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Authors: Michael Cunningham

Cuando cae la noche (13 page)

—Me pones en una situación imposible.

—Te estoy pidiendo ayuda. Lo sé, lo sé…, pero es demasiado tarde, y la verdad es que necesito un par de meses. Necesito sentirme bien un par de meses para empezar a vivir. Y, bueno, ya sabes lo que pasará si se lo cuentas a Rebecca.

Peter lo sabe.

—¿Me prometes que no volverás a pedir que te las traigan aquí? —dice.

—Desde luego.

Ya, claro.

—No digo que sí. Solo que lo pensaré.

—Es lo único que te pido. Gracias.

Se inclina hacia él y le besa suave, o al menos castamente, en los labios.

¡Uf!

Dizzy se aparta, esboza una sonrisa tímida y encantadora que debe de haber ensayado desde hace años.

—Lo siento —dice—. Mis amigos y yo siempre nos besamos así, no significa nada.

—Entiendo.

Y, no obstante, ¿se le está insinuando Dizzy?

Peter saca la botella de Stoli del congelador y sirve un par de copas. ¡Qué coño! Luego va al baño a buscar el Klonopin. Dizzy sabe esperar en la cocina. Cuando Peter vuelve con una pastilla azul para cada uno, dicen «chin chin» y las tragan con el vodka.

Hay algo excitante en todo eso. Peter aún no quiere acostarse con Dizzy, pero es excitante beber un trago de vodka con un hombre desnudo. Hay un secreto fraternal, un no sé qué de camaradería de vestuario, un amor erotizado masculino que no tiene tanto que ver con la carne como con esa familiaridad. Tú, Peter, por muy fiel que seas a tu mujer, por mucho que comprendas su preocupación por Dizzy, también entiendes su deseo de recorrer su propio camino, de evitar ese torbellino de pasiones femeninas, esa sensación tan característica de las mujeres de que te curarás, tanto si quieres como si no.

Los hombres están unidos por su camaradería, tal vez sea así de simple.

Y es cierto que por un momento, solo por un momento, Peter imagina que él también podría ser un Rodin, no el muchacho de la edad del bronce, pero tampoco un burgués de Calais; podría ser un Rodin inédito, envejecido pero no encorvado, una figura severa, firme, inerme, con el pecho desnudo (su pecho sigue siendo musculoso, su estómago no está mal), con una túnica sobre la espalda, como corresponde a un hombre de sus años (a quien no le apasiona el estado de su culo).

—Gracias otra vez —dice Dizzy—. Por pensarlo.

—Ajá.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Dizzy vuelve a la habitación. Peter lo ve marchar, observa su espalda flexible y las esferas pequeñas y perfectas de su culo. La parte más gay de Peter probablemente tenga que ver con el culo, el lugar donde los hombres son más vulnerables e infantiles; el lugar donde su fisonomía parece menos pensada para la pelea.

Vamos. Dilo en silencio, en tu imaginación. Bonito culo, hermanito.

Y ahora vuelve a la cama, pobre desdichado.

No obstante, no logra conciliar el sueño. Al cabo de una hora se levanta de la cama, busca a tientas la ropa. Rebecca se mueve.

—¿Peter?

—Chist. No pasa nada.

—¿Qué haces?

—Me siento mejor.

—¿De verdad?

—Algo debió de sentarme mal. Ya estoy mejor.

—Vuelve a la cama.

—Solo quiero tomar un poco el aire. Vuelvo en diez minutos.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Se inclina, la besa, inhala el aroma soñoliento, dulzón y sudoroso que emana ella.

—No tardes.

—No.

Otra vez esa sensación de tener un picahielo clavado en el pecho. Alguien que se preocupa por ti, que te cuida y por quien tú haces lo mismo… ¿Acaso no viven más años las parejas que los solteros porque están mejor cuidados? ¿No hizo no sé quién un estudio?

Ha escuchado a escondidas al hermano de su mujer mientras se la cascaba, probablemente no haya forma de decírselo, ¿o sí?

Tiene que contarle que su encantador hermanito ha vuelto a consumir. ¿Cómo y cuándo lo hará?

Vestido, entra en la penumbra del salón. No hay luz debajo de la puerta de Dizzy.

Hora de salir al mundo nocturno.

Helo ahí cerrando con un chasquido la gruesa puerta de acero a su espalda, sobre los tres escalones de hierro que conducen a la acera estropeada. Probablemente Nueva York sea, al menos en ese sentido, la ciudad más extraña del mundo, tantos de sus habitantes viven entre las ruinas sin reconstruir de fábricas y bloques de pisos del siglo
XIX
, con las calles llenas de baches y agujeros mientras, a la vuelta de la esquina, hay una boutique de Chanel. Vamos a comprar entre los escombros, como si fuésemos los refugiados más ricos y mejor vestidos del mundo.

Mercer Street está desierta a esas horas de la noche. Peter sigue hacia el norte y en Prince se desvía hacia el este en dirección a Broadway sin encaminarse a ningún sitio en particular, hacia la parte más nueva y estridente del centro, lejos de la modorra jamesiana del West Village. Repara en su propio reflejo, que se desliza silencioso junto a él en los negros escaparates de las tiendas cerradas. La relativa tranquilidad de Prince Street dura menos de una manzana y ya está cruzando Broadway, que, por supuesto, nunca está silenciosa, aunque este tramo en particular sea un centro comercial a lo
Blade Runner
, con sus gigantescas cadenas comerciales, sus Navy, Banana y demás, que se han reproducido con tanta perfección como en cualquier otro sitio, aunque aquí exhiban sus artículos ante un interminable estruendo de tráfico y bocinas y sus portales sean casas improvisadas cuyos inquilinos construyen con mantas y cajas de cartón. Peter espera a que el semáforo esté en verde, cruza entre una pequeña congregación de esos peatones nocturnos de Broadway, parejas y cuartetos (siempre van en parejas) ni viejos ni jóvenes, claramente adinerados, que han salido de noche y parecen estar pasándolo bien, Peter supone que habrán llegado en coche, lo habrán dejado en algún aparcamiento, habrán ido a cenar y ahora van… ¿adónde? A por sus coches, de vuelta a casa. ¿Adónde iban a ir si no? No parecen de los que tienen citas secretas. Tampoco son turistas —nada que ver con los gritones desgarbados de un sitio como Times Square—, pero no viven aquí, sino en Jersey o Westchester, son burgueses de la Amsterdam del siglo
XVII
, cruzan Broadway como si fuese suya, se creen muy disolutos, criaturas noctámbulas, tienen vecinos a quienes consideran aburguesados porque no les gusta conducir hasta Nueva York y prefieren quedarse en casa (la mujer del chal de pashmina con flecos, la que va del brazo del de las botas de vaquero, estalla en carcajadas, una risotada de tres martinis que resuena en toda la manzana), en cambio los residentes del centro de Manhattan, los que sobreviven aquí todo el día, andan con más modestia, desde luego con más discreción, como si fueran penitentes, porque es casi imposible conservar un orgullo desmesurado cuando se vive aquí, constantemente enfrentado a la otredad rampante de los demás; sin duda es mucho más fácil conservarlo si tienes una casa, un jardín y un Audi, y sabes que el día del fin del mundo vivirás un segundo más porque la bomba no irá dirigida contra ti, la onda expansiva acabará contigo, pero no eres el objetivo principal de nadie, estás lejos de la zona mortal, donde tú vives no le disparan a la gente, a nadie lo apuñala un psicópata al azar, la mayor amenaza a tu seguridad personal es la posibilidad de que el hijo del vecino se cuele en tu casa y robe unos cuantos frascos del armario de las medicinas.

Ahora que está al otro lado de Broadway, ahora que el de las botas de vaquero y su risueña mujer han echado hacia el sur, Peter se encamina, paso a paso, hacia el Lower East Side, un barrio en el que él también es un pijo pomposamente vestido. Vive en un puto
loft
en el SoHo (¿se puede ser más de los ochenta?), tiene empleados, y apenas unas manzanas más arriba hay grupos de jóvenes rockeros que viven en pisos sin ascensor y compran cervezas con sus últimos centavos. ¿Acaso crees, Peter, que tus botas Carpe Diem les van a parecer menos falsas que las Tony Lamas de ese otro tío? Cada cual tiene su castigo, esté donde esté, y cuanto más te alejas de tu feudo más ridículos parecen tu peinado, tu ropa, tus opiniones y tu vida. A poca distancia de casa hay barrios que lo mismo podrían estar en Saigón.

Ve hacia el centro. Hacia Tribeca.

¿Qué estará haciendo Bea esa noche?

Su vida ha sido, desde hace más de un año, un misterio y Peter y Rebecca han decidido (¿equivocadamente?) no pedirle más detalles que los que ella quiera darles. ¿Por qué dejó Tufts? Necesitaba tiempo, llevaba toda la vida estudiando. De acuerdo, tiene sentido. Pero ¿por qué de todos los sitios del mundo y entre todas las cosas que se pueden hacer, ha elegido trabajar en el bar de un hotel en Boston y vivir con una mujer mayor que ella que no parece tener ocupación conocida? Nadie ha planteado ni respondido esa pregunta. Tienen fe en ella, han elegido tener fe en ella, aunque la fe puede ser escasa y no estar fundamentada. Por supuesto que se preocupan, pero lo peor es que han empezado a preguntarse qué error cometieron, ¿cómo infectaron a su hija con algún virus del espíritu que ha tardado veintiún años en aparecer?

Lo de Dizzy le ha dejado excitado.

Saca la BlackBerry y marca el número memorizado de Bea.

Le saldrá el contestador. Los domingos le coge el teléfono a Rebecca, todavía quiere a su madre, o al menos se siente obligada con ella. Los demás días no contesta. De vez en cuando le dejan mensajes, esperan al domingo.

Esa noche necesita dejarle un recado. Necesita dejarle un ramo de flores en la puerta, aun sabiendo que se marchitarán y morirán allí.

El teléfono suena cinco veces. Y luego, como era de esperar:

—Hola, soy Bea, por favor, deja un mensaje.

—Cariño, soy tu padre. Llamaba solo para decir hola. Y, bueno, que…

Antes de que pueda decir «te quiero», ella se pone al teléfono.

—¿Papá?

Dios mío.

—¡Eh! Hola. Pensé que estarías trabajando.

—Me han enviado a casa. Había pocos clientes.

—¡Ah! Bueno, hola.

Está tan nervioso como la primera vez que llamó a Rebecca para invitarla a salir. ¿Qué está pasando? Bea no se le ha puesto al teléfono desde que dejó la facultad.

—Pues estoy en casa —dice—. Viendo la tele.

Él está en Bowery. ¿Dónde está Bea? En un apartamento de Boston que no ha visto nunca: les ha dejado muy claro que no quiere visitas. Es imposible no imaginar alfombras viejas y manchas en el techo. Bea no gana mucho (no quiere que sus padres la ayuden) y ella, la hija legítima de dos estetas, apenas decora su cuarto más que con un par de pósters colgados con chinchetas. (¿Colgará todavía a Flannery O’Connor posando con un pavo real y el rostro apuesto y amable de Kafka, o habrá cambiado de aficiones?)

—Siento llamar tan tarde —dice—. Pensaba que estarías trabajando.

—Has llamado porque pensabas que no cogería el teléfono.

Piensa deprisa.

—Creo que se me ocurrió dejarte un mensaje cariñoso.

—¿Y por qué esta noche?

Pasea por Bowery hacia ese tramo sin nombre que todavía no es Chinatown y tampoco es Little Italy.

—Podría llamarte cualquier noche, cariño —responde—. Supongo que he pensado en ti.

No, siempre piensas en ella. ¿Por qué esta conversación parece una cita que no va bien?

—Es tarde —dice su hija—. ¿Estás en la calle? Parece que estés en la calle.

—Sí, no podía dormir, he salido a dar un paseo.

Por donde va ahora no hay más que almacenes y tiendas cerradas, la tenue luz de las farolas ilumina los charcos en los adoquines, está todo tan silencioso que se oye a una rata hurgando en una bolsa de papel en la acera; nuestra ciudad nocturna…, no, no tenemos ninguna ciudad nocturna, a la verdadera pobreza, a las putas transexuales y a los verdaderos traficantes de drogas (no esos tristes tipos, «¿Éxtasis, coca, hierba?», con los que te cruzas en los parques) los han echado Giuliani y los ricos; Nueva York sigue teniendo lugares desolados, pero raramente se corre verdadero peligro, nadie vende heroína en ese edificio desmantelado de ahí, ninguna belleza desfigurada de ojos vidriosos te va a ofrecer una mamada por veinte dólares. Esto no es una ciudad nocturna y tú, amigo, no eres Leopold Bloom.

—Los dos somos insomnes —dice ella—. Lo he heredado de ti. —¿Lo dice porque es algo que tienen en común, o se lo está reprochando?—. Quisiera saber por qué me has llamado esta noche… —añade.

Vamos, Bea, no me presiones, soy un penitente, no tengo un centavo, estoy a tu merced. La desolación por la que camina Peter se transforma rápidamente en las afueras de Chinatown, la única nación-estado próspera de Manhattan, la única que crece sin la intercesión de las cafeterías y los bares de moda.

—Te lo he dicho —insiste—. Estaba pensando en ti y se me ocurrió dejarte un mensaje.

—¿Estás disgustado por algo?

—No más de lo normal.

—Es como si estuvieses disgustado por algo.

Peter resiste la tentación de colgarle. ¿Quién tiene más poder que un hijo? Puede ser tan cruel como quiera. Él no. No obstante, se siente tentado: Eres vulgar, no eres tan lista, me has decepcionado. No puede. Jamás lo haría.

—Solo me disgustan las mismas cosas de siempre. El dinero y el fin del mundo.

No puede ponerse frívolo con ella, ni siquiera probará con su seductor ingenio. Está hablando con su hija.

—¿Quieres que te mande un cheque?

Tarda un instante en comprender que está bromeando. Suelta una carcajada. El tráfico le impide oír si ella se ríe.

Ahora está cruzando Canal Street, en dirección a los neones y los fluorescentes chillones de Chinatown, todo rojos y amarillos; es como si allí el color azul no formase parte del espectro. Nunca apagan la luz, no descuelgan los patos lacados de los escaparates; como si aquel lugar poseyese una vida inagotable que tanto puede estar poblada como no estarlo. Un cartel amarillo dice BUENO, solo eso y a modo de prueba ofrece un tanque lleno de perezosos siluros de color barro.

—¡Ah! —dice—, el hermano de tu madre es droga dura.

—Sí… Dizzy. Es un malcriado.

—Exacto.

—Así que pensaste que sería un agradable contraste charlar con tu hija feliz y adaptada.

Por favor, Bea. Por favor, ten compasión.

Los hijos nunca la tienen. ¿La tuviste tú con tus padres?

Ni siquiera él cree la risita forzada que se obliga a soltar.

—Nunca te pediría algo tan imposible como que seas feliz y adaptada —dice.

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