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Authors: Michael Cunningham

Cuando cae la noche (18 page)

—Bienvenido, señor Harris —dice Gus adelantándose con la mano tendida.

—Gracias, Gus. Este es Ethan.

Gus le estrecha la mano a Peter, luego a Dizzy y repite: «Bienvenido, bienvenido», después da media vuelta para ir a abrirles la puerta trasera del BMW. El chófer Gus, a punto de casarse con una encantadora chica de por aquí. Gus el chófer está en todas partes y sin embargo no aparece en ningún sitio, ni en los retratos, ni en las fotografías, ni siquiera en los relatos de gente como Barthelme y Carver que tratan de tipos con trabajos y perspectivas similares a los de Gus aunque aparentemente mucho más dominados por el pesar y la angustia que él. Si a veces Gus llora sin motivo, si se queda de pie en los pasillos del supermercado embargado por la desesperación, nadie lo diría a juzgar por su actitud, y Peter sospecha que no es uno de esos, lo que no significa que carezca de alma o profundidad, sino solo que habría que recurrir a la cirugía para llegar debajo del tipo feliz, el buen tipo a quien le gusta su trabajo, su coche y su piso y las aficiones con que llena los fines de semana, que está empezando a engordar y a despedirse sin grandes lamentaciones de la belleza de la juventud (cuando empezó a trabajar para los Potter hace cinco años parecía un joven granjero) porque lo ha pasado bien y qué se le va a hacer, y además a los treinta años, que tampoco son tantos, está a punto de casarse con una preciosa chica de por aquí.

Gus los lleva por las verdes y prósperas calles de Greenwich. ¡Ah, Greenwich, Connecticut, cuán razonable eres! Esas calles llenas de árboles que ofrecen sus adornos victorianos son auténticos clásicos norteamericanos, conservados como piezas de museo, y más allá, lejos de la vista, las enormes moles de piedra y madera, discretamente ocultas por puertas y setos, invisibles en su mayor parte a excepción de un hastial aquí y una chimenea allá. Aquí el dinero no es aparente, nada que ver con los Hamptons o las Hills, y aunque, por supuesto, no sea más que una pose, a Peter le parece mucho más agradable y no le produce tanto una sensación de enorme y horrible privilegio como de realidad mejorada. En Greenwich simplemente uno se cuela en una dimensión paralela en la que a la gente la van mejor las cosas y a nadie le parece raro. ¿Ganar una fortuna? ¿Qué tiene de difícil?

El coche asciende una colina en la que se alza la casa de los Potter. Los Potter son ricos, incluso para los estándares de Greenwich, pero no son ultraricos, no son ricos de avión privado, ni de cinco mansiones, y por eso su casa es discreta, pero no está totalmente oculta: desde la calle se puede ver más de la mitad de la fachada norte.

No es la mansión de Gatsby, sino la de Daisy Buchanan: donde está la luz verde al otro lado de la bahía. Peter no recuerda si Fitzgerald describió la casa de Daisy, pero está claro que no es la mole llena de torreones y cubierta de hiedra de Gatsby. Tanto si procede de la imaginación de Fitzgerald como de la de Peter, la casa que Tom le compró a Daisy debía de parecerse al menos un poco a la de los Potter, una casa que Nathaniel Hawthorne habría entendido. Es grande, por supuesto, pero no un castillo de cartón piedra ni un monumento de mármol (piensa en todas esas monstruosidades solemnes y sepulcrales de Newport); una casa enorme y laberíntica, con hastiales de piedra, rodeada de verandas por tres o cuatro lados; dotada, de algún modo, de cierta autenticidad que parece adquirida a lo largo de los siglos cuando en realidad se construyó en los años veinte. Erigida plácidamente (con todas esas ventanas con parteluz bajo los maternales aleros) sobre ese mar interior en miniatura de césped perfectamente cuidado, recuerda más que nada a un sanatorio, como ese sitio al que envían a Bette Davis en…, ¿era
La extraña pasajera
o
Amarga victoria…
?, en cualquier caso es como un retiro mítico para millonarios con problemas nerviosos, un santuario de esos que sin duda ya no existen y probablemente tampoco existieran cuando se rodó la película de Bette Davis. ¿De verdad había sitios como la clínica de los Alpes en
La montaña mágica
? (Tal vez por eso Peter está pensando en sanatorios.)

Y, desde luego, no es un sitio donde enviarían a Dizzy a rehabilitación. Lo mandarían a un hospital con el suelo de baldosas marrones y sillas sucias y desvencijadas. A Peter le parece estar viéndolo. ¿Quién podría querer ir a un sitio así?

Gus aparca y, Dios sea loado, ahí está la furgoneta de Tyler. Al ir hacia la entrada en compañía de Dizzy (Gus les ha abierto la puerta del coche y ha desaparecido para ir a sus misteriosos dominios), Peter echa un vistazo por la ventana trasera de la furgoneta. Sí, ¡oh!, sí, dentro hay un cajón, por favor, que contenga el Krim rechazado y que Tyler y Branch estén instalando el Groff.

Svenka abre la puerta. Es una mujer de rostro ancho y gesto de sorpresa que debe de rondar los treinta años y tiene la piel tensa (no estirada quirúrgicamente), recuerdo de una maldición que pronunciaron junto a su cuna (la niña crecerá demasiado para su piel). Si esta fuese la casa de campo inglesa del siglo
XIX
a la que aspira a parecerse, Svenka sería el ama de llaves, pero como estamos en Estados Unidos y en el siglo
XXI
la llaman la… ¿qué…? conserje o algo parecido, en cualquier caso administra la casa, supervisa a los empleados (tres fuera de temporada, siete en verano), sabe cómo hacer que entreguen un ramo de flores decente en Darfur y en veinte minutos puede conseguir un helicóptero para ir a la ciudad. Tiene un máster en administración de empresas, y gana mucho dinero con su trabajo. Una vez le contó a Peter que era demasiado casera para su empleo de consultora («siempre en hoteles y aeropuertos, menuda vida»), insiste en que este trabajo no le parece peor que el otro, pero como los Potter consideran a sus empleados «parte de la familia» y aprueban que se casen con «chicas encantadoras de por aquí», a Svenka no le importa (o se ve obligada a fingir que no le importa) abrir la puerta si está cerca cuando llega alguien. En otras casas parecidas, las Svenkas, e Ivanes y Grishas (suelen ser europeos del Este bien educados) no se dignarían abrir la puerta. Eso lo haría la doncella.

—Holaaa, Peter —dice sonriendo con un gesto que al principio Peter consideró insinuante y luego comprendió que era de complicidad, pues Svenka sabe que, aunque Gus vaya a recogerlo a la estación y lo inviten a cenar, Peter no deja de ser un criado igual que ella.

—Hola, Svenka. Este es Ethan.

—Holaaa, Ethan. Pasad.

El vestíbulo de la mansión de los Potter, igual que el resto de la casa, es una perfecta imitación de sí mismo. Lo primero que salta a la vista es un armarito chino lacado de negro. Peter no entiende de antigüedades chinas, pero no hace falta haber estudiado mucho para ver que es antiguo, debe de ser de alguna reverenciada dinastía y costar como mínimo doscientos cuarenta de los grandes. Sobre él descansan dos gruesos candelabros franceses, de latón o de bronce, de principios del siglo
XX
, con una pátina marrón negruzca, y un sencillo jarrón de cerámica Roseville de color crema que siempre está lleno de flores del jardín de Carole, ahora mismo unas grandes y desaliñadas gardenias blancas. Así se anuncia la casa: con una decoración ecléctica pero agresiva, próspera, pero sin adornos ni oropeles, con una belleza que probablemente te encantará si no sabes nada de muebles y arte y te deslumbrará y humillará si sabes de qué va la cosa.

Mientras Svenka les acompaña al salón, Peter mira de soslayo a Dizzy para ver cómo se lo está tomando, pero su expresión no revela gran cosa y Peter piensa que es posible que se sienta cómodo, lo más probable es que haya transcurrido bastante tiempo desde la última vez que alguien tan exquisito y bien hecho como todos esos objetos cruzara el umbral de esa casa.

No obstante, quisiera saber: ¿le habrá impresionado ese silencioso esplendor o le habrá inspirado rechazo? Por supuesto, diría mucho a favor del carácter de Dizzy que le inspirara rechazo (quiero decir, que todo es precioso, ahora están pasando junto al Ryman del vestíbulo, una de las mejores piezas de los Potter, de una perfección que corta el hipo, justo a la izquierda del armarito chino, pero aun así, esa belleza, esa belleza tan fatigosa…), aunque Peter espera que esté impresionado, al menos un poco: Dizzy, este es mi mundo, me relaciono normalmente con gente que tiene todo este dinero y poder, y si te interesa mínimamente también te interesaré yo; mientras que si piensas que todo es un poco ridículo…, ¿no tendría que serlo yo también? Al fin y al cabo, no son más que negocios. Aún puedo hacer cabriolas a la luz de la luna. Todavía puedo bailar al son de la música.

Y luego: el salón de los Potter.

Es una habitación enorme, y al entrar debería sonar una fanfarria de trompetas, tal vez de Bach, o de alguien tan perfecto e imperecedero como él. Toda la casa es perfecta, y precisamente por eso resulta un poco escalofriante, la única excepción es este salón, que es tan majestuoso que trasciende sus propias pretensiones, con sus vidrieras que dan a un césped bordeado de rosales (las vistas de Long Island están en otra parte) es como si la propia naturaleza (bueno, la parte mejor de la naturaleza) formase una serie de habitaciones no muy diferentes de esa en la que están ahora: cuartos exteriores con verdes alfombras, nubes en el cielo pintadas por Miguel Ángel y susurrantes paredes de color verde más oscuro. Y luego, por supuesto, al otro lado de los cristales, la respuesta la dan dos sofás Jean-Michel Frank tapizados de terciopelo de color peltre y colocados uno a cada lado de una mesa de Diego Giacometti que en realidad debería estar en un museo, unas largas y enormes lámparas y un espejo antiguo enmarcado en madera (nada de dorados, aquí los dorados están prohibidos) apoyado, no colgado, sobre la austera repisa de piedra caliza de la chimenea; y en una de las paredes sin ventanas la obra maestra, el Agnes Martin, presidiendo la habitación como el dios que es, satisfecho, al parecer, con todas esas ofrendas de sofás y mesas creadas por genios, por esas pilas de libros y ese grupo de santos de madera de ojos vidriosos y esos jarrones japoneses llenos de rosas (amarillas para el salón) y esos estantes llenos de colecciones diversas (vasijas
art déco
, figuras dogón talladas, huchas antiguas de hierro forjado) y ese enorme cuenco de ébano lleno de caquis. En esa estancia se tiene siempre la impresión, incluso a la luz del día, de que en algún sitio hay unas velas encendidas. Huele a lavanda (auténtica, hay unas ramitas)

—Veo que mi gente ha venido ya —dice Peter.

—Sí, están montando la urna.

Peter nota su desaprobación en el modo en que frunce la barbilla. ¿Es que no le gusta la urna de Groff o el arte en general? O, claro, no olvides, Peter, que fuiste tú quien trató de venderle (al parecer sin éxito) una bola de pelo y alquitrán a su jefe a cambio de una pequeña fortuna. Svenka, ¿cómo culparte?

—Avisaré a Carole de que has llegado —dice, y se retira.

—Bonita habitación —apunta Dizzy, después de que se vaya. No está siendo irónico, ¿verdad? No. Peter lleva demasiado tiempo viviendo entre gente irónica.

—Los Potter saben hacer las cosas bien.

—¿Qué hacen exactamente?

—Bueno, en realidad su principal ocupación que yo sepa es ser los Potter. El dinero viene de lavadoras y secadoras, pero Carole y su marido no tienen nada que ver con eso. Se limitan a cobrar los cheques.

Carole entra (¡oh, Dios, que no le haya oído!) con cierto aire de disculpa apresurada. Peter ha llegado a aprender que esa es una de sus costumbres. Nunca está disponible en el acto, aunque el visitante llegue exactamente a la hora indicada. Svenka u otro miembro de la familia lo reciben y le hacen esperar brevemente en ese salón tan impresionante hasta que aparece Carole. (¿Cuánto tiempo de su vida pasa Peter esperando a que alguien haga su entrada?) En el caso de Carole, se debe a varias razones. Para empezar es una simple razón teatral: y ahora… ¡la señora de la casa! Pero además hay que dar la impresión de que Carole está ocupada y de que le cuesta encontrar tiempo incluso para sus invitados.

—Hola, Peter, perdona, estaba fuera viendo a tus hombres montar la urna.

Carole es una mujer pálida, pecosa y pestañeante que da la impresión de tener algo pequeño y maravilloso en la boca, un guijarro redondo del Himalaya o una perla, que le impide hablar con claridad y al mismo tiempo indica que ha sacrificado su dicción por ese objeto minúsculo y precioso que reside en la parte de atrás de su lengua. Le gustan las blusas blancas y con volantes (ahora mismo lleva una) que recuerdan vagamente a Barbara Stanwyck, lo que no coincide exactamente con el gusto sartorial que esperaría uno de alguien que tiene esas obras de arte y esos sofás.

Peter le estrecha la mano.

—Me alegro de que la hayan traído. ¿Qué te parece?

—Me gusta. Creo que puede llegar a gustarme mucho.

Bingo.

—Carole, este es mi cuñado, Ethan. Está pensando en dedicarse al negocio familiar, Dios le ayude.

—Encantada de conocerte, Ethan. Gracias por venir.

Carole daría las gracias con la misma sinceridad majestuosamente fingida a cualquiera que hubiera ido a visitarla, aunque fuese el mismísimo sha de Irán. Es lo que procede en esos casos.

—Espero que no le importe que me haya apuntado —responde Dizzy.

—Peter quería que conocieras a uno de los últimos norteamericanos vivos que sigue comprando obras de arte de vez en cuando —dice Carole—. Es lo que tengo la sensación de ser.

Da media vuelta para que la vean. No se puede negar que sabe ser encantadora. Lo que lleva en los pies, una especie de minibotas de goma verde, deben de ser botas de jardinería.

—¡Tachán! —exclama Dizzy, y Carole y él sueltan una risa breve a la que Peter se une demasiado tarde. Al parecer Dizzy sigue sin dejarse intimidar por nadie. Carole puede ser la reina en sus dominios, pero él es un príncipe en su propio país, que, aunque hoy esté un poco empobrecido, tiene una historia rica, noble y distinguida.

—¿Os apetece algo de beber? —dice Carole—. ¿Café, té, agua con gas?

—¿Por qué no lo dejamos para después? Estoy deseando ver qué tal queda el Groff en el jardín.

—Un hombre consagrado a su trabajo. —¿Le ha guiñado un ojo a Dizzy con complicidad?—. Vayamos, pues.

Les lleva de vuelta a la puerta principal, a través del camino de adoquines hasta el extremo más alejado de la casa donde está el jardín inglés, de camino solo habla con Dizzy y no con Peter. ¿Está siendo amable, o está deslumbrada? Probablemente ambas cosas.

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