No es de extrañar que esas luces tan brillantes se vean invariablemente rodeadas de las carcasas secas de una legión de insectos suicidas.
—Como mujer, irradia encanto y compasión —dice el senador, arrancando ecos del salón con su voz—. Como persona, ha demostrado ser un prodigio eterno.
Con cada palabra, él se acerca un poco más a la estatura de ella, fundiéndose con el reconocimiento del que goza el nombre de mi señorita Kathie y reclamando la enorme dote que es la fama de ella para su próximo intento de reelección.
En el escenario, la enorme cara luminosa de mi señorita Kathie permanece suspendida en el rol de la
mujer de Claude Monet
, pintándole sus famosos nenúfares. Su tez perfecta a cargo de
Lilly Daché
. Sus labios, de
Pierre Phillipe
.
—Ella es esa madre que nos habría gustado tener. La mujer con la que todas las demás se comparan —dice el senador, sacando brillo a la imagen de la señorita Kathie y bruñéndola antes del momento de su aparición.
Antes de presentársela a este público de fieles. Este desconocido al que ella no conoce de nada, sumiendo a sus fans en un frenesí mudo de expectación antes de que ella se reúna con él bajo los focos.
Más «peloteo incontinente» y «vómito de elogios» o «cumplidorrea», como diría
Cholly Knickerbocker
.
Todo suena mucho mejor cuando es un hombre quien lo dice.
En las manos llevo bien cogido un guión fuertemente enrollado, la única oferta de trabajo que ha recibido mi señorita Kathie desde hace meses. Una película de terror sobre una sacerdotisa de vudú anciana que crea un ejército de zombis para conquistar el mundo. En el último acto, la protagonista es desmembrada entre gritos y devorada por monos salvajes.
Lynn Fontanne
e
Irene Dunne
ya han dicho que no al proyecto.
Ese trofeo que tiene el senador en la mano nunca relucirá tanto como en el momento antes de ser entregado, mientras todavía permanezca fuera del alcance de la señorita Kathie. Desde esta distancia, el senador y ella se ven perfectos, como si cada uno de ellos le ofreciera al otro un éxtasis completo. El
senador Phelps Russell Warner
es el desconocido que se convertirá en su sexto «des-marido». Él mismo es un trofeo al que ella creerá que vale la pena pasarse el resto de su vida quitándole el polvo y sacándole brillo.
Toda coronación contiene elementos de farsa. Hay que ser un león anciano y sin dientes, está claro, antes de que toda esta gente quiera correr el riesgo de acariciarte. Todas estas copias de hojalata de
Kenneth Tynan
, intentando insistir en que sus opiniones cuentan para algo. Estas ridículas copias mecánicas de
George Bernard Shaw
y
Alexander Woollcott
. Estos actores y guionistas fracasados, una muchedumbre que jamás ha creado nada de valor artístico, ahora se ofrecen para llevar la cola del vestido de la señorita Kathie, con la esperanza de pillar gracias a ella un pellizco de inmortalidad.
Usando una luz facial fuerte, pasamos a un plano medio de la cara de la señorita Kathie y a su reacción mientras la voz fuera de plano del senador dice:
—Esta mujer nos ha dado lo mejor de una época. Ha abierto caminos allí donde nadie se atrevía a aventurarse. Solo a ella pertenecen papeles tan memorables como la
mujer del Conde Drácula
y la
mujer del presidente Andrew Jackson
...
Detrás de él se proyectan escenas de
La historia de
Gene Krupa
y de
Genghis Khan
. La señorita Kathie, filmada en blanco y negro, besa a
Bing Crosby
en la terraza de un ático desde el que se ve una enorme pintura panorámica en tonos mate del
skyline
de
Manhattan
.
Bajo los focos, la frente desnuda y rubicunda del senador reluce tanto como el galardón. Es un hombre alto, con unas espaldas anchas que se van estrechando hasta sus zapatos de charol. Un facsímil en carne rosada de las estatuillas de los
Oscar
. Por encima y por detrás de sus orejas, el pelo que le queda retrocede como si se estuviera escondiendo de la atención del público. Resulta patética la facilidad con que un foco potente puede eliminar cualquier rastro de la edad o del carácter de una persona.
Es este maniquí de color rosa el que dice:
—La belleza de esta mujer perdurará en la mente colectiva hasta el fin de la humanidad. Su coraje y su inteligencia son una muestra de lo mejor que los seres humanos pueden alcanzar...
Al elogiar la fragilidad de esta mujer, el senador parece más fuerte, más noble, más generoso, más cariñoso e incluso más alto y agradecido. Ese hombre enorme alcanza la humildad adulando a esta mujer diminuta. Unos cumplidos tan hermosos como falsos: el equivalente masculino a los gritos del orgasmo falso de una mujer. Los primeros diseñados para llevarse a una mujer a la cama. Los segundos para terminar más deprisa un acto sexual y sacar al hombre de la cama. Y cuando el senador pronuncia estas palabras que toda mujer anhela oír, se transforma. Sus espaldas anchas y su grueso cuello de cavernícola se convierten en los de un padre cariñoso, un marido ideal. Un humilde sirviente. Este bruto neandertal cambia de forma. Sus dientes dejan de ser una mueca salvaje para convertirse en una sonrisa. Sus manos peludas ya no son armas sino herramientas.
—Esta noche le suplicamos con humildad que acepte nuestra admiración —dice el senador, apoyándose el trofeo en el interior del brazo—. Pero ella es el premio que todos los hombres quieren ganar. Ella es la joya de la corona de nuestra tradición dramática americana. Y a fin de poder otorgarle nuestra apreciación, damas y caballeros, les presento a...
Katherine Kenton
.
Ella se ha ganado los aplausos, no por ninguna de sus interpretaciones, sino por el simple hecho de no morirse. Este evento es al mismo tiempo su presentación ante el senador y su noche de bodas.
Supongo que proporciona cierto alivio, y tal vez cierta sensación de autocontrol, infligirte a ti mismo daños más graves de los que el mundo te infligirá nunca.
Esta noche, una incursión más en ese páramo enorme que es la mediana edad.
Cuando oye que la llaman, mi señorita Kathie camina hasta ponerse bajo los focos, entrando por la derecha del escenario en medio de una salva estruendosa de aplausos. Más hambrienta de aplausos que de todo el pollo que le puedan dar con ocasión de esta cena. La escena hecha añicos por los flashes de cientos de cámaras. Sonriendo con los brazos extendidos, ella se deja abrazar por el senador y acepta ese chabacano trozo de basura bañada en oro.
Saliendo del flashback, pasamos por fundido a un plano corto que muestra el mismo trofeo con la inscripción grabada: «De parte de los Maníacos por la Interpretación del Área Expandida del Oeste del Condado de Schuyler». Más de una década después, ahí está el trofeo, olvidado en un estante, con el baño de oro ya deslustrado y todo cubierto de telarañas. Un instante después un trapo blanco envuelve el trofeo; una mano lo saca del estante. Retrocediendo todavía más, el plano me muestra a mí, quitando el polvo en el salón de la casa. Sacando brillo. Las telarañas se me pegan a la cara y un halo de motas de polvo se me arremolina alrededor de la cabeza. Al otro lado de la ventana, oscuridad. Mi mirada simplemente perdida a lo lejos.
De fuera de plano viene el ruido de una llave que gira en la cerradura de la puerta principal. Una ráfaga de aire me revuelve el pelo mientras oímos cómo se abre y se cierra la pesada puerta. Un ruido de pasos que suben desde el vestíbulo hasta la segunda planta. Oímos que se abre y se cierra otra puerta.
Abandonando el trofeo, con el trapo para el polvo todavía en la mano, subo las escaleras siguiendo el ruido de las pisadas hasta llegar a la puerta cerrada de la alcoba de la señorita Kathie. Un reloj da las dos en algún rincón lejano de la casa mientras yo llamo a la puerta y le pregunto a la señorita Kathie si necesita ayuda con la cremallera. Si necesita que le traiga las pastillas. O que le prepare el baño y le encienda las velas de la repisa de la chimenea. Del altar.
Pero del otro lado de la puerta de la alcoba no viene ninguna respuesta. Cuando agarro el pomo, este se niega a girar en ninguna dirección. Bloqueado. Esta puerta que la señorita Kathie jamás había cerrado con llave. Pegando una mejilla cubierta de polvo a la madera, vuelvo a llamar y me quedo a la escucha. En lugar de una respuesta, lo que sale de dentro es un tenue suspiro. El suspiro se repite, más fuerte, y luego más fuerte todavía, hasta convertirse en un chirrido de muelles que no para de repetirse, un chirrido tan agudo y regular como una risa.
La escena se abre con
Lillian Hellman
enzarzada en combate a puñetazo limpio con
Lee Harvey Oswald
, los dos forcejeando y aporreándose cerca de una ventana abierta de la sexta planta del
Almacén de Libros Escolares de Texas
, rodeados de montones bien visibles de
La loba
y
La hora de los niños
y
El jardín de otoño
de Hellman. Al otro lado de la ventana pasa lentamente una caravana de coches, avanzando por
Dealey Plaza
, sus ocupantes saludando con las manos y agitando banderitas. Hellman y Oswald tienen un rifle agarrado entre ambos y se dedican a arrebatárselo el uno al otro, sin que ninguno de ellos consiga controlarlo del todo. Dando un violento cabezazo, estrellando su cabeza rubia contra la de Oswald y dejando a este momentáneamente aturdido y con la mirada vidriosa, Hellman grita:
—¡Piensa, cabrón comunista! —grita ella—. ¿De verdad quieres a
Lyndon Johnson
de presidente?
Resuena un grito y Hellman se aparta, trastabillando, agarrándose el hombro, del que ahora le salen chorros rítmicos de sangre por entre los dedos. A lo lejos, el sombrero casquete
Halston
de color rosa de
Jacqueline Kennedy
se aleja del alcance de los disparos mientras oímos un segundo disparo de rifle. Un tercer disparo de rifle. Y un cuarto...
Retumban más disparos mientras la escena se funde con otra de la cocina de
Katherine Kenton
, donde yo estoy sentada a la mesa, leyendo un guión que lleva por título
La salvadora del siglo XX
, escrito por Lilly. La luz del sol entra oblicuamente por las ventanas del callejón, en un ángulo abrupto que sugiere que debe de ser media mañana o tal vez mediodía. De fondo vemos la escalera del servicio, que baja del segundo piso a la cocina. Continúan los disparos de rifle, que hacen de transición sonora y que ahora se funden con un ruido de pasos que bajan la escalera: el sonido de la secuencia fantástica mezclándose con esta realidad.
Mientras yo sigo sentada leyendo, en lo alto de la escalera del servicio aparece un par de pies, calzados con unas pantuflas de color rosa con tacones gruesos y pesados, que se ponen a bajar por la escalera con un «clop-clop» hasta revelar el dobladillo de un camisón transparente de color rosa con adornos voladizos de plumas rosadas de garceta. Primero emerge una pierna desnuda de la raja frontal del camisón, una pierna rosada y lustrada desde el tobillo hasta el muslo; luego es la segunda pierna la que asoma del camisón mientras la figura va descendiendo los escalones. Con el batín ondeando en torno a los finos tobillos. Los pasos continúan, fuertes como disparos, hasta que mi señorita Kathie emerge del todo y se detiene en el umbral, apoyándose en un costado del marco de la puerta, con los ojos de color violeta entornados, los labios hinchados y la boca entera convertida en una mancha de pintalabios, de mejilla a mejilla y de la nariz a la barbilla, la cara entera extasiada en medio de una nube de plumas de color rosa. Posando de esa manera, la señorita Kathie espera a que yo levante la vista del guión de Hellman y solo entonces deja flotar su mirada en dirección a mí y dice:
—Qué contenta me siento de haber dejado de estar sola.
Desplegados sobre la mesa de la cocina hay una serie de trofeos y galardones de oro y plata deslustrados, mostrando diversos grados de polvo y abandono. En medio de ellos se ve una lata abierta de limpiador de plata y un trapo manchado.
Escondiendo detrás de la espalda algo que tiene en las manos, mi señorita Kathie me dice:
—Te he traído un regalo...
Y se hace a un lado para revelar una caja envuelta en papel de aluminio y atada con una cinta ancha de terciopelo rojo anudado en forma de lazo tan grande que parece un repollo. Un lazo de un color rojo tan intenso que parece una rosa enorme.
La señorita Kathie deja flotar su mirada hacia los trofeos y dice:
—Tira esa chatarra a la basura, por favor —dice—. Mételos todos en cajas y llévalos a un almacén. Ya no me hace falta el amor de cualquier desconocido. He encontrado el amor de un hombre perfecto...
Sosteniendo el paquete envuelto delante de ella, ofreciéndome la caja embalada con papel de aluminio y terciopelo rojo, la señorita Kathie entra en la cocina.
En la página del guión, Lilly Hellman tiene a Oswald atenazado por el cuello, con los dos brazos de él retorcidos por detrás de su cabeza. De una patada rápida y amplia, Lilly le barre las dos piernas y lo derriba al suelo, donde ambos siguen enzarzados, forcejeando y arañándose sobre el cemento polvoriento, los dos al alcance del rifle cargado.
La señorita Kathie deja el paquete sobre la mesa de la cocina, junto a mi brazo, y dice:
—Feliz cumpleaños. —Empuja la caja hasta hacerla chocar con mi brazo y dice—: Ábrela.
En el guión de la Hellman, Lilly pelea haciendo un esfuerzo sobrehumano. El silencio del almacén solo es interrumpido por los gruñidos y los jadeos, los inquietantes ruidos del forcejeo, que contrastan con los aplausos y la fanfarria, con el retumbar de las orquestinas de la cabalgata y con los movimientos desdibujados de las majorettes que avanzan dando pasos de desfile, arrojando sus bastones metalizados al aire para que centelleen y giren bajo la dura luz del sol de
Texas
.
Sin levantar la vista de la página, yo le digo que no es mi cumpleaños.
Mirando de trofeo en trofeo, mi señorita Kathie dice: