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Authors: Michael Cunningham

Cuando cae la noche (12 page)

Peter lleva tumbado a oscuras en la habitación más de media hora, lo que después de una cabezada de dos horas empieza a ser un poco excesivo. Debería estar de vuelta en la galería. Sin embargo, parece haber caído en un estado de semiparálisis, una especie de letargo a lo Blancanieves, un sopor del que espera que…, el primer beso del amor verdadero no servirá de mucho a estas alturas, ¿no?

Oye a Dizzy, que pulula por el salón.

No es ningún idiota. Sabe que, en cierto sentido, Dizzy es su hermano resucitado.

Lo curioso es que saberlo no parece suponer una gran diferencia. Lo ha aprendido tras años de psicoanálisis. De acuerdo. Tal vez seas autoritario y te sientas inseguro porque tus padres preferían a tu hermano mayor. Amas a tu mujer por muchas razones, entre ellas su parecido (que exageras en tu imaginación) con la chica inaccesible de tu adolescencia, que prefería a tu hermano mayor, y tú (que te den) no has dejado de quererla ni siquiera ahora que ya no es aquella chica. Te atrae (¿eróticamente?) su hermano pequeño porque por un lado te recuerda a Matthew y, por el otro, te permite, por primera vez en tu vida, ser Matthew.

Una información muy interesante. ¿Y ahora qué?

Tumbado en la cama se pone a pensar en Dan Weissman, a quien Peter vio solo una vez, en la habitación del hospital de Matthew (enviaron el cadáver de Matthew a Milwaukee para el entierro, Dan no asistió al funeral, Peter no se atrevió a preguntarles a sus padres si lo habían invitado). Dan, que murió apenas un año después que Matthew, y cuya vida, en lo que concierne a Peter, se limitó a esos veinte minutos en 1985, cuando ayudó a Peter con Matthew.

Al otro lado de la pared, Peter oye a Dizzy entrar en la cocina. Lo más probable es que no sepa que Peter está en casa. ¿Cómo iba a saberlo? Es sutilmente delicioso que no lo haya oído y, mejor aún, estar escondido sin sentir culpabilidad. Si le descubre, siempre puede decirle la verdad. Que se puso malo y volvió a casa a tumbarse.

Dizzy vuelve al salón. Las paredes no tienen plomo y son muy delgadas. Peter puede oír casi todo. Eso es, claro, lo que volvía loca a la pobre Bea cuando se mudaron nada más cumplir ella los once años. ¿Qué les haría pensar que a una adolescente le gustaría vivir tan cerca de sus padres? En fin. El
loft
había sido un buen negocio, habría sido una locura dejarlo escapar. Y lo cierto es que en aquella época no tenían dinero para construir paredes más gruesas.

Un breve interludio de silencio: Dizzy probablemente se haya sentado en el sofá. Y luego se oye vagamente su voz. Ha llamado a alguien con el móvil.

Por supuesto, Peter no debería seguir escuchando. Debería levantarse e informar a Dizzy de que está en casa. No obstante, la tentación es demasiado grande. Y en la era de los teléfonos móviles, todas las conversaciones son públicas, ¿no? Además, Peter siempre puede fingir que estaba dormido.

La voz de Dizzy apenas es inteligible.

—Hola. Soy Ethan. Sí,
bla, bla, bla
. Por un tiempo, aún no lo sé. Sí. No sé, ¿un gramo? No estoy tan
bla, bla
. Muy bien. De acuerdo. Mercer Street.
Bla, bla, bla
. Esquina con Broome. Estupendo. Nos vemos dentro de un rato.

Genial. Ha vuelto a consumir.

¿Y ahora qué, Polonio?

Peter yace en silencio, fascinado y mortificado.

A las cuatro y siete minutos, oye a Dizzy abrirle la puerta al camello, comprar las drogas y volver a cerrar: una transacción rápida y casi silenciosa. Por supuesto, es indignante que Dizzy le haya dado su dirección a un traficante de drogas y le haya dejado entrar en el
loft
, aunque haya sido solo un instante, pero al mismo tiempo… no es que Peter nunca haya comprado drogas (un gramo ocasional de cocaína, media docena de pastillas de éxtasis), y sabe muy bien quién vende drogas en pequeñas cantidades a gente como Dizzy (o él). En esa inimaginable cadena de oferta y demanda hay hombres peligrosos y desesperados, capaces de cualquier cosa, pero el tipo que coge un taxi para venderte un poco de coca o cristal o unas pastillas de éxtasis es probable que sea un joven o, más probable aún, un ya no tan joven actor, modelo o camarero que necesita un poco de dinero. Peter podría fingir una justa cólera y la verdad es que Dizzy podría haber quedado con ese tipo en algún otro sitio (sí, es innegable que es un niño malcriado), un ataque de cólera ya sería algo.
Joder, Dizzy (ETHAN), ¿cómo te atreves a traer a un niño del coro de veintiocho años llamado Scott, Brad o Brian a nuestra casa
? La mayoría de esos «personajes oscuros», abandonan el mundo del espectáculo (o cualquier otra cosa que los llevara a Nueva York) y, pasados como mucho diez años, están de vuelta en su pueblo trabajando de jardineros o vendiendo casas. A Peter no le apetece ponerse a fingir; Dizzy no es responsabilidad suya. Y, la verdad, ¿cómo no va a sentirse ridículo saliendo de su habitación como un viejo chocho en una farsa italiana, amenazándole con el puño y anunciando que lo ha oído todo?

Así que se queda donde está.

Oye a Dizzy entrar en el cuarto de al lado y el suave rumor de sus pasos cuando se dirige a la cocina, da la vuelta para poner un CD (Sigur Rós) y regresa a la cocina. Luego siguen veintitrés minutos de silencio, solo los tonos graves y la voz fantasmal de la música. ¿Estará Dizzy consumiendo el cristal? ¿Tú qué crees? Por fin más ruido de pisadas que llegan por el salón, se acercan…, por un momento parece que Dizzy va a entrar en el dormitorio. A Peter se le pone la piel de gallina por el temor (tendrá que fingir que está dormido) y la rabia (¿
Qué coño buscas aquí
?). Pero, claro, Dizzy se dirige al otro dormitorio, que ahora es el suyo. La pared que separa los dos cuartos casi parece amplificar el sonido (Bea lleva fuera tanto tiempo que a Peter se le había olvidado). Le oye quitarse los pantalones cortos (el ruido de la cremallera, y el ensordecedor sonido metálico de la hebilla del cinturón al golpear contra el suelo); oye crujir levemente la cama cuando Dizzy se tumba en ella. Él y Peter están tumbados a un metro de distancia, separados por una pared de cartón de alta tecnología.

Y… sí. Pasa un minuto, empieza otro minuto, y está claro que Dizzy se está masturbando. Peter lo nota. Cree notarlo. El sexo altera el ambiente, ¿no? Y jura que oye a Dizzy emitir un suave gemido, aunque también podría ser Sigur Rós. Pero, claro. ¿Qué otra cosa va a hacer un joven de veintitrés años en la cama después de colocarse con cristal?

¿Y qué vas a hacer tú, Peter Harris?

Lo más decente: levantarte en el acto, salir haciendo ruido de tu habitación y anunciar, bostezante y soñoliento, que has estado profundamente dormido hasta hace unos minutos. Expresar sorpresa al ver que Dizzy está en casa.

Lo más subversivo: levantarte, salir a hurtadillas de la habitación y del
loft
. Dizzy está ocupado, probablemente no te oirá. (¿Cerró la puerta de la habitación? Mmm, no lo has oído.) Darte un paseo por el barrio, fingir que vuelves a la hora de siempre.

Lo menos ético: quedarte donde estás y seguir escuchando.

Muy bien.

Acéptalo, como muchos hombres, tienes una vena homosexual. ¿Por qué ibas a querer tú o cualquiera no tenerla?

Además es… ¿qué?… excitante…, sí, quizá resulte un poco perverso, pero no por eso es menos emocionante colarse así en la intimidad de alguien. A menos de un metro, hay un ente rarísimo: un ser que cree estar solo. Quiero decir que, sí, es probable que, cuando estemos solos, no seamos profunda o notablemente diferentes, pero ¿cómo lo sabes con certeza de los demás? ¿No es eso lo que buscas siempre en el arte…?, una escapatoria a la soledad y la subjetividad; la sensación de estar acompañado en la historia y en el ancho mundo; el misterio humano simultáneamente iluminado y profundizado: sea por el Adán y Eva expulsados del Giotto, por los últimos retratos de Rembrandt o por las fotografías de Hale County de Walker Evans. El arte del pasado intentaba darnos algo parecido a lo que le ocurre ahora a Peter: una mirada a las profundidades del otro. Los vídeos de los transeúntes no son así. Ni las urnas cubiertas de obscenidades, ni los tiburones muertos ni ninguna otra cosa que sea mordaz, distante o irónica y que pretenda sorprender o provocar. No ofrecen nada semejante a un joven hermoso con un problema de drogas y que imagina inconcebibles fantasías al otro lado del velo.

O tal vez Peter sea gay después de todo y esté un poco harto del porno gratis.

Eso que se ha oído al otro lado de la pared ¿era un largo suspiro o solo la música?

¿Cuáles serán las fantasías de Dizzy?

Es imposible imaginarlo, ¿verdad? La mayoría de los hombres se mueven, más o menos, por los mismos impulsos, pero ¿qué ocultan en su imaginación, qué es lo que agita su sangre? ¿Qué puede ser más agudamente personal, qué hay más cerca de sus profundidades que lo que les ayuda a correrse? Si lo supiéramos, si pudiéramos leer lo que dicen los bocadillos de cómic de los demás tíos mientras se masturban, ¿nos conmovería o nos repugnaría?

Peter piensa en Joanna en el lago. Joanna fue una de sus fantasías principales a lo largo de los años, aunque, por supuesto, hace decenios que la sustituyó por otras mujeres. La imagen de Joanna (se está dando la vuelta y se está desabrochando la parte de arriba del biquini) se mezcla con la mujer en la que se convirtió después, tal como la vio Peter en un viaje a Milwaukee hace unos años: una mujer sana y robusta, rondando alegremente los cuarenta, con una cartera llena de fotos, una mujer guapa sin chispa de sexo en torno a ella. El recuerdo que tiene Peter de ella parece incluir también a Matthew, Matthew en el lago, con su bañador azul pálido, aunque su imagen se mezcla con aquello en lo que se convirtió: un cadáver. A Peter lo embarga una sensación de fuego aniquilador. Le sorprende encontrarlo sexy: un calor cegador que quiere devorar hasta la última parte de tu cuerpo. Sí, el fuego de la cremación, pero… Es un clásico, ¿no?, es eterno, el cíclope, o el lobo o la bruja que quieren devorarte; esa entidad que ansía devorar tu cuerpo y a la que tu alma le trae totalmente sin cuidado nos ha asustado siempre. Insistimos, claro, en castigar a nuestros depredadores: les sacamos los ojos, o les llenamos el vientre de piedras o los echamos a sus propios hornos, pero son nuestros enemigos favoritos, los tememos y los amamos, ¿cómo no íbamos a hacerlo cuando nos encuentran tan deliciosos, les interesa tan solo nuestra carne y les importa una mierda nuestro secreto interior? ¿Por qué crees que Damien Hirst hizo carrera con un tiburón?

Un virus devoró a Matthew. El tiempo a Joanna. ¿Qué está devorando a Peter?

Tiene una erección. ¿Te parece raro? Tiene un momento de vértigo, un encogimiento del estómago, sobre ciertas… posibilidades. Vamos, hombre, si fuese gay ya lo sabría, ¿no? Sin embargo, es un hombre con una erección inspirada por ese chico en concreto, por su mujer con pinta de chico, y le está escuchando mientras se masturba. Sí, que Dios le ayude, le excita la juventud de Dizzy y su probable perdición y le excita (todavía hoy, después de tanto tiempo) un atisbo de un nanosegundo, hace más de treinta años, del pálido pezón rosado de Joanna mientras se reajustaba el traje de baño, aunque ese pezón hoy esté totalmente cambiado; le excita el recuerdo de haber sido joven, la fugaz y remota esperanza de que el atisbo del pezón de Joanna prometía un futuro erótico más variado y extático de lo que podía imaginar; le excita (¿no es raro?) la muerte que devora pacientemente a los vivos, y la dulce y decidida camarera de JoJo de ayer, y la extraña percepción de dónde se encuentra y quién parece ser en este momento: uno piensa en la palabra pervertido, ¿verdad? (Sorpresa, al parecer a los fetichistas y otra gente parecida lo que les excita es ser fetichistas; en cualquier caso, a Peter, un aficionado, le parece excitante estar haciendo algo de lo que, en realidad, debería avergonzarse.) Es raro, un chico solo en el mundo, como si fuese único en su género. Peter siente un hormigueo que recorre sus venas, una embriagadora sensación de vergüenza —algo ilícito, retorcido y erróneo y, precisamente por esa razón, ligeramente profundo— y un momento después, cuando oye el largo gemido que sin duda significa que Dizzy se ha corrido (Peter no se correrá, no está tan excitado, o no puede permitírselo), se enamora breve y terriblemente de Dizzy, del mundo que agoniza, de la chica de la chaqueta de cuero verde que había al lado del tiburón y de las tres brujas que quieren devorarlo (¿de dónde era eso, de
Macbeth
?) y de Bea cuando se cayó por unas escaleras a los dos o tres años y no se hizo daño, pero se asustó mucho y él la cogió en brazos y estuvo susurrándole hasta que se calmó y se sintió mejor.

Ciudad nocturna

D
espués, Peter siente un amago de náusea por lo que ha hecho…, ¿en qué lo convierte eso exactamente? ¿Cómo es posible que, entre todos los hombres del mundo, sea precisamente Dizzy quien le ha excitado así? ¿Será posible ser gay con un solo hombre?

¿Qué le ocurre? ¿Es que toda su puta vida ha sido una mentira?

Sin embargo, lo que más sorprende a Peter es lo extrañamente tierno y solícito que se siente ahora con Dizzy. Bien mirado, es posible que lo que conmueve nuestro corazón no sean tanto las virtudes ajenas como esa sensación de reconocimiento casi insoportable que se produce cuando vemos a los demás en sus momentos más bajos, dominados por el pesar, la gula o la estupidez. Las virtudes —algunas virtudes— también son necesarias, pero Emma Bovary, Anna Karenina o Raskólnikov no nos interesan porque sean buenos, sino porque no son admirables, porque son nosotros y porque los grandes escritores les han perdonado que lo sean.

Dizzy ha pasado la tarde en el elegante
loft
de su hermana, colocándose y machacándosela. Y, sí, a Peter le parece mucho más conmovedor que cualquier decisión de sentarse en un jardín en la montaña contemplando unas rocas. Ahora que ya no siente la necesidad de proteger y admirar a Dizzy, puede empezar a amarle.

Hay (hubo, ya son más de las once) un rato un poco incómodo cuando Rebecca volvió a casa, porque Peter tuvo que fingir que llevaba varias horas profundamente dormido, lo que le obligó a fingir un malestar mucho mayor que el que padece en realidad, y le valió una taza de sopa para cenar y nada de alcohol. (A propósito, ¿no estará empezando a tener problemas con la bebida…, y cómo saberlo?) Dizzy se quedó muy desconcertado, y quién no lo estaría al enterarse de que había alguien en casa, aunque no hubiera comprado drogas ni se hubiese masturbado… Peter ofreció un convincente retrato, o eso esperaba él, de un hombre tan abatido por un microbio intestinal que había estado comatoso, anulado, medio muerto y, una vez resucitado por Rebecca, se portó como el fantasma del padre de Hamlet, renqueante y efímero; debía de haber sido la mayonesa del sándwich de pavo, sí, le diría a Uta que llamara a primera hora de la mañana para quejarse, ahora una taza de caldo y a acostarse a eso de las ocho y media y seguir fingiendo su enfermedad (a propósito, ya casi se encuentra bien, el episodio intestinal se ha reducido a la habitual sensación de estómago revuelto) mientras ve episodios antiguos de
Perdidos
. Al salir de la habitación, le echa un breve vistazo a Dizzy, que no parece muy convencido y sigue en la mesa con una copa de vino, joven, culpable y… ¿qué?… trágico, trágico como solo pueden serlo los jóvenes que se autoinmolan (¿cómo va a decirle Peter a Rebecca que Dizzy ha vuelto a consumir?), es decir, aquellos lo bastante jóvenes para ir por delante de la curva; nada que ver con las tragedias de la edad, ni siquiera las de la mediana edad, cuando cualquier atisbo de caída se ensombrece por la gravedad, las heridas y la simple y desquiciante imposibilidad de seguir siendo joven. La juventud es la única tragedia sexy. Es James Dean subiendo a su Porsche Spyder, o Marilyn yéndose a dormir.

A medianoche Peter lleva tantas horas tumbado y haciendo de falso convaleciente que teme que le hayan salido escaras, cosa ridícula, claro, aunque es posible que empiece a tener unas leves escaras mentales; si ya le cuesta cuidarse cuando está enfermo de verdad, medio día acostado cuando está (relativamente) sano le parece casi insoportable. Rebecca está dormida a su lado, Dizzy se ha retirado a su cuarto. Peter yace junto a su mujer. Al otro lado de la fina pared, Dizzy no hace ni el menor ruido. Peter duda: ¿estará Dizzy en un estado parecido, despierto, pero inmóvil, nervioso por lo que pueda haber oído Peter, por mucho que este insista en que estaba traspuesto? Peter los imagina brevemente, Dizzy y él como dos efigies en una tumba medieval, camaradas de armas; si antes Dizzy parecía un guerrero idealizado y esculpido, ahora los ve yaciendo en sus sarcófagos uno al lado del otro, tan seguros como solo pueden estarlo los muertos, el joven y el viejo, caídos en alguna batalla librada en un disputado trozo de tierra donde muy probablemente hoy haya un aparcamiento o un centro comercial, aunque Dizzy y él sigan como eran cuando esa tierra no tenía precio y los monjes los enterraron para que formasen parte de la eternidad, como habitantes de un mundo desaparecido que no era más fácil que el presente, pero tampoco tan burdo ni sórdido; un mundo de bosques y pantanos escasamente poblados en el que los hombres combatían, se acuchillaban y entrechocaban los escudos por un poco de turba donde sembrar sus cultivos o un bosque desde el que dioses y monstruos todavía los observaban entre las sombras. Algo tiene Dizzy que le recuerda a la Edad Media; será su pálida belleza, los ojos tristes, la sensación (Peter no puede dejar de darle vueltas) de que es efímero, el Desliz, el niño fantasmal incapaz de aferrarse al mundo con tanta firmeza como los demás.

Por supuesto, Peter le dirá a Rebecca que el Hermanito trajo a un camello a casa. ¿Cómo no va a hacerlo? Se lo habría dicho esa noche pero… ¿qué? Tenía que interpretar esa farsa, fingir que estaba enfermo, dejarse cuidar, y era tentador, que lo cuidaran como un enfermo sin tener que estarlo. Así que se ha permitido posponer, por una noche, la larga y angustiosa conversación con su mujer, todas esas preguntas sobre qué hacer. No pueden (ya lo han consultado) enviar a Dizzy a un centro de rehabilitación en contra de su voluntad y tampoco pueden echarlo a la calle ahora que ha vuelto a consumir, sería como dejar abandonado a un niño en el bosque, pero tampoco puede quedarse con ellos, y menos si empieza a dar la dirección de su casa a los camellos. Y, por supuesto, Dizzy, como todos los adictos, no entiende bien qué significa la verdad; podría jurar que no volverá a comprar drogas en el
loft
, temblar, llorar e implorar su perdón y no significaría nada. Putos Taylor. Porque, seamos francos, viven para esto, les encanta preocuparse por Dizzy, es el pasatiempo familiar, y, ya que le ha caído encima esta falsa aflicción, ¿quién va a reprocharle a Peter que retrase, aunque sea por una noche, la profunda decepción y preocupación de Rebecca, las llamadas frenéticas a Rose y a Julie, las constantes preguntas sobre qué opina Peter y qué deberían hacer y la probabilidad de que, sea cual sea su opinión, les parezca demasiado dura o demasiado blanda, porque jamás podrá acertar con Dizzy, porque no pertenece a su hermandad?

Peter se queda dormido y vuelve a despertar. Destellos de sueños se disipan: tiene una casa secreta en Munich (¿
Munich
?), un médico le ha dejado allí un recado. Luego despierta del todo, está en su habitación, Rebecca duerme a su lado.

Y a las doce y veintitrés minutos está total e irremediablemente despierto.

Intuye, como le ocurre a veces y debe de pasarle a todo el mundo, una presencia en la habitación, solo acierta a pensar que son sus fantasmas vivientes, la amalgama de sus sueños, su aliento, sus olores. No cree en fantasmas, pero sí en… algo. Algo viable, vivo a lo que sorprende cuando se despierta a esa hora, que no se alegra ni se entristece al verlo despierto pero repara en que lo han interrumpido en sus inexpresables meditaciones nocturnas.

Hora de tomarse un vodka y una pastilla para dormir.

Se levanta de la cama. Rebecca se mueve en sueños como si se encerrara sutil pero palpablemente en sí misma, un leve movimiento de los dedos, un cambio en la posición de su boca, indican a Peter que, aunque no se haya despertado, de algún modo sabe que está abandonando la cama.

Sale de la habitación. Aún no ha llegado al salón cuando lo ve: Dizzy está desnudo en la cocina, mirando por la ventana.

Dizzy se vuelve. Ha oído acercarse a Peter. Se queda de pie con los brazos en los costados y Peter piensa por un instante en el Hombre Visible, aquel modelo de plástico transparente con los órganos de colores que había construido a los diez años y que, a esa edad, le parecía tocado por la divinidad. Había tenido la impresión de que los ángeles debían de ser así, nada de túnicas y cabellos ondulantes; un ángel debía ser inmaculadamente transparente y debía plantarse ante ti como el Hombre Visible, igual que hace ahora Dizzy, ofreciéndose, no implorando ni apartándose, simplemente estando presente, desnudo y real.

—Hola —le saluda Dizzy en voz baja.

—Hola —responde Peter. Sigue acercándose. Dizzy está tan inmóvil e imperturbable como un modelo en una clase de dibujo.

Es un poco raro, ¿no? Peter sigue andando, ¿qué otra cosa va a hacer? Tiene la sensación (es imposible, pero quién sabe…) de que Dizzy le ha estado esperando.

Peter llega a la cocina. Dizzy está de pie en el centro, pero la cocina es lo bastante grande para que Peter lo rodee sin rozarlo y sin tener que hacer un gran esfuerzo para esquivarlo. Se sirve un vaso de agua del grifo porque algo tiene que hacer.

—¿Qué tal te encuentras? —pregunta Dizzy.

—Mejor. Gracias.

—¿No puedes dormir?

—No. ¿Tú tampoco?

—No.

—Tengo Klonopin en el baño. Francamente, soy un fan del vodka y el Klonopin en momentos como este. ¿Quieres uno? ¿Quiero decir, te apetecen las dos cosas?

¡Eh!, un momento, acaba de ofrecerle drogas a un adicto.

—¿Se lo vas a decir? —pregunta Dizzy.

—¿Decirle qué?

Dizzy no responde. Peter retrocede unos pasos dando sorbos de agua del grifo, y contempla a ese chico desnudo que parece estar de pie en su cocina: las venas que recorren perezosamente sus bíceps, los músculos lampiños y sonrosados del abdomen, y, asomando de esa modesta maraña de pelo púbico de color castaño, la cosa en sí misma, respetable, bastante grande, aunque no pornográficamente descomunal, con la punta teñida de púrpura por la luz tenue. He ahí las piernas nervudas que pueden subir fácilmente una montaña y los pies sorprendentemente cuadrados que recuerdan vagamente a los de un oso.

¿
Decirle qué
?

Dizzy tiene el sentido común de dejar que reine el silencio, y pasados unos segundos Peter no tiene ni el deseo ni la habilidad de seguir fingiendo ignorancia. Para ser sinceros, le faltan las fuerzas.

—Creo que tendré que decírselo —responde.

—Preferiría que no lo hicieras.

—Claro.

—No lo digo por mí. No solo por mí. Lo sabes tan bien como yo. Mis hermanas se ponen como locas y no sirve de nada.

—¿Cuándo has vuelto a empezar?

—En Copenhague.

Olvida de momento los inconcebibles privilegios de este chico, cuyos padres siguen enviándole cheques y que se permite el lujo de hacer escala en Copenhague a su regreso de Japón. Trata de no odiarle por eso.

—¿Sería muy absurdo que te preguntara por qué? —dice Peter.

Dizzy suspira, un sonido dulce y aflautado muy parecido al peculiar suspiro que perfeccionó Matthew hace tantos años.

—Es una pregunta muy normal. Lo que pasa es que no tiene respuesta.

—¿Quieres que te ayudemos a dejarlo otra vez?

—¿Puedo ser sincero contigo?

—Desde luego.

—Por el momento no. —Levanta las manos y acerca las palmas a la cara, como si fuese a beber de ellas. Añade—: Siempre resulta ridículo explicárselo a alguien que no ha consumido nunca; no podrías entenderlo.

Peter duda. «Ridículo» es poco. ¿Qué tal «ofensivo», «insultante»? ¿Qué hay de la implicación de que «alguien que no ha consumido nunca» no es más que una triste figura que espera correctamente vestida en la parada del autobús? Incluso ahora, después de todas las campañas publicitarias, sigue teniendo el encanto de la autodestrucción, imperecedero, duro como un diamante, como un talismán antiguo que no puede destruirse de ningún modo. Aún hoy, aún hoy los que caen parecen más complejos, más peligrosos, en sintonía con la tristeza y, sí, con cierta imposible grandeza. Son románticos, joder; no vemos del mismo modo a los sobrios y sensatos, que se obstinan en conseguir algo, por muy bien que lo hagan. No los adoramos con el exquisito desdén que podemos dedicar a los adictos y los sinvergüenzas. Por supuesto, ayuda —tampoco hay que exagerar— si eres un príncipe como Dizzy y tienes algo que valga la pena destruir.

¿Acaso es de extrañar que los Taylor se obsesionen por este chico? ¿Qué sería de ellos sin él? Un profesor de edad avanzada que ha publicado dos libros mediocres (uno sobre evolución del ditirambo en la oratoria y otro sobre ciertos presagios de la cultura clásica griega en Micenas), una mujer cada vez más chocha (obsesionada con el ahorro y el reciclaje y con una total indiferencia por la suciedad que invade su casa) y tres hijas encantadoras a las que les va relativamente bien (Rebecca), sospechosamente bien (Julie), y ni bien ni mal (Rose).

—No hay mucho que decir ante una frase así —dice Peter.

Y, a propósito, ¿qué pasaría si Rebecca saliera del dormitorio? Ya comprenderás que mi única opción sería contárselo todo. Y que sería muy raro que estuvieses ahí desnudo, por mucho que se lo explicase.

¿No dijo una vez Rebecca que sospechaba que Dizzy era capaz de cualquier cosa? ¿No lo dijo con cierta combinación de rabia y reverencia?

—Lo sé —responde Dizzy—. Da igual.

¿Da igual?

Dizzy se lleva la punta de los dedos a la mandíbula. De un modo sacerdotal. El novicio a punto de proclamar su falta de valía.

—Tengo la sensación de que empiezo a ver el mundo… seguir sin mí. Y ¿por qué no iba a ser así? Pero no tengo ni idea. No sé qué hacer. He pensado tanto tiempo que si descartase todas las malas ideas, como la facultad de derecho, se me ocurriría alguna buena… Y ahora ya veo que así es como empiezan esos fracasados tan tristes. Quiero decir que al principio eres un joven fracasado muy guapo y luego…

Se ríe, una risa larga y grave como un sollozo.

—Parece un poco prematuro desesperarse —dice Peter.

—Lo sé. Lo sé. Pero estoy pasando una mala época. Caí, no sé, en una especie de pozo en aquel templo, fue justo lo contrario de lo que pensaba que ocurriría. Empecé… a ver la naturaleza transitoria de todo, la ausencia serena en mitad del mundo, pero no era ningún consuelo. Me entraron ganas de suicidarme.

Otra vez una risa sollozante.

—Eso sería exagerado —dice Peter. Joder, otra vez, a pesar de su intención de ser duro pero compasivo, ha sonado frívolo y cruel.

—No dejes que me ponga melodramático —responde Dizzy—. Lo que intento decir es que estoy en la cuerda floja. De nada sirve pensar que lo que necesito es ir a un templo mejor, o a un templo en otro país. No puedo seguir engañándome. Necesito un poco de ayuda para salir de esta. No me siento orgulloso. Si consiguiese sentirme bien, si lograra levantarme por las mañanas y hacer algo, si pudieras ayudarme a encontrar trabajo, dejaría las drogas. Lo he hecho antes. Sé cómo hacerlo.

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