Según
Terrence Terry
, el espécimen Webster se está limitando a darle brillo a mi señorita Kathie. Estos últimos años ella se ha alejado de la atención pública. En primer lugar, al rechazar proyectos cinematográficos y teatrales. Y en segundo lugar, al ganar peso y dejar que se le ponga el pelo gris. Ya hay toda una generación de gente joven que ha crecido sin oír para nada el nombre de
Katherine Kenton
y sin haber visto la obra de la señorita Kathie. No, no serviría de nada que ella se muriera en estos momentos, sin haber protagonizado un regreso exitoso a los escenarios. Por tanto,
Webster Carlton Westward III
la ha persuadido para que adelgace; lo más probable es que también la haya intimidado para que visite una clínica quirúrgica, donde ella habrá dejado que le borren de la cara todas sus arrugas o bolsas recientes.
Si esta obra es un éxito, y vuelve a poner a mi señorita Kathie en todo lo alto, presentándosela a una nueva legión de fans, entonces será el momento ideal para que él complete su último capítulo. Su «birriografía» llegará a las librerías el mismo día en que llegue a la calle la noticia de su muerte. La misma semana en que su nuevo espectáculo de Broadway se habrá estrenado entre críticas entusiastas.
Pero no será esta semana, le digo a Terry.
Uso el dobladillo de mi delantal almidonado de doncella para limpiarle la cara al bebé que tengo en brazos. Me agacho y recojo un delgado fajo de papeles que hay debajo del pañal de un bebé cercano. Le ofrezco las páginas impresas a Terry y le pregunto si quiere leer el segundo borrador de
Esclavos del amor
. Solo el último capítulo; el que contiene el esbozo del más reciente encuentro con la muerte de la señorita Kathie.
—¿Cómo ha terminado en el hospital nuestro cachas homicida? —pregunta Terry.
Y yo le tiro a los pies la versión revisada y más reciente del último capítulo.
Sobre el escenario, Lilly le está haciendo una demostración a la señorita Kathie de cómo hacer correctamente un
tour en l’air
mientras degüellas a un centinela enemigo.
Terry recoge las páginas. Con el huérfano todavía apoyado en la rodilla, dice:
—«Había una vez...»
Se apoya el bebé en el brazo doblado y acerca los labios a su cabecita como si esta fuera un micrófono de radio o la lente de una cámara, algún aparato de grabación en el que almacenar su vida. Hablando con ese huérfano, poblándole la mente vacía, llenándole los ojos y los oídos con el sonido de su voz, Terry lee:
—«Tal vez sea una ironía, pero ningún crítico cinematográfico, ni
Jack Grant
ni
Pauline Kael
ni
David Ogden Stewart
, haría pedazos nunca a Katherine de la manera en que lo acabarían haciendo aquellos salvajes osos pardos...»
Oímos la voz en off de
Terrence Terry
leyendo del capítulo final revisado de
Esclavos del amor
. Mientras la escena anterior del teatro termina con un fundido, seguimos oyendo los ruidos ambientales del ensayo: carpinteros que aporrean con sus martillos diversas partes del escenario, fuego de ametralladoras, los gritos de agonía de los marineros que se queman vivos, y a
Lillian Hellman
. Sin embargo, estos ruidos se apagan mientras vemos aparecer una vez más el interior difuminado de la alcoba de la señorita Kathie. Vemos a
Webster Carlton Westward III
en un plano de cintura para arriba, con el torso desnudo reluciente de sudor; lo vemos llevarse una mano a la nariz, con los dedos empapados, y respirar hondo, cerrando los ojos. A continuación deja caer las manos fuera de plano y las vuelve a levantar, sosteniendo un tobillo esbelto con cada una. Levanta los dos pies hasta la altura de sus hombros y los sostiene bien abiertos. Las caderas de Webb embisten hacia delante y se retiran, embisten y se retiran, mientras la voz en off lee:
—«...El último día de la vida de
Katherine Kenton
, golpeé muy suavemente la proa de mi dolorida canoa del amor contra los pliegues nudosos de su pasadizo prohibido...».
El hombre y la mujer que están copulando vuelven a ser versiones idealizadas de Webb y de la señorita Kathie, vistas a través de gruesos filtros de cámara, moviéndose a cámara lenta, fluyendo, tal vez incluso poniéndose borrosos.
La voz de Terry continúa leyendo:
—«El aroma acre de su orificio más corpóreo inundaba mis sentidos. Buscando una válvula de escape para toda mi admiración creciente y mi respeto profesional, embestí con más fuerza los pétalos frágiles y dañados de su fecunda rosa...».
Según
Terrence Terry
, en el año anterior a la
Revolución francesa
los adversarios de la realeza intentaron socavar el respeto del público hacia
Luis XVI
y su reina,
María Antonieta
, publicando dibujos que representaban a los monarcas enzarzados en conductas sexuales degeneradas. Aquellas caricaturas, impresas en
Suiza
y
Alemania
y metidas de contrabando en
Francia
, acusaban a la reina de copular con hordas de perros, con criados y con miembros del clero. Antes del asalto a la
plaza de la Bastilla
, antes de la
guillotina
y de
Jean-Paul Marat
, aquellos toscos dibujos se infiltraron en los corazones de los ciudadanos y se convirtieron en la vanguardia de la rebelión. Propaganda humorística. Dibujitos obscenos y chistes verdes que hicieron de avanzadilla, erosionando el respeto y allanando el terreno para la sangrienta masacre que estaba a punto de llegar.
Es por eso por lo que el espécimen Webster ha escrito semejantes porquerías.
Sin dejar de leer del capítulo final de
Esclavos del amor
, la voz en off de
Terrence Terry
dice:
—«Hundiendo mi virilidad de acero, sondando las nobles profundidades de los suculentos cuartos traseros de Katherine, yo no podía evitar experimentar cada una de sus magníficas actuaciones. Gimiendo y babeando debajo de mí estaba
Leonor de Aquitania
. Soltando chillidos y tensando los músculos estaba
Edna Saint Vincent Millay
. Con su cintura diminuta atrapada entre mis insaciables zarpas de bestia,
Zelda Fitzgerald
sacudía la cabeza y aullaba sin descanso...».
Difuminados por los filtros, las versiones más jóvenes e idealizadas de los amantes se revuelcan perezosamente, enredados en las sábanas de gasa. La voz de Terry sigue leyendo:
—«Los muslos encantadores que aferraban mi lujuriosa hinchazón habían pisado los tablones del
Carnegie Hall
. Del
London Palladium
. La carne exuberante que se mecía debajo de mí con éxtasis sincronizado, la deliciosa sinfonía de nuestro acto de devoración mutua, aquella flor delicada que gemía bajo las arremetidas brutales de mi invasión corporal, era
Elena de Troya
. Era
Rebecca de Sunnybrook Farm
. Era la reina
María Estuardo
».
Trino, cloqueo, gruñido...
Lady Macbeth
.
Gañido, cacareo, gorjeo
...
Mary Todd Lincoln
.
—«Tras abandonar la gloria mojada de su refugio fruncido —sigue leyendo Terry—, vertí mi tributo humeante, chorro tras chorro, derramé los glóbulos parecidos a perlas de mi adoración y de mi admiración profunda sobre la faz inenarrablemente hermosa de Katherine...»
Los amantes idealizados abandonan de inmediato la cama y se disponen a vestirse. Se secan con toallas. Sin decir palabra, la señorita Kathie se pinta los labios. El espécimen se saca brillo a los zapatos y los lustra con un cepillo de crin de caballo. En espejos separados, los dos se examinan los dientes, se miran de perfil, gruñen y usan una uña para sacarse un pelo de las mejillas respectivas. Todas estas acciones físicas son llevadas a cabo con soñolientos movimientos en cámara lenta.
La voz de Terry continúa leyendo:
—«Tal vez fuera la naturaleza primitiva de Katherine la que la atrajo a su destino fatídico. Pensándolo con perspectiva, ella solo se sentía a gusto cuando se rodeaba de una gama más amplia de seres vivos, y ahora aquel impulso volvió a hacer que nos aventuráramos a socializar con los voraces residentes cautivos del
Zoo de Central Park
...».
Los dos amantes salen paseando de la casa y caminan en dirección este hacia la
Quinta Avenida
. La luz del sol brota a raudales de un despejado cielo azul. Los pájaros trinan alegremente a coro y los deslumbrantes geranios florecen, rojos y rosados, en las macetas de las ventanas. Cuando ven pasar a la señorita Kathie, los porteros con librea se quitan el sombrero, con sus trencillas doradas centelleando. La versión idealizada de la señorita Kathie, con la cara limpia y pasos etéreos, avanza casi flotando por la acera.
—«Para Katherine —sigue la voz en off—, tal vez la vida misma era una especie de prisión de la que se sentía obligada a escapar. Las estrellas de cine deben de sentirse un poco como esas bestias que se exhiben en los zoos...»
Un travelling nos muestra a los amantes paseando por un sendero, adentrándose en el parque y dejando atrás el estanque de los leones marinos. Junto a la colonia de pingüinos emperador, la versión idealizada de Webster se pone a andar bamboleándose, con los tacones juntos, imitando a las cómicas aves marinas. La versión idealizada de la señorita Kathie se ríe, dejando al descubierto sus dientes resplandecientes y arqueando la garganta esbelta y grácil. De pronto, siguiendo un impulso, echa a correr y se sale del plano.
—«Entre las últimas expresiones de cariño que Katherine me dedicó se cuenta el hecho de confiarme que yo estaba en posesión del aparato viril más hábil y competente que había existido en la historia entera de la humanidad, entera...»
La voz en off dice:
—«Un corte de mangas a esos amargados que la habían apodado la gafe de las taquillas...».
Mientras la señorita Kathie corre a cámara lenta por el sendero, con su pelo de estrella de cine ondeando al aire, oímos la voz de
Terrence Terry
leyendo:
—«Eché a correr en persecución de mi espléndida amada, declarándole mi devoción en forma de proclama pública jadeante. En aquel instante de placer sin fin, abrí los brazos para capturar y abrazar a todas las mujeres que ella había sido:
Cenicienta
y
Harriet Tubman
y
Mary Cassatt
...».
Con movimientos difuminados a cámara lenta, la versión idealizada de Webb corre con los brazos abiertos. Cuando alcanza a la señorita Kathie, ella cae hacia atrás y se desploma fuera del plano.
A tiempo real, vemos un destello de dientes afilados. Oímos rugidos guturales y el ruido de los huesos de ella al romperse. Retumba un chillido.
—«En aquel instante —lee la voz en off—, mi vida entera, mi razón para vivir, el ídolo de millones de personas,
Katherine Kenton
, trastabilló y cayó en picado a la jaula de los osos pardos...»
Sin dejar de leer
Esclavos del amor
, la voz de
Terrence Terry
dice:
—«Fin».
Aunque mi cargo profesional no es detective privado ni tampoco guardaespaldas, en el momento presente mis tareas incluyen hurgar en la maleta de Webb en busca de las últimas revisiones de
Esclavos del amor
. Después me toca devolver discretamente el manuscrito a su escondrijo, entre las camisas y los calzoncillos limpios, para que el espécimen Webster no se dé cuenta de que estamos al corriente de su conjura en perpetua evolución.
De la escena fantástica del asesinato pasamos por fundido al lugar y el momento presentes. Volvemos a encontrarnos en el salón de baile del hotel, abarrotado de los mismos invitados de punta en blanco que vimos en la ceremonia de los premios con el senador. Ahora se trata de un evento completamente distinto, sin embargo, en el que mi señorita Kathie está recibiendo un título honorario del
Wasser College
. En el mismo escenario que se ha usado antes, en la escena nueve del acto primero, vemos a un hombre distinguido vestido con esmoquin y plantado ante el micrófono. El plano empieza con la misma panorámica aérea que antes, que se ralentiza gradualmente hasta dar paso a un plano con grúa que avanza por entre las mesas rodeadas de invitados sentados.
Al ser usado por segunda vez, el efecto transmite cierta sensación cansina, que representa el tedio que produce incluso la vida aparentemente glamourosa de la señorita Kathie. Nuevamente la pared del fondo del escenario está ocupada por un montaje cambiante de enormes fragmentos de películas en blanco y negro que muestran a mi señorita Kathie en los papeles de la
mujer de César Augusto
, la
mujer de Napoleón Bonaparte
y la
mujer de Alejandro Magno
. Todos los grandes roles de su ilustre carrera. Incluso este montaje de tributo es idéntico al que ya se ha usado en la escena anterior, y a medida que se suceden los mismos primeros planos, su cara de estrella de cine empieza a convertirse en algo abstracto, ya no una persona, ni siquiera un ser humano, sino más bien una especie de marca registrada o logotipo. Tan simbólica y mítica como la luna llena.
Hablando por el micrófono, el maestro de ceremonias dice:
—Aunque dejó los estudios en sexto de primaria,
Katherine Kenton
se ha sacado un máster en la vida... —Gira la cabeza hacia un lado y se queda mirando a la derecha del escenario, mientras dice—: Es toda una catedrática que ha dado a las audiencias del mundo entero grandes lecciones de amor, perseverancia y fe...
Desplazándose al nivel de los ojos, la cámara nos descubre a la señorita Kathie y a mí de pie, escondidas en las sombras de los bastidores de la derecha del escenario. Ella está quieta como una estatua, con un vestido rutilante de cuentas, mientras yo le retoco el maquillaje del cuello, del escote y de la punta de la barbilla. Alrededor de mis pies tengo todas las bolsas y bolsos y frascos al vacío que han contribuido a crear este momento. Todas las pelucas y el maquillaje y los fármacos.