tan asustada. Ese tipo le hará algo malo y le tocará vivir con lo que le haga, eso la perseguirá hasta volverla loca. La persona que ha sido hasta ahora está a punto de morir.

Pero saldrá de esta. Sobrevivirá. Lo sabe porque… porque… porque esto no tendría que haberle sucedido a ella. No es posible que su vida esté a punto de terminar. No cuadra, no tiene sentido. Llora aún con más ganas.

—Por favor… —suplica.

El cuello de plástico de una botella queda presionado contra sus labios.

—Es agua —dice el tipo, y la levanta un poco. Vierte el contenido en su boca.

Ella siente un odio terrible hacia él, pero tiene tanta sed que accede a beber. El tipo le retira el agua después de que haya ingerido unos pocos tragos.

—Pronto te daré más —le dice.

—¿Quién… quién es usted? ¿Qué piensa hacer conmigo?

—No hagas preguntas —le dice, y la chica nota de nuevo la presión en la boca, que le queda tapada por algún tipo de cinta adhesiva—. Vas a necesitar tus fuerzas —le aconseja el tipo—. Tengo planeado algo muy especial para ti la semana que viene —le cuenta—. Y esto no vas a necesitarlo —añade mientras introduce una hoja afilada por debajo de la ropa de la chica y se la corta para despojarla de ella.

1

El aire caliente está impregnado del polvo del patio de ejercicios. Moscas y mosquitos intentan utilizar mi nuca como pista de aterrizaje. Unos bloques de cemento gigantescos me separan de los sonidos del otro lado, donde los hombres ven pasar la vida mientras juegan al fútbol o a las cartas, o mientras se dejan pisotear por otros hombres. A mano derecha hay grúas y andamios. Los obreros trabajan en la ampliación de una prisión que apenas se tiene en pie, levantan nubes de suciedad y cemento en polvo que se aferran al aire como la niebla de principios de invierno. La polvareda es tan densa que es difícil distinguir los detalles, saber si lo que acaba de pasar ha sido una estampida de vacas o una estampida de prisioneros intentando escapar. Mi ropa está tiesa y desprende un olor rancio tras haber pasado cuatro meses plegada y embutida en una bolsa de papel, pero sin duda es mucho más cómoda que el mono de presidiario que utilizaba por igual para trabajar, dormir y comer. Aún llevo el sudor y la reclusión pegados a la piel. Siento en los pies el calor que irradia el asfalto. Cuando cierro las manos, noto los muros de acero y hormigón que me han aislado del mundo del mismo modo que un amputado sigue notando la pierna fantasma, como si aún la tuviera. He pasado los últimos cuatro meses completamente aislado. No solo del mundo, también de los demás prisioneros. He pasado día tras día rodeado de celdas ocupadas por pedófilos y otros especímenes de basura humana a los que separan de la población general para evitar que acaben degollados. Cuatro meses que han sido como cuatro años, aunque podría haber sido peor. Podrían haberme partido la cara o haberme obligado a recoger el jabón en la ducha cada noche. Era un ex poli en un mundo de acero y hormigón lleno de tipos que odian a los polis más aún de lo que se odian entre ellos. Estar rodeado de pederastas me provocaba náuseas, pero era la alternativa menos mala de todas. Sobre todo porque eran reservados. Se pasaban el día fantaseando acerca de los motivos que los habían llevado hasta allí. Fantaseando acerca de la posibilidad de recuperar ese tipo de vida.

Los guardias de la prisión me observan desde la entrada. Parecen preocupados por la posibilidad de que vaya a intentar colarme dentro de nuevo. Me siento como un personaje de película: el tipo que se ha perdido y se despierta en una época distinta y tiene que agarrar a alguien por los hombros para preguntarle desesperadamente qué día es, incluyendo el año, mientras la gente lo mira como si fuera tonto. Por supuesto, yo sé qué día es hoy. Llevo esperando este día desde que me metieron aquí. La ropa me queda grande porque he adelgazado. La nutrición en prisión es malnutrición.

El sol de las nueve en punto pega con fuerza y proyecta una larga sombra detrás de mí. Mire a donde mire parece como si hubiera agua sobre la superficie del suelo, una charca reluciente de profundidad mínima. El asfalto se pega a las suelas de mis zapatos mientras camino. Tengo que mantener la mano en alto a modo de visera para protegerme los ojos. Llevo veinticinco segundos fuera de la prisión y no soy capaz de recordar un día tan tórrido como este antes de mi ingreso. No es que haya visto mucho el sol durante los últimos cuatro meses, por lo que mi pálida piel empieza a quemarse. Cuanto más tiempo llevaba atrapado tras esos muros, más lejos me parecía este miércoles. La prisión te hace perder la noción del tiempo. A mi alrededor hay unos cuantos coches de gente que ha venido de visita. Un tipo apoyado en uno de ellos no para de mirarme. Lleva puestos unos pantalones de color habano y una camisa blanca con manchas oscuras en los sobacos. Ha perdido algo de peso desde que lo vi por última vez, pero sigue llevando el pelo rapado y aquella expresión que parece tener instalada permanentemente en el rostro. Llega hasta mi nariz olor a humo de algo grande que debe de estar quemándose en algún lugar lejano. Cierro los ojos con el sol de cara y dejo que me caliente la piel, que me la queme, antes de volver a abrirlos y ver que Schroder ya no está apoyado en el coche. Ha recorrido la mitad de la distancia que nos separaba.

—Me alegro de verte, Tate —dice Schroder. Estrecho la mano caliente y sudada que tiende hacia mí. Es el primer apretón de manos que doy desde hace bastante tiempo, pero recuerdo cómo se hace. La comida de la prisión no llegó a pudrirme el cerebro del todo—. ¿Cómo te ha ido?

—¿Cómo crees que me ha ido? —le pregunto después de soltarle la mano.

—Sí, claro. Bueno, me lo imagino —dice Schroder, mientras intenta hacerse una idea de ello. Trata de encontrar algo que decir pero no lo consigue y no será el último al que le pase. Dos pájaros de aspecto cansino vuelan bajo cerca de donde estamos, en busca de un lugar más fresco—. Pensé que te iría bien que te llevara a casa en coche.

Hay un monovolumen blanco esperando cerca de la entrada, con la parte inferior muy sucia y la parte superior solo ligeramente mejor. Dentro hay un par de tipos más a los que también han soltado hoy, los dos con el pelo rapado y lágrimas tatuadas en las mejillas, uno a cada lado, mirando por la ventanilla, esforzándose en ignorarse mutuamente. Otro tipo, de baja estatura y constitución recia, sale en ese momento con expresión fanfarrona. Le faltan todos los dedos de la mano derecha y el resultado es algo parecido a una porra que mantiene separada del cuerpo al andar, igual que el otro brazo, obligado por una caja torácica enorme y un ego aún mayor. Me mira fijamente antes de subir a la parte de atrás del monovolumen. Les doy como máximo una semana antes de que vuelvan a encerrarlos a los tres.

Hoy nos soltaban a los cuatro y la idea de pasar veinte minutos en un vehículo con ellos no me volvía precisamente loco. Tampoco me vuelve loco la idea de pasar ese tiempo con Schroder.

—Te lo agradezco —le digo.

Nos dirigimos hacia su coche de policía de color gris oscuro, sin distintivos, cubierto de polvo del trayecto que lleva hasta aquí, lo que destaca aún más las letras de los flancos de los neumáticos. Subo al coche y dentro hace aún más calor que fuera. Trasteo el aire acondicionado y consigo que algunas de las rejillas de ventilación apunten hacia mí. Observo la cárcel de Christchurch por el retrovisor, cada vez más pequeña hasta que desaparece tras una arboleda. Nos metemos en la autopista y torcemos a la derecha, hacia la ciudad. Pasamos junto a unos grandes prados de hierba seca cercados con alambre de espino. En esos campos hay tipos conduciendo tractores y levantando nubes de polvo, secándose el sudor de la cara ya a primera hora de la mañana. Lejos de los edificios, donde el aire es puro.

—¿Ya has pensado en lo que vas a hacer ahora? —pregunta Schroder.

—¿Por qué? ¿Quieres ofrecerme mi antiguo puesto?

—Sí, eso no estaría nada mal.

—Entonces me haré granjero. Parece una buena manera de vivir.

—No conozco a ningún granjero, Tate, pero estoy seguro de que serías de los peores.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo son los peores?

No responde. Está pensando en un granjero capaz de disparar a una vaca que se haya atrevido a molestar a otra vaca. Trato de imaginarme a mí mismo conduciendo uno de esos tractores siete días a la semana, llevando a las vacas de un prado a otro, pero por más que lo intento no consigo verme en ese papel. El tráfico se vuelve más denso a medida que nos acercamos a la ciudad.

—Mira, Tate, lo he estado pensando y empiezo a ver las cosas de otro modo.

—¿A qué te refieres?

—A esta ciudad. A la sociedad, no lo sé. ¿Qué piensas de Christchurch?

—Que está fatal —respondo, y es verdad.

—Sí, parece que desde hace un tiempo va de mal en peor. Pero las cosas… no sé. Es como si las cosas no mejoraran. Tú has salido de esta espiral desde que abandonaste el cuerpo hace tres años, pero es que estamos desbordados. Está desapareciendo gente. Hombres y mujeres que salen para ir a trabajar y ya no regresan jamás.

—Supongo que se habrán hartado de todo y han decidido huir —sugiero.

—No es eso.

—¿Las conversaciones triviales siempre son así contigo?

—¿Prefieres contarme cómo te han ido los últimos cuatro meses?

Pasamos junto a un campo en el que dos granjeros están quemando rastrojos, básicamente restos de la poda de matorrales. El humo denso y negro se eleva hacia el cielo y queda suspendido como una nube cargada de lluvia, pero no hay ni la más mínima brisa que se lo lleve de allí. Los granjeros están junto a los tractores, contemplando la hoguera con las manos en la cintura, rodeados por un aire neblinoso a causa del calor. El olor entra por los conductos de ventilación, Schroder los cierra y en el interior del coche sube aún más la temperatura. Dejamos atrás un muro de ladrillos grises de unos dos metros de alto en el que hay escrito CHRISTCHURCH, sin un BIENVENIDOS A que preceda al topónimo. De hecho, alguien ha tachado la mitad del nombre con espray y a continuación ha escrito «ayúdanos». CRISTO, AYÚDANOS. Los coches pasan rápido, da igual de dónde vienen o adónde van, todo el mundo parece tener prisa por llegar a alguna parte. Schroder vuelve a encender el aire acondicionado. Llegamos al primer gran cruce desde que hemos salido de la cárcel y esperamos frente a un semáforo. Al otro lado hay una estación de servicio donde un todoterreno ha dado marcha atrás y ha chocado con uno de los surtidores, por lo que el personal ha formado un corro alrededor y contempla la escena sin saber qué hacer. El rótulo me cuenta que la gasolina ha subido un diez por ciento desde que me encerraron. Calculo que la temperatura debe de haber subido un cuarenta por ciento y la tasa de delitos, un cincuenta. Christchurch funciona a base de estadísticas, un noventa por ciento de las cuales suelen ser erróneas. Uno de los laterales de la gasolinera está completamente cubierto de grafitos.

El semáforo se pone en verde y nadie se mueve durante unos diez segundos porque el tipo que está delante de todo discute con alguien por el móvil. Sigo esperando que los neumáticos se derritan de un momento a otro. Los dos seguimos perdidos en nuestras cavilaciones hasta que Schroder rompe el silencio.

—El caso, Tate, es que esta ciudad está cambiando. Pillamos a uno y dos más ocupan su lugar. Cada vez es peor, Tate, esto acabará por desmadrarse.

—Lleva tiempo desmadrado, Carl. Mucho antes de que yo dejara el cuerpo.

—Bueno, pues estos días parece aún peor.

—¿Por qué me da mala espina todo esto? —pregunto.

—¿A qué te refieres?

—A que vinieras a recogerme. Tú quieres algo, Carl. Suéltalo de una vez.

Carl tamborilea con los dedos sobre el volante y mira hacia el frente, con los ojos atentos al tráfico. La maldita luz blanca rebota en todas las superficies lisas y cada vez me resulta más difícil ver nada a mi alrededor. Me preocupa llegar a casa con los ojos licuados.

—Mira en el asiento de atrás —dice—. Hay un dossier. Deberías echarle un vistazo.

—Lo único que debería hacer es ponerme unas gafas de sol. ¿No tendrás unas de sobra que pueda ponerme?

—No. Y échale un vistazo.

—Sea lo que sea lo que quieres, Carl, tiene que ser algo que yo no quiero.

—Quiero sacar de las calles a otro asesino. ¿Me estás diciendo que tú no?

—Vaya mierda de pregunta.

—Mira, el hombre que yo conocía hace un año habría querido hacerlo. Me habría preguntado cómo podría ayudarme. Ese hombre, hace un año, habría intentado ayudarme incluso si yo no lo hubiera querido. ¿Te acuerdas, Tate? ¿Te acuerdas de ese hombre? ¿O es que esos cuatro meses en chirona te han nublado la memoria?

—Lo recuerdo perfectamente. Recuerdo cómo me dejabas al margen cuando sabía más cosas que tú.

—Dios, Tate, tienes una percepción muy extraña de la realidad. Te interpusiste en una investigación, robaste, me mentiste y te convertiste en un verdadero coñazo. La realidad es que te vieron matar a alguien, vieron cómo atropellabas a una adolescente y la mandabas al hospital.

El año pasado estuve siguiendo a un asesino en serie y hubo gente que murió en el hospital durante el proceso. Mala gente. En ese momento no sabía que uno de ellos fuera mala gente, lo maté por accidente. El sentimiento de culpa fue lo que me cambió. Me eché a la bebida y por culpa de la bebida tuve el accidente de coche que me hizo recuperar la sobriedad de nuevo.

—No hace falta que me sueltes un sermón sobre la realidad —digo mientras pienso en mi hija, muerta hace tres años. Pienso que no volveré a verla jamás y pienso en mi esposa, encerrada en la residencia. Pienso en su cuerpo, convertido en un caparazón en el que había vivido la mujer más perfecta del mundo.

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