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Authors: Michael Cunningham

Cuando cae la noche (16 page)

Mientras el ascensor se abre paso hacia arriba entre chirridos, Peter cae en la cuenta: en términos históricos, la mayoría de estos tipos, Groff y otros como él, son hombres de taller, los que tallan y hacen los moldes, quienes pintan los fondos y aplican el pan de oro. Sienten al mismo tiempo orgullo e indiferencia por su trabajo. Tienen malas costumbres, pero no son fanáticos del trabajo, son obreros, forman parte de la economía. Dedican unas horas. Duermen por las noches.

¿Dónde están entonces los visionarios? ¿Se los han llevado a todos por delante las drogas y la desilusión?

Las puertas del ascensor se abren con un gruñido y Peter entra en él.

—Entonces, nos vemos mañana a las doce —dice.

—Sí. Hasta mañana.

El ascensor desciende quejoso hasta la calle.

A Peter se le revuelven las tripas. Mierda, ¿es que va a vomitar otra vez? Roza la cadavérica pared de formica para apoyarse. Y así sin más piensa de pronto en Matthew, convertido en huesos y jirones del traje fúnebre bajo el suelo todavía duro de un cementerio de Milwaukee (allí en abril sigue siendo invierno). No es justo que a todos estos hombres y mujeres jóvenes les vaya bien o mal, pero estén vivos, vivos, cuando Matthew era (bueno, tal vez fuera) más guapo, brillante e inteligente que cualquiera de ellos; Matthew, a quien no solo no salvaron su encanto y elegancia, sino que (es horrible pensarlo) contribuyeron a aniquilarlo; Matthew, que yace en una tumba a miles de kilómetros de Daniel (vete a saber dónde estará enterrado Daniel, es de suponer que en algún lugar de la costa Este), que resultó ser su amor auténtico y duradero, su Beatriz (¿será por eso por lo que Peter insistió en ese nombre?), dos jóvenes borrados del mundo todavía incompletos, todavía naciendo; quién sabe qué significará, si es que significa algo, que Peter no soporte la idea de que la vida de Matthew se quedara en nada, quién sabe si no tendrá que ver con la necesidad de Peter de ayudar, si es que puede, en la procreación de algo maravilloso y duradero que le diga al mundo (pobre mundo desmemoriado) que no todo es evanescencia; para que algún día alguien (¿unos arqueólogos extraterrestres?) pueda saber de nuestros esfuerzos y nuestros encantos, que no solo nos amaban por lo que dejábamos a nuestras espaldas, sino también por nuestra carne orgullosa pero perecedera.

Has llegado abajo. Has sobrevivido al ascensor. Coge tu estómago revuelto y sal a South Williamsburgh, vuelve a tu vida.

Esa tarde Rebecca se encuentra con Peter en la puerta, le da un beso más apasionado de lo normal.

—¿Qué tal ha ido? —pregunta Peter. Mierda, olvidó llamarla. Aunque ella tampoco lo hizo.

—No muy mal —dice. Mientras hablan, entra en la cocina para preparar sus martinis de después del trabajo. Sigue vestida de calle. Al final escogió la falda de color grafito y el suéter de cachemira marrón—. Creo que va a hacernos una oferta. Y que vamos a aceptarla.

Peter, según su costumbre, empieza a desvestirse mientras deambula por el salón. Se quita los zapatos de una patada, deja la chaqueta sobre el respaldo del sofá.

Espera un momento.

—¿Está Dizzy en casa? —pregunta.

Ella echa los cubitos en la coctelera. Un sonido agradable y reconfortante.

—No. Ha salido a cenar con una amiga. Una chica a la que conocía de antes.

—¿Te… preocupa?

—Me preocupa todo. Esta vez lo veo un poco raro.

Porque ha vuelto a consumir, Rebecca. Peter Harris, dile a tu mujer que su hermano pequeño ha vuelto a caer en las drogas. Díselo ahora mismo.

—¿Más raro de lo habitual? —pregunta.

—No sé. —Vierte el vodka en la coctelera, y una porción mediana de vermut. Últimamente, le ponen más vermut: se han acostumbrado a tomar martinis al estilo de los años cincuenta.

—Me dejó un recado en el contestador diciendo que iba a cenar con una antigua amiga y que no volvería tarde.

—No suena demasiado sospechoso.

—Lo sé. Pero no dejo de pensar si lo de una «antigua amiga» no será una especie de código. Para ya sabes qué. Tengo que dejar de obsesionarme, ¿no crees?

—Sí, tal vez.

—¿Era así con Bea?

—Bea no consumía drogas.

—¿Y cómo lo sabemos?

—No sé. Está viva y bien.

—Está viva. Rezo cada día para que se ponga bien.

—… para que se ponga mejor.

—Ya.

Rebecca agita el hielo y el licor y por un instante se convierte en una diosa que trabaja en un bar de carretera; necesitaría otra indumentaria, pero mírala, mira la seguridad masculina con que agita esa bebida, imagina cómo podría llevarte a la trastienda del bar y follarte encima de las cajas de cervezas con una habilidad fría, apasionada y deslumbrante; y, cuando los dos os hubieseis corrido, volvería al trabajo, te guiñaría un ojo con picardía desde detrás de la barra y te diría que la siguiente copa corre a cuenta de la casa.

Vierte los martinis en dos copas de tallo largo. Peter entra en la cocina a por la suya mientras se desabrocha la camisa.

—¿Sabes lo que realmente me molesta de Dizzy? —dice ella.

—¿Qué?

—Que he pasado los últimos cinco minutos hablando de él y todavía no te he dicho nada de la reunión de trabajo.

—Cuéntamelo ahora.

Coge una copa de la encimera. Entrechocan las copas. Dios, está delicioso.

—Lo más importante es que el tal Jack Rath suena mucho mejor por teléfono de lo que imaginábamos. Ya sé que es terrible, pero creo que todos esperábamos que fuese un poco como John Huston en
Chinatown
.

—Y resultó ser…

—Resultó ser un hombre inteligente, que sabe expresarse y ha vivido en Nueva York, Londres, Zurich, y, bueno, también en Júpiter, y ahora ha vuelto a su ciudad natal de Billings, en Montana.

—¿Y eso…?

—Pues porque es bonito, la gente es amable y su madre empieza a salir a pasear con tres sombreros en la cabeza.

—Suena convincente.

—Te aseguro que lo era. Tengo que obligarme a recordar que casi todo el mundo miente.

—¿Sabéis por qué quiere comprar la revista?

—Quiere que Billings se convierta en un centro artístico remoto pero creíble. Como Marfa.

¡Uf!

—Así que déjame adivinar —dice Peter—. Quiere trasladarla a Billings.

—No. Ni siquiera lo sacó a relucir, estoy segura de que sabe que eso sería imposible. No. A cambio de mantenernos con vida quiere que le aconsejemos y, bueno, ya sabes… Que le ayudemos a empezar algún proyecto cultural.

Lo mira cansada, da un sorbo a su bebida. Peter no te pongas coñazo ahora.

—¿Qué quiere que empecéis?

—Bueno, de eso se trata. —Está siendo paciente, tranquila. Y sí, lo está toreando, porque sabe lo que él opina de lo de «empezar algún proyecto cultural» en Billings o en cualquier otro sitio, tanto cálculo e interés corporativo. ¿No debería un proyecto cultural empezar por sí solo? Pero esa noche Rebecca no quiere discutir—. No puede ser un festival de cine, ni una bienal, ni nada por el estilo. Debe ser un reto interesante. Hemos decidido considerarlo un reto interesante —añade Rebecca. Peter se ríe y ella también, los dos dan un trago a su bebida. —Parece un precio pequeño. ¿No crees?

—Sí.

—¿Has ido al estudio de aquel tipo?

—Sí. Su obra es interesante.

—¿Interesante?

—Pidamos algo. Estoy muerto de hambre.

—¿Chino o tailandés?

—Elige tú.

—Muy bien, chino.

—¿Por qué no tailandés?

—Vete a freír espárragos.

Oprime el botón de marcación rápida del móvil y pide lo de siempre. Pollo con jengibre, gambas con salsa de judías negras, judías fritas, arroz integral.

—Bueno —dice después de colgar—. ¿
Interesante
?

—No, no, mucho mejor. Es impresionante. Tiene una presencia a la que no hacen justicia las fotografías.

Peter se baja los pantalones, avanza un paso para quitárselos y los deja arrugados en el suelo. Ya recogerá la ropa después, no espera que lo haga su mujer, pero le gusta dejarla tirada por ahí un rato. Ahora es un hombre en paños menores, que lleva unos calzoncillos blancos (con una leve mancha de orina apenas visible).

—¿Crees que Carole Potter querrá comprarle algo? —pregunta ella.

—No me sorprendería lo más mínimo. Debería hacerlo. Creo que Groff tiene cuerda para rato.

—¿Peter?

—¿Ajá?

—Da igual.

—No hagas eso…

Ella da un sorbo a su bebida, hace una pausa, respira, vuelve a respirar. Está pensando en algo que decir. ¿Será algo distinto de lo que pensaba decir al principio?

—Tengo una sensación terrible cuando pienso en Dizzy —dice—. Y temo estar agotando tu paciencia.

A veces, cuando habla de Dizzy, vuelve a tener aquel acento cantarín de Virginia desaparecido hace tanto tiempo.

—Ya te avisaré.

—Es que… no sé si son imaginaciones mías. Pero te juro que tuve la misma sensación cuando… tuvo el accidente.

Cómo sois los Taylor. ¿Es que nunca vais a dejar de emplear la palabra «accidente»?

—¿Qué sensación? —pregunta Peter.

—Una sensación…, no me hagas decir intuición femenina.

—Descríbemela. Tengo curiosidad… llámala científica, si quieres.

—Ejem. Bueno, Dizzy siempre adopta la misma actitud cuando está a punto de hacer algo que él considera una buena idea aunque todo el mundo sepa que es una idea malísima. Es difícil de describir. Se parece a esas auras que ve la gente con migraña. Es como si viera una en torno a él.

—¿Y ahora la ves?

—Eso creo. Sí.

Peter se conoce la canción. Dizzy que se marcha a París a los dieciséis años porque quería conocer a Derrida. Dizzy que empieza a consumir heroína poco después de que lo trajeran de vuelta, y se escapa de la rehabilitación para ir a Nueva York a hacer Dios sabe qué. Dizzy, a quien encuentran un año después en Manhattan y envían a terminar el bachillerato a Exeter, donde se convierte de pronto en un estudiante modélico, va a Yale y los dos primeros años sigue sacando muy buenas notas, hasta que, sin previo aviso, lo deja para ir a trabajar a una granja en Oregón. Dizzy de vuelta a Yale, y de vuelta a las drogas, esta vez cristal. Dizzy y su «accidente» en el Honda Civic de su amigo. Dizzy, desdichado en Yale, se niega a graduarse. Dizzy que recorre a pie el Camino de Santiago. Dizzy de vuelta a Richmond, donde pasa en su antigua habitación casi cinco meses. Dizzy que deja el cristal (o eso dice). Dizzy que se va a Japón a sentarse junto a cinco piedras.

Dizzy que ha salido, desde los doce años y que se sepa (vete a saber las que desconocen), con las siguientes personas: una chica pizpireta e indisciplinada que se parecía a Charlotte Gainsbourg y que estudiaba bachillerato cuando él todavía estaba en secundaria; el extraño y breve período de inmensa popularidad del que gozó cuando estaba en Exeter y salió con la chica guapa y rica más convencional que quepa imaginar; la chica negra en Yale, que, en teoría, hoy es asesora en la Administración de Obama; el (supuesto) amorío con un joven profesor de clásicas que llevó a un segundo (y más probable) amorío con un chico estudioso y aficionado a las motos del curso de clásicas; la preciosa mexicana de Mazatlán que apenas hablaba inglés y que (otra vez supuestamente) rompió su corazón como nadie lo había hecho antes ni lo haría después; el cacareado período de celibato cuando regresó a Yale (¿quién se hace adicto a la metanfetamina y permanece célibe?); la elegante poeta sudamericana que probablemente era mayor de los cuarenta años que decía tener; la chica alegre y sosa a la que siguió, lógicamente, la joven y guapa psicópata inglesa que intentó incendiar la casa y logró quemar la parte oriental del porche… Eso que sepan Rebecca y él. Es imposible decir cuántas más habrá habido.

Y ahora Dizzy se aloja en casa de Rebecca y Peter y ha salido a cenar con una amiga misteriosa.

—¿Qué crees que deberíamos hacer? —pregunta Peter.

Ella apura el martini.

—¿Aparte de lo que ya hacemos? Dímelo tú.

Lo ha dicho con retintín. ¿Hasta qué punto lo culpa a él de que Dizzy se haya descarriado?

—Ni idea.

—Creo que lo de trabajar en el mundo del arte lo dice en serio. ¿Querrías hacerme un favor?

—No tienes más que pedirlo.

—¿Podrías llevarlo contigo a casa de Carole Potter mañana?

—Si quieres, dalo por hecho.

—Lo conozco. Es capaz de pasarse aquí semanas diciendo que quiere conseguir un trabajo en el mundo del arte, y antes de que nos demos cuenta conocerá a alguien que está reuniendo una tripulación para viajar a vela a la Martinica. Tal vez podría serle de ayuda que le enseñases un poco de lo que significa trabajar en este mundillo.

—No cabe duda de que tratar de venderle un objeto muy caro a una persona riquísima podría darle una pista.

—En cierto modo creo que cuantas menos ilusiones tenga, tanto mejor. Si no le gusta lo que ve mañana, puedo hablar con él y convencerlo de que se dedique a otra cosa. A algo que no sea otro plan descabellado.

—No puedo creer que hayas dicho «plan descabellado».

—Me estoy convirtiendo en Lucy Ricardo, no puedo evitarlo.

—No veo por qué razón no iba a caerle bien Carole Potter.

—Pues tanto mejor. Oye, me voy a preparar otro martini, ¿te apetece?

—Claro.

Rebecca empieza a preparar la segunda ronda. Tal vez se tomen una tercera. Puede que ambos necesiten emborracharse esta noche porque llevan una vida un poco complicada y los dos saben que es muy posible que ahora mismo Dizzy esté comprando algún veneno mortal.

—¿Rebecca? —dice Peter.

—¿Sí?

—¿De verdad lo hice tan mal con Bea?

—Los dos sabemos que nunca fue una niña fácil.

—Esa no es la cuestión.

—No. Siempre estuviste ahí. La arropaste por las noches.

—Al menos que yo recuerde.

Le sirve otra copa.

—Lo hiciste lo mejor que pudiste. Deja ya de culparte, ¿de acuerdo?

—¿Fui demasiado duro con ella?

—No. Bueno. Tal vez esperases más de ella de lo que podía darte.

—No lo recuerdo.

¿Por qué razón Bea y Rebecca se empeñan en culparle de todo lo que ha salido mal?

—También está furiosa conmigo. Porque llegué tarde a recogerla al colegio. Y a mí me parecía increíble tener tiempo siquiera de recogerla.

—¿Crees que es una cobardía pensar que está atravesando una racha?

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