Sobre el escenario, Lilly Hellman lleva a cabo una serie de
jetés
mientras apunta con un lanzallamas a los
Hermanos Escalante
.
Separada de Terry por un pasillo, me dedico a escribir en mi asiento bajo la tenue luz, con las páginas del cuaderno abiertas sobre mi regazo. Moviendo la punta de mi estilográfica sobre el papel, trazando arabescos y puntuando las líneas y frases de cada página, yo le digo que no hay ningún recuerdo que no sea una elección personal. Una elección muy deliberada. Cuando el recuerdo que tenemos de alguien —ya sea un padre, un cónyuge o una amistad— es mejor de lo que ese alguien era en realidad, es porque estamos intentando crear un ideal, algo a lo que nosotros podamos aspirar. Pero cuando recordamos a alguien como un borracho, un mentiroso y un matón, lo único que estamos creando es una excusa para nuestra propia conducta lamentable.
Sin dejar de escribir, le digo que lo mismo se aplica a la gente que lee esa clase de libros. La gente como es debido busca modelos de conducta elevados, como la
Katherine Kenton
que yo he dedicado mi vida a crear. Otros lectores, en cambio, buscarán a la escabrosa meretriz que se describe en el libro de
Webster Carlton Westward III
, puesto que lo que buscan es alivio y justificación para sus propias vidas escabrosas y desordenadas.
No hay ser humano que no busque o bien razones para ser bueno o bien excusas para ser malo.
Llamadme elitista, pero yo no tengo absolutamente nada que ver con
Mary Pickford
.
En el escenario, Lilly da dos palmadas y dice:
—Muy bien, volvamos al punto donde varios cascotes de bomba hacen pedazos al
capitán Mervyn Bennion
.
En silencio, todos los presentes, desde
Ricardo Cortez
a
Hope Lange
, rezan fervorosamente para morir después que la señorita Hellman y de esa manera evitar ser absorbidos de forma póstuma por la repulsiva mitología que ella ha creado alrededor de sí misma. Ese síndrome de
Tourette
asociado al
name-dropping
con partitura de
Otto Harbach
. En presencia de la señorita Hellman nadie es ateo.
—¡Katherine! —grita Lilly Hellman.
—¡Hazie! —grita la señorita Kathie.
Susurro, cacareo, ladrido
...
Jesucristo
.
Todos tenemos algún nombre propio al que echar la culpa.
La verdadera explicación de que la señorita Kathie esté actuando tan mal es que no para de buscar con la vista algún obús o bala de rifle que se le venga encima con intención de acabar con su vida. Es incapaz de concentrarse por miedo a haberse perdido alguna versión nueva de
Esclavos del amor
y caer muerta en cualquier momento. Un acorazado que explota. Un foco del escenario que cae desde bambalinas. Cualquier cuchillo retráctil del atrezzo puede ser reemplazado por un puñal de verdad, blandido por algún soldado japonés que no lo sabe o por
Allan Dwan
. Mientras estamos aquí sentados,
Webster Carlton Westward III
podría estar poniendo una bomba o llenando de gas el camerino de la señorita Kathie. En semejantes circunstancias, es comprensible que ella no sea capaz de hacer un
pas de deux
como es debido.
—¿Por qué sigues estando con ella? —me pregunta Terry—. ¿Por qué te has quedado con ella tantos años?
Porque la vida de
Katherine Kenton
, le digo, es obra mía. Puede que las mejores creaciones de la señorita Kathie sean la
mujer de Lord Byron
, la
mujer del papa Inocencio VI
y la
mujer del káiser Von Hindenburg
, pero la mía es ella. Sin dejar de escribir, sin dejar de garabatear cosas, yo le digo que la señorita Kathie es mi obra maestra inacabada, y que un artista no abandona su obra cuando esta se vuelve difícil. O cuando la obra decide liarse con hombres poco apropiados. Mi cargo no es niñera ni ángel de la guarda, y sin embargo desempeño las tareas de ambos. Mi profesión a tiempo completo es lo que
Wal ter Winchell
denomina «niñera de estrellas». O «canguro de famosos», en palabras de
Elsa Maxwell
.
Recupero el borrador más reciente del tórrido libelo de Webster y se lo ofrezco a Terry desde mi lado del pasillo.
Desde su asiento, Terry pregunta:
—¿Cómo es que no se ha electrocutado?
Yo le explico que la señorita Kathie lleva días sin bañarse.
Apesta a lo que
Louella Parsons
llamaría «aroma
d’amore
».
Terry estira el brazo por encima del pasillo y coge las páginas que yo le ofrezco. Ojeando la primera página, se pone a leer:
—«Nadie se habría imaginado que, para el final del día, mi queridísima Katherine se habría roto hasta el último hueso de su seductor cuerpo y que su glamourosa sangre de Hollywood habría salpicado la mitad del centro de Manhattan...».
La voz de
Terrence Terry
continúa leyendo, a modo de transición sonora con la escena anterior —«... que mi queridísima Katherine se habría roto hasta el último hueso de su seductor cuerpo y que su glamourosa sangre de Hollywood habría salpicado la mitad del centro de Manhattan...»—, mientras volvemos a fundir con una secuencia de fantasía. Ahora, los esbeltos e idealizados Webster y señorita Kathie están retozando en el mirador al aire libre de la planta 86 del
Empire State Building
.
La voz en off de Terry lee:
—«Para celebrar que hacía seis meses que nos habían presentado, yo había alquilado la atalaya más elevada de la fabulosa isla de Manahatta». —Lee en voz alta—: «Allí había montado una cena romántica para dos, traída especialmente desde
Perino’s
, a más de tres mil millas de distancia».
La puesta en escena incluye una mesa para dos, cubierta con un mantel blanco y atiborrada de copas de cristal y vajilla de plata y porcelana.
Julian Eltinge
está a las teclas de un piano de cola que ha sido subido con grúa especialmente para la velada.
Judy Holliday
canta un programa de canciones de
Marc Blitzstein
y de
Marc Connelly
, con el acompañamiento de la
Royal Ballet Sinfonia
y de
Myrna Loy
. En cualquier dirección donde uno mire, las luces centellean sobre las torres de
Nueva York
.
La voz de
Terrence Terry
sigue leyendo:
—«Solo estaban presentes la flor y nata de los camareros y del mundo del espectáculo, todos con los ojos bien vendados, igual que en la obra maestra de
Erich von Stroheim
,
La marcha nupcial
, de manera que ni Katherine ni yo nos sintiéramos cohibidos a la hora de infligirnos mutuamente nuestros asaltos carnales».
Para destacar el hecho de que esta constituye su enésima escena de sexo, los espigados y borrosos señorita Kathie y Webster copulan de forma mecánica, como robots, sin mirarse el uno al otro. Con los ojos en blanco y las lenguas colgándoles de la comisura de los labios, jadeando como bestias, la pareja cambia de postura sin hablar, y el chapoteo constante de sus genitales al chocar entre sí amenaza con ahogar la música en directo.
—«Hicimos el amor bajo un billón de estrellas y por encima de un océano de diez millones de luces eléctricas. Allí, entre el cielo y la tierra, una legión de camareros con los ojos vendados nos vertían botellas de
Moët & Chandon
directamente en las bocas ávidas y chorreantes, inundando de burbujas los sabrosos senos de Katherine, mientras yo continuaba dándoles placer a sus caderas insaciables y los camareros ciegos se dedicaban a echarle a mi amada ostras crudas y muy frías por la rampa resbaladiza de su regia garganta...»
La pareja de fornicadores sigue copulando.
Jimmy Durante
se acerca al micrófono, con los ojos vendados, y canta
«Sentimental Journey
».
—«Para continuar con el tributo que yo había preparado —lee la voz de
Terrence Terry
...—, en el mismo momento de la
petite mort
convulsa y agarrotada de Katherine, mientras los diversos regueros humeantes de sus jugos femeninos le caían en cascada de los muslos esculturales, en medio de aquel crescendo de pasión, una mano invisible activó la batería de reflectores que iluminaban la cúspide de la torre. Pero en lugar de ser del habitual tono blanco, la luz brutal que nos estalló encima exhibía aquella noche el mismo tono enloquecedoramente violeta de los ojos de Katherine...»
La pareja se separa y se pone a secarse distraídamente la entrepierna empapada, usando servilletas de la cena que luego arrugan y tiran al suelo. Vemos más servilletas igualmente sucias tiradas por el tejado mientras la pareja continúa limpiándose con el borde colgante del mantel blanco.
—«Unos momentos más tarde —lee Terry—, habíamos cortado nuestro vínculo de carne y estábamos sentados impecablemente vestidos con nuestras mejores galas de noche, disfrutando de un elegante y sabroso ágape a base de palomo asado servido en porcelana de
Limoges
, con guarnición de zanahorias cocidas y ajo, patatas al horno rellenas o bien una pequeña ensalada con salsa ranchera o arroz pilaf.
»“Webster —me dijo Katherine—, pedazo de semental que rezuma virilidad, esta majestuosa torre es tu único rival del mundo en términos fálicos.” Y añadió con una sonrisa lasciva: “Y yo estaría encantada de subir un millón de escalones para sentarme encima de los dos...”.»
En contraste con lo que está diciendo la lujuriante voz en off, las versiones oníricas e idealizadas de la señorita Kathie y de Webster se limitan a devorar la comida a toda prisa, bebiendo el vino a tragos, haciendo tintinear los cubiertos contra los platos y tragando tan deprisa que sus eructos amenazan con imponerse sobre las canciones. Roen las carcasas diminutas del palomo ayudándose con los dedos grasientos y después de masticar los huesos los escupen a la calle de abajo. Los camareros de ojos vendados van dando tumbos de un lado a otro.
Pese a tan turbio comportamiento, la voz de
Terrence Terry
sigue leyendo como si nada:
—«Mientras Katherine y yo nos poníamos de pie y paseábamos hasta el altísimo parapeto de la torre, preparándonos para levantar nuestra copa y brindar con champán por la ciudad más glamourosa del mundo, incontables mortales de menor categoría moraban a nuestros pies, ignorantes del éxtasis que se estaba viviendo muy por encima de su cabeza. En algún lugar por debajo de nosotros deambulaban
Elia Kazan
,
Arthur Treacher
y
Anne Baxter
, cada uno de ellos encerrado en su limitada existencia. Por allí abajo vagaban
William Koenig, Rudy Vallee
y
Gracie Allen
, imaginando sin duda que vivían unas existencias plenas y satisfactorias. Pero no: si
Mary Miles Minter, Leslie Howard
y
Billy Bitzer
fueran tan sabios y conscientes, entonces habrían sido nosotros».
Las versiones idealizadas del hombre y de la mujer se levantan pesadamente de la mesa de la cena, cogen su copa y se van dando tumbos hasta el borde del edificio.
—«Mirando hacia atrás —dice la voz en off—, tal vez nosotros también estábamos cegados por nuestra felicidad suprema.“Oh, Katherine”, recuerdo claramente que le dije, “¡te amo tanto, tanto y
tanto
!” Comunicándole este sentimiento no solo con los tanteos de mi porra del amor, sino también con mis labios. Si se me permite decirlo, con todo mi aliento, en cuyo seno las palabras se mezclaban con el regusto persistente de sus jugosas partes bajas...»
La versión estilizada y pasada por filtros de estrella de la señorita Katherine apura el champán que le queda y le da la copa vacía a la versión idealizada de Webster. Mientras los músicos de ojos vendados continúan tañendo sus violines, el sustituto de Webster consulta su reloj de pulsera y bosteza, dándose palmaditas con la palma de la mano en la boca abierta.
—«Durante aquel deslumbrante momento violeta de nuestra esplendorosa adoración —lee la voz en off—, el pie elegantemente calzado de Katherine resbaló en una capa residual de nuestra pasión derramada. Y en aquel momento infame, la estrella más rutilante de la humanidad cayó, como un
cometa Halley
centelleante lanzado entre chillidos a las atestadas aceras de la
calle Treinta y cuatro Oeste
.»
La sustituta de Katherine encoge sus hombros perfectos en un gesto de resignación. Se quita los zapatos de tacón con los pies, se sube a la barandilla y se tira al abismo haciendo el salto del ángel. El sustituto idealizado de Webster la mira lanzarse; a continuación se agacha para recoger los zapatos de tacón alto que ella ha dejado en el suelo y los arroja detrás de ella.
Y la voz de Terry lee:
—«Fin».
Tienen que disculparme, pero me veo obligada a atravesar nuevamente la cuarta pared. Mientras la señorita Kathie se dedica a eludir y atajar intentos de asesinato, está teniendo lugar una curiosa inversión. La amenaza constante de una muerte violenta está esculpiendo a
Katherine Kenton
hasta convertirla en un manojo de músculos en tensión. La amenaza perenne de envenenamiento ha disminuido su apetito, y la necesidad de estar constantemente alerta la disuade de entregarse al alcohol y las pastillas. La tensión que soporta le ha fortalecido la espalda. Su porte se ha vuelto erguido, su vientre se ha aplanado y ha empezado a caminar con la bravuconería de un soldado que se adentra en el campo de batalla. La presencia de la muerte, siempre al acecho y siempre cerca, ha despertado en ella una nueva vida vibrante. En las mejillas de mi señorita Kathie florecen rosas. Sus ojos de color violeta centellean, siempre en pos de peligros inusitados.
Más que todas las operaciones de cirugía plástica y todos los cosméticos del mercado, ha sido el terror a su destrucción inminente lo que ha devuelto a la señorita Kathie el espíritu radiante y juvenil.