Metiendo cucharadas de café molido en el compartimento de la cafetera eléctrica, el espécimen Webster dice:
—Si me permites una pregunta, Hazie, ¿sabes a quién me recuerdas?
Sin levantar la vista de la página, donde Lilly se está asfixiando en la estratosfera helada, yo le digo: A
Thelma Ritter
.
Yo fui
Thelma Ritter
antes de que
Thelma Ritter
fuera
Thelma Ritter
.
Si quieren saber cómo camino, miren a
Ann Dvorak
andando por la calle en la película
Una mujer de su casa
. Si quieren verme preocupada, miren cómo
Miriam Hopkins
frunce el ceño en
Vieja amistad
. Cada gesto de las manos, cada elemento físico que yo perfeccioné, luego vino algún don nadie y me lo robó. La risa de
Pier Angeli
empezó siendo mía. La forma de bailar la rumba que tiene
Gilda Gray
me la robó a mí. La forma de cantar de
Marilyn Monroe
la sacó de oírme a mí.
Malditos copiones. El dinero no es lo peor que te pueden robar.
Si alguien te roba las perlas, solo tienes que comprarte otro collar. Pero si te roban el peinado o esa manera característica en que lanzas un beso, esas cosas cuestan mucho más de reemplazar.
Hace muchísimo tiempo, yo salía en películas. Antes de conocer a mi señorita Kathie.
Hoy día ya no me río. Ya no canto ni bailo. Ni doy besos. Y dejo que mi pelo haga lo que quiera.
Es exactamente lo que
Terrence Terry
intentó advertir a la señorita Kathie: el mundo entero no es más que una aglomeración de buitres y de hienas que te quieren arrancar un mordisco. Arrancarte el corazón o la lengua o los ojos de color violeta. Comerse la mejor parte de ti para desayunar.
Si quieren ver ustedes a
Tallulah Bankhead
, no a la que interpretó a
Julie Marsden
en
Jezabel
, ni a la que hizo de
Regina Giddens
en
La loba
, sino a la verdadera Tallulah, solo tienen que ver a
Bette Davis
en
Eva al desnudo
. Fue
Joseph L. Mankiewicz
quien escribió el personaje de
Margo Channing
basándose en su pobre madre, la actriz
Johanna Blumenau
, pero fue la Davis quien se arrimó a Tallulah el tiempo suficiente para aprender sus gestos característicos. La forma de hablar y de caminar de Tallulah. Su forma de entrar en una sala. La forma en que a Tallulah se le ponía la voz áspera después de beberse un bourbon. Y cómo después de beberse cuatro, sus párpados se caían y quedaban entornados como almejas al vapor.
Por supuesto, no todo el mundo pilló el chiste. Es posible que los granjeros tipo
Andy Devine
o
Slim Pickens
de
Sioux Falls
no vieran que la Davis estaba creando una versión de farsa de Tallulah, pero todos los demás sí que nos dimos cuenta. Imaginen a un actor de verdad mirando cómo bebe usted en un centenar de fiestas y memorizando lo que hace cuando está enfadado y escupiendo a la cara de
William Dieterle
, y luego convirtiéndolo a usted en una rutina estudiada e interpretándolo a usted para hacer reír a todo el mundo. Igual que aquel cabronazo de
Orson Welles
se burló de
Willy Hearst
y de la pobre
Marion Davis
.
El espécimen Webster sostiene la cafetera en el fregadero y la llena de agua del grifo. Inserta el compartimento, el eje y la tapa, enchufa la parte hembra del cable eléctrico a la base de la cafetera y la parte macho al enchufe de la pared.
La mayoría de la gente de
Little Rock
, de
Boulder
y de
Budapest
no distinguen lo que no es de verdad. Esos palurdos estilo
Chill Wills
. De manera que el mundo entero se acaba creyendo que esa versión caricaturesca que ha creado la señorita Davis eres tú de verdad.
Bette Davis
hizo carrera creando esa versión de opereta de
Tallulah Bankhead
.
Hoy día, si alguien menciona al pobre
Willy Hearst
, a quien te imaginas es a Wells, gordo y gritándole a
Mona Darkfeather
, persiguiendo a
Peel Trenton
por unas escaleras. Para cualquiera que nunca le haya estrechado la mano a Tallulah, ella es esa arpía de ojos saltones con ese horrible pliegue de piel que le cuelga a la Davis de la mandíbula.
Todo se reduce al hecho de que no somos más que chacales devorándonos los unos a los otros.
La cafetera crepita y traquetea. Un chorro de café marrón se filtra en el interior del bulbo de cristal de la parte superior. Una voluta de vapor blanco sale del pitorro metalizado.
Le digo al espécimen Webster que lo ha entendido al revés. Que
Thelma Ritter
es una copia de mí. Su forma de andar y su dicción, sus pausas y su manera de hablar, todo ello es aprendido. Todo comenzó cuando empecé a encontrarme a
Joe Mankiewicz
en todas partes. Yo podía sentarme a cenar al lado de
Fay Bainter
, en la silla de delante de
Jessie Matthews
, que nunca iba a ninguna parte sin su marido,
Sonnie Hale
, y al lado de él
Alison Skipworth
, y a mi otro lado
Pierre Watkin
, y Joe permanecía sentado entre la élite, sin hablar con nadie y sin quitarme la vista de encima. Me examinaba como si yo fuera un libro o un patrón, con los dedos enfermos sangrando bajo las puntas de sus guantes blancos.
Esas rebecas que lleva
Thelma Ritter
en su película, a medio abotonar y remangadas hasta el codo, las sacó de mí. Thelma me estaba interpretando a mí, aunque era más ampulosa. Más exagerada. La misma raya en medio del pelo. La misma mirada que sigue todos los movimientos al mismo tiempo. No hubo mucha gente que se diera cuenta, pero la gente a la que yo conocía sí que se dio cuenta. Mi nombre de pila es Hazie. El personaje de ella se llamaba Birdie. Mankiewicz, esa rata miserable, no pudo engañar a nadie de nuestro oficio.
Era como ver a
Franklin Pangborn
interpretar a su peluquero marica o a
Al Jolson
con la cara pintada de negro. O a
Everett Sloane
haciendo su número del judío de nariz ganchuda. El problema es que este chiste de dos toneladas solo te cae encima a ti, nadie más te ayuda a cargar su peso, y la gente espera que te rías tu también, y si no lo haces es que no sabes encajar una broma.
Si todavía no les he convencido, díganme cómo se llamaba la tipa que posó para la
Mona Lisa
de
Leonardo da Vinci
. La gente se acuerda de la pobre
Marion Davies
y se imaginan a
Dorothy Comingore
, bebiendo y encorvada sobre esos enormes puzzles de
Gregg Toland
en un plató de la
RKO
.
Siempre se dice que el arte imita a la vida, pero en realidad es al revés.
En la página del guión,
John Glenn
trepa por el costado del casco de la cápsula espacial, con Lilly Hellman cogida en brazos y tirando de ella para ponerla a salvo. Dentro de la ventanilla de la cápsula en órbita vemos cómo se besan apasionadamente. Oímos el zumbido de un centenar de cremalleras que se abren y vemos un destello de piel rosada mientras se rasgan la ropa el uno al otro. Con gravedad cero, los pechos desnudos de Lilly quedan enhiestos, firmes y perfectos. Sus pezones de color púrpura erectos y duros como puntas de flecha de pedernal.
En la cocina, el espécimen Webster coloca la cafetera sobre la bandeja del desayuno. Dos tazas con sus platillos. El cuenco del azúcar y el de la leche.
Cuando yo la conocí, Kathie Kenton no era nada. Una aspirante a entrar en Hollywood. Una simple camarera en una brasería, que repartía los menús y recogía los platos sucios. Yo no trabajo como estilista ni tampoco como agente de prensa, pero la he transformado a ella para que se convierta en un símbolo para millones de mujeres. Y con el tiempo, miles de millones. Puede que yo no sea actriz, pero he creado un modelo fuerte, al que las mujeres pueden aspirar. Un ejemplo viviente del increíble potencial que pueden tener.
Sentada a la mesa, estiro el brazo y cojo una cucharilla de plata de uno de los platillos. Acercándome la cucharilla a la boca, expulso mi aliento caliente para empañar el metal. Me llevo la cucharilla al dobladillo del delantal de encaje de sirvienta y le saco brillo a la plata entre los pliegues de la tela.
En el guión de la Hellman, a través de la ventanilla de la cápsula espacial, vemos cómo el cuello y los hombros desnudos de Lilly se arquean de placer, y cómo sus músculos se tensan y se estremecen mientras los labios y la lengua de Glenn bajan por entre sus pechos flotantes e ingrávidos. La fantasía funde a negro mientras sus jadeos empañan el cristal de la ventana.
Sacándole brillo a la cucharilla, le digo:
—Por favor, no le hagas daño... —Dejando la cucharilla otra vez en la bandeja, le digo—:Te mato antes de dejar que hagas daño a la señorita Kathie.
Uso dos dedos para quitarme de la cabeza la cofia blanca almidonada de doncella y los alfileres me alborotan el pelo, tirando y arrancando algunos mechones largos. Me pongo de pie, levanto los brazos con la cofia en las manos y le digo:
—No eres tan listo como te crees, jovencito.
Y le pongo a Webster la cofia sobre la coronilla de su hermosa cabeza.
Pasamos por corte a una escena de mí corriendo, con el uniforme de sirvienta oculto bajo una gabardina abierta, que ahora se pone a ondear dejando al descubierto el vestido negro y el delantal blanco. Un travelling muestra que voy a la carrera por un sendero del parque, en las inmediaciones de la lechería y el tiovivo, con la boca abierta y jadeando. En el contraplano vemos que el destino de mi carrera son los peñascos y los salientes rocosos del
Kinderberg
. Siguiendo la línea de mi mirada, vemos que tengo la vista clavada en un pabellón de ladrillos, con forma de señal de stop y situado en la cima de las rocas.
Intercalado con todo esto vemos un primer plano del teléfono de la mesilla del vestíbulo de la casa de la señorita Kathie. Que se pone a sonar.
Pasamos por corte a un plano de mí corriendo, con el pelo ondeando por detrás de la cabeza desnuda. Con las rodillas levantando el delantal de mi uniforme.
Pasamos por corte al teléfono, que sigue sonando.
Pasamos por corte a un plano mío esquivando a la gente que hace footing. Esquivando a las madres que empujan cochecitos de bebés y a la gente que pasea a sus perros. Salto por encima de las correas de los perros como si fueran vallas. Delante de mí, el pabellón de ladrillo que hay en lo alto del
Kinderberg
se ve cada vez más grande, y ya se puede oír la barahúnda pesadillesca del tiovivo cercano.
Pasamos por corte al teléfono del vestíbulo, que sigue sonando.
Cuando llego al pabellón de ladrillo, vemos varias personas, casi todos ancianos sentados por parejas a unas mesitas, encorvados sobre las piezas blancas y negras de sus partidas de ajedrez. Hay algunas mesitas que están dentro del pabellón. Otras están fuera, bajo los aleros del tejado. Se trata del pabellón de ajedrez construido por
Bernard Baruch
.
Pasamos por corte al primer plano del teléfono del vestíbulo, que deja de sonar cuando unos dedos entran por fin en el plano y levantan el auricular. Recorremos el auricular hasta llegar a una cara, la mía. Si quieren que se lo ponga fácil, imaginen la cara de
Thelma Ritter
contestando el teléfono. En este flashback intercalado la cámara me muestra a mí diciendo:
—Residencia Kenton...
Todavía viéndome a mí, y mi reacción al contestar el teléfono, oímos que la voz de mi Kathie dice:
—Por favor, ven deprisa. —Me dice por teléfono—: ¡Date prisa, me va a matar!
En el parque, me dedico a esquivar las mesas de los jugadores de ajedrez. Sobre la mayoría de las mesas compartidas por las parejas de jugadores hay relojes de esfera doble. Cada vez que un jugador mueve pieza, le da una palmada al botón que hay encima del reloj, haciendo que la manecilla de una esfera deje de hacer clic-clic y que empiece la manecilla de la otra. En una de las mesas, una versión anciana de
Lex Barker
le dice a un
Peter Ustinov
anciano:
—Jaque.
Y le da una palmada al reloj de doble esfera.
Sentada en el margen de la multitud, mi señorita Kathie ocupa ella sola una mesa, cuya superficie tiene incrustados los cuadrados blancos y negros de un tablero de ajedrez. En lugar de peones, caballos y torres, sobre su mesa no hay más que un grueso legajo de papeles blancos. Tiene la pila de papeles cogida con las dos manos, una pila tan gruesa que podría ser el guión de una epopeya de
Cecil B. DeMille
. Las lentes oscuras de sus gafas de sol ocultan sus ojos de color violeta. Anudado por debajo de la barbilla lleva un pañuelo de seda de
Hermès
que esconde su perfil de estrella de cine. Reflejadas en sus gafas, vemos que se acercan dos versiones de mí. Dos
Thelma Ritter
gemelas.
Me siento a la mesa delante de ella y le digo:
—¿Quién está intentando matarla?
Otro anciano que se parece a
Slim Summerville
mueve un peón y dice:
—Jaque mate.
Desde la lejanía del fuera de campo nos llega el ruido ambiental filtrado de los carruajes de caballos que van traqueteando por la Carretera Transversal de la calle Sesenta y cinco. De los taxis que hacen sonar sus bocinas por la Quinta Avenida.
La señorita Kathie empuja el fajo de papeles por la superficie de la mesa en dirección a mí. Y me dice:
—No se lo puedes contar a nadie. Es muy humillante...
Ladrido, rezongo, graznido...
Estrella de cine acosada por gigoló
.