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Authors: Michael Cunningham

Cuando cae la noche (21 page)

Una vez en la cama, Peter y Rebecca yacen castamente de espaldas uno junto al otro. Se hablan en voz baja.

—¿Crees que lo ha pasado bien hoy? —dice Rebecca.

Ni te lo imaginas.

—Es difícil saberlo —responde Peter.

—Eres muy bueno.

—¿Por qué?

—Por aguantarle.

¡Oh!, Dios, no me des las gracias.

—Es un buen chico.

—La verdad es que no estoy tan segura. Tiene buen corazón. Estoy ligada a él.

Sí. Dímelo a mí.

Es probable que ahora sea el momento —muy posiblemente la última ocasión— de decirle que ha vuelto a consumir drogas. En cierto modo eso zanjaría el asunto, ¿no? Podría hacer que enviasen a Dizzy a rehabilitación solo con decirlo. Sabe cómo sería la cosa. Dizzy está agotando la paciencia de todos y Rebecca es muy capaz de tomar esa decisión. Con solo decirlo, Peter podría cometer ahora mismo una especie de asesinato benigno. Él tomaría partido por los adultos y se libraría de Dizzy, a quien solo le quedarían dos opciones: someterse a los cuidados de sus hermanas (Julie cogería el primer tren desde Washington, aunque es difícil saber si Rose volaría o no desde California) o escapar y vivir o morir por su cuenta. Esta vez está claro que ya no hay margen suficiente para soluciones intermedias. Las hermanas están hartas.

—Ambos lo estamos —añade Peter.

Y así comprende que quiere y desea escoger la opción más inmoral e irresponsable: dejar que el chico coquetee con su propia destrucción. Quiere optar por esa crueldad. O (una versión más amable y compasiva) no desea reafirmar su lealtad al reino de lo sensato, de la gente buena y responsable, que va a las fiestas apropiadas y necesarias, que vende obras de artes hechas de estacas y trozos de alfombra. Quiere pasar, aunque solo sea un tiempo, en ese otro mundo más oscuro: el Londres de Blake, el París de Courbet, lugares donde la buena conducta estaba reservada a la gente honrada y normal que no producía obras geniales. Dios sabe que Peter no es ningún genio, y Dizzy tampoco, pero tal vez los dos puedan salirse un poco del mapa, tal vez sea eso lo que esperaba y como la vida está, como suele decirse, llena de sorpresas, la ocasión haya llegado, no en la forma de un joven artista genial, sino en la de una versión masculina de la mujer de Peter, de su mujer cuando era sin duda la chica más solicitada de Richmond, una chica capaz de dejar al capullo que había humillado a su hermana e irse con él. Es maravillosa, pero ya no es esa chica. Prácticamente al alcance de la mano, tiene la juventud irresponsable, asustada y suicida: Matthew tirándose a la mitad de los hombres de Nueva York, la Rebecca que ya no existe. El terrible fuego purificador. Peter ha pasado demasiado tiempo lamentándose por personas que han desaparecido, por la sensación de peligrosa inspiración que la vida se negaba a concederle. De modo que sí, lo hará, sí. Dizzy y él no volverán (eso es imposible) a juntar sus labios, pero verá adónde le lleva esta terrible fascinación, esta oportunidad (si es que puede llamarse así) de dar un vuelco a su vida.

—Solo quería que supieras que te lo agradezco —dice Rebecca—. Cuando te casaste conmigo no te comprometiste a hacer esto.

—Claro que sí. Es tu familia.

Y la verdad es que Peter se casó con su familia. Formaba parte del atractivo, no solo era Rebecca, sino también su encantadora historia sacada de Scott Fitzgerald, sus familiares excéntricos y peculiares.

—Buenas noches —le dice ella.

Se dispone a dormir. No se puede negar su belleza ni la fuerza de su ser. Peter siente un aguijonazo de envidia. Sin duda, tiene sus inquietudes, pero es totalmente dueña de sí misma, se preocupa por los problemas reales e ignora los teóricos, es como si se abriera paso por el mundo. Fíjate si no en su frente pálida y aristocrática y en la firmeza de su ceño. Mira el modesto paréntesis de esas arrugas que enmarcan su boca, la mera idea de inyectarse colágeno le daría risa. Envejecerá con valor, trabajará en un mundo difícil y amará a sus allegados con una ferocidad directa y sin vacilaciones.

Parece que no habrá represalias por la pequeña traición de la cena, las bromas juveniles sobre el arte en Montana. Se huele (¿se habrá dado cuenta?) una traición de magnitud mucho mayor.

—Buenas noches —responde Peter.

Sueña que ha meado en algún sitio de la galería (¡oh!, el desvergonzado inconsciente) y está tratando de limpiarlo antes de que nadie lo vea, pero, claro, no encuentra la meada; solo sabe que está en alguna parte. Se despierta y vuelve a sumirse en un duermevela en el que una mujer desconocida que supone que es Bette Rice le dice: «Hace años que se fueron» y, cuando despierta, no le parece tanto un sueño como un pensamiento descabellado y sin fundamento. Solo son las dos y cuarto, ni siquiera la hora del insomnio. No obstante, se levanta a por su copa y su pastilla. En el salón… Qué locura haberse preguntado, siquiera por un instante, si Dizzy estaría esperándole desnudo y si es gay o no que Peter quiera volver a verlo así, como lo habría esculpido Rodin, la elasticidad musculosa de ese cuerpo joven, la tracería azulada de las venas debajo de la piel sonrosada, la leve bizquera y los pies pequeños. No, Dizzy está en la cama. Al otro lado de la puerta… ¿Qué? No se oye nada, ¿habrá podido conciliar el sueño? Y una mierda. ¿Debería entrar? Pues claro que no. Se sirve el vodka, coge la pastilla del armario de las medicinas, va a la ventana y, al llegar, ¿será posible?, ve, al otro lado de la calle, al tipo del cuarto piso, aquel al que no había visto nunca, asomado a la puta ventana; esta debe de ser su hora. Se le ve perfectamente porque tiene encendida la luz del salón. Es un hombre mayor, de unos setenta y cinco años, con una nube de pelo blanco flotando en torno a su cráneo sonrosado. Lleva una camiseta azul y lo que parecen ser (queda oculto por debajo de la cintura) unos pantalones de pijama. No es una figura muy heroica con la prominente barriga casi apretada contra el cristal de la ventana mientras bebe de una enorme taza de cerámica. ¿Hay, podría ser que hubiese, un plan, algún condenado propósito? ¿Por qué precisamente esa noche se ha visto las caras, por así decirlo, con su colega de insomnio? No, lo que pasa es que Peter se ha despertado y ha ido a la ventana antes de lo habitual y ha interferido con el patrón del insomnio del otro tipo. No sabría decir si el otro le está viendo, seguro que sí, pero no lo demuestra. Peter no esperaría un saludo (y menos en Nueva York y entre dos hombres semidesnudos), pero sí un movimiento de cabeza, un cambio de posición que indicara cierto reconocimiento. Nada, es como si Peter no estuviera allí y se le ocurre (¿será la pastilla, que empieza a hacer efecto?) que tal vez sea invisible, que quizá sea su espíritu, muerto mientras dormía, el que se ha levantado para verse a los setenta y tantos, todavía de pie en la ventana en mitad de la noche. Tal vez los muertos no sepan que lo están. Es, claro, solo una fantasía, puede que las pastillas le hagan soñar despierto además de adormecerlo… Pero lo cierto es que ahí tiene, después de tantos años, al otro, el
doppelgänger
, despierto en su propio mundo. Tal vez él también tenga una mujer que duerme a pierna suelta, y Peter no puede sino preguntarse: ¿has llegado a la vejez y sigues asomado a la ventana contemplando la luz anaranjada y vacía de Mercer Street? ¿No deberías estar…, no sé, en París? ¿En una cabaña en la costa del Pacífico Norte? ¿Te impediría eso asomarte anhelante (¿anhelará algo?, y, en tal caso, ¿qué?) a la noche?

Peter se aparta de la ventana. Si se suponía que tenía que ser una especie de epifanía, no lo ha sido.

Y luego, tal vez porque no ha tenido una epifanía a pesar de haber visto finalmente a ese hombre de pinta tan triste (no es lo bastante pulcro para ser él de mayor) va a la habitación de Dizzy y la abre con mucho cuidado.

¿Es una locura?

No tanto. Si Rebecca se despierta, hay un centenar de razones por las que podría estar en el cuarto de Dizzy.
Le oí gemir, pensé que estaba enfermo, aunque era solo una pesadilla, todo el mundo a la cama
.

La puerta se abre en silencio, es demasiado fina para chirriar. Dentro: el aliento soñoliento de Dizzy y su olor, este último una mezcla ahora familiar de algún champú de hierbas y un toque de cedro con un fondo de sudor masculino, en parte acre y en parte cloro. Sí, está profundamente dormido, soñando Dios sabe qué. Debajo de las mantas se distingue su forma oscura.

Peter ya ha estado ahí, cuando ese era el cuarto de Bea. Iba a verla cuando lloraba de noche (tenía once años cuando se mudaron, esa habitación no conserva recuerdos de ella cuando era un bebé), y se le ocurre si no será cosa de niños descarriados. Es posible que Dizzy no sea Rebecca reencarnada, sino Bea; Dizzy el niño que Peter podría haber educado mejor, el chico elegante y sensible. ¿Podría haberlo rescatado Peter de esa narcotizada falta de objetivos producto (tal vez, quién sabe) de su incorporación tardía a la familia Taylor y de que tuviese que educarse mientras sus padres pasaban de las excentricidades de juventud a una demencia moderada? Porque Bea, afrontémoslo, fue una niña difícil, testaruda y muy poco curiosa, a quien no interesaba mucho la escuela, ni ninguna otra cosa. ¿Será Peter no el amor platónico de Dizzy, sino el padre que nunca tuvo?

¿En qué fracasó exactamente con Bea? ¿Por qué insiste tanto en defender su caso ante un tribunal celestial? ¿Tan reprochable es que quiera que su hija comparta la culpa con él?

Los hijos nunca lo reconocen. No comparten ninguna culpa. Los padres son los criminales perplejos, que miran atónitos mientras les ponen los cepos y empeoran la situación con cada palabra que dicen.

Cierra la puerta y vuelve a la cama.

Más sueños. Solo recuerda fragmentos cuando despierta por segunda vez: está deambulando por Chelsea y no recuerda dónde se encuentra la galería; lo busca, no la policía, sino alguien mucho más peligroso. En esta ocasión se despierta a la hora: a las cuatro y un minuto. Rebecca se agita y murmulla a su lado. ¿Se despertará también? No. ¿Intuirá que algo pasa? ¿Cómo no iba a notarlo?

Un dilema: lo único peor que la posibilidad de que sospeche algo es que no sospeche nada, que no repare lo más mínimo en su nerviosismo y su tristeza. ¿Se habrá acostumbrado tanto a ellos que ya no lo nota? ¿Se habrá convertido para Rebecca en parte de su naturaleza?

Una fantasía ilimitada: él y Dizzy en una casa en alguna parte, tal vez Grecia (¡ay, humilde y limitada imaginación), leyendo juntos, nada de sexo, eso lo resuelven con otros, serían amantes platónicos, un padre y un hijo postizos, sin el rencor de los amantes ni la furia de la familia.

De acuerdo, sigue con esa fantasía un minuto. ¿Adónde conduce? ¿No acaba Dizzy enamorándose, tarde o temprano, de alguna chica (o algún chico) y dejándote? Ya puedes apostarle a que sí. No hay otro resultado creíble.

Pregunta: ¿Tan malo sería que te abandonaran en esa casita de la colina con la vista del huerto y el agua, vieja pero no tanto, con una vida insípida y desocupada, sin otra cosa que hacer que avanzar hacia lo desconocido?

Respuesta: No. Serías alguien a quien le habría sucedido algo desmesurado, extraño y escandaloso. No te quedaría otro remedio que sorprenderte.

Un hecho aislado: a los insectos no les atrae la llama de las velas, les atrae la luz al otro lado de la llama, pasan por ella y se consumen en un chisporroteo por su ansiedad de llegar a esa luz del otro lado.

Se levanta y va al baño a por otra pastilla. El
loft
sigue habitado por el sueño de dos personas a las que quiere y por el inquieto fantasma todavía con vida de Peter, quien podría haber muerto sin saberlo y estar iniciando su vida como una sombra errante.

De vuelta a la cama.

Más o menos diez minutos de terca vigilia y luego el sueño invencible de la pastilla número dos.

A la mañana siguiente Dizzy no está. Encuentran solo la cama hecha, la mochila y la ropa han desaparecido.

—El muy cabrón —dice Rebecca.

Se ha levantado antes que Peter, en quien ha hecho efecto la dosis doble. Cuando se levanta, la encuentra sentada desconsolada en la cama de Dizzy, como si esperara un autobús que fuese a llevarla a algún sitio donde no le apeteciera mucho ir.

—¿Se ha ido? —pregunta desde el umbral.

—Eso parece.

Debe de haberse escabullido de noche, cuando ambos dormían.

Sí, la culpa la tienen las píldoras. Si Peter no hubiese estado drogado, habría oído marcharse a Dizzy.

¿Y qué habría hecho si lo hubiese oído?

Él y Rebecca buscan con desánimo una nota, convencidos de que no ha dejado ninguna.

Rebecca se queda impotente en mitad del salón con las manos en las caderas.

—El muy cabrón —repite.

—Ya no es ningún niño. —A Peter no se le ocurre nada mejor que decir.

—Es un puto niño cuyo cuerpo ha crecido por alguna razón.

—¿Vas a dejarle ir?

—¿Acaso tengo otra opción?

—No. Me temo que no. ¿Le has llamado?

—Sí. ¿Crees que ha cogido el teléfono?

He ahí la solución. Dizzy ha escurrido el bulto. Mejor para todos. Gracias, Diz.

Y, por supuesto, a Peter le parte el corazón.

Por supuesto, nada desea más que Dizzy vuelva.

La tristeza y la inquietud le recorren con el chisporroteo de una descarga eléctrica.

—¿Pasó algo ayer? —pregunta Rebecca.

Chisporroteo. Una vertiginosa oleada de sangre acude a su cabeza.

—Nada en particular —responde.

Rebecca se sienta muy tiesa en el sofá. Parece una paciente en una sala de espera. No vale la pena negarlo: es como volver a perder a Bea. Es como volver a casa después de llevarla a Tufts y notar ese vacío entumecido y mezclado (ninguno de los dos habría podido admitirlo) con cierto alivio. Se acabaron los enfados y las acusaciones. Una nueva preocupación, más aguda, porque está lejos, y al mismo tiempo más atenuada, distante. Ahora vive por su cuenta.

—Puede que tengas razón y sea hora de dejar de intentarlo —dice.

Peter apenas puede oírla por el fluir de la sangre en los oídos. ¿Cómo es posible que no lo sepa? Por un momento se enfada tanto con ella que casi siente ganas de matarla. Por conocerle tan poco. Por no comprender que ha sido objeto de una fijación; que un chico guapo lleva dos decenios fantaseando con él. (Peter ha decidido que el amor de Dizzy es sincero, y que todo lo que le dijo en el jardín de Carole Potter es cierto). Peter el Escéptico se ha volatilizado con el propio Dizzy.

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