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Authors: Michael Cunningham

Cuando cae la noche (14 page)

—O sea, que para ti es un consuelo pensar que no soy feliz.

¿Qué coño te pasa?

—¿Qué tal está Claire?

Claire es la compañera de piso.

—Ha salido. Estoy sola con los gatos.

—No me consuela que seas infeliz, Bea. Pero tampoco quiero ser uno de esos padres que insisten en que sus hijos estén, ya sabes, felices todo el rato.

—¿Vamos a tener una conversación en serio? —pregunta ella—. ¿Quieres que hablemos en serio?

No. Es lo que menos me apetece del mundo.

—Claro —responde—. Si tú quieres.

—¿Estás seguro?

—Por supuesto.

—Últimamente he estado pensando mucho en
Nuestra ciudad
.

—La obra que representasteis en el instituto.

Interpretó a la madre. No a Emily. Mejor no pensarlo.

Bea en el instituto: una adolescente irónica y fiable con dos amigas íntimas (una está en Brown y la otra en Berkeley), nada de chicos, una vida joven no del todo desprovista de placeres pero ninguno voluptuoso, ni siquiera arriesgado. Largas y serias charlas con sus amigas, luego los deberes y a la cama. Ella y sus amigas (se llamaban Sarah y Elliott y también eran irónicas y fiables, a Peter le caían bien, ¿volverá a verlas algún día?) iban al cine los fines de semana y a comprar aquellos gruesos jerséis y las botas de cordones que tanto les gustaban. Una vez fueron a patinar, al Wollman Rink, pero no volvieron.

—Es como si te trajese sin cuidado —dice ella.

—No. Creo que estuviste genial.

—No es eso lo que me dijiste. Te pasaste todo el rato hablando por el móvil. Tenías que cerrar no sé qué trato. —¿No se lo dijo? ¿Habló por el móvil? No. Se lo está inventando. Le dijo que había estado genial, utilizó justo esa palabra, y no se puso a hablar por el móvil nada más acabar la función, ¿qué clase de hombre haría eso?—. Ya sé que suena un poco patético, pero últimamente lo he estado pensando.

—No lo recuerdo.

—Pues yo sí. Me acuerdo perfectamente.

Es un falso recuerdo, Bea. ¿De verdad crees que iría entre bambalinas después de la función de mi hija y me pondría a hablar con un cliente por el móvil?

—¡Vaya! —No se le ocurre nada mejor—. Oye, lo siento si no te lo dije. Me pareció que estuviste genial.

—Pues no lo estuve. A eso me refería. No sabía actuar y los dos lo sabíamos.

—No, no —dice Peter—. Creo que puedes hacer cualquier cosa que te propongas.

—No tienes por qué mentirme, papá. No es necesario.

¿De verdad? Pues claro que no puede hacer cualquier cosa, nadie puede, y sí, por supuesto, uno ve las limitaciones de sus hijos, ha hablado con los profesores de sus limitaciones, la paternidad no le vuelve a uno ciego, pero la quieres y le dices (lo hice, juro que lo hice) que estuvo genial interpretando a la madre de
Nuestra ciudad
.

Ella se dio cuenta. Era más lista de lo que parecía.

¿Cómo le dices que no te importan sus limitaciones?

—Te quiero. Te quiero hagas lo que hagas.

—Creo que te esforzaste mucho por quererme. Lo que pasa es que tú también tenías tus limitaciones.

Mierda.

¿Por eso eres tan virginal, por eso sigues durmiendo en una cama individual? ¿Por eso pareces tener tan pocas ambiciones?

Chinatown se disipa y la sustituye la amenazadora mole marrón de Tribeca y el solemne silencio de sus calles.

Al contrario de lo que ocurre en Chinatown, la quietud nocturna de Tribeca no parece anticipatoria. Aunque unas horas al día pueda uno cortarse el pelo, comprar una lámpara, o gastarse trescientos dólares en una cena, eso ahora no parece tener demasiada importancia, al menos en las calles anchas y blanqueadas por la luz directa de las farolas, ante la rectitud marrón grisácea de los edificios que llevan dibujando el perfil de Nueva York desde antes de que naciera tu abuelo.

—Pues claro que me esforcé. Y seguro que tengo limitaciones.

Le sobrecoge el extraño y casi exuberante deseo de que ella le grite, le eche una buena bronca, lo ponga al descubierto y lo insulte, y de que le acuse de cualquier crimen conocido, para no tener que seguir respondiéndole y esforzándose en encontrar una respuesta a lo que le dice.

No obstante, no lo hará, ¿verdad? Siempre ha sido hosca e introvertida, de pequeña ya cantaba airadas cancioncillas en voz baja inventadas por ella.

Lo que sí hace es decir esto:

—Odio ser la hija dolida porque necesitaba más atención. No es eso lo que quiero ser.

—¿Cómo puedo ayudarte? —pregunta—. ¿Qué puedo hacer?

Por favor, Bea, perdóname o injúriame. No puedo seguir teniendo esta conversación.

No obstante, debes hacerlo. Hasta que ella se canse.

—Mirar se te da de maravilla, pero me temo que escuchar no se te da tan bien.

Está claro que se la tenía guardada…

Ahora está en el distrito financiero, el mundo de los edificios, no hay forma de saber, de no ser por la Bolsa, lo que ocurre en ninguno de ellos, solo que tiene algo que ver con las finanzas, es como Dizzy queriendo hacer algo en el mundo del arte; es la sensación que le causan siempre esas ciudadelas, tanto si se trata del New Museum como de este titánico monolito de los setenta junto al que está pasando ahora, esa deliberada inescrutabilidad, esas alturas de fortaleza, ¿cómo no van los jóvenes extraviados a plantarse delante y pensar «Me gustaría hacer algo ahí dentro»?

Dizzy se ha sentado junto a las piedras sagradas. Ahora quiere formar parte de algo que lo reconozca.

—Te estoy escuchando —responde—. Estoy aquí. Sigue hablando.

—Estoy bien, papá. No soy ninguna chiflada —dice Bea—. Tengo un empleo y un sitio donde vivir.

¿No ha insistido siempre, incluso cuando era pequeña, en que estaba bien? ¿No ha ido siempre a la escuela sin quejarse y tenido dos o tres amigas y vivido con tanta discreción como podía detrás de las paredes de papel de su habitación?

¿No se sentían aliviados él y Rebecca de que pareciera necesitar tan pocas cosas?

—Ya es algo, ¿no? —dice.

—Sí. Lo es.

Sigue un silencio.

Por el amor de Dios, Bea, ¿cuán culpable quieres que me sienta?

Y ahora, por fin, Peter llega a Battery Park. A la izquierda está el resplandor ártico del transbordador de la isla Staten, más arriba están las altas columnas de granito que ostentan los nombres de los caídos en la guerra. Avanza por el estrecho pasillo formado por los monumentos. Moby Dick arranca en Battery Park, empieza «Llamadme Ismael» y luego…, imposible recordar más que una vaga paráfrasis…, hay algo que se repite en esta escollera azotada por las olas, no es eso, pero recuerda que la tierra es una especie de dique. Un poco más adelante está la negra turbulencia del puerto cubierta por una malla de luz, de pronto la huele y, desde luego, es un olor marino y urbano, salitre mezclado con aceite, pero no por eso resulta menos emocionante, la mar embravecida, eterna y maternal sigue siéndolo por mucha porquería que viertan en ella, y este pedazo de tierra, esta escollera, es el único punto de contacto de la ciudad con algo mayor y más poderoso que ella.

—Supongo que sabes lo que haces —dice.

¿Habrá notado el tono impaciente de su voz?

Peter se detiene junto a la barandilla. Ahí están: la isla de Ellis y la estatua de la Libertad, esa aparición verdigrís, tan cargada de significado que lo ha trascendido. Uno ama (si es que la ama) su color verdoso y su constancia, el que siga allí aunque no la hayas visto en varios años. Peter se queda junto al agua oscura y cabrilleante, cuyas jorobas, no olas, rompen contra la escollera con un grave «¡Buuum!» y lanzan a lo alto modestas tiaras de espuma.

Bea no responde. ¿Estará llorando? Si lo está, él no acierta a oírlo.

—¿Por qué no vuelves a casa una temporada, cariño? —dice Peter.

—Ya estoy en casa.

Él se queda junto a la barandilla con el negro océano rompiendo a sus pies y las lucecitas de Navidad de la isla Staten a lo largo del horizonte, como si las hubiesen colocado allí para delinear el límite entre el océano negro y opaco y el cielo oscuro y sin estrellas.

—Te quiero —dice impotente. No se le ocurre nada mejor.

—Buenas noches, papá.

Bea cuelga el teléfono.

Un objeto de valor incalculable

C
uando Peter despierta a la mañana siguiente, está solo en la cama. Rebecca ya está levantada. Se incorpora somnoliento, se pone la parte de abajo del pijama que normalmente no utiliza, pues no va a pasearse por ahí desnudo con Dizzy en casa (él que haga lo que quiera).

En la cocina, Rebecca acaba de preparar una cafetera. También ella lleva una bata de algodón blanco que no acostumbra a ponerse (en casa no son pudorosos, o al menos no lo han sido desde que Bea se fue a la universidad).

Por lo visto, Dizzy sigue dormido.

—Pensé que era mejor dejarte dormir —dice Rebecca—. ¿Te encuentras mejor?

Él se acerca y la besa con cariño.

—Sí —afirma—. Ha tenido que ser algo que comí.

Su mujer sirve dos tazas de café, una para ella y otra para él. Está más o menos donde estaba Dizzy la noche anterior. Tiene la cara cansada, la piel un poco cetrina. Por las mañanas es una especie de milagro ver cómo, en cierto momento de los preparativos del nuevo día, vuelve a ser ella. No es que se ponga maquillaje (no utiliza demasiado), sino que reúne energías y eso la ilumina y le da bríos, infunde color a su piel y profundidad a su mirada. Es como si, durante el sueño, desapareciera cierta capacidad fundamental suya de ser guapa y vivaz; como si dormida liberase todas las facultades que no necesita y la más destacada de ellas fuese la vitalidad. En esos breves interludios matutinos, no solo parece diez años mayor, sino que recuerda un poco a la anciana en la que probablemente acabará convirtiéndose. Casi seguro será delgada y erguida, un poco formal con los demás (como si la dignidad de la edad requiriese cierto distanciamiento cordial), culta y muy bien vestida. La obsesión de Rebecca de no parecerse a su madre implica renunciar a la excentricidad.

—Anoche llamé a Bea —dice Peter.

—¿Ah, sí?

—Sí. Ahora que tenemos a esta especie de hijo adoptivo con nosotros, me entraron ganas de llamar a nuestra verdadera hija.

—¿Qué te contó?

—Está enfadada conmigo.

—Menuda novedad.

—Me reprochó concretamente que hablara por el móvil durante la representación de
Nuestra ciudad
.

Por favor, Rebecca, apóyame.

—No lo recuerdo.

Bendita seas, amor mío.

Plantada justo donde estuvo su hermano, se lleva la taza a los labios casi como si quisiera demostrarle hasta dónde llega el parecido. Dizzy, que podría estar fundido en bronce, y Rebecca, su hermana gemela mayor, que ha adquirido con el tiempo una pátina humana, un atisbo de una fatiga mortal que es más aparente por las mañanas, y una humanidad conmovedora que es el origen y lo opuesto del arte.

—Pues ella dice que sí. No hubo manera de convencerla. No lo hice ¿verdad?

—No.

Gracias.

—Ya sé que por la mañana es un poco pronto para tener esta conversación —dice él.

—No, no pasa nada.

—Es que no supe qué contestarle. ¿Cómo le explico que ese recuerdo suyo no corresponde a algo que sucedió?

—Supongo que te cree capaz de haber hablado por el móvil mientras actuaba.

—¿Y tú también lo crees?

Rebecca sorbe contemplativa su café. No le va a consolar. Peter repara en el color cetrino de su piel, en la maraña entrecana de sus cabellos por la mañana.

«Die Young, Stay Pretty.» Era una canción de Blondie, ¿no? Toda esa manía por la juventud nos parece un fenómeno moderno, pero no hay más que ver todos esos grandes retratos de hace varios siglos. Esas diosas de Botticelli y Rubens, la Maja de Goya, Madame X. Piensa en la Olympia de Manet, que tanto escandalizó en su momento, porque el artista pintó a su amante con la misma adoración voluptuosa que se reservaba para las jóvenes aristocráticas que posaban como si fueran diosas. Casi nadie sabe, y a nadie le importa, que Olympia era la puta de Manet; pese a que hay razones de sobra para suponer que, en la vida real, sería estúpida, vulgar y no muy limpia (y más teniendo en cuenta cómo era París en la década de 1860). Ahora es inmortal, es una gran belleza histórica, a quien ha quitado la mugre la atención de un gran artista. Y, sí, es inevitable reparar en que Manet no eligió pintarla veinte años después, cuando el tiempo había hecho sus estragos. El mundo siempre ha adorado lo que nace. Maldito sea.

—Ser padre es difícil —dice Rebecca.

—¿A qué te refieres?

—¿Cómo has visto a Dizzy? —pregunta.

¿Dizzy?

—Bien, supongo. ¿No estábamos hablando de Bea?

—Sí. Disculpa. Es que tengo la sensación de que esta es una especie de última oportunidad para Dizzy.

—No es nuestra hija.

—Bea es más fuerte que él.

—¿Ah, sí?

—¡Oh!, tienes razón: no son horas para hablar de esto. Aún tengo que vestirme. Hoy tengo esa dichosa videoconferencia.

Blue Light
está de capa caída. Un conquistador de Montana, nada menos, está pensando en reflotarla.

—¡Uf!

—Lo sé.

Por supuesto, ya lo han discutido. ¿Es mejor dejarlo o confiar en ese benefactor caído del cielo que asegura que no quiere hacer cambios en la revista? Piensa en la historia. ¿Cuántas naciones poderosas han invadido otras más pequeñas y las han dejado incólumes?

De todos modos uno quiere seguir adelante y no ser un director de revista de cuarenta años en el paro, y menos tal y como está el mercado.

¿Y qué tiene de bueno tener la frase «tal como está el mercado» rondándole a uno por la cabeza?

—¿A ti qué te parece? —pregunta Peter.

—Sé que vamos a aceptar, si está sinceramente interesado. Me sentiría muy mal dejando que se hundiese.

—Sí.

Beben el café. He ahí a dos personas trabajadoras de mediana edad que tienen que tomar una decisión.

Si quiere contarle lo de Dizzy, ahora sería un buen momento, ¿no?

—Hoy voy a ir a echarle un vistazo a la obra de Groff.

—Ha sido un golpe de suerte.

—Sí. Pero sigue pareciéndome un poco… raro.

—Ya.

Su mujer no es muy partidaria de sus delicadezas artísticas. Le apoya, pero no le chifla el arte, lo aprecia, lo entiende (casi siempre), pero ni puede, ni quiere, ni tiene por qué prescindir de cierto pragmatismo; cierta sensación (como la que tiene Uta) de que Peter a veces puede ser demasiado melindroso, de que está metido de lleno en el negocio del arte pero es demasiado exigente consigo mismo y nunca ha representado a un artista por razones puramente cínicas o comerciales. ¿Es que no entiendes, condenado Peter Harris, que el genio escasea por definición, y que una cosa es buscarlo seria y ardientemente y otra muy diferente (y no tan buena) es obsesionarse con ello y plantarse casi en los cincuenta con la sospecha de que nadie es lo bastante grande, de que a ningún artista ni objeto puede perdonársele que sea, no sé, humano en el primer caso y condenadamente material en el segundo. Recuerda con qué frecuencia el arte del pasado no parecía grande al principio, con qué frecuencia ni siquiera parecía arte; qué fácil es adorarlo decenios o siglos después; porque los errores inevitables tienden a borrarse en un objeto que ha sobrevivido a la guerra de 1812, la erupción del Krakatoa, y el auge y la caída del nazismo.

—En todo caso —afirma Peter—, hay crímenes peores que tratar de venderle una urna de Groff a Carole Potter.

Que es algo que muy bien podría haberle dicho Rebecca, ¿no?

Lo que le dice es: «Desde luego». En realidad no está pensando en él. ¿Y por qué iba a hacerlo? Su revista, que ella ayudó a fundar y sacar a flote está a punto de desaparecer o de pasar a ser propiedad de un desconocido que afirma ser un mecenas de las artes, aunque vive en Billings, Montana.

—¿Me harías un favor?

—Pues claro.

—¿Te importaría decirme que no fui el peor padre del mundo?

—No. Claro que no. Lo hiciste lo mejor que pudiste.

Lo besa castamente en la mejilla. Y ya está.

Realizan sus abluciones matutinas con la precisión de un grupo de danza. Él se afeita mientras ella se ducha, y, cuando ella termina, deja el agua abierta porque él tarda exactamente lo mismo en afeitarse que ella en ducharse. Es imposible no ver a veces esa forma sincronizada de lavarse, cepillarse y vestirse —
Escenas de un matrimonio
(¡oh!, nuestra corrupta imaginación)— como un montaje cinematográfico. Peter se viste más deprisa y con más decisión, lo que no deja de ser raro, pues es más coqueto y nervioso que ella, pero los días laborables tiene una ventaja masculina a su favor; le basta con escoger uno de sus cuatro trajes y una de sus diez camisas, que combinan con cualquiera de los trajes. Rebecca se pone la falda de color grafito (de Prada, casi inmoralmente cara, aunque fue un acierto: hace años que la lleva) y el suéter fino de cachemira de color moca, le pregunta si le queda bien, él responde que sí, pero ella se cambia de todos modos. Él comprende: aunque sea solo una multiconferencia está buscando el conjunto de la suerte, el que le inspirará más seguridad en sí misma. La deja rebuscar en el armario, va un momento a la cocina en busca de algo que comer, decide comprar un sándwich de Starbucks por el camino, vuelve al dormitorio, donde Rebecca acaba de ponerse el vestido ajustado azul marino con el que, él lo nota enseguida por la expresión de su cara, tampoco acaba de sentirse a gusto.

—Buena suerte —dice—. Llámame cuando termines la videoconferencia.

—Sabes que lo haré.

Un beso rápido y se marcha, pasando junto a la puerta cerrada detrás de la cual duerme, o finge dormir, Dizzy.

Las dos horas siguientes en la galería las pasa dedicado a lo que Peter y Rebecca llaman las «diez mil cosas» (como cuando se dicen por teléfono: «¿Qué haces?». «¡Oh, ya sabes, las diez mil cosas!»), así denominan a la continua avalancha de correos electrónicos, llamadas telefónicas y reuniones, es su modo de decirse que están ocupados cuando no quieren entrar en unos detalles que no les interesan ni al uno ni al otro. Lo único que le ofrece Uta es lo que Peter llama su mirada germánica, una altivez teutónica que significa ni más ni menos que: «Pobrecito…, este es un mundo muy grande, ¿por qué no empiezas a preocuparte por las cosas verdaderamente importantes?». Le gustaría tener con Uta la conversación que le habría gustado tener con Rebecca a propósito del compromiso y su negativa a descartarlo como si fuese una cuestión sin importancia; la verdad es que le gustaría haber hablado con Uta de la posibilidad de cerrar la galería y dedicarse a… cualquier otra cosa. Por supuesto no sabe a qué. ¿Y por qué iba Uta, a quien le gusta mucho su trabajo y que se contenta con el arte medianamente bueno, querer tener esa conversación con él?

De todos modos, le gustaría hablarlo con alguien y, aunque Bette parece la mejor candidata, no se ve con valor para discutirlo con ella. No está del todo seguro de que la decepción de Bette con el mundo del mercado del arte no sea una barrera; bien mirado, ¿quién quiere marcharse de una fiesta cuando está en su apogeo? Si Bette finge que le asquea la parte comercial, ¿no concede eso menos importancia a su enfermedad? ¿De verdad quiere ser un hombre más joven y sano que ella y quejarse por tener que seguir en la misma fiesta de la que ella se ha visto obligada a marcharse?

Coge el L hasta Bushwick (los días en que viajaba en limusina pasaron a la historia; aunque todavía pudiera permitírselo, no queda bien presentarse en el estudio de un artista como si uno fuese el rey de la puta Inglaterra justo cuando le estás pidiendo a los artistas que comprendan que, a pesar de todos tus esfuerzos, su obra podría no venderse porque todo el mundo sabe que la economía mundial se ha colapsado). Peter sigue llevando los trajes porque, en fin, ya los tiene, y empiezan a conocerlo por cierta elegancia a lo Tom Ford. En realidad es una cuestión de equilibrio. Conviene dar la impresión a los artistas de que uno no está despilfarrando su dinero y al mismo tiempo es necesario darles a entender que te van bien las cosas, que no les estás pidiendo que sigan a bordo de un barco que se hunde. Así que uno se sienta a leer el
Times
en el tren L en dirección a Bushwick, con un traje negro y un polo de color gris marengo.

Y luego, en la parada de Myrtle Avenue, sube las escaleras entre una muchedumbre de gente cansada y agobiada de problemas. El tren L dirección Canarsie de las doce menos veinte no es ni la hora ni el destino de la gente a quien le van bien las cosas, y Bushwick podría estar en las afueras de Cracovia (donde es cierto que Peter no ha estado nunca) o en cualquiera de esas antiguas ciudades soviéticas que hoy no solo son lúgubres e industriales, sino cada vez más decrépitas. Igual que en una ciudad europea oriental, en Bushwick han brotado, aquí y allá, indicios de nueva vida —una verdulería, una cafetería— que se mezclan con las brasas casi apagadas de la antigua, una rancia tienda de vestidos de novias, un establecimiento de limpieza en seco donde parecen creer que un escaparate donde se exhibe una pila de camisas plegadas debajo de una cinta marchita y amarillenta será bueno para el negocio.

Peter sube por Myrtle, en busca de la dirección de Groff. Bushwick es inhóspito, de eso no cabe duda, aunque nunca quiso ser otra cosa. Siempre fue periférico y prosaico. Quienes construyeron estos almacenes, garajes y edificios nunca pensaron que nadie fuese a vivir aquí. Las intenciones con que se fundaron los barrios de las afueras, al menos este, eran muy diferentes. Si Manhattan surgió sobre todo de las grandes ambiciones de la era industrial, de todos esos dioses obreros musculosos que sujetan columnas y esos edificios rematados por zigurats que se alzan hacia un cielo que nunca pareció tan cercano, Bushwick (Dios sabe lo antiguo que será) es modesto y sencillo, concebido (al parecer) desde el principio para quedarse al margen, para fabricar piezas y almacenar mercancías, como el viejo tío rollizo y sin demasiadas luces de una ilustre familia, un hombre honrado sin belleza ni imaginación que tiene un trabajo y nunca se casó, a quien uno conoce, pero no le tiene mucho afecto.

Y, no obstante, detrás de algunas de las ventanas de esos almacenes, hay artistas trabajando.

Peter quisiera saber si esta especie de exilio semiurbano en el que viven muchos artistas afecta de algún modo a su producción. Desde luego, se supone que los jóvenes artistas deben ser pobres, pero los artistas pobres de otras generaciones vivían en París, Berlín, Londres o Greenwich Village. ¿Hasta qué punto aparecieron los impresionistas porque de pronto fue más barato dejar París e irse a vivir a Provenza? Sí, vivían austeramente, pero vivían en lugares de auténtica y decadente belleza; en ciudades o pueblos que podían ser difíciles, pero de cuya antigua profundidad no quedaban dudas, con todo el derecho del mundo no solo a existir, sino a regocijarse en sus propias costumbres. Bushwick, en cambio, no está en ninguna parte. Quienes lo fundaron no se tomaron muchas molestias, incluso los edificios más antiguos los construyeron deprisa y de la forma más barata posible. En un sitio así, ¿no sería un poco… idiota pensar en producir un trabajo serio que aspire, por imperfectamente que sea, a calar hondo? Quiero decir, hola, Bushwick, hola, Estados Unidos, hola megacentros comerciales y centros de engorde de ganado. He aquí mi intento de rasgar la piel de la mortalidad y ver lo que brilla al otro lado. ¿No sería muy embarazoso?

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