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Authors: Michael Cunningham

Cuando cae la noche (10 page)

Peter siente un terrible deseo de tocar el rostro del joven. Solo tocarlo. ¡Eh! ¿A qué viene eso?

De acuerdo, hay ADN homosexual en la familia y lo superó con su amigo Rick en el instituto, y sin duda es capaz de apreciar la belleza masculina; ha habido momentos (un adolescente en la piscina en South Beach, un joven camarero italiano en Abbo), pero nunca ha pasado nada y que él sepa no ha tenido que reprimirse. Los hombres están muy bien (bueno, algunos) pero no son sexys.

No obstante, quiere tocar el rostro de Dizzy. No es que sea exactamente erótico. Quiere tocar esa belleza dormida que no durará, que no puede durar, pero está aquí, ahora, en su sofá. Solo para entrar en contacto con ella, igual que los fieles anhelan tocar el manto de un santo.

Por supuesto, no lo hace. Al incorporarse, le crujen las rodillas. Dizzy, gracias a Dios, sigue durmiendo. Peter entra en el dormitorio, cierra la cortina, no enciende la luz. Se quita la ropa y se acuesta. Para su sorpresa, se sumerge casi en el acto en un sopor profundo y oscuro en el que sueña con hombres con armadura en posición de firmes en la nieve.

Fratricidio

P
eter trató de asesinar a su hermano solo una vez, lo que, para los estándares habituales entre hermanos, no es mucho. Tenía siete años, así que Matthew debía de rondar los diez.

Casi todos los niños pequeños son afeminados; en el caso de Matthew no fue del todo evidente hasta que se hizo un poco mayor. A los diez años sabía cantar (de memoria) todas las canciones grabadas por Cat Stevens. Insistía en ponerse un albornoz de cachemira que llevaba siempre por casa. A veces, daba la impresión de estar desarrollando acento inglés. Era un chico de rasgos finos que deambulaba por las habitaciones de una casa de ladrillo beis de Milwaukee, ataviado con un albornoz de cachemira verde que le caía por encima de los tobillos cantando «Morning Has Broken» o «Wild World» con voz suave y melancólica, para que los demás le oyeran.

Sus padres —luteranos, republicanos y miembros de varios clubes— no atormentaron a Matthew, tal vez porque sospechaban que el mundo se encargaría de hacerlo, o porque no estaban preparados para descartar la idea de que su hijo primogénito era un genio que expresaba entusiasmos azarosos aunque peculiares que, con el tiempo, se concretarían en una carrera bien remunerada. Su madre era una mujer guapa, fornida, de mandíbula robusta, una sueca de pura cepa, cuyo mayor temor era que la engañasen y cuya mayor convicción era que todo el mundo intentaba engañarla. Su padre, apuesto, aunque un poco inexpresivo, como si estuviese a medio hacer, vagamente finlandés, nunca asimiló del todo la buena suerte que había tenido al casarse con su mujer y vivió su matrimonio igual que un pariente pobre que ocupara la habitación de los invitados. Es posible que su madre se negara a aceptar que la habían engañado en su convicción de tener dos hijos sanos y normales de Wisconsin y que su padre se limitara a consentirlo. Por el motivo que fuese no censuraron a Matthew. No pusieron objeciones cuando empezó a usar bragas para ir al colegio, o cuando anunció sus intenciones de dedicarse al patinaje artístico.

Así que fue Peter el encargado de atormentarle.

Peter carecía de la concentración y la ambición del verdadero sádico. Y tampoco odiaba a Matthew, al menos en sentido literal. Sin embargo, pasó la mayor parte de su infancia disculpándose constantemente. Le querían, pero a los seis años no sabía leer en voz alta la
Poesía completa
de Ogden Nash, y a los siete no escribió, dirigió, ni participó en la producción de una obra de teatro, con música y todo, que montaron los niños del vecindario titulada
Hombre al agua
y que hizo llorar de risa a su madre. Desde el principio, Matthew absorbió cualquier molécula de excentricidad y talento que pudiera haber por la casa; aparte de Matthew, todo eran muebles oscuros y tictac de relojes y una colección de huchas antiguas de hierro forjado que su madre llevaba acumulando desde antes de conocer a su padre.

Pero lo que más irritaba a Peter era el afecto inocente y despreocupado que le profesaba su hermano. Al parecer, lo tenía por una especie de mascota no muy inteligente, pero a la que era posible entrenar. Se puede enseñar a un perro a sentarse, traer alguna cosa y ponerse sobre dos patas; sería estúpido tratar de enseñarle a jugar al ajedrez. Cuando Peter empezaba a dar sus primeros pasos, Matthew le diseñaba disfraces y le hacía pasearse con ellos. Peter no lo recuerda, pero hay fotografías: el pequeño Peter disfrazado de abeja con unas gafas enormes y unas antenas; vestido con una toga hecha con un almohadón y una corona de hiedra que le oscurece los ojos. Cuando Peter fue un poco mayor (guarda vagos recuerdos), Matthew ideó para él un álter ego: Giles el criado que, a pesar de su origen humilde, estaba decidido a prosperar en el mundo gracias a su esfuerzo, lo que incluía tener organizada su habitación y la de su hermano, ayudar a su madre con las tareas domésticas y hacer recados para Matthew.

Lo peor era que a Peter le gustaba ser Giles. Disfrutaba al satisfacer unas expectativas moderadas. Cumplía sus tareas con remilgada satisfacción y realmente creía que prosperaría (¿en qué?) si obedecía sin rechistar. La verdad es que, aunque no lo recuerda muy bien, es posible que Giles el criado fuese idea suya.

Hasta que cumplió los siete años no empezó a comprender del todo que ocupaba el rango más bajo de la familia y que siempre había sido así. Era el niño bueno, fiable y nada excepcional.

El intento de asesinato sucedió cuando nadie lo esperaba, un día frío y luminoso de marzo. Peter estaba acurrucado en el patio empavesado de la parte de atrás de la casa, una figura diminuta con una chaqueta roja de cuadros escoceses bajo el cielo frío y azul. Había cogido sin permiso uno de los destornilladores de su padre del garaje, para trabajar sin que nadie lo viera en el regalo que estaba haciéndole a su madre para su cumpleaños: una casita para pájaros desmontable. Estaba ilusionado y al mismo tiempo preocupado. Sospechaba que su madre no quería una casita para pájaros (nunca había expresado el menor interés por los pájaros), pero había estado en la tienda con su padre y había visto la caja que mostraba una casita con hastiales sobre un fondo azul turquesa y rodeada de pinzones, cardenales y azulejos extasiados. A Peter le pareció una visión de las recompensas celestiales y tuvo la sensación —en realidad se quedó casi transido—, al pensar en regalarle aquella muestra de perfección a su madre, de que, de algún modo vago pero inconfundible, todo cambiaría entre ellos dos: él se convertiría en un niño capaz de adivinar hasta sus más íntimos deseos y ella en alguien que anhelaría fervientemente lo que él tenía que ofrecerle. El padre de Peter frunció el ceño al ver que estaba pensada para que la montaran niños de diez o más años, y antes de comprarla le hizo prometer a Peter que la montarían los dos juntos.

Promesa que incumplió en cuanto estuvo a solas. Necesitaba producir algo maravilloso con sus propias manos. Su madre se iluminaría de alegría y su padre asentiría juicioso y afectuoso: sin duda, nuestro hijo pequeño es muy despierto para su edad.

Naturalmente, al sacarla de la caja la casita para pájaros resultó estar hecha de conglomerado marrón. Venía justo con los tornillos necesarios, una hoja de instrucciones impresa en papel verde pálido, y lo más descorazonador era que incluía una bolsita de celofán llena de semillas.

Sentado junto a las piezas que había extendido sobre el empavesado, Peter se esforzó por conservar su optimismo. La pintaría de algún color vivo. La decoraría con dibujos de pájaros. No obstante, en aquel momento, las piezas —dos extremos con hastiales y varios rectángulos pensados para hacer las veces de paredes, el suelo y el techo— parecían tan tristes y poco prometedoras que tuvo que luchar contra las ganas de ir a dormir un rato. El color marrón pálido del conglomerado podría haber simbolizado su decepción. No obstante, lo único que podía hacer era ponerse manos a la obra. Peter enganchó uno de los extremos en una de las paredes, metió un tornillo en el agujero preparado para ello y empezó a darle vueltas.

—¿Qué estás construyendo? —dijo una voz desde arriba y a su espalda con un leve acento de Oxford.

Era imposible. No había nadie en casa.

—¿Qué haces aquí? —respondió Peter sin levantar la mirada.

—La señora Fletcher está enferma. ¿Qué estás construyendo?

—Es una sorpresa.

Le echó una mirada a Matthew. Su rostro estaba ruborizado por el frío y poseía una especie de incandescencia querúbica. Llevaba una bufanda de color verde anudada en torno al cuello.

—¿Es un regalo para mamá? —preguntó.

—No lo sé. —Peter volvió a concentrar su atención en las piezas de la casita para pájaros.

Matthew se acurrucó detrás de él.

—Vaya —dijo—, es una casita.

«Vaya, es una casita.» Cuatro palabras inocentes. Pero, cuando Matthew las pronunció con precisión cantarina, un torbellino empezó a girar en el interior de Peter, una chimenea de aire amargo que lo dejó sin aliento. Se sintió atrapado, clavado a aquellas piedras frías y a su triste propósito: no había escapatoria para el criado que no era brillante y disfrutaba haciendo recados absurdos. Matthew lo había sorprendido haciendo «una casita» y lo había humillado de por vida, no era más que un niño tonto y lo sería siempre.

Después, preferirá recordarlo como un acto de pura rabia, inconsciente e irreflexiva, pero de hecho cayó en un estado de claridad cristalina en el que comprendió que no podía seguir allí, que no sobreviviría a que Matthew lo mirara y dijese: «Vaya, es una casita», pero no había escapatoria, por lo que tenía que coger el destornillador y atravesar con él a Matthew para que desapareciera. Peter se volvió y saltó sobre él destornillador en mano. Le acertó en la mejilla, unos centímetros por debajo del ojo izquierdo. El resto de su vida daría gracias por haberle hecho solo una cicatriz a su hermano y no haberle cegado.

Aunque nunca volvió a ocurrir nada tan dramático como el ataque con el destornillador, el incidente pareció alterar sutil pero permanentemente la reputación doméstica de Peter. A partir de ese momento se le consideró peligroso y posiblemente inestable, lo que por un lado resultaba turbador y por otro era una mejora. Al menos, le había demostrado a todo el mundo que era una mascota peligrosa. Dejaron de lado el juego de Giles el criado sin más comentarios.

Él y Matthew vivieron juntos varios años igual que un zorro domesticado con un pavo real. Matthew estaba casi siempre nervioso y amable con Peter, quien se aprovechó de aquella ventaja. Hasta entonces no se le había ocurrido que un único acto de violencia brutal con un destornillador, algo que podía hacer cualquiera, pudiera inspirar en su hermano, o en cualquier otro, un respeto temeroso y reticente. Peter se convirtió poco a poco en un general de siete años, simpático y alegre, cómplice, alegremente amenazante y casi cortés, como si la simpatía fuese una concesión temporal que hiciera a un mundo brutal y traicionero.

Pasaron tres años en el reinado de Peter el Terrible.

Matthew tenía quince años.

Era una figura alta y herida de muerte que andaba con paso decidido por delante de las fachadas de piedra y ladrillo de Milwaukee, con los libros apretados contra el pecho. La mayor parte del tiempo lo dominaba un optimismo inexplicable, aunque al pasar de la infancia a la adolescencia había tenido el sentido común de desarrollar cierta ironía. Era objeto de las burlas de los bravucones locales, pero no con la mala idea y la devoción que cabría imaginar. Peter siempre había creído que Matthew poseía algo inmaculado. Aunque no había en él ni rastro de santurronería, sí tenía una inocencia que debían de poseer los santos más modestos. Era tan fiel a sí mismo, estaba tan absorbido por sus intereses (a los quince años: el cine, las novelas de Dickens, el patinaje y la guitarra acústica), era tan inofensivo y tan cordialmente indiferente con todo el mundo menos con las dos chicas que eran sus dos únicas amigas, que aunque de vez en cuando los chicos de primero de bachillerato que querían labrarse una reputación le dieran algún pescozón y se burlaran de él, nunca fue objeto de las prolongadas campañas de aniquilación que algunos chicos libraban contra un puñado de auténticos desdichados.

Matthew, sin duda, también estaba relativamente protegido por su cuerpo de patinador, que sugería una fuerza oculta (aunque no tenía ni idea de cómo darle un puñetazo a alguien), y por su amistad con Joanna Hurst, una famosa belleza. Fuese calculado o espontáneo, desde que acabó la primaria siempre había sido amigo y confidente de una chica poderosa y deseada, y así pudo pasar, a la manera rudimentaria que se estilaba por ahí, por un atleta (patinador, pero algo es algo) y un novio (sin sexo, pero algo es algo). Aunque Matthew fuese posiblemente la persona más afeminada de Milwaukee, cada vez poseía en mayor grado una cualidad que Peter solo acertaba a considerar una grandeza precoz. El peligro potencial de Peter, al no haberse visto confirmado por nuevos ataques, se había convertido en una especie de irritabilidad a la que su madre quitaba importancia llamándole «don Gruñón» cuando estaba enfadado. Le salieron granos, su pelo se volvió lacio y, para su sorpresa, se vio convertido en uno más de la pequeña banda de descontentos, devoto de la música de rock y de
Star Trek
, ni admirado ni ridiculizado, simplemente apartado de los demás. Matthew, en cambio, destacaba. Incluso se le tenía por glamuroso. Era inteligente, raras veces discutía y no era petulante ni impertinente, por lo que incluso los chicos más ariscos y amenazadores parecían encontrarlo divertido. Se convirtió en una especie de mascota del colegio. Mientras pasaba su adolescencia, trató a los demás miembros de la familia, incluido Peter, con una paciencia amable, aunque a veces cansina y sofisticada, como el hijo de un noble a quien hubieran enviado a vivir con gente normal hasta que pudiera asumir su verdadero lugar en el mundo. Mientras crecía, uno podía sentirse en su presencia como un enano malhumorado pero de buen corazón, o un viejo y simpático gruñón.

Una vez despojado Peter de su peligrosidad, se declaró una frágil tregua entre los dos, y empezaron a tener charlas nocturnas. Eran conversaciones sobre asuntos muy diversos pero extrañamente incoherentes. Muchos años después, Peter puede reconstruir una metaconversación, hecha de fragmentos y pedazos de ellas.

—Creo que mamá está harta —dice Matthew.

—¿De qué?

—De todo. De su vida.

Tal vez tenga razón. Su madre puede ser brusca y tener poca paciencia, siempre tiene un aire de incipiente exasperación, pero a Peter siempre le ha parecido que está harta no de su vida, sino de infinitos detalles particulares: la dejadez doméstica de sus hijos, el cartero ladrón e incompetente, los impuestos, el gobierno, sus amigos, el precio de casi todo.

—¿Por qué lo crees?

Matthew suspira. Ha inventado un suspiro largo, grave y abatido con un toque de viento madera.

—Está encerrada aquí —dice.

—Sí…

Bueno, todos lo estamos, ¿no?

—Todavía es guapa. Aquí no tiene nada que hacer. Es como madame Bovary.

—¿De verdad?

Peter en esa época no sabía quién era madame Bovary, pero la imaginaba como un personaje infame que presagiaba la perdición; es muy probable que la confundiera con madame Defarge.

—¿Crees que podrías hablarle de su peinado? A mí no me hace caso.

—No. No puedo hablarle a mamá de su peinado.

—¿Qué tal te va con Emily?

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