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Authors: Michael Cunningham

Cuando cae la noche (15 page)

¿Quién dijo que un país tiene el gobierno que se merece? ¿Tiene Estados Unidos el arte que se merece?

Ahí está el edificio de Groff, al lado de una fábrica en Wilson Street. Peter llama al portero electrónico.

—¿Qué pasa, colega? —Una voz profunda y potente como un violonchelo.

—¿Qué hay? —Peter Harris es un tío enrollado.

Suena el timbre y pasa al vestíbulo, si es que puede llamarse así la temblorosa fluorescencia de una entrada de linóleo de color beis, sin más rasgos definitorios que un tablero negro y descolorido que hay detrás de un cristal crujido y donde, con letras adhesivas medio despegadas, se enumeran los nombres de pequeñas empresas que probablemente hace más de veinte años que desaparecieron.

Peter entra en el ascensor, que huele extrañamente a chicle de uva. La puerta se cierra con un sonido asmático y Peter piensa por un instante en la posibilidad de quedarse encerrado allí dentro, o peor aún, en llegar casi al sexto piso, donde está el estudio de Groff, y caer. Intenta no pensar en los cables roídos por las ratas que transportan tu culo al piso de arriba, por favor, Dios (o cualquier otra deidad más o menos provisional a la que recurra Peter en los momentos de nerviosismo), no permitas que muera en un ascensor mientras voy a ver una obra que no acaba de convencerme; sería demasiado horrible y apropiado: Peter Harris encuentra su fin en un ascensor cuando iba a ver a un artista cuya obra no es ni proteica ni seminal, pero que produce cosas bastante buenas que Peter cree poder vender.

Cuando el ascensor llega al sexto piso, se detiene temblando ligeramente, con la puerta todavía cerrada, y a Peter le avergüenza darse cuenta de que tiene las palmas de las manos sudadas cuando se abren las puertas con un chirrido.

Dan directamente al estudio de Groff. El muy cabrón tiene el piso entero para él. Tiene que ser de familia rica. Ni siquiera un joven triunfador como Groff gana tanto dinero tan pronto.

Peter sale del ascensor a una vastedad crepuscular llena de columnas, como el gran vestíbulo de un palacio mugriento y destartalado, casi vacío (de no ser por una especie de muebles de salón levemente surrealistas: un sofá viejo y andrajoso y dos sillas Windsor con varios tonos de masilla y hueso); una luz sucia se cuela oblicuamente por las ventanas sucias. Y ahí, precedido por el ruido de los tacones de sus botas sobre las tablas astilladas, está el propio artista. Peter conoce la rutina: nunca te esperan a la puerta del ascensor. En su mundo, el peor de los pecados es demostrar demasiado interés y ganas de agradar, aunque por supuesto casi todos los que triunfan están dominados y poseídos por ambas cosas. Los que de verdad sienten auténtica indiferencia suelen acabar convertidos en excéntricos provincianos en algún pueblo del valle del Hudson, y se pasan la vida contándole a cualquiera que les escuche que la integridad es la única virtud que vale una mierda y preparando eternamente su exposición anual en una galería local.

Y ahora Rupert Groff.

Tiene lo necesario. Es pálido y mofletudo como una estrella del rock (¿cómo lo hacen estos chicos, cómo se las arreglan para ser desgreñados, estar en tan mala forma y ser al mismo tiempo inefablemente enrollados?), tiene una mata de pelo pelirroja y despeinada, y un rostro blando y agradable como el de un joven Charles Laughton. Viste una camiseta finísima con el logo de Oscar Mayer y unos pantalones de trabajo Dickies.

—¿Qué hay? —dice. Es innegable que tiene una voz maravillosa, plena y musical. En otra vida podría ser cantante.

—Peter Harris. Un placer.

Le tiende la mano y Groff se la estrecha. Peter es un hombre trajeado, al menos veinte años mayor que ese chico, hay un límite a los «¿Qué pasa?» y «¿Qué hay?» que está dispuesto a intercambiar.

—Gracias por venir —dice Groff. Muy bien, no es arrogante, o al menos no insufriblemente arrogante. O puede que esté esperando para exhibir su arrogancia después.

—Gracias por recibirme.

Groff se vuelve y se interna en la oscuridad del
loft
. Peter le sigue.

—Bueno —dice Groff—. Como te dije por teléfono, ahora solo tengo un par de bronces, pero son buenos. Son…, eran para la exposición que iba a montar Bette.

Mejor no hablar de eso todavía.

—Como te conté, tengo una clienta estupenda, creo que uno de los bronces le irá que ni pintado.

—¿Cómo se llama?

—Carole Potter.

—No la conozco. ¿Qué tal es?

Astuto. Aunque sea dinero fácil, no quieres venderle tu obra a cualquiera.

—Vive en Greenwich. Es ecléctica y nada remilgada. Tiene un Currin, un González-Torres y un Ryman exquisito que compró cuando todavía se podían conseguir.

Mejor no hablar de las obras anteriores, el Agnes Martin y la escultura de Oldenburg del jardín norte. La mayoría de los chicos jóvenes adoran a algunos de los maestros antiguos y desprecian a otros, y no hay forma de saber qué figura venerable resultará ser el dios de un joven artista y cuál el demonio encarnado.

—Quizá yo sea un poco agresivo para ella… —comenta Groff.

—Su colección necesita más agresividad, y ella lo sabe. Lo cierto es que tu pieza sustituiría un Sasha Krim.

—Hace cosas muy desagradables.

—Demasiado para Carole Potter.

Al fondo de esa oscura vastedad cuelga de una larga barra de hierro una cortina vieja de color rata. Groff aparta la cortina y entran en el estudio propiamente dicho. Por lo visto ha decidido, por razones que a Peter se le escapan, dar al
loft
una entrada absurdamente grande, un vestíbulo, si se quiere. Tal vez sea un truco a lo Mago de Oz, pensado sobre todo para visitantes como Peter, una estrategia a lo «espera a ver lo que hay detrás de la cortina».

Detrás de la cortina está el estudio, una habitación mal construida de unos cinco metros cuadrados. Groff es más ordenado que otros artistas. Ha colocado un tablero en la pared del que cuelgan varias herramientas, algunas muy bonitas, cortaalambres, largas palas de madera, leznas de mango de madera, todos pensados para moldear la cera y el barro. El estudio está saturado de un aroma a cera caliente, que no solo es agradable sino extrañamente tranquilizador, como si estuviera ligado a un recuerdo de infancia, aunque Peter no acierta a imaginar cuál de sus manejos infantiles puede estar ligado a la cera caliente. El primer oráculo de Delfos era una cabaña hecha de cera de abeja y alas de pájaro: tal vez sea un recuerdo ancestral.

Y ahí, sobre una mesa de acero industrial de patas muy gruesas, descansa el objeto. Una urna de bronce de metro y medio de altura, hermosamente tintada de ese verde ocre característico del bronce, con un pie y unas asas, clásica en el fondo, pero con proporciones posmodernas, con la base más pequeña y las asas más grandes de lo que habría imaginado un artista del siglo
V
antes de Cristo y un matiz como de cómic y de garbo animal que la salva de parecer una mera imitación o de cualquier connotación fúnebre.

Muy bien. A primera vista, pasa la prueba del contexto. Tiene solemnidad y carisma. Aunque a los galeristas no les gusta hablar de eso, ni siquiera entre ellos, es uno de los problemas que pueden surgir: el hecho de que en una sala pintada de blanco con el suelo de hormigón casi cualquier cosa parece arte. No hay un solo marchante en Nueva York ni en ninguna otra parte que no haya oído mil variaciones de esa llamada de teléfono: «Me encantó en la galería, pero en nuestro salón no acaba de encajar». Hay una respuesta estándar: «El arte es sensible al ambiente, deja que vaya a verlo y si no logramos hacerlo encajar, siempre puedes devolverlo…». Pero lo que suele pasar en realidad es que, cuando la obra llega al salón, le falta fuerza para estar en una verdadera habitación, aunque sea horrible (como suelen serlo esas habitaciones, a los ricos les gustan el oropel, el granito, y esa tapicería tan llamativa que cuesta trescientos cuarenta dólares el metro). Casi todos los colaboradores de Peter culpan a las habitaciones, y Peter lo comprende: son habitaciones chillonas y recargadas, con una especie de aire de conquista, y el cuadro o la escultura en cuestión a menudo entra en ellas como la última captura. Sin embargo, él no opina lo mismo. Cree que una auténtica obra de arte puede ser poseída pero no capturada, que debería irradiar tal autoridad, tan extraña y confiada belleza (o fealdad) que no pudieran echarla a perder ni siquiera los sofás o mesitas más ridículos. Una auténtica obra de arte debería dominar la habitación, y los clientes deberían llamar no para quejarse de la obra de arte, sino para decir que les ha ayudado a comprender que la habitación es horrible, ¿no podría Peter sugerirles un diseñador que les ayudara a rehacerla por completo?

La urna de Groff, hay que reconocerlo, es un objeto capaz de hacerse valer. Posee la más vital e inefable de las cualidades fundamentales: autoridad. Uno lo nota nada más verla. Ciertas piezas ocupan el espacio con una seguridad que tiene que ver pero no depende exactamente de sus méritos apreciables. Es parte del misterio, en cierto modo por eso nos gusta tanto (a quienes nos gusta). La capilla Sixtina no solo está muy bien pintada, sino que esa pintura es como una orquesta. Llena la capilla de un modo que no podría hacerlo una superficie pintada de un solo color según las leyes ordinarias de la física.

Peter se acerca. Aquí, en un lado están inscritas las diatribas e imprecaciones, ordenadamente, como si fueran jeroglíficos, en letra cursiva y levemente femenina. Por el lado que da a Peter hay al menos cuarenta términos argóticos para referirse al órgano sexual, la letra de una canción de hip hop misógina y homófona (Peter no la conoce, el hip hop no es lo suyo); un fragmento del
Manifiesto de la Organización para el Exterminio del Hombre
, de Valerie Solanas (eso sí lo conoce) y algo repugnante tomado de una página web sobre un tipo que busca mujeres lactantes que quieran echarle chorros de leche a la cara.

Está bien. Es retorcido, pero bueno. No solo tiene presencia como objeto, sino también contenido real, que estos días escasea…, es decir, tiene contenido más allá de un fragmento de un fragmento de una mera idea. Alude a la vez a la historia que tantas veces nos han contado, a todos esos tributos artísticos a los grandes monumentos y las arduas victorias que no tienen en cuenta a las personas, y al mismo tiempo es algo que en teoría podría sobrevivir en el futuro, uno en el que (según Groff) se contarán distintas verdades.

Tal vez Peter haya sido demasiado duro consigo mismo. Y con Groff.

Y, sí, Peter ya está pensando en lo que le va a decir a Carole. La verdad es que es muy bueno. Es una idea hecha realidad, una idea muy simple que puede no llevar a ninguna parte, pero que superficialmente no es ingenua o aburrida. Además, cosa rara estos días, es un objeto hermoso. Eso ya es algo.

—Este es muy bueno —dice Peter.

—Gracias.

A Carole (probablemente) le gustará el feminismo que implica toda esa horrible misoginia. No le gusta la provocación gratuita (¿en qué estaría pensando cuando trató de venderle el Krim?), pero este objeto sereno y pernicioso le dará algo de lo que hablar, algo que explicarle a los Chen, los Rinx y demás.

—Me encantaría enseñárselo a Carole. ¿Te sigue pareciendo una buena idea?

—Sí.

—Ya te comenté que le gustaría ver cómo queda en su casa cuanto antes.

—La señorita Potter está acostumbrada a conseguir lo que quiere, ¿eh?

—Pues sí. Pero te aseguro que no es ninguna gilipollas. Y, si podemos instalarlo en su jardín mañana, al día siguiente lo verán Zhi y Hong Chen. Probablemente ya sabrás que los Chen son unos compradores excelentes.

—Adelante entonces.

—De acuerdo.

Se quedan un rato mirando la urna.

—Mis hombres irán mañana a recoger el Krim —dice Peter—. Podrían llevarse la urna al ir hacia allá.

—¿Qué pone Krim en esas cosas? —pregunta Groff.

—Alquitrán, resina, crin de caballo.

—Y…

—La verdad es que es un poco reservado con respecto a sus materiales. Y yo lo respeto.

—Oí contar que uno se derramó por el suelo del MoMA.

—Por eso hacen el suelo de hormigón. En fin. ¿Qué te parece si vengo con mi equipo mañana a mediodía?

—Trabajas deprisa.

—Sí. Y puedo garantizarte que Carole no regateará con el precio si le hacemos este favor.

—De acuerdo. A mediodía me va bien —dice Groff.

—Mañana traeré los papeles y demás; no cuento con que me prestes la pieza sin más.

—Por supuesto.

—De acuerdo, entonces —dice Peter—. Ha sido un placer conocerte.

—Lo mismo digo.

Intercambian un apretón de manos, vuelven al ascensor. Groff debe de vivir en un sitio relativamente minúsculo detrás del estudio, es imposible que el
loft
sea tan grande. Es una especie de manía de estos jóvenes: un área de trabajo impecable y una vivienda que recuerda la habitación de un adolescente. Una alfombra mugrienta en el suelo, ropa tirada por todas partes, una tostadora encima de una nevera en miniatura, un baño horriblemente sucio y diminuto. A veces Peter se pregunta si no será una especie de compensación por ese atisbo de feminidad que implica el declararse artista.

Groff llama el ascensor. Y ahora, un momento un poco violento. Ya han hablado lo que tenían que hablar, y este ascensor es
leeeento
.

—Si Carole decide quedarse con la pieza, estoy seguro de que le encantará que vayas a ver dónde la ha puesto —dice Peter.

—La verdad es que siempre insisto en hacerlo. Digamos que es una prueba para los dos, ¿de acuerdo?

—Desde luego.

—Es un jardín, ¿no?

—Sí, un jardín inglés, un poco crecido y descuidado. Nada que ver, como ya supondrás, con un jardín francés.

—Parece bonito.

—Lo es. Desde el jardín no se ve el agua, pero se oye.

Groff asiente. ¿Qué le ocurre a esta transacción, por qué suena tan…? ¿Tan qué? Siempre son iguales.

Es el lado comercial, claro; Velázquez y Leonardo también cerraban tratos. Sin embargo, Groff, en realidad casi todos los artistas, tienen esa sensatez respecto a la obra y el comprador… La calma del propietario. ¿Preferiría Peter trabajar con histéricos? ¿Preferirías chiflados que exigen reverencias, que se ofenden por observaciones inocentes y se niegan a separarse de la obra en el último minuto? Pues claro que no.

Sin embargo…

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