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Authors: Michael Cunningham

Cuando cae la noche (23 page)

—He preguntado yo primero —responde Peter.

—No podía quedarme y seguir como si no hubiera pasado nada.

—Espera un momento. ¿No eras tú quien decía que, en realidad, no había pasado nada?

—Tenía que protegerme. Por Dios, Peter, estábamos a punto de entrar y cenar con mi hermana. Tampoco podía echarme en tus brazos, ¿no crees?

Peter nota una sensación terrible y embriagadora en la garganta. Una bilis ponzoñosa. De modo que está ocurriendo. Ese chico, esa versión de la joven Rebecca, esa Bea graciosa y anhelante, esa obra de arte viviente, le está declarando su amor.

—No —responde Peter. ¿Le ha temblado la voz? Es probable.

Se produce un momento de silencio. Por un momento, un instante, Peter se acobarda. No puede hacer eso. Rebecca y Bea no se lo merecen y ¿cómo iba a superarlo Rebecca? (Bea, con toda probabilidad, se embarcaría en una larga vida de odio hacia su padre, que le supondría cierto consuelo, además ya tiene mucha práctica). Siente un hormigueo en la cabeza. Está a punto de cometer un acto indecible. Jamás volverá a tenerse por una buena persona.

—¿Se lo has contado? —pregunta Dizzy.

¿
Qué
?

—Pues claro que no.

—Y no se lo dirás, ¿verdad?

—Bueno. Eso tendríamos que hablarlo, ¿no te parece?

—Por favor, no se lo digas.

Y luego, al parecer, Peter dice esto:

—Dizzy, siento algo por ti. Pienso en ti. Sueño contigo. —Mentira, sueñas con meadas y con que te persiguen—. No sé si estoy enamorado de ti, pero siento algo y no creo que pueda seguir con mi vida.

Dizzy le escucha con una notable impasibilidad. Solo sus ojos revelan algo. Adquieren ese brillo húmedo. Ahora, por primera vez, sus ojos ligeramente bizcos le dan aire estúpido.

—Yo me refería a las drogas.

¡Oh!

Una terrible sospecha se cierne aunque no llega a abatirse sobre él. A Peter le cosquillea la piel. Se acalora y por un momento tiene la sensación de que va a volver a vomitar.

Se oye decir:

—Lo que te preocupa es que le cuente que has vuelto a consumir.

Dizzy tiene el buen gusto de no responder.

O sea que es chantaje. Ha caído en una trampa. Ni más ni menos. Tú, Peter, no digas nada de las drogas y yo, Dizzy, no diré nada del beso.

Ahora Peter parece estar diciendo:

—¿De modo que todo era fingido? Lo de…

No llores, gilipollas. No te pongas a lloriquear en un Starbucks delante de ese crío desalmado.

—¡Oh, no! —responde Dizzy—. Siempre me has gustado, no te habría mentido. Pero, hombre… Eres el marido de mi hermana.

Pues claro que lo soy. ¿En qué estaría pensando?

Pensaba que una fuerza superior a él iba a barrerlo de esta vida y a llevarlo a otra.

—Lo siento mucho —dice Peter. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Por quién lo siente?

—No lo sientas.

—Vale, pues no lo siento. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Creo que iré a California. Tengo unos amigos en el Área de la Bahía.

Crees que vas a ir a California. Tienes unos amigos en el Área de la Bahía. En el Área de la Bahía, ni siquiera en San Francisco.

—¿Y qué vas a hacer allí? —La voz de Peter llega desde lejos. Como si estuviese separada de su cuerpo.

—Uno de mis amigos se dedica a los gráficos de ordenador, necesita un socio. A mí se me dan bien los ordenadores.

Se te dan bien los ordenadores. Vas a dedicarte a los gráficos de ordenador con un amigo en el Área de la Bahía. No quieres amar brevemente y después abandonar a un tipo mayor que tú en una casa en la montaña en Grecia. La posibilidad ni siquiera se te ha pasado por la cabeza.

Solo quieres que no te eche a tus hermanas encima con lo de las drogas. Necesitabas algo de lo que acusarme, por si acaso.

—Parece muy sensato —dice la voz que llega de detrás del hombro izquierdo de Peter.

—Prométeme que no se lo dirás a Rebecca.

—Si tú me prometes despedirte de ella antes de irte.

—Pues claro. Le diré que me marché porque me avergonzaba no querer ser marchante de arte. Lo entenderá.

Sí. Lo entenderá.

—Como tú veas —responde Peter.

—Has sido muy amable conmigo.

Amable. Tal vez. O quizá haya sido tan idiota que te he traicionado, como acostumbran a hacer los enamorados. ¿Cuándo exactamente recibiremos la llamada sobre la sobredosis en el Área de la Bahía?

—No es nada —dice Peter—. Después de todo eres de la familia.

Y luego, la verdad, es que no les queda otra cosa que hacer que marcharse.

Se despiden en la banalidad azotada por el viento de la Novena Avenida y la calle Diecisiete. Una bolsa de plástico pasa volando por encima de sus cabezas.

—¿Entonces te veo esta noche en casa? —pregunta Peter.

Dizzy se ajusta una cinta de la mochila.

—Si no te importa, creo que pasaré por el despacho de Rebecca y me despediré de ella allí.

—¿No te quedas ni siquiera una noche más?

Después de ajustar la cinta, Dizzy le echa a Peter la que será su última mirada de ojos húmedos.

—No puedo pasar otra noche como la de ayer —le dice—. ¿Tú sí?

Gracias, Dizzy, gracias por admitir que ha pasado algo. Algo que te inspira una emoción tan identificable como la vergüenza.

—Supongo que no. ¿No crees que…? —Dizzy espera—. ¿No crees que a Rebecca le parecerá raro que te vayas de forma tan precipitada?

—Está acostumbrada. Sabe cómo soy.

¿Ah, sí? ¿Sabe que, además de tus muchas cualidades, eres vulgar y un poquito insensible?

Probablemente no. ¿Acaso no es para Rebecca una obra de arte, como lo es (o lo era) para Peter? ¿No debería seguir siéndolo?

—De acuerdo entonces —dice Peter.

—Te llamaré desde California, ¿vale?

—¿Cómo vas a ir?

—En autobús. No tengo mucho dinero.

No vas a ir en autobús, Dizzy. Rebecca no lo permitirá. Intentará impedir que te vayas, pero, cuando comprenda que no puede impedir que hagas lo que quieras (y menos, claro, lo que ignora que haces), cogerá el teléfono y te comprará un billete de avión. Tú y yo lo sabemos.

—Que tengas buen viaje.

¿Esas son tus palabras de despedida?

—Gracias.

Se dan la mano. Dizzy se marcha.

Pues ya está. Peter había pensado que podía dejarse llevar, arruinar las vidas ajenas (por no hablar de la suya) y conservar pese a todo cierta inocencia porque la pasión siempre se impone a todo, por engañosa o funesta que sea. La historia favorece a los amantes trágicos, a los Gatsbys y las Anna K., les absuelve, aunque los destruya. Pero Peter, una figura insignificante en una esquina cualquiera de Manhattan, tendrá que perdonarse a sí mismo, tendrá que destruirse a sí mismo porque no parece que nadie vaya a hacerlo. No hay estrellas de pan de oro pintadas en lapislázuli sobre su cabeza, solo el cielo gris de una desapacible tarde de abril. Nadie lo fundirá en bronce. Al igual que todas esas multitudes a quien nadie recuerda, está esperando educadamente un tren que muy probablemente no llegue nunca.

¿Y qué otra cosa puede hacer sino volver al trabajo?

Al menos le queda eso…, la idea de que no haya ocurrido nada. Siente un amargo alivio. Ha recuperado su vida (que nadie le había arrebatado); tiene muy buenas perspectivas económicas por delante (Groff probablemente querrá que lo represente y quién sabe lo que puede ocurrir teniendo a bordo un artista de su talla); tiene la ligeramente engañosa esperanza de que Rebecca y él volverán a ser felices. Al menos bastante felices.

Lo malo es…

Lo malo es que, aunque imagine el mejor final posible, en el que su galería pasa a ser de primera fila y él y Rebecca vuelven a llevarse bien, él seguirá allí.

Está refrescando, justo como predijo esa mañana el canal del tiempo: una bajada de las temperaturas impropia de la época. Peter, no obstante, no está tan afectado como para dejarse aturdir por un poco de frío en abril. Ni como para no reparar en la agitación de las calles que recorre: la gente apresurada que pasa agachando la cabeza, las cinco chicas impasibles y tambaleantes que charlan sin parar (Él no, le dije, tu bolso, Rita, Dymphna e Inez); la mujer sorprendentemente bien vestida que busca latas vacías en un cubo de la basura; los que se ríen, los que miran escaparates y los que hablan por el teléfono móvil. Es el mundo en que vives, aunque un niñato se haya burlado de ti.

Cuando vuelve a la galería, la segunda instalación de Vic está casi montada. Uta y los chicos (tal vez no llegue a tener ocasión de despedirlos, siempre hay cosas urgentes por hacer…) están organizando los estantes con las figuritas de propaganda mientras Vic los observa con su habitual expresión de sorpresa infantil: ¡Mira cómo ha quedado!

—Ya estás aquí —dice Uta. Aunque quiere decir: «¿Dónde coño has estado?».

—He vuelto —responde—. Queda muy bien.

—Íbamos a parar un rato para ir a comer —explica Uta—. Creo que podemos tenerlo listo hacia las nueve o las diez.

—Bien. Muy bien.

Entra en su despacho. Ahí está el Vincent roto, que no significa nada en particular. Se sienta a su escritorio, pensando que debería hacer algo. Tiene muchas cosas que hacer.

Un momento después, aparece Uta.

—¿Qué pasa, Peter?

—Nada.

—Vamos.

Díselo. Cuéntaselo a alguien.

—Parece que me he enamorado del hermano pequeño de mi mujer —dice.

Uta tiene la experiencia de toda una vida en el arte de no demostrar sorpresa.

—¿Ese crío? —pregunta.

—¿A que es patético? —responde él—. Estúpido, triste y patético.

Ella inclina la cabeza, le mira como si lo hubiera oscurecido una nube.

—¿Me estás diciendo que eres gay?

Por un breve y arrebatador instante vuelve al jardín de Carole Potter cuando le dijo a Dizzy: «O sea, que eres gay». Sí… y no. Ojalá fuese tan simple.

—No lo sé. ¿Cómo iba a querer a otro tipo sin ser gay?

—Es fácil —responde Uta. Descarga el peso en una cadera, se ajusta las gafas. Hora de clase—. ¿Quieres contármelo?

—Pues claro.

De acuerdo, hazlo.

—No pasó nada. Solo un beso.

—Un beso es algo.

Amén, hermana.

—Para serte sincero, creo que me he enamorado de…, no sé si podré decirlo sin que me dé la risa. De la belleza en sí misma. Es decir, tal como se manifestaba en ese chico.

—Siempre has estado enamorado de la belleza en sí misma. En eso eres un poco raro.

—Sí. Es verdad que soy un poco raro.

—Y ¿sabes, Peter…? —Su acento, el adorable, marcado e imborrable acento de Uta, parece haberse vuelto más fuerte con la gravedad del momento—. Habría sido más fácil que te hubieses enamorado de una jovencita. Pobre desgraciado, siempre escoges el camino más difícil.

¡Oh, Uta, cuánto te quiero!

—¿Crees que me falta algo?

—¿Tú no?

—Quiero a Rebecca.

—No se trata de eso.

—¿Y de qué se trata?

Hace una pausa y se reajusta las gafas.

—¿Quién fue el que dijo que lo peor que puedes imaginar es lo que está pasando? Es una frase de psiquiatra. Pero no por eso deja de ser cierta.

—¿Estás preparada para que siga contándote? —pregunta Peter.

—Siempre lo estoy.

—Solo estaba jugando conmigo.

—Pues claro. No es más que un crío.

—Aún hay más.

—Te escucho.

—Me ha chantajeado.

—Suena muy decimonónico —responde ella.

—Descubrí que ha vuelto a consumir drogas y me sedujo para que no se lo contara a Rebecca.

—Guau. ¡Vaya par de huevos!

¿Hay un leve tono de admiración en su voz?

Lo haya o no, Peter comprende que se ha convertido en un personaje cómico. ¿Cómo pudo imaginar, siquiera por un instante, que ocurriría de otro modo? Es el bufón que hace piruetas y de quien se burlan los demás. Un blanco fácil, todo vanidad y pomada.

Aporreando un barreño para hacer bailar a los osos cuando quisiéramos conmover a las estrellas.

—Soy un idiota —dice.

—Sí —responde ella.

Uta da la vuelta hasta el otro lado del escritorio, le pasa un brazo por encima del hombro. No es más que un brazo levemente apoyado, pero tratándose de Uta ya es mucho. Lo suyo no son los abrazos.

—Aunque no eres el primero en comportarse como un idiota porque está enamorado.

Gracias, Uta. Gracias, amiga. Pero con eso no basta… Por lo visto, no tengo arreglo, ¿qué consuelo voy a encontrar en ser otro triste ciudadano más bailando al son de la música?

Sería mejor si pudiese gritar y llorar contigo. Pero no puedo, no podría ni aunque quisiera, ni aunque pensara que podrías soportar el espectáculo. Estoy seco por dentro. Tengo una bola de pelo y alquitrán en el estómago.

—No —dice—. Tienes razón.

Claro, ¿qué va a decir si no?

El resto del día va pasando poco a poco. A las nueve y cuarto, la exposición está instalada. Tyler, Branch y Carl se han ido a casa. Peter se planta en mitad de la galería con Uta y Victoria.

—Está muy bien —dice Uta—. Es una buena exposición.

Dispuestos en torno a ellos en las paredes y el suelo de la galería hay cinco de los superhéroes de Victoria: el negro de la gabardina; una mujer de mediana edad hurgando en su bolso en busca de monedas para meter en el taxímetro; una mujer joven y elegante de rostro aguileño que sale de una panadería con una bolsita blanca en la mano (su bocadillo del almuerzo, sin duda); un chico asiático desaliñado de unos doce años que se desliza en un monopatín; y una chica hispana que empuja un cochecito doble en el que lloran a voz en grito sus gemelos. Los vídeos se reproducen simultáneamente mientras los compases iniciales de la novena de Beethoven resuenan una y otra vez en tres discretos altavoces negros. Los valiosos artículos de propaganda están dispuestos sobre los estantes: las camisetas, las figuritas articuladas, las tarteras y los disfraces de Halloween.

—Queda bien, ¿verdad? —pregunta Victoria.

—Queda fenomenal —responde Peter, aunque eso es lo que le diría a cualquier otro artista.

Hora de cerrar, apagar las luces y volver a casa. Los comisarios irán mañana con algunos de los mejores clientes de la galería. El artículo en
Artforum
se publica a principios de la semana que viene. Bendita seas, Victoria, por ascender así en el mundo del arte. Si consigo llegar a un acuerdo con Groff, tal vez no me abandones.

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