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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Al desnudo (4 page)

En el tercer acto del guión, Hellman va pilotando el
Enola Gay
mientras este pasa rozando las cimas de los pinos japoneses y a los pandas gigantes y el
monte Fuji
, de camino a
Hiroshima
. Por corte se pasa a una secuencia de fantasía en la que Hellman está usando un machete para castrar a
Jack Warner
, que no para de gritar. Luego desuella vivo a
Louis B. Mayer
, entre sangre y alaridos. Su mano se cierra con fuerza en torno a la palanca que abre las portezuelas del compartimento de las bombas. Su cargamento mortal reluce prístino como una novia, cubierto de pequeñas perlas y de revoloteante encaje blanco.

En su cocina, mi señorita Kathie mete las dos manos en su bolsa de la compra y saca algo que parece un pedazo peludo de su abrigo de piel. La desastrosa bola de pelo se echa a temblar mientras ella la deja encima del guión de la Hellman. Un par de ojos negros como botones se abren de golpe. Sobre la mesa, el amasijo húmedo y peludo se encoge y acto seguido estalla en el
achuuú
de un estornudo. Por entre los dos ojos parecidos a botones, la piel se separa para revelar una hilera doble de dientes afilados. Una esquirla jadeante de lengua rosada. Un cachorro.

Alrededor de su anillo de diamantes nuevo, sus manos de estrella de cine se ven llenas de cortes y costras de color rojo seco y de manchas de sangre vieja. Extendiendo los dedos para enseñarme el dorso de ambas manos, la señorita Kathie me dice:

—En este hospital había alambre de púas.

Las cicatrices que le ha dejado el alambre de púas son igual de horripilantes que las que Lillian suele enseñar de cuando pasó por la Brigada
Abraham Lincoln
. No tan graves como las que le quedaron a
Ava Gardner
de torear con
Ernest Hemingway
. Ni como las que le quedaron a
Gore Vidal
de estar con
Truman Capote
.

—Lo he recogido en la calle —dice la señorita Kathie.

Yo le pregunto a cuál de los dos. ¿Al perro o al hombre?

—Es un pequinés —dice la señorita Kathie—. Le he puesto de nombre
Amoroso
.

Paco, el más reciente de los «des-maridos», viene después del senador, que a su vez vino después del corista marica, que a su vez vino después del magnate de la fundición de acero, que a su vez vino después del actor fracasado, que a su vez vino después del fotógrafo guarro que trabajaba por cuenta propia, que a su vez vino después del noviete del instituto. En suma, todos los perros callejeros cuyas fotografías cubren la repisa de la chimenea de la suntuosa alcoba que ella tiene en el piso de arriba.

Una verdadera colección de granujas que
Walter Winchell
llamaría «los que no comieron perdices».

No hay ninguno de sus romances que no pertenezca a esa clase de maniobra autodestructiva que
Hedda Hopper
llamaría «matri-kiri». En lugar de clavarte una espada en el vientre, te dedicas a lanzarte una y otra vez sobre los penes erectos menos convenientes.

Los hombres con los que se casa la señorita Katherine no son tanto maridos como coprotagonistas. Souvenirs. Simples testigos de sus aventuras sucesivas, en la misma medida en que lo son
Raymond Massey
o
Fredric March
, o lo es cualquier actor principal a cuyo lado ella haya luchado en la
Guerra de los Cien Años
. O cuando interpretó a
Amelia Earhart
yendo de polizón con champán y
caviar beluga
en la romántica carlinga de
Charles Lindbergh
durante su largo vuelo sobre el Atlántico. O a
Cleopatra
secuestrada durante las Cruzadas y casada con el
rey Enrique VIII
.

Unas fotos de bodas que no son tanto recuerdos como cicatrices. Las pruebas de una serie de situaciones de película de terror a las que
Katherine Kenton
ha sobrevivido.

La señorita Kathie deja el cachorro encima del guión de la Hellman, justo en la escena en la que Lilly Hellman y
John Wayne
levantan la bandera americana sobre
Iwo Jima
. La señorita Kathie se mete una mano llena de cicatrices en el bolsillo del abrigo de piel de zorro plateado y extrae una especie de tableta con páginas, con el membrete
«Hospital y Centro de Tratamiento Residencial White Mountain»
.

Un talonario de recetas en blanco hurtado.

La señorita Kathie humedece la punta de un lápiz de cejas de
Estée Lauder
, tocándolo con la punta rosada de su lengua. Escribe unas cuantas palabras debajo del membrete, a continuación se detiene, levanta la vista y dice:

—¿Cómo se escribe
Darvocet
, con «b» o con «v»?

El joven que le está llevando el equipaje pregunta:

—¿Cuánto falta para llegar a
Hollywood
?

Los Ángeles
, la ciudad que
Louella Parsons
llamaría esos aproximadamente ochocientos kilómetros cuadrados y esos millones de personas que rodean a
Irene Mayer Selznick
.

En ese mismo instante pasamos a un plano corto de
Amoroso
, mientras el diminuto pequinés deja caer su propia, caliente y apestosa bomba atómica sobre el
general Douglas MacArthur
.

ACTO 1, ESCENA 4

La carrera de una estrella de cine consiste en ayudar a los demás a olvidar sus problemas. En usar tu encanto, tu belleza y tu jovialidad para hacer que la vida parezca más fácil. «El problema —dijo una vez
Gloria Swanson
— es que si no lloras nunca en público... en fin, el público supone que no lloras nunca.»

La escena 4 del Primer Acto arranca con
Katherine Kenton
llevando una urna en brazos como si fuera un bebé. El escenario: el interior en penumbra de la cripta de los Kenton, en las profundidades del subsuelo, debajo de la mole de piedra de la
catedral de San Patricio
, engalanada de telarañas. Vemos cómo la puerta de bronce repujado se abre de par en par para dar la bienvenida al séquito funerario. En un nicho de piedra que hay al fondo de la cripta se ve una serie de urnas fabricadas con diversos metales bruñidos, bronce, cobre y níquel, en una de las cuales hay grabado el nombre
«Casanova»
, en otra
«Cariñito»
, en otra
«Romeo»
.

Mi señorita Kathie abraza la urna que lleva en brazos y la levanta para darle un beso. Le planta una marca de morritos de pintalabios a la inscripción grabada que dice
«Amoroso»
y por fin añade la nueva urna a las demás que hay en el nicho.

Kay Francis
no ha venido.
Humphrey Bogart
no ha mandado su pésame. Tampoco lo han hecho
Deanna Durbin
ni
Mildred Coles
. Tampoco han aparecido
George Bancroft
ni
Bonita Granville
ni
Frank Morgan
. Ninguno de ellos ha mandado flores.

En las placas hay grabados los nombres
«Cielito»
y
«Besucón»
y
«Don Oliver “Red” Drake»
, lo que
Hedda Hopper
llamaría sus «amigos que han vuelto al polvo». Su sabueso, su chihuaha y su cuarto marido, el accionista mayoritario de la
International Steel Manufacturing
. Entre las demás urnas con sus nombres grabados —
«Cuchi-cuchi»
y
«Fantástico»
y
«Lotario»
—, entre las cenizas de su caniche enano y de su pinscher miniatura, también hay un frasco de color naranja de Valium con receta, adherido a la piedra del nicho por una red de telarañas. El moho y el polvo salpican la etiqueta de una botella de
coñac Napoleon
. Un frasco de
Luminal
con receta.

Lo que
Louella Parsons
llamaría «ayudas para los pucheritos».

Mi señorita Kathie se inclina hacia delante para quitarle el polvo a un frasco de píldoras. Levanta el frasco y forcejea para quitarle el tapón de seguridad antiniños, manchándose los guantes negros, apretando el tapón hacia abajo al mismo tiempo que lo retuerce, haciendo traquetear las píldoras de dentro. Arrancando unos ecos estruendosos que parecen ruidos de ametralladora en el interior de la fría cámara de piedra. Mi señorita Kathie se echa unas cuantas píldoras en la palma enguantada de la mano. Con la otra mano se levanta el velo negro. Se mete las píldoras en la boca y echa mano de la mugrienta botella de coñac.

Entre las urnas hay un marco plateado de fotografía, tirado boca abajo sobre el nicho. A su lado, un roñoso pintalabios de
Helena Rubinstein
. Una lenta panorámica revela un pulverizador de colonia
Mitsouko
, con el bote de cristal empañado y sucio de huellas dactilares. De una caja polvorienta salen varios pañuelos de papel
Kleenex
amarillentos.

Bajo la tenue luz vemos una botella de
Château Lafite
, cosecha de 1851. Una botella magnum de
calvados Huet
, de alrededor de 1865, y un
coñac Croizet
embotellado en 1906. Un oporto de
Campbell Bowden & Taylor
, cosecha de 1825.

Apiladas contra las paredes de piedra hay cajas de champán
Dom Pérignon
y
Moët & Chandon
y
Bollinger
, en botellas de todos los tamaños... Botellas tamaño
Jeroboam
, llamadas así por el rey de la Biblia, hijo de
Nebat
y de
Zeruá
, con la capacidad de cuatro botellas de vino convencionales. Hay botellas tamaño
Nabucodonosor
, con la capacidad de veinte botellas de vino convencionales, llamadas así por un rey de
Babilonia
. Por encima de las demás se elevan las botellas de tamaño
Melchor
, con una capacidad equivalente a veinticuatro botellas de champán, llamadas así por uno de los
tres sabios de Oriente
que saludaron el nacimiento de
Jesucristo
. Hay más o menos las mismas botellas con el corcho todavía puesto que vacías. Las sombras frías están llenas de botellas vacías tiradas, abandonadas hace mucho tiempo, manchadas por los labios de
Conrad Nagel
,
Alan Hale
,
el chimpancé Chita
y
Bill Demarest
.

La señorita Kathie se vuelve a bajar el velo, cubriéndose la cara, y bebe a través de la redecilla negra, llevándose a los labios una botella tras otra y bebiendo a morro, dejando una nueva capa de pintura de labios alrededor del cuello reluciente de cada botella. Las bocas de todas las botellas terminan tan rojas como la de ella.

Sydney Greenstreet
tampoco se ha presentado al funeral de hoy.
Greta Garbo
no ha enviado su pésame.

Lo que
Walter Winchell
llama «plantar al fiambre».

Aquí estamos, la señorita Katherine y yo solas, otra vez.

Apartando con la mano el arroz negro de las heces de ratón —extraña imagen en negativo de una boda—, mi señorita Kathie levanta el marco plateado de la fotografía y lo deja de pie sobre el nicho, apoyándolo contra la pared de la tumba. Lo que el marco rodea, sin embargo, no es una fotografía sino un espejo. Y en el interior del espejo, en el interior del reflejo de las paredes de piedra y de las telarañas, vemos posar a la señorita Kathie, con su sombrero negro y su velo. Vemos cómo se pellizca las puntas de los dedos del guante izquierdo y tira de ellas para quitárselo. Retorciéndose el anillo de diamante para quitárselo del anular, me entrega a mí la joya de seis quilates con corte de marquesa de
Harry Winston
. Y dice:

—Creo que deberíamos plasmar este momento.

La superficie del espejo está cubierta de surcos y cicatrices de arañazos antiguos. El cristal está estropeado por una amplia gama de muescas vetustas.

Yo le digo que se coloque en su marca, por favor.

—¿Estás absolutamente segura de que has llamado a
Cary Grant
? —dice la señorita Kathie mientras retrocede unos pasos y se pone encima de una X desvaída, trazada a pintalabios hace mucho tiempo sobre el suelo de piedra.

En ese punto exacto, su cara de estrella de cine se alinea perfectamente con los arañazos del espejo. A ese ángulo y distancia perfectos, las viejas muescas se convierten en las arrugas que ella tenía hace tres o cuatro perros, en las ojeras y los hoyos que le salieron en la cara antes de que todos fueran reparados mediante nuevos liftings o inyecciones de suero de embrión de oveja. Algún procedimiento radical administrado en una clínica secreta de Suiza. Las cremas y bálsamos caros, las operaciones para estirar y tensar. En el espejo perduran los surcos y las manchas hepáticas que ella se ha ido borrando cada pocos meses, grabados en la superficie: el recuerdo de qué aspecto debería de tener. Ahora se vuelve a levantar el velo, y el reflejo de sus mejillas y su barbilla se alinea con el registro vetusto de bolsas de piel y lunares y pelos fuera de sitio que mi señorita Kathie se ha ganado por derecho propio.

Las heridas de guerra dejadas por
Paco Esposito
y por
Romeo
, por todos los perros callejeros y «des-maridos».

La señorita Kathie pone la cara que pone cuando no está poniendo ninguna cara: sus rasgos, esa boca y esos ojos por los que es famosa se convierten en un negligé de
Theda Bara
que cuelga de una percha en el fondo del departamento de vestuario de la
Monogram Pictures
, envuelto en plástico y sumido en la oscuridad. Con los músculos relajados y laxos. El público olvidado.

Y blandiendo el diamante, me pongo manos a la obra, a dibujar. Trazo las arrugas nuevas y todas las manchas de la vejez nuevas, añadiéndolas al antiguo registro. Creando algo más acumulativo que cualquier fotografía, me dedico a documentar la miseria de la señorita Kathie antes de que los cirujanos plásticos puedan dejar la hoja de servicios nuevamente impoluta. Pasando el diamante, abriendo surcos en el cristal, me dedico a grabar sus canas. Actualizando la topografía de esta que es su cara secreta. Tallando las arrugas más recientes de su frente. Le labro las nuevas patas de gallo que le rodean los ojos, eclipsando la sonrisa falsa de su imagen pública, desfigurando a la señorita Kathie con el diamante. Mutilándola.

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