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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (3 page)

—Tienes razón —dice—. Eres la última persona que merece una lección de realidad.

—En cualquier caso, ahora soy otro hombre.

—¿Por qué? ¿Has encontrado a Dios mientras estabas en la cárcel?

—Dios ni siquiera sabe que ese lugar existe —le digo.

—Mira, Tate, estamos perdiendo una batalla y necesito tu ayuda. A ese hombre, hace un año, no le importaban los límites. Hacía lo que era necesario. No le importaban las consecuencias. No le importaba la ley. No te estoy pidiendo nada de eso, pero sí te pido que me ayudes. Tienes olfato para estas cosas. ¿Cómo es posible que un hombre que hacía todo eso el año pasado no quiera ofrecérmelo ahora?

—Porque ese hombre acabó en la cárcel y a nadie le importó una mierda —le respondo, tal vez con más acritud de la que me habría gustado.

—No, Tate, ese hombre acabó en la cárcel porque se había emborrachado y estuvo a punto de matar a alguien con su coche. Vamos, lo único que te pido es que le eches un vistazo al expediente. Léetelo y dime qué te parece. No te estoy pidiendo que sigas a nadie ni que te ensucies las manos. Lo que ocurre es que estamos perdiendo la perspectiva del caso, estamos demasiado pegados a él y… qué demonios, no importa lo que hayas hecho o las decisiones que hayas tomado, esto sabes hacerlo bien. Eres bueno. Viniste al mundo para esto.

—Te estás pasando —le digo.

—Solo intento apelar a tu ego. —Aparta los ojos del asfalto un segundo para lanzarme una sonrisa fugaz—. Pero no creo que me equivoque si digo que necesitas el dinero.

—¿Dinero? ¿Me estás diciendo que el departamento de policía volverá a ponerme en nómina? Lo dudo mucho.

—Yo no he dicho eso. Mira, hay una recompensa. Hace tres meses era de cincuenta mil dólares. Ahora es de doscientos mil. Serán para quien ofrezca información que permita detener al culpable. ¿Qué piensas hacer si no, Tate? Al menos échale un vistazo al expediente. Tienes que darte a ti mismo la oportunidad de…

Suena su teléfono móvil. No termina la frase. Lo coge y no dice gran cosa, se limita a escuchar. No me hace falta oír la conversación para saber que son malas noticias. Cuando era poli, nadie me llamó jamás para darme una buena noticia. Nadie me llamó jamás para agradecerme que hubiera atrapado a un delincuente, para invitarme a una pizza y una cerveza y decirme que había hecho un buen trabajo. Schroder reduce un poco la velocidad, con las manos tensas sobre el volante. Tiene que dar un volantazo para esquivar un enorme charco de cristales rotos de un accidente reciente y cada pedazo de vidrio refleja la luz del sol como lo haría un diamante. Pienso en el dinero y en lo que me permitiría hacer. Miro por la ventana y veo a un par de topógrafos vestidos con chalecos reflectantes. Están midiendo la calle, planeando en cortarla próximamente para ensancharla o estrecharla, o simplemente para mantener el nivel del presupuesto municipal de urbanismo. Schroder pone el intermitente y acerca el coche a la acera. Alguien toca el claxon y nos saluda con el dedo corazón. Schroder sigue hablando mientras da media vuelta para cambiar de sentido. Pienso en el hombre que fui hasta hace un año y me doy cuenta de que no quiero seguir siéndolo justo antes de que Schroder cuelgue el teléfono.

—Perdona que te haga esto, Tate, pero ha ocurrido algo. No puedo llevarte a casa. Te dejaré en el centro. ¿Te va bien?

—Tampoco puedo elegir, ¿no?

—¿Tienes dinero para un taxi?

—¿Tú qué crees? —De hecho guardaba cincuenta dólares en el bolsillo de los pantalones para este día, pero entre el momento en el que me quité la ropa hace cuatro meses y cuando me la devolvieron, el billete debe de haber encontrado un nuevo hogar.

Llegamos al centro. Quedamos atrapados en el tráfico denso que ha provocado el corte de un carril. Están podando unos árboles que llegan hasta las líneas de alta tensión y los camiones y el equipo impiden el paso de los coches a pesar de que los trabajadores están sentados a la sombra, y es que hace demasiado calor para trabajar. Llegamos a la comisaría de policía del centro y entramos con el coche en el aparcamiento. Frente a nosotros hay un coche patrulla con dos polis intentando sacar del asiento trasero a un tipo que no para de gritarles y que intenta morderles; los dos polis parecen deseosos de abatirlo a tiros como harían con un perro rabioso. Schroder se mete la mano en el bolsillo y me da treinta dólares.

—Con esto llegarás a casa.

—Iré a pie —digo mientras abro la puerta del coche.

—Vamos, Tate, toma el dinero.

—No te preocupes. No es que me haya enfadado contigo. He estado encerrado durante demasiado tiempo y necesito algo de ejercicio.

—Intenta llegar a casa con este calor y eres hombre muerto.

No quiero aceptar su ayuda, pero el calor está a punto de formar ampollas en la pintura del coche. El sol entra por la puerta abierta, cae sobre mi piel y seca hasta el más mínimo rastro de humedad. Incluso la de mis ojos, que parecen lubricados con arena. Acepto el dinero que me ofrece.

—Te lo devolveré.

—Me lo habrás devuelto si te llevas el expediente.

—No —le digo. Pero puedo sentir cómo me reclama, cómo me atrae, cómo ese imán para la violencia me susurra al oído que dentro de esas cubiertas hay un mapa que me devolverá al mundo—. No puedo. Es que… no puedo.

—Vamos, Tate. ¿Qué coño piensas hacer? Tienes una esposa a la que cuidar. Una hipoteca. No has tenido ingresos en los últimos cuatro meses. Te estás quedando atrás. Necesitas un trabajo. Necesitas este trabajo. Y yo necesito que tú lo aceptes. ¿Quién demonios crees que va a contratarte, si no? Mira, Tate, el año pasado trincaste a un asesino en serie, pero ¿de verdad crees que alguien se va a fijar en eso? No importa cómo lo justifiques, ni que hagas balance de lo que hiciste bien y lo que hiciste mal; hay algo que no cambiará: ahora eres un ex presidiario. No puedes escapar a ello. Tu vida no es la misma que antes de estar ahí dentro.

—Gracias por llevarme, Carl. En parte me ha ido bien.

No es hasta que me encuentro en la calle, con las puertas del aparcamiento de la comisaría cerrándose tras de mí, cuando miro por primera vez el expediente, páginas repletas de muerte dentro de un dossier que me espera, a sabiendas de que no podré ignorarlo.

2

El pulgar está dentro del tarro, suspendido en un líquido enturbiado por el tiempo. La tapa está bien cerrada y el tarro, bien protegido con plástico de burbujas. Todo ello, empaquetado dentro de una caja de cartón del tamaño de un balón de fútbol, con las esquinas levemente aplastadas, el contenido rodeado por centenares de bolitas de poliestireno del tamaño aproximado del pulgar que protegen. La caja descansa en las manos de un mensajero que lleva la camisa por fuera y los dos botones de abajo desabrochados. Parece impaciente. E incomodado por el calor. Es evidente que tiene prisa por marcharse, se nota en la manera como le tiende el dispositivo de firma electrónica a Cooper. El aparato tiene forma de libro de bolsillo y Cooper estampa su firma en la pantalla con torpeza. El mensajero le da la caja, le desea un buen día y pocos segundos después sale dando un acelerón y levantando pequeños fragmentos de grava recubierta de asfalto que golpean los bajos del vehículo. Cooper se lo queda mirando con la caja en las manos, pesa menos de lo que esperaba. Con una uña recorre los bordes de los sellos, debe de haber una docena de ellos pegados en el lateral junto con un albarán que cuenta mentiras. Los adhesivos y los sellos le dan un aspecto exótico, como si procediera de un lugar lejano, como si hubiera pasado por unas islas remotas, como si su contenido pudiera ser cualquier cosa en lugar de ese pulgar amputado. Los precintos están intactos. De no haber sido así, habría sido la policía quien se lo hubiera traído y no un mensajero.

Cierra la puerta de la casa e impide que entre el tórrido sol de la mañana. La ola de calor ha copado los titulares de los periódicos durante toda la semana. Llegó a Christchurch hace seis días y parece haberse instalado cómodamente. El número de víctimas mortales que se ha cobrado aún no ha llegado a la decena, pero se espera que pronto requerirá dos dígitos, seguramente durante el fin de semana. Está fundiendo el asfalto de las carreteras, quemando las matas de hierba y matando ganado. Cada vez más gente muere ahogada o víctima de la violencia vial y cada día el cielo de alguna parte de la ciudad se enturbia por el humo de una casa o una fábrica en llamas. Cooper cruza el salón con aire acondicionado en dirección a su estudio del segundo piso, también con aire acondicionado y con las paredes llenas de diplomas, todos perfectamente alineados y equidistantes, recubiertos por cristales perfectamente limpios; son como pequeñas ventanas que dan fe de sus logros pasados. Deja el paquete sobre la mesa. Intenta imaginar lo que dirían otras personas de su especialidad en esa situación.

Abre el precinto con la hoja de un cuchillo. Le gustaría saber adónde han mandado el otro pulgar, si el destinatario debe de haber abierto la caja como si se tratara de un regalo de Navidad. Las tapas de cartón saltan nada más ceder el precinto. El poliestireno sisea en contacto con sus manos mientras busca en su interior. Sus dedos se cierran alrededor del recubrimiento de plástico de burbujas.

Ahí está.

El pulgar tiene buen aspecto. La realidad, no obstante, es algo distinta. El pulgar lleva separado de su dueño más de un año. En un mundo ideal, estaría contemplando el juego completo. Los pulgares y los dedos, todos unidos a las manos, pero los habían separado poco después de su muerte y ese pulgar es lo único que había podido conseguir. Las otras partes, partes más grandes, se las habían llevado los que más habían pujado. Se humedece los labios, tiene la boca tan seca que no puede ni tragar. Deja caer el plástico de burbujas y se acerca a la primera de sus dos estanterías. Deja el tarro en el estante superior, en el lugar que le reservó el mismo día que ganó la subasta. En un mundo de coleccionistas, en un mundo de adictos, coleccionar las obras de asesinos en serie, guardar las armas que estos utilizan, las palabras que han escrito, la ropa que llevaron, el papel en el que escribieron originalmente su confesión o las esposas que les pusieron en el momento de arrestarlos no es muy distinto de coleccionar sellos o soldaditos de plomo. El ochenta por ciento de su colección está formada por libros. El resto lo componen unos cuantos cuchillos, artículos de ropa y también algún informe policial privado que se supone que no debería tener. Hasta ahora, la pieza más excepcional que ha tenido es una funda de almohada que un botones de un hotel australiano había utilizado para matar a tres mujeres cubriéndoles la cara hasta ahogarlas. Le da la vuelta al tarro para estudiar el pulgar, consciente de lo macabro que es y de lo macabro que resulta el hecho de haberlo comprado. Lo ganó en una subasta privada en internet, lo habían invitado a participar gracias a unos contactos que había hecho en subastas anteriores. Aún no sabe exactamente por qué lo quería. No lo quería, al principio no. Lo vio y pensó que había que estar loco para poseer un trozo de cadáver, pero cuanto más pensaba en ello, más empezaba a desearlo. Menuda locura. ¿En qué estaría pensando? ¿En que podría exponerlo y mostrárselo a la gente la próxima vez que organizara una cena en casa? Las estanterías de su estudio están llenas de otros objetos de interés conseguidos a lo largo de los años, tanto de asesinos como de víctimas. Les corresponde a los demás debatir si coleccionar esos objetos crea un mercado alrededor de la muerte. Su interés es puramente pedagógico. Si quiere aprender, si quiere enseñarle a los demás cuáles son los métodos de un asesino, qué lo impulsa a matar, debe rodearse de esos objetos. No es una simple afición, es un trabajo. Y ese pulgar es algo más que un… no está seguro. «Lujo» no es la palabra correcta. «Curiosidad» encaja mejor. Y aun así, es algo más sencillo que eso, la cuestión es que al final quería tenerlo.

La llegada del paquete lo ha demorado y ahora tiene prisa. Sus alumnos de psicología criminal pronto estarán contemplando la pizarra y no habrá nadie para darles clase. El pulgar le ha robado tanto tiempo que ni siquiera podrá desayunar y tendrá que dejarse atrapar por el atasco de tráfico directamente. Se traga un par de pastillas de vitaminas, entra en el garaje y da marcha atrás para sacar el coche.

El sol no deja de escalar el cielo, cada vez acorta más las sombras de los árboles y crea destellos de luz en las telarañas. Cooper tiene la radio encendida y escucha un programa en el que están debatiendo acerca de un asunto que últimamente está provocando mucha controversia en los medios de comunicación: si Nueva Zelanda debería restituir o no la pena de muerte. Había empezado con un comentario frívolo, una broma de mal gusto con la que el primer ministro había respondido a una pregunta acerca de lo que pensaba hacer el gobierno para intentar frenar el crecimiento de la tasa delictiva del país y el número cada vez mayor de encarcelados, pero la bola de nieve se había ido haciendo cada vez más grande gracias a la gente que había respaldado aquellas declaraciones y que preguntaba por qué el gobierno no se lo planteaba realmente. Al fin y al cabo, si la muerte era buena para las víctimas, ¿qué había de malo en reservarles el mismo trato a los asesinos?

Cooper no está seguro de cuál es su posición en el tema. No está seguro de que un país del primer mundo deba poner en práctica castigos propios del tercer mundo. Pone la palanca de cambio en la posición de estacionamiento y sale del coche para cerrar la puerta del garaje, porque el maldito sistema automático se averió hace dos meses y el encargado del servicio técnico aún está esperando las piezas que ya tendrían que haber llegado. Puede sentir el calor que irradia el suelo a través de las suelas de los zapatos. Empieza a sudar antes incluso de llegar a la puerta. La brisa es suave y lo suficientemente cálida para iniciar un incendio. Hace una semana que la gente va por ahí en pantalones cortos y con los nervios de punta. Le llega el olor a marihuana del maldito surfista que vive enfrente de su casa y que se pasa las mañanas, las noches y las horas intermedias fumándose el dinero que ganó en la lotería. Con cada paso tiene la camisa más empapada. Está tan alterado por lo del pulgar y por el calor que de repente se da cuenta de que aún lleva en la mano el maletín que ha recogido del estudio.

—Qué extraño —dice. Cuando se da la vuelta ve algo aún más extraño. Hay un tipo al que no había visto jamás junto a su coche.

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