Terrence Terry
deja la bolsa de peladillas sobre la mesa de la cocina. Todavía comiéndose una, mira el televisor. Y pregunta:
—¿Dónde está ese chucho espantoso que recogió de la calle hace... cuánto, ocho años?
Ahora es actor, le digo, y señalo el televisor con la cabeza. Y ya hace diez años.
—No —dice el espécimen Terry—. Me refiero al pequinés.
Me encojo de hombros, descorro el cerrojo, retiro la cadenilla y abro la puerta. Le digo que todavía tenemos el perro. Que lo más seguro es que esté echando una siesta arriba. Le digo que deje las peladillas y que yo me aseguraré de que lleguen a manos de la señorita Kathie. Allí de pie, con la puerta abierta, le digo adiós.
En el televisor, Paco finge que besa a
Vilma Bánky
. El senador de las noticias vespertinas se dedicar a besar a bebés y a estrechar manos. En otro canal,
Terrence Terry
recibe un balazo de un mosquete de la Unión y muere en el
asedio de Atlanta
. Todos somos simples fantasmas que continúan rondando por el mundo de la señorita Kathie. Fantasmas igual que el aroma a madreselvas o peladillas. Igual que el vapor que se desvanece. Vuelve a sonar el timbre de la puerta principal.
Tras sacar las golosinas, meto la carta de amor falsificada en la bolsa de papel donde la señorita Kathie la encontrará cuando llegue a casa esta tarde, concienzudamente electrizada, afeitada y hambrienta.
En el plano de apertura, un taxi se detiene en la calle delante de la casa de la señorita Kathie. El sol se filtra a través de las hojas de los árboles. Los pájaros cantan. El plano avanza, acercándose más y más, hasta centrarse en una ventana del piso de arriba, la alcoba de la señorita Kathie, que tiene las cortinas cerradas a cal y canto para protegerla del resplandor de la tarde.
Ya en el dormitorio pasamos a un plano corto de un despertador. El plano se abre para revelar que el despertador está encima de la pila de guiones que hay junto a la cama de la señorita Kathie. La manecilla grande del reloj señala las doce y la pequeña señala las tres. La señorita Kathie abre los ojos para ver cómo su propio reflejo le devuelve la mirada desde arriba, desde los espejos que hay dentro del dosel de su cama. Una mano lánguida de estrella de cine se agita a un lado y al otro, estirándose hasta que sus dedos encuentran el vaso de agua que hay al lado del despertador. Sus dedos encuentran el
Nembutal
y se llevan la cápsula a los labios. La mano vuelve a quedar colgando inerte del costado de la cama.
La versión falsificada de la carta de amor, la copia que yo calqué, está en medio de la repisa de su chimenea, ocupando el centro del escenario entre las invitaciones de menor importancia y las fotos de las bodas. Entre los trofeos bruñidos y los galardones. Con la fecha original, el sábado, cambiada por la de esta noche, viernes. He aquí el escenario de una velada romántica que no va a tener lugar. No,
Webster Carlton Westward III
no va a llegar a las ocho de esta noche, y
Katherine Kenton
va a quedarse sentada a solas, tan completamente engalanada, peinada y abandonada como la
señorita Havisham
de la novela de
Charles Dickens
.
Pasamos a un plano del mismo taxi deteniéndose delante de una tintorería. Se abre la portezuela trasera y sale mi pie. Le pido al taxista que aparque en doble fila mientras yo recojo el abrigo de marta cibelina blanca del almacén subterráneo refrigerado. Doblada sobre mi brazo, la piel blanca da una sensación de suavidad increíble y sin embargo es pesada, y el pellejo se mueve de un lado a otro y se desliza bajo la fina capa de plástico de la tintorería. El frío infla el abrigo de marta cibelina y hace que reluzca, por contraste con la cálida luz del día y el asiento abrasador de vinilo agrietado del taxi.
En nuestra siguiente parada, la modista, el taxi se detiene para que yo pueda recoger el vestido que mi señorita Kathie se ha hecho arreglar. Después paramos en la floristería para que yo pueda comprar el prendido de orquídeas que las manos inquietas de la señorita Kathie toquetearán y manosearán nerviosamente esta noche, a medida que se acerquen y pasen las ocho en punto sin que su joven amado de ojos castaños venga a llamar al timbre. Antes de que el reloj dé las ocho y media, la señorita Kathie me pedirá que le sirva una copa. Cuando den las nueve, se tragará un
Valium
. A las diez, las orquídeas ya estarán hechas jirones. Para entonces mi señorita Kathie ya estará borracha y desconsolada, pero a salvo.
Nuestra perspectiva va alternando entre el despertador que hay en la mesilla y el taxímetro en marcha. Los dólares y los minutos pasan por igual. Una cuenta atrás que lleva al desastre de esta noche. Nos paramos frente a la peluquería para recoger la peluca que le han estado lavando y preparando. Paramos frente a la tienda de lencería para recoger el corsé y una faja nueva. Frente al zapatero para recoger los zapatos de tacón alto a los que la señorita Kathie ha pedido que les cambiaran la suela. El canesú del vestido de noche está tan recubierto de cuentas y bordados que tiene un tacto áspero como de lija o ladrillo a través de la bolsa.
La cámara me sigue mientras corro de un lado a otro, reuniendo todos los ingredientes —tan jadeante como un científico loco o un chef de alta cocina— para crear mi obra maestra. El trabajo de una vida entera.
Cuando la mayoría de las mujeres americanas se imaginan a la reina
María Estuardo
o a la
emperatriz Eugenia
o a
Florence Nightingale
, lo que se imaginan es a la señorita Kathie con vestido de época y compartiendo plano con
John Garfield
o
Gabby Hayes
en un plató de la
MGM
. En la mente del público, la señorita Kathie, su cara y su voz, se funde con la
Virgen María
, con
Dolley Madison
y con
Eva
, y yo no pienso permitirle a ella que disipe esa leyenda. Es posible que
William Wyler
,
Cecil B. DeMille
y
Howard Hawks
la hayan dirigido en un par de películas, pero yo he dirigido toda la vida adulta de la señorita Kathie. Mis esfuerzos la han convertido en la heroína, en la forma humana de la gloria, de las últimas tres generaciones de mujeres. Yo la eduqué para sus mejores papeles, como la
mujer de Ivanhoe
, la
mujer del rey Arturo
y la
mujer del sheriff de Nottingham
. Bajo mi tutela, la señorita Kathie será para siempre sinónimo de personajes como la
mujer de Apolo
, la
mujer de Zeus
y la
mujer de Thor
.
Ahora más que nunca, el mundo necesita que mi señorita Kathie encarne sus valores e ideales más importantes.
Según
Walter Winchell
, «menopostura» es el término que designa esa columna vertebral recta como un pino de la que hacen gala mujeres como
Joan Crawford
o
Ethel Barrymore
, esas damas de cierta edad cuya espina dorsal jamás toca el respaldo de ninguna silla. O alguien como
Helen Hayes
, que siempre tiene la espalda igual de recta que un cadete militar y unos hombros tan echados hacia atrás que desafían a la gravedad y la osteoporosis. Esa edad crítica en que las estrellas del cine ancianas se vuelven lo que
Hedda Hopper
llama «fosidealizadas»: ejemplos vivientes de modales impecables y de disciplina y contención. Ilustraciones del trabajo duro y noble y la ambición yanqui en forma de
Katherine Hepburn
o
Bette Davis
.
La señorita Kathie se ha convertido en el dechado de virtudes que yo he diseñado. Ella ejemplifica la elección que tenemos que llevar a cabo entre dar la impresión de ser personas mayores muy juveniles y bien conservadas o, por el contrario, personas jóvenes muy degradadas y corruptas.
Ningún hombre de ojos castaños jadeante y posesivo va a entorpecer mi trabajo. No llevo toda la vida esforzándome en construir un monumento para que unos niñatos idiotas se meen en él y lo derriben con sus sucias manos.
El taxi hace una breve parada en el kiosco de la esquina para comprar cigarrillos. Aspirinas. Pastillas de menta.
En ese mismo momento, el despertador da las cuatro y empieza a sonar la alarma. Una mano alargada de estrella de cine se estira, buscando a tientas con los dedos, la muñeca y el antebrazo atiborrados de tintineantes pulseras y abalorios de oro.
En la acera de delante de la casa, le paso un billete de veinte dólares al taxista.
Dentro, la alarma sigue sonando y sonando, hasta que es mi mano la que entra en el plano y pulsa el botón, haciendo que el ruido se detenga. Además de la peluca y del abrigo de marta cibelina blanca, le he traído el vestido, el corsé y los zapatos. He llenado un cubo de hielo y he traído toallas limpias y una botella de alcohol de friegas muy frío, todo tan limpio y estéril como si me estuviera arrodillando junto a la cama para asistir a un parto.
Cojo un cubito de hielo con los dedos y lo froto trazando lentamente un arco por debajo de uno de los ojos violeta para hacer que se encoja la piel flácida de la señorita Kathie. El hielo se desliza sobre la frente de la señorita Kathie, alisando las arrugas. El agua del hielo a medio fundir le empapa la piel de las mejillas y hace que el color rosado aflore a la superficie. El frío reduce los pliegues del cuello y tensa la piel del contorno de la mandíbula.
Nuestros preparativos de esta noche, todo descansar para ella y trabajo para mí, el mismo revuelo y esfuerzo que mi señorita Kathie invertiría para cualquier audición o prueba para un papel.
Con una mano me dedico a secar el agua del hielo derretido. Le froto suavemente la cara con bolas de algodón mojadas en el alcohol frío de friegas, para contraerle los poros. Ahora tiene la piel tan gélida como el abrigo de marta cibelina que suele guardar en la cámara frigorífica. Hubo un tiempo en que todo animal peludo del planeta sentía pavor de
Katherine Kenton
. Igual que pasaba con
Roz Russell
o con
Betty Hutton
, si a la señorita Kathie le daba por llevar un abrigo de armiño rojo o un sombrero con tocado de plumas de pelícano, no había armiño ni ave marítima que estuviera a salvo. Una foto de ella llegando a la cena de unos galardones o a un estreno bastaba para poner a la mayoría de los animales en la lista de especies en peligro de extinción.
Esta mujer es
Pocahontas
. Es
Atenea
y es
Hera
. Acostada en esta cama revuelta y sin hacer, con los ojos cerrados, es
Julieta Capuleto
.
Blanche DuBois
.
Escarlata O’Hara
. Aplicando pintura de labios y lápiz de ojos, hago nacer a
Ofelia
. A
María Antonieta
. Con el siguiente recorrido de la manecilla grande alrededor de la esfera del despertador de la mesilla, doy forma a
Lucrecia Borgia
. Cobrando forma bajo las yemas de mis dedos, bajo mis toques de base de maquillaje y colorete, aparece
Yocasta
. Acostada aquí,
lady Windermere
. Abriendo los ojos,
Cleopatra
. Encarnada, con una sonrisa, bajando sus piernas esculturales por un costado de la cama, aquí tenemos a
Helena de Troya
. Bostezando y desperezándose, he aquí a todas las mujeres hermosas de la historia.
Mi cargo profesional no es pintora ni cirujana ni escultora, pero desempeño todas esas tareas. Mi título profesional:
Pigmalión
.
Mientras el reloj da las siete, le trabo los ganchos de la faja a mi creación y le ato los lazos del corsé. Ella se pone el vestido por la cabeza con un encogimiento de hombros y se alisa la falda sobre las caderas.
Con el mango de un peine de cola alargado, le estoy remetiendo las canas dentro de los bordes de su peluca de color caoba cuando la señorita Kathie dice:
—Calla.
Echando una mirada apremiante al reloj con sus ojos de color violeta, dice:
—¿No acabas de oír el timbre hace un momento?
Sin dejar de remeter mechones rebeldes, niego con la cabeza. No.
Cuando el reloj da las ocho, se pone los zapatos. Se echa el abrigo de marta cibelina sobre los hombros. Se pone sobre el regazo las orquídeas, todavía frías de la nevera, y se sienta en el escalón superior, contemplando el vestíbulo, mirando fijamente la puerta. Un pendiente de diamante sale disparado hacia delante cuando ella tuerce la cabeza para escuchar unos pasos en la escalera de entrada. Tal vez los golpes amortiguados de un guante de caballero en la puerta, o el ruido del timbre.
Un whisky más tarde, la señorita Kathie se acerca a la repisa de la chimenea de la alcoba y examina con sus ojos violeta la carta que yo he falsificado. Coge el papel y se sienta otra vez en las escaleras. Un whisky más tarde, regresa a la alcoba para doblar la carta y romperla por la mitad. Dobla los pedazos y los vuelve a romper, y luego otra vez, y por fin tira los pedacitos a la chimenea. A las llamas. Una de mis creaciones destruye a la otra. Mi falsa
Medea
o
lady Macbeth
quema mi falsa declaración de amor.
«El amor verdadero NO ESTÁ fuera de tu alcance.» Con el viernes reemplazando al sábado. Mañana, cuando
Webster Carlton Westward III
llegue para llevársela a cenar, ya será demasiado tarde para reparar el corazón que se ha roto esta noche.
Para el tercer whisky, las orquídeas ya han sido manoseadas y removidas hasta quedar hechas pulpa entre las manos nerviosas de la señorita Kathie. Cuando le ofrezco traerle otra copa, a ella le reluce la cara, surcada por las cintas mojadas de sus lágrimas.
La señorita Kathie me mira desde lo alto de las escaleras, parpadeando para secarse las pestañas, y dice:
—Siendo realistas, ¿qué va a querer un joven encantador como Webb de una vieja como yo? —Mirando con una sonrisa las orquídeas aplastadas que tiene en el regazo, dice—: ¿Cómo puedo ser tan tonta?