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Authors: Michael Cunningham

Cuando cae la noche (22 page)

Va a sentarse junto a su mujer, le pasa un brazo sobre los hombros, le extraña que no se huela el engaño, que no oiga cómo le zumban los oídos.

—No puedes salvarle si él no quiere. Lo sabes, ¿no? —dice.

—Sí. Pero de todos modos… nunca se había ido sin más. Siempre me había dicho dónde estaba.

¡Ah, claro! Lo que más le duele es la idea de que tiene una relación especial con él. Que la prefiere a Julie y Rose.

Qué tontas somos las personas.

Se quedan un rato en silencio. Luego, como no pueden hacer nada, se visten y se van a trabajar.

Las obras de Victoria Hwang están casi instaladas, gracias, Uta. Peter se planta entre ellas con su café matutino de Starbucks (Uta está en su despacho ocupada con sus diez mil cosas). Es más de lo mismo…, no es momento para que Vic cambie de dirección. Una de las instalaciones (habrá cinco) ya está montada: un monitor (ahora apagado) que cuando se encienda será un vídeo de diez segundos de un apuesto negro de mediana edad que va apresurado a alguna parte, bien vestido, con el pelo muy corto, con un traje gris marengo presentable pero no muy caro debajo del omnipresente abrigo masculino y una gabardina beis, en la que claramente podría haber invertido un poco más, lleva un maletín sorprendentemente rozado, ¿no se da cuenta de que eso le delata, de que no se puede ir a una reunión con el maletín así de sucio y rozado, pensará que así parece más fresco y desenfadado (no lo parece) o es que no tiene dinero para comprar uno nuevo? El hombre cruza una calle en Filadelfia entre otros peatones con pinta de hombre de negocios, esquiva atléticamente una bolsa de plástico llevada por el viento y ya está. Esa es la película.

Vic ha colocado, sobre unos estantes bien iluminados, los objetos de propaganda llegados de una dimensión paralela en la que ese hombre es una superestrella. Las figuritas a escala (se las hacen en China), las camisetas, los llaveros, las tarteras. Y, nuevo de esta temporada, un disfraz de Halloween para los niños.

Es bueno. Irónico, pero humano, aprovecha la idea del estrellato arbitrario que, en un sentido warholiano, puede recaer literalmente en cualquiera. Es hábil. No cabe duda de que tiene elementos de ironía y condescendencia, pero en el fondo (se nota sobre todo si se conoce a Vic Hwang) es un homenaje. Todo el mundo es una estrella. En el planeta de su casa. Las verdaderas estrellas, la gente de quien de verdad se hacen figuritas a escala y tarteras, son periféricas: sabemos mucho de Brad Pitt y Angelina Jolie, pero eso empalidece ante un ágil salto para esquivar una bolsa de plástico cuando vamos de camino al trabajo en Filadelfia.

No obstante, no aporta nada a Peter. Ahora no. Hoy no. No, necesita algo más… Más que esa idea tan bien ejecutada. Más que el tiburón metido en un tanque para inspirar miedo, más que el tipo de la calle pensado para decir algo profundo sobre la fama. Más que esto.

Probablemente, lo mejor sea entrar en su despacho y enviar unos correos electrónicos. Hacer unas llamadas.

¿Dónde estás, Dizzy?

Dieciocho correos electrónicos nuevos, todos de gente que creen que su asunto es muy urgente. Lo único necesario: llamar a Groff para contarle lo de ayer.

—Hola, soy Groff, ya sabes lo que hay que hacer.

Es uno de esos que nunca responden al teléfono.

—Hola, Rupert, soy Peter Harris. A Carole Potter le encanta la pieza, creo que está vendida. Llámame y quedamos para ir a verla.

Y luego, sí, dejarle un recado a Victoria.

—Hola, Vic, soy Peter Harris. Las obras han quedado impresionantes. Vendrás a mediodía a instalar las demás, ¿no? Estoy deseando verte. Enhorabuena. Es una exposición preciosa.

No puede responder a los correos electrónicos. Ni llamar a nadie más.

Apoyado contra la pared de su despacho está el Vincent estropeado. La cuchillada se ha agrandado un poco y detrás asoma una tela embarrada. Peter se acerca a la pintura y con cuidado, como si le doliera, coge la tira de papel de estraza rota y la rasga un poco más (está roto, no tiene arreglo, ahora está en manos de la compañía de seguros). El papel encerado se rasga con dificultad. El ruido que hace al rasgarse es húmedo y vagamente carnal.

Lo que descubre es una pintura vulgar. Colores a lo Philip Guston, técnica de rascado y manchado robada directamente de Gerhard Richter. Mal hecha y nada original.

Peter entra en el despacho de Uta. Está mirando el ordenador con el ceño fruncido con una taza de café solo en la mano derecha.

—¿Qué te parece lo de Hwang por ahora?

—Me gusta. ¿Puedo contarte lo que acabo de hacer?

—Soy toda oídos.

—Quité el papel del Vincent que jodieron aquellos.

Ella lo mira con aire sombrío.

—No deberías haberlo hecho.

—Ya estaba estropeado. No tenía arreglo.

—Será difícil explicárselo a los del seguro, ya sabes cómo son. ¿Se puede saber por qué lo has hecho?

—Sentía curiosidad.

—¿Y qué has encontrado, don Curioso?

—Una mierda de pintura de aficionado.

—Estás de broma.

—No.

—Será cabrón.

¿Son Uta y Rebecca en el fondo la misma persona? ¿Estará doblemente casado?

—Eso lo cambia todo, ¿no crees?

—Supongo.

—¿Lo supones?

—Son conceptuales. Si crees que debajo hay algo maravilloso, pero no lo ves…

—Como el gato de Schrödinger.

—Yo no habría podido decirlo mejor.

—No creo que podamos seguir representándolo.

—No podemos seguir representándolo —dice Uta—, porque sus obras no se venden.

En el teléfono de Peter suena el interludio de Brahms. Número desconocido.

—Voy a responder —dice, y sale al estrecho pasillo.

¿Podría ser? ¿Será posible?

—Hola.

—¡Eh!

Lo es.

—¿Dónde estás?

—Con un amigo.

—¿Qué significa eso?

—Pues que estoy con un amigo. Se llama Billy, vive en Williamsburg, no estoy consumiendo drogas en el sótano de un tugurio.

Y dime, Dizzy, ¿qué te hace pensar que nos importa una mierda si lo estás o no?

En lugar de eso, Peter dice:

—¿O sea que estás bien?

—No sé si decirlo así. Me encuentro bien, ya me entiendes. ¿Y tú?

Vaya, gracias por preguntar.

—He tenido épocas mejores.

—Quiero verte.

—¿Y?

—Deberíamos hablar.

—Sí, supongo que sí. ¿Sabes lo preocupada que está Rebecca?

Al otro extremo de la línea se produce un silencio breve y entrecortado.

—Pues claro —responde Dizzy—. ¿Crees que mi intención era hacer que se sintiera mal?

—Una nota habría hecho que se sintiera mucho mejor.

—¿Y qué querías que dijera en una nota?

Vete a la mierda, niñato mimado.

—Tienes razón —dice Peter—, deberíamos hablar. ¿Quieres venir a la galería?

—¿Por qué no nos vemos en otro sitio?

—¿Dónde habías pensado?

—Hay un Starbucks en la Novena Avenida.

De acuerdo. Starbucks. Al fin y al cabo no pueden verse en un prado cubierto de niebla. Ni tampoco en ningún castillo. Así que ¿por qué no en Starbucks?

—Muy bien. ¿Cuándo?

—Digamos en cuarenta y cinco minutos.

—Nos vemos allí.

—Perfecto.

Cuelga el teléfono.

—¿Era Victoria? —grita desde su despacho Uta.

—No. No era nadie.

Peter vuelve al despacho donde aún sigue el Vincent, rodeado de un halo de papel roto.

Sería muy novelesco que Peter se quedara contemplando aquella absoluta mediocridad, pero no puede concentrarse. Si es una metáfora, es muy torpe. En realidad es solo un engaño hecho por un artista de segunda. Ni más ni menos.

Peter tiene otras cosas en qué pensar.

¿Qué estará tramando Dizzy? ¿Qué escena se representará dentro de cuarenta y dos minutos en el puñetero Starbucks de la puta Novena Avenida? ¿Habrá ensayado una cantinela contándole que no soporta el engaño? ¿Le pedirá que huya con él, que se desprenda del lastre para ir a… esa casa en Grecia, o un apartamento en Berlín? ¿Qué dirá Peter en ese caso?

Sí. Que Dios le ayude, lo más probable es que acepte. Sin hacerse ilusiones sobre cómo terminará todo. Está dispuesto, a poco que le animen, a destruir su vida, y nadie, ni uno solo de sus conocidos, le comprenderá.

Peter responde sus correos electrónicos. Normal, normal. Trata de no prestar atención al paso del tiempo, pero, claro, ve pasar cada puñetero minuto en el reloj de la parte superior derecha de la pantalla del ordenador. Y entonces, cuando quedan veintiséis minutos, llega Victoria. Oye a Uta que le abre la puerta y sale a la galería a saludarla.

Sonrisas. Todo sonrisas.

Victoria es una excéntrica fervorosa, una china alta con un corte de pelo muy moderno que acostumbra a llevar pendientes del tamaño de un platillo de café y enormes bufandas de flecos.

—¡Hola, genio! —dice Peter—. Han quedado increíbles.

Victoria y él intercambian uno de esos abrazos rápidos y nervudos que ella le permite. Los labios no rozan la carne.

—¿Crees que me estoy volviendo previsible? —pregunta.

Uta, una auténtica profesional, responde:

—Todavía tienes cosas que decir. Esto son variaciones. Ya te darás cuenta cuando llegue el momento de cambiar de dirección.

—Me lo dirías, ¿verdad? —le dice Victoria a Peter. Odia a las mujeres.

—Te lo diríamos —responde Peter—. Estás en buen camino, te aseguro que será un exitazo. Confía en mí.

Victoria esboza una sonrisa escéptica y levemente optimista. Es una de las artistas de Peter que menos se engaña a sí misma. Recuerda a una niña pequeña, seria, nerviosa y esperanzada, que vistiera a sus muñecas, las dispusiera formando un cuadro y se las mostrase a los adultos con una mezcla de orgullo y vergüenza, temerosa, en cada ocasión, de no conseguir los generosos (¿y un poco condescendientes?) elogios con que ha aprendido a contar. Ojalá a Peter le gustase su obra un poco más, o no le cayese tan simpática.

—¿Lista para trabajar?

—¡Ajá!

—¿Te apetece un poco de té? —Siempre bebe té.

—Sí, gracias.

Peter va a buscarlo y recibe una rápida mirada agradecida de Uta. ¿Por qué iba a tener que servirle una bebida a una mujer que la ignora?

Peter entra en el almacén donde guardan el té y el café, enciende el hervidor eléctrico de agua. Ahí están las cajas donde guardan, cuidadosamente envueltas en plástico, varias piezas de los artistas de la galería por si hay algún cliente interesado. Peter y Uta son muy organizados.

Eso tampoco es una metáfora, ¿verdad? Los artistas producen obras de arte y algunas quedan a la espera en una habitación hasta que alguien manifiesta su interés. No tiene nada de malo. Ni tiene por qué ser triste.

No obstante, Peter tiene que marcharse.

Se las arregla —no está tan desquiciado— para esperar a que hierva el agua y prepararle una taza de té verde a Victoria.

En la galería, Vic y Uta están en plena discusión sobre la segunda instalación que irá en el rincón norte. Peter le lleva a Victoria su té. Ella lo acepta con ambas manos, como si fuese una ofrenda.

—Gracias.

—De nada.

—Tengo que salir un rato —dice Peter—. Enseguida vuelvo.

Esquiva la mirada interrogante de Uta: Peter nunca sale «un rato» para hacer algo que Uta desconoce. No hay misterios entre ellos.

—Pues ahora nos vemos —responde Uta.

Pobre imbécil, entra en el baño y arréglate el pelo antes de salir. Asegúrate de no tener nada entre los dientes.

Y vete. ¿Y si no vuelve? ¿Puede imaginar a Uta diciéndole a la gente «Ni siquiera me dijo adónde iba»? Sí.

Se obliga a llegar siete minutos tarde porque no soporta la idea de que le vean esperando, aunque por supuesto Dizzy podría retrasarse aún más y en el fondo Peter se pregunta si no habrá perdido irremisiblemente a Dizzy por llegar siete minutos tarde, si no se habrá marchado ya, y nota un peculiar espasmo de pánico descabellado junto a la dolorosa voluptuosidad de preocuparse tanto al aproximarse a las familiares puertas del Starbucks. ¿Cuántos años habrá esperado en algún remoto rincón de su cerebro que una reunión no llegase a celebrarse, que lo dejaran en libertad, que le devolviesen la hora concedida a un negocio o un amigo (bueno, en realidad, y a menos que cuente a Uta, no tiene verdaderos amigos, ¿qué habrá ocurrido? cuando era joven tenía un montón).

Empuja una de las puertas dobles de cristal, la encuentra cerrada (¿por qué en Nueva York dejarán siempre una de las dos puertas cerradas?), sobrevive a ese pequeño contratiempo embarazoso y entra por la otra. A media mañana el Starbucks no está muy lleno, unas cuantas mujeres en parejas, dos tipos jóvenes con ordenadores portátiles, no hay mejor oferta en toda la ciudad, cuatro cuarenta por un café y puedes pasarte allí el día.

En una mesa del fondo, junto a la ventana, está Dizzy.

—¡Hola! —dice Dizzy. Porque, claro, ¿qué otra cosa iba a decir?

—Me alegra verte —responde Peter—. ¿Habrá notado su sarcasmo?

Dizzy ha pedido un café (un
capuccino
grande, imposible no fijarse).

—¿Te apetece un café?

Sí. En realidad no le apetece, pero sería raro sentarse con Dizzy sin una bebida. Se pone a la cola (tiene a dos personas delante, una chica negra y gorda y un tipo repeinado que viste un jersey lleno de bolitas, dos de entre la multitud de personas que, por un azar, no han sido descritos en las camisetas y tarteras de Victoria, pero podrían haberlo sido). Peter sobrelleva lo mejor que puede el terrible rato que pasa haciendo cola para pedir el café.

Luego vuelve a la mesa con Dizzy, debatiéndose contra la idea absurda de que, por algún motivo, no debería haber pedido un Venti desnatado con leche.

Dizzy sigue sin inmutarse. En todo caso, su belleza pálida y principesca se acentúa por lo vulgar del lugar. He ahí la complejidad romana de su nariz, los grandes ojos castaños directamente sacados de Disney. He ahí el mechón de cabello negro que divide su frente.

En el suelo, al lado de la mesa, está la mochila que llevó consigo a Nueva York.

Peter avanza despacio. Al menos tendrá esa dignidad.

—Le has dado un susto de muerte a Rebecca —dice.

—Lo sé. Lo siento. La llamaré hoy.

—¿Empezamos por los motivos por los que te marchaste?

—¿Y tú por qué crees?

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