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Authors: Michael Cunningham

Cuando cae la noche (6 page)

—¿Eso? ¡Oh! Beau estaba dando patadas en el suelo.

—¿Por qué?

—Pues porque sí.

—Vamos, mujer.

—De acuerdo. Estaba… follándosela por detrás. Y no sé, supongo que cuando se excitaba le daba por patear el suelo.

—¿Y dónde estaba el otro tipo?

—Adivina.

—Julie se la estaba chupando, ¿no?

—No diré ni una palabra más.

—¿Qué hiciste?

—Marcharme.

—¿Quieres inventarte una historia en la que te quedaste?

—Ni por todo el dinero del mundo.

—¿Te enfadaste?

—Sí.

—Porque habías visto a tu hermana follando con dos tíos.

—No solo por eso.

—Y entonces, ¿por qué?

—Todo me pareció tan… desagradable. Joe se había portado como un gilipollas conmigo y ahí estaba mi hermana haciéndoles un trabajito a aquellos dos idiotas…

—¿No crees que eran ellos quienes se lo estaban haciendo a ella?

—Un día lo hablamos.

—¿Y?

—Me dijo que había sido idea suya.

—¿Y la creíste?

—Quise creerla. Al fin y al cabo estaba en cuarto, había llegado a la final nacional e iba a ir a Barnard. Para mí era casi… una heroína.

—¿Y?

—Aun así no me lo creí. Era la persona más competitiva del mundo. Y la verdad es que imaginé cómo debía de haber sido. Incluso el simple de Beau Baxter era capaz de entender que, después de un par de copas, era incapaz de echarse atrás si se la provocaba. Sabía que luego tendría que contarse a sí misma que había sido idea suya, que era ella la que controlaba y, en cierto modo, eso aún lo empeoraba más.

—Eras una niña inocente.

—No.

—Más inocente que Julie.

—No exactamente.

—¿Eso crees?

—Dos días después me acosté con Beau. Mejor dicho, me lo tiré dos días después.

—Estás de broma.

—Se me acercó en una fiesta para disculparse, en teoría estaba muy avergonzado, pero en realidad estaba encantado.

—Y tú…

—Le dije que me siguiera.

—¿Adónde lo llevaste?

—Al jardín. Era una casa muy grande donde siempre daban fiestas y tenía un jardín.

—Y…

—Le dije que me follara. Allí mismo sobre la hierba húmeda.

—No me lo creo.

—Estaba harta. Estaba harta del gilipollas de mi novio, de la zorra de mi hermana que se creía obligada a ganar siempre, y de ser la hermanita inocente que se ponía histérica cuando veía a alguien follando en la habitación del jardín. Esa noche todavía estaba convencida de que había roto con mi novio para siempre; además me había bebido un vaso largo de vodka barato y quería meterme la polla de ese estúpido grandullón que había humillado a mi hermana. No me gustaba, pero en ese momento quería follármelo más que cualquier otra cosa en el mundo.

—Joder.

—Te gusta, ¿eh?

—¡Uf! ¿Qué pasó después?

—Se asustó. Tal como yo había imaginado. Empezó a decir «No sé, Rebecca…». Así que le di un empujón en el pecho con las dos manos y le dije que se tumbara.

—¿Y lo hizo?

—Pues claro. Nunca había visto el poder de una chica poseída.

—Sigue.

—Le bajé los pantalones y le subí la camisa. No necesitaba que estuviese desnudo. Le cogí la polla y le enseñé exactamente lo que quería que me hiciera en el clítoris con la punta de los dedos. Hasta ese momento ni siquiera estaba claro que supiera qué era un clítoris.

—Te lo estás inventando.

—Tienes razón.

—¡No!

—Puede que sí.

—¿De verdad?

—¿Acaso te importa?

—Pues claro.

—Sea cierta o no, es una historia excitante, ¿no te parece?

—Supongo que sí.

—Los hombres sois unos pervertidos.

—Pues sí.

—En cualquier caso, la historia se ha terminado por hoy. Ven aquí, Charlie.

—Pero ¿quién es ese Charlie?

—Te juro que no lo sé. Ven aquí.

—Dónde.

—Aquí. Justo aquí.

—¿Aquí?

—Mmm.

Seis meses después, se casó con ella.

Veinte años más tarde, está sentado a la mesa del comedor enfrente de Dizzy, que acaba de salir de la ducha vestido con unos pantalones cortos con bolsillos a los lados. No se ha puesto camisa. Su parecido con el bronce de Rodin es innegable: los músculos esbeltos y gráciles de la juventud, su extravagante despreocupación; la sensación de que la belleza es la condición humana más natural y no una extraña mutación. Dizzy tiene los pezones rosados y oscuros (los Taylor deben de tener una vena mediterránea en alguna parte) del tamaño de un cuarto de dólar. Entre sus bien dibujados pectorales hay un medallón de pelo de color arena.

¿Se está esforzando por parecer seductor, o es solo una especie de despreocupación por lo carnal? No tiene ninguna razón para suponer que Peter pueda estar interesado, y aunque lo estuviera no coquetearía con el marido de su hermana. ¿O sí? (¿No había dicho Rebecca una vez: «Creo que Dizzy es capaz de cualquier cosa»?) Algunos jóvenes sienten el impulso de seducir a todo el mundo.

—¿Qué tal por Japón? —pregunta Peter.

—Muy hermoso. Poco convincente. —Dizzy conserva el suave acento de Virginia que Rebecca perdió hace muchos años.

Recién salido de la ducha, Dizzy se parece a Rebecca. Tiene su propia versión del rostro de los Taylor: rasgos aquilinos, nariz prominente y ojos grandes y atentos (que, en el caso de Dizzy, bizquean un poco y le dan una expresión sorprendida e interrogante); ese aspecto vagamente egipcio antiguo que comparten todos, y que no aparece ni en Cyrus ni en Beverly, demuestra cierto insistente enredo de las combinaciones de su ADN. Las variaciones sobre un mismo tema de la progenie de los Taylor, tres chicas y un chico, para producir unos perfiles que no resultarían muy sorprendentes en fragmentos de vasijas de hace milenios.

Peter lo está mirando fijamente, ¿no?

—¿Es que un país entero puede ser poco convincente? —pregunta.

—No me refería a Japón. Sino a mí. Me sentía igual que un turista. No lograba conectar.

Tiene la presencia de los Taylor, eso que comparten todos (con la posible excepción de Cyrus) sin saberlo. Esa habilidad de… dominar la situación. De ser la persona por la que todo el mundo pregunta.

Dizzy fue a Japón a hacer no sé qué. ¿A visitar una reliquia?

¿Dónde demonios está Rebecca?

—Japón es un país muy extraño —dice Peter.

—No menos que este.

Un punto para el joven perspicaz.

—¿No fuiste a ver una especie de roca santa? —pregunta Peter.

Dizzy sonríe. De acuerdo, no es tan engreído como parece.

—Un jardín —responde—. En un santuario en las montañas del norte. Cinco piedras que colocaron allí seis sacerdotes hace seiscientos años. Me pasé casi un mes contemplándolas.

—¿Ah, sí?

A mí no me la das, Dizzy. Yo también he sido un joven exagerado. ¿Un mes entero?

—Y conseguí lo que era de esperar: nada.

Y ahora la charla sobre la superioridad de la cultura oriental.

—¿Nada de nada?

—Un jardín así es parte de una práctica, de una vida de contemplación. No puede ir uno y, no sé, hacer una visita.

—¿Te gustaría llevar una vida de contemplación?

—Estoy considerando la idea.

Es un don sureño, ese enorme amor propio mezclado con humor y modestia. Es lo que la gente llama encanto sureño.

Peter espera que le cuente una historia, pero al parecer no es así. Se hace un silencio. Peter y Dizzy se quedan mirando el mantel. El silencio adquiere cierto carácter tajante, como en esos interludios en las citas que uno sabe que no van a funcionar y no va a pasar nada que valga la pena. Pronto, si no se resuelve esa situación embarazosa, quedará claro que Peter y Dizzy —o en todo caso este Dizzy, el joven angustiado y trotamundos que se supone que lleva limpio un año— no se llevan bien; que se va a instalar aquí con su hermana y que el marido de su hermana lo tolerará lo mejor que pueda.

Peter se mueve en la silla, observa la cocina. Muy bien. No van a ser amigos. Aun así tendrán que llevarse lo mejor posible. De lo contrario Rebecca lo pasará mal. Nota cómo el silencio va dejando de ser una afinidad fallida y se convierte en hostilidad. ¿Quién hablará primero…, quién llenará el silencio con lo primero que se le pase por la cabeza y se declarará así el perdedor, el que está dispuesto a recurrir a un truco para que todo vaya bien?

Peter mira a Dizzy. Este le sonríe tibiamente sin saber qué hacer.

—Hace unos años estuve en Kioto —dice Peter.

No hace falta más. Basta con una pequeña declaración de que uno está dispuesto a seguir.

—Los jardines de Kioto son increíbles —responde Dizzy—. Me obsesioné con ese santuario en concreto porque estaba muy lejos. No sé, como si fuese a ser más santo porque cerca no había buenos hoteles.

La tensión liberada le hace amar a Dizzy, breve y fugazmente, igual que aman los soldados a sus camaradas en la batalla.

—Y no lo era —dice Peter.

—Al principio pensé que sí. Es precioso. Está en lo alto de las montañas, tienen nieve casi todo el año.

—¿Dónde te alojaste?

—Había una especie de pensión en el pueblo. Subía a la montaña a diario y me quedaba hasta el anochecer. Los sacerdotes me dejaban quedarme. Eran muy amables. Me trataban como a un niño descarriado.

—Ibas a diario a sentarte en el jardín.

—En el jardín no. Es un jardín seco. De esos de grava. Uno se sienta a un lado y lo contempla.

No se puede negar la almizclada dulzura de su acento de Virginia.

—Un mes entero —dice Peter.

—Al principio pensé que estaba ocurriendo algo increíble. Resulta que hay ruido en nuestra cabeza y estamos tan acostumbrados a él que no lo oímos. Una especie de información y desinformación estática o algo así. Y, al cabo de una semana de contemplar cinco rocas y un poco de grava, empieza a desaparecer.

—¿Y se sustituye por…?

—El aburrimiento. —Peter no esperaba esa respuesta y emite una extraña risa gutural—. Y otra cosa, no quisiera parecer frívolo. Pero… te parecerá muy visto.

—Sigue.

—El caso es que no quiero ponerme una túnica y sentarme en una montaña al otro lado del mundo a contemplar unas rocas. Pero… tampoco quiero decir: bueno, ha sido mi fase espiritual, ahora ha llegado el momento de matricularme en derecho.

El misterio de Dizzy: ¿qué se ha hecho de la genialidad de aquel niño? De pequeño todo el mundo esperaba que fuese neurocirujano o un gran novelista. Y ahora está pensando (o más bien lo contrario) en la facultad de derecho. ¿Es que la carga de su potencial fue demasiado para él?

—¿Sería demasiado horrible y embarazoso que te preguntase qué quieres hacer? —pregunta Peter.

Dizzy frunce el ceño divertido.

—Creo que me gustaría convertirme en el rey del hampa.

—Es un trabajo difícil de conseguir.

—No me malinterpretes. Tengo que espabilar un poco. Todo el mundo lleva años diciéndome lo que tengo que hacer y estoy empezando a creerles. No puedo permitirme ir a otro santuario en Japón. Ni tampoco conducir hasta Los Ángeles para ver qué pasa por el camino.

—Rebecca cree que te gustaría hacer algo en, ejem, el mundo del arte, ¿es cierto?

El rostro de Dizzy cambia de color por la vergüenza.

—Bueno, es una de las cosas que más me interesan. No sé si de verdad tengo algo que ofrecer.

Tanta timidez infantil debe de ser una pose. ¿Qué iba a ser si no? Dizzy, ¿por qué te niegas a utilizar tu talento?

—¿Sabes con exactitud lo que quieres hacer? —pregunta Peter—. En el mundo del arte, claro…

Ha sonado un poco paternal, ¿no?

—¿Con sinceridad? —responde Dizzy.

—Ajá.

—Creo que me gustaría volver a estudiar, tal vez para ser conservador de museo.

—Las probabilidades son más o menos las mismas que las de ser el rey del hampa.

—Pero alguien tiene que hacerlo, ¿no?

—Sí. Lo que pasa es que es un poco como decir que uno quiere ser una estrella del cine.

—Y hay quien llega a serlo.

Ya salió: la armadura de orgullo sobre la que se extiende esa capa de incertidumbre. Aunque, claro, ¿por qué iba a tener ambiciones modestas un joven listo y guapo?

—Desde luego —responde Peter.

—En fin, estoy un poco… Gracias por acogerme.

«Egipcio» no es el adjetivo adecuado para el rostro de los Taylor. Hay en él demasiada palidez sonrosada, y una mandíbula criolla demasiado marcada. ¿El Greco? No, no son tan austeros ni severos.

—Nos alegra tenerte en casa.

—No me quedaré mucho tiempo. Lo prometo.

—Quédate todo lo que haga falta —responde Peter, aunque no es lo que siente en realidad. Pero ¿qué puede hacer? No sabe resistirse a esa condenada familia. Rose está vendiendo casas en California, Julie dejó de ejercer para pasar más tiempo con sus hijos. No son destinos terribles. Ni Rose ni Julie han tenido un final trágico, pero ambas están viviendo vidas inesperadamente convencionales. Y aquí, oliendo a champú, confiado a su cuidado está el último retoño, el más amado; el objeto de las mayores esperanzas y los peores temores de los Taylor. El chico que podría hacer algo o echarse a perder… por las drogas, por su propia inquietud, por el pesar y la incertidumbre que siempre parecen estar ahí, dispuestas a llevarse consigo incluso a los niños más prometedores del mundo.

Debe de haber estado desesperado por nacer.

—Eres muy amable —responde Dizzy. La tersa formalidad sureña…

—Rebecca debería llevarte a la exposición de Puryear. En el MoMA.

—Me encantaría.

Mira a Peter con esos ojos levemente bizcos, que no le dan exactamente un aire estúpido, pero producen un efecto de intensidad levemente alocada.

—¿Conoces su obra? —pregunta Peter.

—Sí.

—Es una exposición preciosa.

Y en esas vuelve Rebecca. Peter se sobresalta ligeramente al oír la llave en la cerradura, como si le hubiese pillado con las manos en la masa.

—Hola, chicos. —Entra con la leche que tomará Dizzy con el café del desayuno y las dos botellas de carísimo cabernet que beberán esa noche. Exhibe su propia vitalidad: la despreocupada trascendencia, sus vaqueros descuidados y el suéter de color azul verdoso, los rizos que le llegan hasta la nuca y que se están volviendo un poco hirsutos a causa de las canas. Todavía se comporta como la chica guapa que fue una vez.

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